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Complacerte nos ha costado veinte mil dólares

Dos Óscars, uno por el mejor guión original y otro por el mejor guión adaptado de otro medio; el laurel del Gremio de Escritores (sección oeste) por logros destacados; un premio similar (que lleva el nombre de mi amigo Ian Hunter) concedido por la sección este del mismo gremio; la ofrenda literaria anual en el Festival de Cine de Nantucket (1998)… En fin, una trayectoria cinematográfica de impresionante aspecto que, a decir verdad, me impresiona a mí mismo cuando oigo la retahíla de distinciones recitada desde una tarima. Lo que no se menciona (lo que mis admiradores en realidad no conocen) es la cantidad de guiones estériles que duermen el sueño de los justos en las estanterías: más o menos el doble de los que han conseguido llegar a la pantalla. Unas veinte veces en sesenta años he mecanografiado un título y un «FUNDIDO A» inicial con la esperanza de que las cien o ciento cincuenta páginas que pensaba escribir se plasmaran en la película que yo visualizaba; pero eso, ¡ay!, no sucedía.

Añadan las ocasiones en que «se reescribe» el guión a requerimiento del director o el productor (por no hablar de las alteraciones que introducen actores, montadores o —la última afrenta— esos burócratas anónimos dedicados a lo que llaman con delicado eufemismo «edición televisiva»), y empezarán a entender por qué nunca he sido digamos un apóstol de la profesión que elegí. Un editor, un corrector o un productor de teatro pueden sugerir cambios, pero es el escritor quien revisa su texto, y si no quiere hacerlo se agencia a otro patrón. El guionista no controla la transición desde el concepto al fotograma en el noventa por ciento de los casos y, una vez dado el salto, cualquier fase previa carece a todos los efectos de realidad significativa. ¿Cómo podría equiparar una escena esbozada sobre papel con lo que ya está fijado sobre celuloide?

En la primavera de 1980 me llamó por teléfono Ray Stark, uno de los ejecutivos más poderosos y celebrados de Hollywood, proponiéndome trabajar en una nueva versión de Pal Joey con Al Pacino de protagonista y Herbert Ross de director. No hallaría cortapisas, me aseguró, para adaptar libremente las historias de John O’Hara y además podríamos aprovechar tanto la soberbia partitura de la obra original como cualquier número de Rodgers y Hart que se aviniera a nuestras necesidades. Ross, un director a quien yo admiraba y que tenía por entonces un gran éxito comercial, aprobó con tal entusiasmo las ideas que le expuse en las reuniones posteriores que acepté escribir aquel guión. Stark prometió de forma no menos efusiva que negociaría el contrato con mi agente mientras Frances y yo nos íbamos diez días de vacaciones a Italia.

Cuando, acabado el viaje, mi agente se puso en contacto con el despacho de Stark, se nos comunicó que en una semana quedarían resueltos ciertos «tecnicismos» tocantes a los derechos para el uso del material. Y eso fue lo último que supe de Stark, de Ross y del asunto. Qué ocurrió finalmente con la actualizada Pal joey es algo que no puedo aclararles porque yo mismo no tengo ni idea, pero aquélla fue sólo una breve fase de mi interminable instrucción en la asignatura «relaciones productor-escritor», aprendizaje iniciado a los veintidós años cuando hice entrega del primer guión escrito por mi cuenta. Yo no veía la hora de conocer la reacción del productor, aunque desde luego tampoco esperaba oírla antes incluso de que hojeara el texto.

—Ahora mismo mando esto a Wald y Macaulay —dijo refiriéndose a una muy bien remunerada pareja de escritores enrolada en la Warner—, Te encargué la cosa para que fueras allanándoles el terreno mientras terminaban otro trabajo.

Parecía increíble que se desprendiera de aquello sin haber leído ni una sola palabra, pero eso fue exactamente lo que hizo. ¿Y con qué fundamento podía oponerme? Al fin y al cabo ellos me habían pagado, casi mil dólares si no recuerdo mal.

