Envejece junto a mí, lo mejor ha de venir
Estas palabras (que, por supuesto, no son mías) pertenecen a Robert Browning. En años recientes, mi respuesta habitual a la pregunta «¿cómo estás?» ha sido «viejo». Es la descripción más concisa de mi estado físico. Los más afortunados pasamos la mayor parte de nuestras vidas sin preocuparnos demasiado de esas pequeñas enfermedades y lesiones que limitan nuestras facultades por breves períodos. El tiempo, un médico competente y la medicación adecuada curan las dolencias y trastornos pasajeros, pero luego llega la vejez acompañada de desarreglos cualitativamente distintos porque no tienen cura, porque no hay un camino de regreso a la salud completa. Lo que esperamos entonces de un tratamiento es paliar los síntomas y frenar en lo posible el deterioro. Básicamente sólo podemos aspirar a una demora de la ejecución.
Dos de esos trastornos progresivos, que en mi caso empezaron bastante pronto, son la sordera y la artrosis. La sordera, por supuesto, puede afectarnos en cualquier etapa de la vida o incluso estar presente al nacer, pero normalmente va asociada a la edad. Mis propias tribulaciones se hicieron patentes antes de cumplir los setenta: enseguida tuve que llevar un audífono en el oído derecho y al poco tiempo otro en el izquierdo. Ahora el oído derecho es inservible y el izquierdo requiere unos dispositivos amplificadores más grandes y sofisticados con un transmisor y un receptor independientes. También llevo un sistema inalámbrico de infrarrojos para ver cine y televisión, pero mi capacidad de comprensión se ve cada vez más limitada a un inglés neutro y sin apenas ruido de fondo, dos requisitos que muy rara vez se dan en esos medios.
Los problemas que trae consigo la vejez se me han ido acumulando velozmente. Sufro ataques de artritis que, pese a haberme sometido a varias operaciones, me obligan a caminar con dos bastones y mi fibrilación auricular me ha causado un infarto «silencioso». Al objeto de combatir éste y otros achaques tengo que tomar diariamente Zocor y niacina para el colesterol aparte de coumadina, un anticoagulante antes usado como matarratas, para la circulación (Las ratas mueren desangradas, pero las dosis para el consumo humano son sensiblemente menores). Las ventajas de estos fármacos son difíciles de evaluar, pero es razonable suponer que sin los reductores de colesterol y una dieta baja en grasas mi corazón habría dejado de latir hace tiempo, como les ocurrió a mi padre y a mi hermano John.
Así pues, me resigno a ser un lisiado el resto de mis días. Un lisiado sordo, quiero decir; un lisiado sordo con una afección cardíaca. Y a pesar de todo hay algo que realmente me impide sentirme viejo. Supongo que en parte se debe al hecho de que durante toda mi vida he sido uno de los más jóvenes en todos los grupos a los que he pertenecido. Tanto en la escuela primaria como en Andover o Princeton era siempre uno de los más jóvenes de la clase. Fui uno de los colaboradores más jóvenes en una revista de ámbito nacional, probablemente el reportero de información local más joven de Nueva York, el publicitario más joven de Hollywood y, cuando Budd Schulberg y yo escribimos algunas escenas para Ha nacido una estrella, uno de los guionistas más jóvenes que han visto su obra en la pantalla. Tenía veintidós años cuando nació mi primer hijo, y creo que era el escritor más joven en recibir un Oscar al mejor guión, además de ser el más joven entre los «diez de Hollywood». En cualquier caso, la imagen que tengo de mí es básicamente la misma que tenía hace treinta o cuarenta años. Incluso encorvado sobre mis bastones me asombro cuando digo mi edad y la gente no pone cara de extrañeza, algo que casi nadie hace. Es cierto que si me preguntaran por mis proyectos para el futuro no olvidaría que una dolencia fatal se pude presentar en cualquier momento, pero esa clase de pensamiento no me suele venir espontáneamente a la cabeza. De hecho, a menudo me sorprendo a mí mismo haciendo planes poco realistas a largo plazo: «¿Debería aprovechar este descuento que ofrecen si renuevo mi suscripción por tres años en vez de por uno?».
