Prólogo
Pido perdón a Dios por haber faltado a tantos de sus sagrados preceptos al dedicar los años que me ha concedido a los recuerdos de aquel tiempo, pues presté atención a su voz en lugar de entregar, como monje devoto, todo mi pensamiento al Verbo, que es Dios. Pero de este modo doy testimonio y, humildemente, advierto a otros con cuanto estos versículos arbitran. Desdeñé el destino incierto y el extravío al que me arrastraba la Providencia, y no es sino al final de mi vida como pecador cuando me he dado cuenta del valor del destino al que Dios nos encomienda, por insólito que nos parezca al sernos revelado, y es esta visión la que ha impulsado la pluma empuñada por mi temblorosa mano hasta la última página de este manuscrito.
El propietario de aquella voz, cuyo nombre no quiero revelar tan pronto por ser esto considerado de mal augurio en el buen escribir, ya no escuchaba a nadie en su desvarío, pero muchos eran los que prestaban atención a su palabra dentro y fuera de las fronteras del reino unificado por los carolingios. Era una voz venerada entre los paganos, por ello los Padres de la Iglesia habían exigido su excomunión, años atrás, acusándolo de renegado simoníaco y soberbio heresiarca, emisario de Satanás en secreto pacto con las tinieblas, de las que se servía para alimentar una voluntad aparentemente incontrovertible y orientada con irrefrenable apetito hacia la oscuridad.
Mas gracias a su conversación, por más que ello pese ahora sobre mi alma a las puertas de la muerte, pude reconstruir, momento a momento, la complicada tela de los recuerdos, donde muchos hilos faltaban o se habían roto, como se verá, escapando a mis experiencias y complicando la trama, razón por la cual (¡si bien no la única!), cambian sujeto y persona en las tres partes del pergamino que tienes en tus manos, buen lector, dividiéndose así éste en Libro de Horas y en los diferentes Libri que refieren cuanto aconteció después de ser disuelta la última misión benedictina del tercer cuarto del siglo octavo, para volver al final al Libro de Horas. Encomiendo así al número de la perfección del plan divino la gracia de enviar un hálito de redención sobre los atroces acontecimientos contenidos en su triple forma y que tú, lector incauto, te dispones a leer. Antes quiero advertirte del peligro que esta lectura representa, disuadiéndote de toda lectura si tu fe cristiana no es suficientemente robusta y fuerte, pues profundas son las raíces de la usurpadora herejía que aquí te será descrita.
Durante esos años yo me convertí, bajo el poder de aquel cuya voz rememoro ocultando su nombre, en la sombra de un ángel oscuro llamado Widukind, pues fui discípulo de la orden herética más por fuerza de quienes me dominaron y por debilidad de mi espíritu que por inclinación verdadera, aunque ello no excusa la magnitud de mi pecado. Mas antes de eso, mucho antes de que tuviesen lugar las traiciones y las matanzas, los amores impíos y las desilusiones y la larga guerra de la que haré imparcial crónica, pues sólo el juicio de Dios es absoluto, verdadero e inmutable, antes de que el herético templo de la herética orden fuese erigido con piedra y gracias al sudor de muchas frentes simples en un rincón remoto de la tierra conocida, antes de todas esas vicisitudes hubo nueve hombres, siete peregrinos y tres misioneros; del mismo modo, antes que el sanguinario rebelde, hubo un niño inocente, del cual yo fui instructor, para gloria de muchos y pena de tantos otros. Cuando aquella misión estaba a punto de partir, no creí que fuese posible lo que me esperaba; después, cuando se ponía en marcha hacia las sombras, todos creíamos que no era sino la plegaria de una fuerza divina, que se dirigía hacia el destierro de los mundos paganos, más allá de todas las aguas que separan y de todos los vientos que arrastran voces que hablan vulgares lenguas ominosas, destinadas a morir ante el sonoro cantor que entona las salmodias venideras del Santo Verbo y cuyas palabras son registradas pacientemente por los monjes en las bibliotecas de nuestros monasterios.