Mas lo decisivo con respecto al control no era la cantidad pagada sino el hecho mismo de pagar. Cuando en 1942 vendimos La mujer del año, Mike Kanin y yo cobramos una suma extraordinaria para la época, pero la Metro se convirtió en «autora» de la obra gracias a una de esas prodigiosas transmutaciones sólo verificables por contrato. Y a quien se obstine en su escepticismo con estos milagros bastará apuntarle que cuarenta años después, cuando se representó en Broadway una versión teatral de aquella película, los derechos de autor por el texto original recayeron en la MGM.

Sólo recuerdo una ocasión en que llegué a pensar (fugazmente) que mis argumentos habían prevalecido tras una controversia con Darryl Zanuck. Debatíamos con mucha gravedad (esas discusiones nos parecían entonces trascendentales) su propuesta de suprimir una escena de Ambiciosa que yo consideraba imprescindible para entender los móviles del personaje principal. Aunque las escenas etiológicas eran uno de sus blancos predilectos (cualquier historia debía, según él, reducirse a la pura acción), Zanuck admitió que tal vez yo estaba en lo cierto e indicó a Otto Preminger, el director-productor, que rodara la secuencia de acuerdo con el guión. Dos meses más tarde contemplábamos un primer montaje de la película en la sala de proyección y la disputada escena (que jamás pude ver en celuloide) se había desvanecido. Zanuck me dirigió entonces un comentario de soslayo:

—Complacerte en esto nos ha costado veinte mil dólares.

La cuestión quedó zanjada para siempre y para bien de todos. Si yo hubiera insistido en que los motivos del personaje seguían pareciéndome borrosos, habría obviado los tres hechos implícitos en su muy conciso parlamento; a saber: era un hecho que yo quería mantener la escena y también que él había tomado la inamovible decisión de eliminarla, luego no era menos real que yo había cometido un error cuyo costo para el estudio rondaba los veinte mil dólares.

La orden de reemplazar al guionista de una película no generaba en Irving Thalberg o David Selznick más congoja que la sentida por un entrenador de fútbol cuando sustituye a un delantero en el descuento del partido, aunque siempre era un consuelo que te cayera en suerte la redacción final sancionada por el mandamás de turno, pues en ese caso sabías que ninguna otra mano tenía ya potestad para hacer cambios ulteriores. Cuando la generación pionera de los magnates cinematográficos inició su lenta retirada a mediados de los cuarenta, nosotros empezamos a acariciar la nebulosa idea de que, en un medio menos jerárquico y mecanizado como el que vaticinábamos, los escritores tendrían más posibilidades de escoger sus proyectos y de hallar colaboradores o financiación. Nadie podía sospechar entonces que, lista negra aparte, el futuro nos depararía una mengua, no un aumento, en el estatus de los guionistas.

Mi primera experiencia con el nuevo estilo se produjo cuando Ian Hunter y yo escribimos un guión bajo seudónimo para una compañía británica. Hicimos algunos cambios tras reunimos con el director y los productores en la isla caribeña donde se filmaría la película y poco más tarde, ya a punto de comenzar el rodaje, recibimos un inopinado «guión final» que desmantelaba nuestro texto (con el agravante de que también lo empeoraba, o al menos eso pensábamos). Según me contó después el primero, tanto Sidney Poitier como John Cassavetes habían aceptado actuar en Virgin Island a partir de nuestro guión y se sintieron muy decepcionados con el sucedáneo. La única respuesta de los productores a nuestras quejas fue que, según la práctica consagrada en Gran Bretaña, el director estaba facultado para revisar libremente la historia entregada por los guionistas (Nuestro seudónimo, Philip Rush, quedó intacto en los títulos de crédito y un historiador que portaba ese nombre escribió al Times una carta indignada declinando toda responsabilidad tras el estreno de la película en Londres).

Hacia la época en que logré al fin recuperar mi propio nombre, la inflada autoridad de los directores empezaba también a adueñarse de Hollywood, cosa que pude experimentar cumplidamente con El rey del juego. Pronto se llegaría a un punto en que, como requisito para encargarse de una película, el director se arrogaba el derecho a hacer mangas y capirotes con su estructura o su argumento aunque ningún otro implicado hubiera visto la necesidad de tales convulsiones.