Otra razón por la que no pienso en mí como en un viejo es que no tengo la sensación de ser superfluo o de incordiar a nadie. Sigo trabajando en lo que he hecho siempre y no me veo menos apto para hacerlo. Tengo problemas de memoria inmediata, pero mis recuerdos lejanos, los necesarios para evocar nuestra vida, están intactos aunque a menudo tarde más de tiempo que antes en activarlos.
Cuando era joven creía en la capacidad de las personas para actuar no sólo por sus propios intereses sino también de acuerdo con lo que a mí me parecía el interés de la humanidad en su conjunto. Pensaba que como mínimo teníamos la posibilidad de dejar atrás nuestros temores o supersticiones en aras de crear un mundo mejor. Cuando alguien me pregunta si creo que podría producirse una nueva versión de la caza de brujas (con listas negras y persecución de disidentes en todo el país) mi respuesta suele ser negativa; al menos no creo que el fenómeno pudiera repetirse exactamente de la misma manera. Pero tal vez nada me haya sorprendido tanto en tiempos recientes como el retorno de lo irracional a nuestra vida política y social en forma de fundamentalismo religioso. Tiendo a pensar que la peor amenaza a la Primera Enmienda radica actualmente en los intentos de censurar el cine, la televisión, las artes plásticas o Internet promovidos por la Coalición Cristiana y otros grupos religiosos de derechas.
Los teólogos sostienen que es posible demostrar la existencia de Dios. Ello puede lograrse, aseguran, mediante dos procedimientos. El primero, conocido como «argumento de la causa primera», se basa en la premisa de que todo lo existente tiene una causa y cada causa tiene a su vez una causa anterior, de lo que se infiere que o bien retrocedemos en una interminable cadena de causas o asumimos la existencia de una causa primera que no requiera explicación; esto supone admitir un razonamiento cuya conclusión desmiente la premisa. El segundo método, el argumento por diseño, parecía muy convincente antes de Darwin y la teoría de la evolución. Thomas Paine, el gran profeta de la Revolución Americana, y otros racionalistas del siglo XVII llamaron deísmo a su fe religiosa. Según ellos, la existencia de Dios era un hecho demostrado por la inigualable belleza y maravilla de la creación; la historia de Jesús, en cambio, no estaba respaldada por ninguna prueba sólida más allá de que sea probable la existencia de un predicador judío ejecutado por sedición bajo la ley romana. No hay testimonios contemporáneos directos o indirectos sobre la virginidad de su madre, su resurrección o su intención de fundar una nueva religión. Los contradictorios relatos de su apostolado fueron escritos por miembros de generaciones posteriores que nunca citan sus fuentes de información. Y lo que era más importante para Paine, la teología de la redención en su conjunto no tiene otro propósito que justificar y enriquecer a «una iglesia cargada de pompa y boato que dice seguir las enseñanzas de una persona cuya vida fue un ejemplo de pobreza y humildad».
Paine y otros deístas, sin embargo, sostenían que la evidencia de un diseño en el universo era demasiado clara para dudar de que éste hubiera sido creado y puesto en marcha por una inteligencia suprema llamada Dios, la cual, una vez gestada su obra, habría dejado que la naturaleza siguiera su curso sin interferencias ulteriores.
La teoría de la evolución cambió todo esto. Para la inmensa mayoría de los científicos, el origen de las especies por una combinación de azar y necesidad llamada selección natural es mucho más verosímil que la idea de un dios que crea miles de especies de insectos con un propósito distinto para cada una o coloca (la cifra que cita Richard Dawkins en su obra El relojero ciego) cien mil millones de planetas en el universo para poder ubicar en uno de ellos a una especie hecha a su imagen y semejanza y dotada de un alma inmortal.