Se habló, ya antes de la partida, de una Espada nobilísima cuyo concepto no alcanzábamos a entender, por ser ésta como una reliquia traída desde la cúspide del mismísimo Hiperunanio. Obra de ideas e idea de obras, Única, pues merecía el grado mayúsculo en su calificación; la Única, pues daba forma a aquellos moldes de los que se extraen, imperfectas e impías, las banales reproducciones soldadas por los herreros de la Tierra. Muchas son las pruebas de lo múltiple en el mundo perecedero, pero únicos sus universales en el cielo de perfección modelado por Su mano. Ésa era la Espada. La del Todopoderoso. Así me lo dijeron cuando acepté la proposición de mi mentor. Los doce monjes nos acompañaban confiados en la voluntad de Dios. Los siete peregrinos iban en camino espiritual, esperando la sagrada iluminación; los tres misioneros consideraron que habían sido deslumbrados en Roma con la gracia que allí bendice a quienes se acercan a sus templos, pues creían que la santidad los acompañaba y que ellos empuñaban la Espada del Altísimo, la Verdadera, la que es invisible pero ardiente, la que ataja la serpiente de la lujuria y funde el acero de la ignorancia en el espíritu de los hombres, pues llena es de fuego.
¡Pero detente, lengua, y sujeta tu locuaz ímpetu antes de que compliques más las cosas, que ya de por sí aquellos acontecimientos son confusos y perturbadores y no quiero que el lector se pierda en ese piélago de signos que es la memoria!
Me resulta difícil, tantísimos años después, dar tanto crédito a mis recuerdos como a los de otros, que me los prestaron para completar la historia, y siento vergüenza y oprobio ante mí mismo por los muchos actos, tan desviados a los ojos de la virtud, en los que casi creí ahogarme arrastrado por las inciertas mareas de ese océano proceloso que es la Providencia, pero así fue como sucedió: novicio destinado a ser sólo de Dios, iniciado en la regla benedictina del monasterio de Metz, dejé de serlo durante largo tiempo. Aunque nunca abandoné la fe que alimentaba como fuego secreto desde mi más temprana juventud, desoí las costumbres, los rituales y los deberes en los que debía encauzarme para seguir el buen camino que tan espinoso se vuelve para la mayor parte de los hombres mortales, pues una prueba es éste ante la tentadora y malévola presencia de Satanás, que todo lo retuerce hacia el Mal con mil argucias. Es por ello que en los Libri, que forman la segunda parte del texto y por lo tanto la res gestae, cambian voz y sujeto, pues declaro terrible y ajeno a mi verdadera vocación cuanto me vi obligado a vivir, y sólo de este modo siento cierto alivio de confesión escrita, por todos mis pecados.
Pues en los países del norte, hoy tan arduamente conquistados por los francos y su sagrado emperador Carlomagno, pude presenciar cómo se predicaban no los versículos de los santos hombres que fueron testigos de Su Verbo, sino una herejía que traería fatales consecuencias, en lugar de promover la mansedumbre de aquellos rebaños perdidos de la mano de Dios.
Detengo la mano, y no escribiré más acerca de todo ello por ahora, pues ya tendrá el lector oportunidad del mucho conocer. Tampoco mencionaré más aquel templo, ni el herético evangelio al que me refiero, libro de sombras cuya existencia desató una guerra de sangre, dictado por voz de un heresiarca.