Para adaptar Semi-Tough (Semiduro), un libro sobre fútbol americano escrito por Dan Jenkins, pergeñé un par de borradores: al productor le gustaron, a Jenkins le gustaron y, lo más importante en los viejos tiempos, a los mandos de United Artists les gustaron tanto que dieron el salto crucial desde el «desarrollo de la mercancía» a su producción como vehículo para el lucimiento de Burt Reynolds; la única pieza que faltaba, el director, se corporeizó súbitamente en la persona de Michael Ritchie. Aunque yo le di a entender que esperaba intervenir en cualquier revisión de la historia, él comunicó al estudio que no deseaba hablar con el viejo guionista y quería uno nuevo a su disposición. También anunció que el eje de aquella comedia satírica ya no sería el fútbol profesional sino los grupos de autoayuda y concienciación.[13] Tanto el productor como el estudio consideraron estas demandas arbitrarias pero no excesivas, de manera que, en un alarde de versatilidad, retiraron su respaldo empresarial al libro y el guión que habían adquirido para ejecutar diligentemente todas las novedades que Richtie y su nuevo amanuense tuvieran a bien ingeniar (El guionista agraciado fue mi amigo Walter Bernstein, uno de los mejores en la profesión, quien me llamó cuando le propusieron el trabajo y recibió sin demora todos los parabienes que, por otro lado, yo hubiese recibido de él si se hubiera dado la situación inversa).

Cuando llegué a Hollywood, algunos de los principales realizadores —Howard Hawks y William Wyler, por ejemplo— se ubicaban a sí mismos en una dimensión casi teatral como simples intérpretes de la historia que el escritor había imaginado, aunque, por supuesto, sus cometidos eran bastante más amplios que los de un director de escena. El concepto de director como fuerza creativa arraigó en Europa tras la Segunda Guerra Mundial con figuras como Federico Fellini o François Truffat que, efectivamente, llevaban sus propias ideas a la pantalla y muy rara vez empleaban a guionistas. Salvo por Billy Wilder, John Huston y contados casos más, eso no ocurría en el cine norteamericano hasta hace bien poco, pero el axioma del director todopoderoso se asume ahora con tanto ardor que la omnipotencia (e imponer a un escribano es sólo una de las formas habituales de ejercerla) se ha hecho preceptiva incluso entre menestrales sin aspiraciones literarias ni peligro alguno de ser igualados con Wilder o Huston.

Dadas las circunstancias, puedes darte por contento si, como me sucedió en MASH, te cae en suerte un director cuya pericia no está completamente neutralizada por su ego, cuyos criterios coinciden aproximadamente con los tuyos y cuyas enmiendas son con frecuencia mejoras. Pero si la película triunfa, más te vale no esperar que se reconozca tu contribución.

El primer indicio del extraordinario éxito que aguardaba a MASH fue la obtención del gran premio en el Festival de Cannes. Mi presencia en el festival se explica por una especie de carambola provocada durante una cena con los hermanos Preminger.

—Oye Ring, ¿tú también vas a Cannes? —preguntó Otto.

—¡Qué va! —contesté—, nunca invitan a los guionistas.

—¿Cómo es eso, Ingo? —dijo Otto en tono reprobatorio—. Yo sí llevo a mi escritor.

Y así instigado, Ingo pidió a la Fox que pagara los gastos de mi viaje arguyendo que la presencia de uno de los diez represaliados tendría una positiva incidencia publicitaria.

Cuando llegué a Cannes y empecé a advertir el interés que despertaba nuestra película, me pareció prudente aclarar algunos malentendidos que se habían propagado entre la horda de periodistas allí congregada. Se discutía si MASH era o no una «película pacifista», disputa a mi entender desencaminada, pues el cine no podía hacer mella en las convicciones de quien fuese partidario de la guerra. Lo que sí podía hacer, en cambio, era glosar indirectamente una guerra muy particular que una poderosa nación sostenía en un país lejano y débil; o, para ser más específicos, una guerra americana en tierras de Asia.

Algunos definían la película como un ataque a la religión, juicio que también hubiera merecido algún comentario por mi parte. MASH no se enfrentaba con la religión como tal, creía yo, sino con el uso inapropiado de los sentimientos religiosos en el frente. Según mi razonamiento, la guerra es un fenómeno tan estrictamente humano que sería a todas luces abusivo involucrar a Dios en ella.