En la actualidad hay una inmensa anomalía en lo que conocemos, tal vez prematuramente, como mundo civilizado. Para decirlo con las palabras de Sir Francis Crick, uno de los ganadores del Premio Nobel por el descubrimiento de la estructura del ADN:
La cultura occidental en la que ha sido educada la mayoría de los científicos actuales se basaba originalmente en un conjunto bien elaborado de creencias filosóficas y religiosas. Entre ellas podemos incluir la convicción de que la Tierra es el centro del universo y que el tiempo transcurrido desde la creación ha sido relativamente corto, la creencia en una separación irreductible entre el alma y la materia y la probabilidad, si no la certeza, de que hay vida después de la muerte. Estas ideas iban asociadas a una dependencia excesiva de las supuestas doctrinas de personajes históricos como Moisés, Jesucristo o Mahoma.
Actualmente, uno de los hechos más notables de la civilización occidental, considerada en su sentido más amplio, es que, si bien los residuos de muchas de estas creencias siguen siendo aceptados por mucha gente, la mayoría de los científicos modernos no las suscriben en absoluto… Un científico moderno, si es lo suficientemente perspicaz, a menudo tiene la extraña sensación de que está viviendo en otra cultura… Una considerable porción de la opinión pública muestra un vivo interés por los descubrimientos de la ciencia moderna, razón por la que al científico se le pide a menudo que dé conferencias, escriba artículos o aparezca en la televisión.
Sin embargo, incluso entre quienes están interesados en la ciencia (y no digamos ya entre las muchas personas que son indiferentes u hostiles) parece que ello no provoca ningún cambio en su visión general de la vida. O bien se aferran a sus caducas creencias religiosas colocando el saber científico en un departamento aislado de sus mentes, o bien absorben los conceptos científicos de forma superficial y los mezclan sin problemas con ideas tan dudosas como la percepción extrasensorial, la adivinación del futuro o la comunicación con los muertos.
La explicación lógica de la creencia en Dios tiene sus raíces en la idea de que el universo ha tenido un principio. «Pero si el universo se contuviera efectivamente a sí mismo, si no tuviera un límite o un borde», escribe Stephen Hawking en Breve historia del tiempo, «tampoco tendría ni principio ni fin; simplemente sería. ¿Qué lugar habría entonces para un creador?» En la versión cinematográfica que hizo Errol Morris del libro, Hawking añade: «Y quién lo creó a él?».
La ciencia ha dado pasos de gigante en su lucha contra la superstición, pero algunos de los descubrimientos más significativos que se han realizado durante mi vida no han sido admitidos plenamente por gran parte de la humanidad; y me refiero tanto a las masas semianalfabetas y explotadas del tercer mundo como a una parte de la élite intelectual privilegiada del primero. Buena parte de la explicación para este desconcertante fracaso debe buscarse, creo, en la persistencia de un fenómeno cultural que, según los antropólogos, distinguía al Neanderthal de los demás animales: la religión. Su perdurable poder, a su vez, debe atribuirse en gran medida al deseo (evidentemente tan intenso en los tiempos modernos como en la antigüedad) de creer que nosotros estamos en cierto modo libres del ciclo de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte que gobierna todas las demás formas de vida.
Cuando decía que la vejez no tiene ventajas, me refería al bienestar físico. Hay recompensas no materiales, y la más valiosa es lo que podríamos llamar satisfacción genesíaca. No hay que hacer mucho: basta con tener hijos y criarlos para que el proceso siga sin necesidad de uno. Ellos engendran a tus nietos y éstos, a su vez, engendran a tus biznietos (nosotros ya tenemos cuatro). En 1995, el día de nuestro ochenta aniversario, nuestros cinco hijos nos organizaron a Frances y a mí una fiesta conjunta: el jardín se nos llenó con varias generaciones de familiares procedentes de sitios tan lejanos como Inglaterra (mi hija Ann) y Los Ángeles (mi hijo Joe). Mi entrañable amigo Paul Jarrico vino desde California con su esposa Lia, y la presencia de estas personas tan queridas nos produjo un sentimiento de honda satisfacción. No es ningún logro, me digo a mí mismo, sólo una gran satisfacción.