Sí que diré al lector, para situarlo en los agitados acontecimientos de aquellas décadas, que el piadoso papa Esteban III, quien había sucedido al buen Paulo I, selló durante el tercer cuarto del siglo las alianzas de la Iglesia con el príncipe germano Pipino el Breve, padre de Carlomagno y de Carlomán, para defender a Roma de la codiciosa amenaza de los longobardos y de los infames griegos, cuyo imperio de Oriente seguía promulgando la terrible iconoclasia. Es ésta una enfermedad herética que ha amenizado nuestra integridad estética en Occidente, un cisma que se abría paso con fuerza hacia las fuentes de Roma y las maravillas de Italia, oculto tras las sectas separatistas que los iconoclastas promulgaban falsariamente como inevitables, y que con rencor trataba de destruir las imágenes devotísimas en las que nuestra buena cristiandad se apoyaba por toda Europa, desde las orillas del Danubio hasta las aguas del Rin, y más allá, en los monasterios de Anglia, Northumbria e Hibernia. El buen Papa había condenado aquellas corrientes heréticas, capturando a sus heresiarcas infiltrados, muchos de los cuales procedían de las sombras de esa sentina de facinerosos, deshonestos prevaricadores y destructores de la beatitud, que se hacen llamar hijos de la Iglesia en Oriente.
A su vez, bien conviene recordar que los príncipes alemanes eligieron con unánime voz la voluntad de Pipino el Breve, Mayor del Reino de los Francos, y que sus dos hijos fueron elegidos reyes durante un tiempo confuso para los designios de la dinastía, a la que Roma abrazó sin partidismos hasta que el campeón se alzó como elegido y también como protector de la Cristiandad, elevado a la talla de Emperador de los Francos, aunque eso fue mucho tiempo después.
Por aquel entonces era yo un novicio, y no había conocido ni a mi padre ni a mi madre. Recién nacido, fui recogido una fría mañana, según se me contó, junto al camino que llevaba al portalón del monasterio de Metz (posiblemente abandonado allí por mi pobre madre, alma pecadora a la que a pesar de ello perdono pues desconozco las penurias que la obligaron a hacer algo así), por uno de los ayudantes del cillerero de la abadía, y fui adoptado por el monasterio y acogido en su seno, y bautizado con el generoso nombre con el que más tarde firmo este manuscrito. No obstante, yo había encontrado en la imagen de la Virgen María a la más hermosa de las madres posibles, pues es la madre de todas las madres, y su amor, aunque mudo e intangible, me reconfortaba y me abrazaba en las horas de mi infancia silenciosa en el monasterio de Metz, donde fui ordenado y considerado apto para la vida contemplativa tanto por mi inclinación a la soledad, como por mi amor hacia la fe, como por mis votos y por mi insaciable necesidad de aproximarme al Altísimo a través del conocimiento. Fui ayudante de Bernardo de Mortrand, un sabio que administraba la biblioteca del monasterio, y pronto aprendí a leer los signos de los códigos, los abecedarios de los griegos e incluso los de los infieles, y los que eran sólo imágenes de imágenes y símbolos de símbolos, con los que jugaba en mi mente al irme a dormir, parafraseándolos de cien maneras, pues ellos eran mis juguetes de infancia. Mas he de reconocer que, a la edad de doce años, sufrí tal pasión de conocimiento que desperté la vigilia de mi maestro y de otros, quienes, justamente, consideraron que mi fervor, a punto de convertirse en enfermedad, debía ser contrarrestado con otra actividad valiosa para la Iglesia Católica, que era y es mi única madre, en lugar de trocarse en concupiscencia y lascivia del conocimiento. Así fue como se me prohibió leer en las bibliotecas, y acompañé a Bernardo en calidad de amanuense en el desempeño de una misión suya que nos llevó a las nuevas abadías del norte. Por fin, fui entrevistado casualmente en la sede del Arzobispado de Colonia por varios padres que me ofrecieron el honor de participar en una expedición de gran valor para ellos y que ya contaba con el beneplácito del Papa. Lo que en la biblioteca de Metz había resultado enfermizo, en el seno de aquella expedición fue considerado benigno y bienvenido, claro ejemplo de cómo el Altísimo se sirve justamente de sus siervos; la misión requería no sólo padres devotísimos empeñados en iluminar la ignorancia y fundar abadías, sino también oficiantes tales como herreros, médicos, siervos o penitentes, y también buenos amanuenses y lectores. Mientras Roma se zafaba de los iconoclastas y de las intrigas de Oriente, desgarrada cada vez por más y mayores intrigas intestinas, el Papa, sabio en sus decisiones mayores, confirmaba con su bendición las expediciones hacia el Norte de Europa, con objeto de evangelizar a los pueblos salvajes y a las errantes hordas de paganos endemoniados (así nos eran descritos los vestigios de un pueblo que habitaba el Norte, y del que poco se conocía, y en el que se presumían oscuros males y la agitación de Satanás), que suponían una gran amenaza para el arraigamiento de aquel árbol de la fe cristiana que había sido plantado por manos devotas como las del santísimo Bonifacio, Apóstol de los Germanos, cuando se trazó el gran mapa de las nuevas abadías bajo control franco por los territorios de Turingia, Baviera, Colonia, y los nuevos y prósperos obispados, todos ellos bajo la tutela del Arzobispado de Colonia y con la protección incondicional de los príncipes y reyes francos.