Había preparado estas reflexiones para una rueda de prensa, y en efecto hubo una tras la proyección de la cinta a los dos días de nuestra llegada, pero me privaron de formular mis observaciones porque no asistí a ella. Quienquiera que fuese el encargado de informarme no lo hizo y, según parece, tampoco mi ausencia escandalizó a las multitudes concentradas.

Sería de todos modos engañoso insinuar que nadie mostró el •ñas mínimo interés por mi contribución a la película durante las dos semanas de periplo europeo. Pocos días antes de viajar a Cannes, una lumbrera de cierto semanario intelectual me preguntó intrigado en Hamburgo si, habiendo pertenecido al grupo los diez encarcelados y proscritos de Hollywood, aquella película odiosa, reaccionaria y militarista era el precio que me había visto obligado a pagar para volver a trabajar con mi nombre. Aparte de este señor, todo el mundo daba por supuesto que el director (quien ni siquiera se incorporó al proyecto hasta que yo tuve escritos dos borradores) había engendrado la película sin auxilio de nadie y que solo él estaba en condiciones de explicarla.

Bob mismo se dejaba halagar por la comprensible ficción de que MASH había florecido espontáneamente dentro de su cabeza. En varias entrevistas apuntó que había empleado el guión como un mero bosquejo, y lamento decir que por mi parte tampoco le concedí el crédito que en gran medida merecía cuando, a la primavera siguiente, recogí el premio de la Academia. Sólo puedo agregar como defensa que aquella noche esperaba ver a Bob subiendo después al estrado para aceptar el Óscar a la mejor dirección, honor que fue a parar a las manos de Franklin Schaffner por Patton.

Bob instaba a los actores a improvisar en muchos diálogos, y tal vez se refería a eso cuando daba a entender que no había hecho demasiado caso a mi texto (La única vez que visité el plato durante el rodaje se descolgó con una chanza sobre el asunto: «¡Buscad el guión que viene el escritor!», exclamó a voz en grito). Las discrepancias, sin embargo, no eran tan extremas como él afirmaba ya que gran parte de las innovaciones se circunscribía a un par de pláticas entre Donald Sutherland y Elliot Could en las que éstos alteraban o improvisaban algunas frases. Pero incluso en estas escenas se atenían a la pauta marcada por el texto, y debe tenerse en cuenta que, como diría cualquier guionista, el diálogo es sólo un elemento del guión.

Cuando el cine dejó de ser mudo, los estudios de Hollywood importaron a los más célebres dramaturgos de Broadway para atender la necesidad de diálogos en las historias. Ni unos ni otros veían mucha disparidad entre una obra representada por actores de carne y hueso sobre el escenario y otra registrada en celuloide con las nuevas cámara acústicas, pero todos vieron desolados cómo el público encontraba muchas de las primeras películas sonoras demasiado verbosas y aburridas. Los recursos que los realizadores habían desarrollado durante la etapa silente (primer plano, ángulo inverso, toma en movimiento, corte brusco, encadenado, pantalla partida, combinación de lentes, diversidad de focos, montaje, velocidades de cámara, avances o retrocesos temporales) habían dado lugar a un nuevo lenguaje narrativo. A ese lenguaje se incorporaba el sonido, lo cual suponía efectos sonoros y música de fondo aparte de diálogos. Pero sucedió que el universo parlante no tenía en pantalla un relieve tan omnímodo como sobre las tablas. No se podía insertar un nudo del argumento en los diálogos con la seguridad de que fuera comprendido: era necesaria reforzar la trama con otra inserción, y a ser posible visual.

Waldo Salt describió nuestro oficio como «un género distinto que consiste sobre todo en escribir con imágenes; su estética difiere en lo sustancial de la inherente al teatro o la novela, y desde el punto de vista técnico se aproxima a la poesía». Waldo era un consumado dibujante cuyos borradores estaban repletos de esbozos donde plasmaba su visión de las escenas. Yo soy una perfecta calamidad para el dibujo, pero cuando escribo una película mi atención va y viene constantemente entre la pantalla del ordenador y una pantalla ficticia donde tienen lugar los hechos que estoy ideando. La imagen (lo que entra o no en cada plano) y el eventual sonido poseen igual valor y son complementarios en el sentido de que el uso de un elemento limita la necesidad del otro.