Frances, que tiene mi edad, fue un espécimen mucho más sano que yo hasta 1998, cuando tuvo un grave accidente de coche que le dejó una serie de lesiones de las que aún no se ha recuperado y de las que posiblemente ya no sanará del todo. También mis médicos han estado últimamente muy ocupados diagnosticando nuevas dolencias y prescribiendo paliativos cuyas ventajas parecen disminuir progresivamente. En el momento en que escribo el final de estas memorias, tanto Frances como yo estamos atendidos por un equipo de cuidadores, situación que no nos acaba de gustar. Sin embargo, lo que nos produce más inquietud cuando pensamos en los años (o meses) que tenemos por delante no es la muerte misma sino las circunstancias que conducen a ella.
Tengo todo el derecho, por supuesto, a no creer en el alma o en que haya vida después de la muerte. ¿Por qué debe preocuparme que los demás no piensen como yo? ¿Qué me importa a mí que uno de mis vecinos crea en una de las religiones existentes o exprese su fe en un Dios bondadoso y omnisciente?
La cosa no tendría mayor importancia si mi vecino aceptase, sin más, mi rechazo de su fe. Pero, ¡ay!, la religión impone un deber a muchos de sus fieles seguidores: el proselitismo, practicado voluntariamente o a la fuerza. Los cristianos citan unas palabras atribuidas al propio Jesús: «Quien crea y sea bautizado se salvará; pero quien que no crea está condenado».
San Pablo, junto a otros intérpretes de las enseñanzas de Jesús, ha presentado estas dos opciones como las únicas posibles. Si uno escucha a los evangelistas de Estados Unidos, oirá otras versiones del mismo mensaje: «Dios sólo te pide fe en Cristo y en Su obra para concederte la inmediata salvación eterna», afirma un anuncio de la Iglesia de Dios. «Éste el único camino a la salvación, es el marcado por las Sagradas Escrituras, que constituyen la infalible e inalterable palabra de Dios. Si crees en tu Señor Jesucristo, te salvarás».
No se requiere nada más: ni referencias al carácter del afectado ni un historial de buenas acciones ni prueba alguna de que uno se ha decidido por la fe después de sopesar las pruebas a favor y en contra. Sean cuales sean los pecados, los delitos o los actos deshonestos que hayas podido cometer, si crees, te libras de la tortura eterna, destino que aguarda a los devotos de otras religiones, a quienes viven en partes del mundo adonde no han llegado las enseñanzas cristianas y a quienes, aun habiendo realizado las acciones más nobles y altruistas, no han suscrito un compromiso formal con Cristo. Si crees en todo ello, estás aceptando a un Dios que creó a los seres humanos y los exhortó a multiplicarse únicamente para condenar a la inmensa mayoría (tras setenta u ochenta años en la tierra) a un indecible tormento para toda la eternidad. Gore Vidal explicó hace unos años en The Nation cómo los monoteístas («teocelestes» los llamaba) han fomentado y consagrado el racismo, difamado a las mujeres y a los homosexuales, denigrado el control de la natalidad y el aborto, estigmatizado o criminalizado los placeres del juego, el sexo o el alcohol y desvirtuado a los fundadores de la patria, quienes proyectaron una nación sin grilletes religiosos. Y señalaba que solamente el judaísmo, la menor de las tres religiones monoteístas, no trata de propagar su mensaje al resto del mundo. Una vez asentados, el islam y el cristianismo se dedicaron a eliminar sin piedad o a convertir por la fuerza de las armas a cualquier infiel que se cruzara en su camino.