Por diversos motivos, entre los cuales fue sin duda el más importante el ansia de libertad de los sajones, hubo en los años siguientes repetidas sublevaciones bajo la dirección de aquel ángel oscuro, del que yo me convertí, acudo a la redundancia a cambio de la claridad, en injusto instructor, y que era llamado Widukind en la lengua de las septentrionales sombras y de la barbarie pagana. No quiero ni debo anticipar los acontecimientos, pero sí que dejaré algunas notas sobre este hecho, central en la descripción de las sangrientas guerras entre Carlomagno y los sajones. Pues más que lucha de tierras era lucha de ideas, y de muy grandes ideas, y detrás de todas ellas se ocultaba un heresiarca, y, detrás del heresiarca, un libro maldito que él mismo llamaba el Quinto Evangelio.
Las incursiones vindicativas que se llevaron a cabo bajo el mando de Widukind acarrearon efectivamente graves daños al cristianismo, tanto en su propio territorio, donde los sajones, sin ningún miramiento, trataron de aniquilarlo con todo tipo de medios violentos, como en las comarcas del reino franco en las que llevaban a cabo sus incursiones, donde ardieron los templos y los padres fueron juzgados por filos mortales y altas llamas. Pese a lo dicho, tras la victoria de Carlomagno pudo reemprenderse el sagrado trabajo de evangelización. Mas para situar al lector de ésta y otras épocas (¡si acaso algún manuscrito sobreviviese a la llegada del Anticristo, cuyo tiempo ya se acerca!), aseguro con mi testimonio que la misión hizo progresos considerables durante mi más temprana juventud hasta aquel infausto año del que arranca el primer recuerdo de estos sucesos, aunque el resto se sabe, y es parte de la gloriosa historia del Emperador de los Francos. Pero eso fue mucho después del lugar y hora de donde parte la más honda raíz de mi recuerdo.
Cuando aún era un joven novicio, viajé junto a mi maestro, como escribía, desde los aposentos de mi orden en Metz hasta las ricas tierras de la diócesis del arzobispado más poderoso del Reino, que bordean el gran río que, según cuenta el Tácito, fue frontera de romanos y germanos, el Rin, a la altura de los grandes palacios de piedra que los francos elevaron en la ciudadela de Colonia sobre los cimientos de otro imperio más antiguo y condenado siglos atrás por el juicio de Dios y el daño causado a su elegido en la Tierra. Me estremecí ante las sombras que anidan, como águilas de garras relampagueantes, en las cumbres de sus colinas, siempre al acecho. Vi los rostros de aquellos hombres venidos de las tierras paganas, los sajones y los daneses, y leí en sus ojos la salvaje fuerza y el rito de unos dioses tenebrosos, detrás de cuyas cambiantes caras se ocultaba la fea faz de la bestia inmunda que ha de sobrevenir y a la que llamamos el Anticristo. Vivían sumergidos en una edad antigua, devota del acero y de la oscuridad.