Irving Thalberg dijo una vez que el gancho de una película exitosa dependía en un cincuenta por ciento de su concepto básico, proceda éste de un libro, una obra teatral o un guión original. Conviene, sin embargo, precisar los términos. Más de un presunto guionista piensa que el tema («hagamos una peli sobre los manglares de Luisiana» o «nadie ha hecho una película sobre un capitán despótico en la armada británica del XVIII») es lo mismo que el concepto. Un personaje o un asunto no tratado anteriormente puede ser un capital muy valioso, pero está lejos de constituir el concepto de una película. Ni siquiera el tiránico capitán acompañado ya por un primer oficial de probada disciplina se aproxima lo bastante. La idea necesita aún desarrollo; verbigracia, «la situación es tan desesperada que el primer oficial, a despecho de su leal sumisión a normas y tradiciones, encabeza un motín contra el capitán». Ahora sí contamos con un lance dramático que puede funcionar tanto en éste como en otros contextos. Cuando un amigo mío vio Río Rojo y felicitó al guionista por su trabajo, el felicitado Chase exclamó: «¿Pero no te has dado cuenta de que es Rebelión a bordo?».

La idea original de MASH no salió ni de Altman ni de mí, sino de los autores del libro. En cuanto a la película misma, su estructura básica y cada una de las escenas desde el arranque al desenlace son las fijadas en mi guión pese a todas las interpolaciones o improvisaciones de Bob.

La última película que he escrito, El más grande, es una biografía de Mohamed Ali, con él mismo como protagonista y Tom Gries de director. Entre éste y yo hubo siempre una estrecha colaboración, de suerte que, al terminar el rodaje, Tom me explicó cómo pensaba ensamblar aquel material que habíamos filmado un poco a la buena de Dios. Para relajarse antes de entrar en la sala de montaje se tomó un par de días libres, pero mientras jugaba un brioso partido de tenis cayó sobre la pista fulminado por un infarto. Pasado el primer impacto, reparé en la enorme dificultad de que un extraño pudiese editar la película con arreglo a lo que Tom había discurrido, así pues le pedí a mi agente (Jim Preminger, el hijo de Ingo) que planteara a Columbia Pictures la propuesta de formar un equipo asesor integrado por mí y el regidor con el fin de transmitir en lo posible al montador las intenciones del difunto Gries. Aunque me ofrecí a participar sin compensación alguna, el estudio rechazó en el acto la sugerencia y formó un comité compuesto por altos ejecutivos que, según afirmaban ellos mismos, conocían mejor las preferencias del público; pero el fruto de sus consejos, dejando aparte las diferencias con respecto a mi guión o el plan de Tom, no funcionó demasiado bien en taquilla.

Para todo guionista es tentador fantasear sobre la posibilidad de que sus obras no filmadas pudieran haberse convertido en películas mucho más originales y provocativas que las sometidas al implacable veredicto de los espectadores, pero un repaso somero de los archivos bastaría en mi caso para desengañarme. Entre los guiones baldíos hay un apreciable número de ideas pésimamente concebidas que se llevaron adelante por motivos erróneos o espurios, incluida la clásica evasiva del artista asalariado: si son tan necios que me pagan un dineral por esta basura, ¿quién soy yo para hacer remilgos? En definitiva, a la frase «lo mejor se halla en la estantería» convendría añadir «y lo peor también». Aun así quedaría suficiente género del primer tipo para organizar un pequeño pero gratificante festival de buen cine. El mayor atractivo de ese festival imaginario sería la brillante fidelidad con que mis guiones se habrían llevado al celuloide. ¿En qué otro certamen estarían todas las películas fotografiadas con gusto impecable, adornadas con una banda sonora tan discreta como expresiva, dirigidas con respetuosa imaginación e interpretadas hasta el tope (pero ni una pulgada más allá) por actores inspirados y generosos?