Soy muy consciente de la cantidad de buenas y piadosas acciones llevadas a cabo por curas, monjes y legos en cumplimiento de sus obligaciones cristianas, judías o islámicas, pero estoy convencido de que muchos de estos hombres y mujeres, si lograsen emanciparse de su veneración a un ser supremo, se comportarían de la misma manera por simple fraternidad humana. Sea como fuere, esas encomiables obras no atenúan los espantosos efectos que la religión organizada ha tenido en los dos últimos milenios de historia ni los que previsiblemente tendrá en el futuro. Resulta imposible calcular el número de víctimas causado por las guerras y masacres instigadas desde las dos religiones imperiales, el cristianismo y el islam, contra los pueblos «paganos», contra la fe rival y contra los herejes que pretendían abandonar sus propias filas. El exterminio genocida de los nativos americanos que empezó con Cristóbal Colón y la conquista española se llevó casi siempre a cabo en nombre del bondadoso Jesús. Y lo mismo puede decirse de las varias carnicerías perpetradas en África y Asia por Inglaterra, Francia, Portugal, Holanda, Alemania, Italia o Bélgica.
La hostilidad de la ortodoxia religiosa hacia los grandes descubrimientos científicos de la historia es bien conocida. Actualmente, cuando el SIDA y las enfermedades venéreas se extienden como una plaga, tanto los católicos como los fundamentalistas norteamericanos se oponen rotundamente a la educación sexual y a la libre distribución de condones o de agujas hipodérmicas esterilizadas. Durante la última década del siglo XX, el número de personas que se declaraba creyente no hizo sino aumentar, y la mayor parte ha pasado a engrosar las filas de los diversos grupos fundamentalistas que aceptan la infalibilidad de la Biblia y tratan de imponer a todo el país sus rígidas normas acerca de lo que es o no aceptable en arte, literatura, teatro, cine y televisión.
Pero hay una razón más poderosa que cualquiera de las mencionadas arriba para poner al descubierto las falacias de la creencia religiosa. Ante la urgente necesidad de conseguir el crecimiento cero de la población y detener la destrucción de nuestro medio natural, la religión organizada, el cristianismo en particular, erige un obstáculo peor que la indiferencia; así, el énfasis de Cristo en olvidar el mañana terrestre se ha convertido, con la acumulación de amenazas a la supervivencia humana, en una doctrina demasiado peligrosa.
Expresada en su forma extrema como pensamiento apocalíptico, la razón de que no debamos preocuparnos por el futuro es que el fin del mundo conocido está muy cerca y que pronto tendremos que afrontarlo. Tales profecías producen apatía entre los fundamentalistas respecto a cualquier posible advertencia que podamos hacer sobre el estado del medio ambiente. Pero incluso cuando se expresa en términos menos dogmáticos, la fe y la confianza sinceras en un poder superior que ama y protege a la humanidad no es compatible con la posibilidad de que dicho poder permita a sus criaturas favoritas destruir el mundo y con él a sí mismas. ¿Por qué debemos preocuparnos de que haya un agujero en la capa de ozono si Dios puede taparlo fácilmente antes de que se declare una epidemia masiva de melanomas? Si no se nos ocurre una buena forma de deshacernos de los residuos nucleares, siempre podemos rezar y pedirle a una benevolente deidad que actúe por nosotros. Resolver el problema del calentamiento global tal vez está por encima de nuestra capacidad, pero por definición nada está por encima de la capacidad divina. Y en última instancia, incluso si Él decidiese no salvar el mundo de la destrucción provocada por el hombre, solamente nuestra existencia terrenal estaría en juego, mientras el objetivo mucho más importante de la eterna vida celestial seguiría vigente. Ya sé que algunos creyentes y algunas organizaciones religiosas han participado en campañas para preservar el medio ambiente, pero no creo que los creyentes en un Dios capaz de resolver todos los problemas se apliquen a la tarea con la misma desoladora conciencia de una posible extinción que pueda tener una persona con una visión enteramente racional del asunto. Y cuando digo esto me refiero a quienes confían en ese centón evolutivo, ese supremo resultado de los muchos azares y necesidades que han ocurrido sobre el planeta: el cerebro humano.