La misión para la que fui escogido por Ebo de Colonia, quien empuñaba el báculo evangelizador en nombre del Caput Mundi y en calidad de vicario apostólico, se disponía a redimir la sinrazón de los pueblos del Norte. Era, según se decía, un eslabón más en una larga cadena de eslabones rotos, un peldaño más en una larga escalera de piedra mellada, a la que los benedictinos añadían, con obstinada fe, un nuevo paso cada dos años tras el martirio de Bonifacio de Crediton, a pesar de las pérdidas constantes e irreparables, de las iglesias quemadas, de los muros abatidos, de las vidas sacrificadas. Mi fe era grande y mi inspiración, sin ser divina ni llena de gracia, me alentaba. Deseaba participar, a pesar del grave riesgo que ello suponía, en la misión benedictina de Ebo de Colonia. Eran pocos los misioneros que regresaban de las evangelizaciones enviadas al negro corazón de la oscuridad, mas finalmente había aceptado acompañarlos, llevado por la fe en el hombre y por el deseo de mejora del hombre, para descubrir verdades extrañas al hombre, que otros nombran con diferentes palabras; pero la conquista de la tierra, amparada en el poder de una idea tan excelsa como grande, sobrepasa el entendimiento de la mortal ignorancia y no se lleva a cabo con los métodos de la juventud y la ilusión, como pronto aprendería, sino con la diestra fuerza de una mano severa, había dicho mi maestro, que blandiese La Espada de Dios.
Me despedí de él una ventosa tarde que deshojaba los árboles y hería mis ojos sin piedad; subido a una acémila, Bernardo, también triste por nuestra separación, partía hacia Aquitania, de visita a su tierra natal, antes de volver a Metz, cuya biblioteca tanto amaba; pasarían muchos años hasta que volviese a verlo. El que aquí escribe, sin embargo, había sido elegido para otro destino, pues la voluntad de los hombres es débil y engañosa y creemos escoger, pero siempre somos escogidos. A la mañana siguiente, la expedición partió y recorrió el largo puente, y yo, el novicio Angus de Metz, iba con ella. Las estrellas aún titilaban en el albor de la hora prima. Las aguas del Rin se amansaban oscuras, sus torbellinos y crestas parecían despedirse de nosotros como con una advertencia signada de indescifrable contenido. Me persigné y miré la niebla, que cerraba a nuestra visión unas lomas de denso y arbolado follaje. La compañía entró en la espesura, mundo de brumas en el que nosotros, emisarios de Dios, debíamos ser cual certeros haces de luz que buscan sin miedo, aunque a tientas, el corazón de las tinieblas.
Ahora, tanto tiempo después y a un paso de la muerte, me gustaría dejar que el Tiempo se detuviese para poder retratarlo, iluminando imagen a imagen las miniaturas de este Libro de Horas, para que así otros pudiesen leerlo, ver sus paisajes y escuchar sus voces, encerradas todas ellas en él con la magia benigna que nos ha concedido el Señor a través del entendimiento y sus signos, hasta el final de este descarriado mundo, final que ya se acerca… Cuando el Elegido, como de lana, marfil y crisólito puro, eleve los brazos, la hoz afilada y el rayo, y haga sonar su llamada por todos los cielos y cuatro cabalguen unidos para ruina del resto… Cuando sus cascos, como de bronce ardiente, abrasen el aire y rompan los nimbos y ellos desaten los sellos… Cuando se oiga una trompeta altisonante y en el delirio de los sentidos, como supe en mis visiones de la más tierna infancia como novicio, vuelva a escuchar la Voz omnipotente que me ha exigido: «¡cuanto vivieses, escríbelo en mi libro!».
Alabado sea el Señor por los siglos de los siglos…
ANGUS DE METZ
(circa 820 d. C.)