Ahí es donde tenía depositada su fe Tom Paine cuando, hace dos siglos y después de la Revolución Francesa, escribió La edad de la razón. Seguramente era demasiado optimista, como lo éramos muchos de nosotros en 1945, cuando aseguraba que la razón triunfaría pronto y de forma irrevocable frente a la mitología y a la superstición. Yo celebré el segundo centenario de esta obra maestra anotando algunas de las ideas irracionales que todavía prevalecen en este país. He aquí una lista abreviada de mis notas: cada una de las afirmaciones en ella contenidas es manifiestamente improbable y ninguna satisface los requisitos ordinarios que se exigen a una prueba en un tribunal o en una investigación académica, pero a todas se adhieren millones de norteamericanos con fervorosa convicción:
La especie humana fue creada por Dios en el Jardín del Edén hace unos cuantos milenios.
Los movimientos de las constelaciones y de los planetas determinan el carácter de las personas e influyen en los acontecimientos que tienen lugar en la Tierra.
Las enfermedades son ilusiones que pueden superarse mentalmente sin ayuda de médicos ni medicinas.
Es posible predecir el futuro leyendo las líneas de las manos, las cartas del Tarot, una hoja de té o mediante los poderes especiales que poseen ciertos individuos.
Naves procedentes de otros planetas han visitado nuestro planeta y han raptado a residentes de la Tierra llevándoselos consigo a bordo.
Hay difuntos levantiscos que no se resignan a morir y regresan a sus antiguas residencias terrenales para molestar a sus actuales ocupantes.
Hay personas con poderes psíquicos que pueden comunicarse a grandes distancias mediante cierta forma de percepción extrasensorial.
El empleo del término «teoría» con respecto a la evolución de las especies supone que esa doctrina no esta demostrada por la biología.
El segundo advenimiento de Cristo es inminente.
Nadie que no haya sido bautizado irá al cielo.
La célula humana fecundada contiene un alma inmortal que conservará su individualidad durante los millones de divisiones que experimentará.
Una selecta minoría de la población mundial, principalmente en Europa y Estados Unidos, vivirá eternamente en la gloria celestial después de la muerte.
La gran mayoría de la población mundial sufrirá eternamente las espantosas torturas infernales porque nunca ha declarado su fe en Jesucristo (o tal vez por no haber oído hablar de él).
El papa es infalible en materia de fe y de moral.
Una tribu israelita emigró a Norteamérica en el año 609 antes de Cristo y fundó una gran civilización de la que no quedan otras huellas que unos cuantos platos de oro descubiertos en 1822 por un tal Joseph Smith de Manchester, Nueva York, con la ayuda del ángel Moroni.
Dios distinguió a los judíos como «pueblo elegido» y los ayudó a aniquilar a otros pueblos que eran igualmente producto de su creación.
Un genuino fervor religioso puede generar el «don de lenguas», facultad que permite a sus beneficiarios hablar y entender idiomas que previamente les eran totalmente desconocidos.
Los negros son genéticamente inferiores a los blancos excepto en áreas como el baloncesto, las carreras atléticas y el salto de longitud o corriendo con una pelota ovalada bajo el brazo.
Los sueños pueden revelarnos el futuro.
El Holocausto no ha ocurrido.
La homosexualidad es una perversión voluntaria practicada por hombres y mujeres inmorales en abierto desafío a la voluntad expresa de Dios.
Todos (o al menos muchos) hemos pasado por vidas anteriores cuyos detalles pueden recordar algunas personas.