Ese festival de proyectos frustrados empezaría con mi primer guión original, una historia que sin duda se adelantó a su tiempo. Cinco años antes de que Charles Brackett y Billy Wilder escribieran Días sin huella, yo había esbozado una película sobre una mujer devastada por el alcoholismo. La protagonista soñada continuaría siendo Carole Lombard, pues fue ella quien adoptó apasionadamente aquel guión y lo paseó de estudio en estudio para oír en todos ellos que el tema era inaceptable.

A comienzos de la Segunda Guerra Mundial leí en una revista un relato de Ira Wolfert, un escritor que había cubierto la caída de Francia como corresponsal de guerra. La resistencia contaba con tan pocos jóvenes que reclutaba a ancianos para que éstos pagaran el pato en caso de peligro. El conflicto dramático se basaba en que uno de estos reclutas era un viejo vagabundo que no hacía distinciones entre los invasores alemanes y los policías franceses a los que se había enfrentado toda la vida. Sólo le interesaba la comida y el alojamiento que le ofrecían a cambio de alistarse como mártir en potencia. Le coloqué la idea a Dalton Trumbo, y juntos escribimos un guión, The fishermen of Beaudrais (Los pescadores de Beaudrais). Ningún estudio nos ofreció lo que nosotros hubiéramos considerado un precio razonable y el proyecto no llegó a venderse, aunque el guión gustó entonces y seguía gustando cincuenta años más tarde cuando fue publicado por la revista Scenario.

En 1946, justo después de la guerra, Trumbo y yo pertenecíamos a un grupo formado por seis o siete guionistas y un productor que, para luchar contra los métodos de trabajo imperantes en los estudios, habíamos decidido elegir nuestras propias ideas, escribir los guiones y buscar luego un estudio que nos respaldara como unidad de producción. Empezamos adquiriendo una opción sobre los derechos cinematográficos de The Man Who Loved Children (El hombre que amaba a los niños), una espléndida novela de Christina Stead. Como la mayoría de mis socios tenía compromisos previos y yo estaba desocupado, emprendí con sumo gusto la tarea de escribir una adaptación del libro. Su interés radicaba en el personaje del título, un tipo que solamente se ama a sí mismo pero se entrega de lleno a sus hijos porque sólo ellos tienen la paciencia de escucharlo perorar sobre sus logros y virtudes. Una vez escrito el primer borrador, y revisado éste considerando los comentarios mis socios, empezamos a buscar apoyo financiero, pero entonces se interpuso la historia encarnada en la Comisión sobre Actividades Antiamericanas y sus citaciones. Nuestra empresa de artistas independientes se fue al cuerno y The Man Who Loved Children quedó relegada a mi festival privado (Otros cineastas, John Huston entre ellos, vislumbraron después el enorme potencial de la novela, pero el proyecto sigue en la estacada).

Tras el espectacular éxito de MASH recibí abundantes ofertas de trabajo, lo cual me animó a elegir los temas más audaces o polémicos, aunque también los menos aceptables para los aprensivos jerarcas de las productoras. A principios de los setenta leí una novela titulada Farragan’s Retreat (El repliegue de Farragan), una comedia negra acerca de una familia católica de Filadelfia que, mancillada por el deshonor cuando uno de sus vástagos huye a Montreal en vez de ocupar su patriótico puesto entre las tropas enviadas a Vietnam, castiga al infame con una condena a muerte y asigna la ejecución a su mortificado padre. Esta cuarta candidata era un material cinematográfico de tal calibre que yo mismo opté a los derechos, escribí un guión por mi cuenta y lo presenté con el libro a la Paramount, que enseguida compró el producto y empezó a buscar un director para lo que el entonces jefe del estudio pensaba que sería una formidable película. Pero éste fue destituido poco después y el nuevo director ejecutivo canceló bruscamente la producción alegando que Vietnam podría ser un «tema olvidado» en el año que llevaría realizar y distribuir la película. Lo cierto es que Richard Nixon y Henry Kissinger mantenían el tema aún vigente catorce meses después cuando ordenaron sus bombardeos navideños sobre Vietnam del Norte.

Años más tarde, cuando ya hacía tiempo que la guerra había terminado, otro productor vio en la obra las mismas posibilidades cómicas y quiso llevarla al cine. Los derechos habían revertido por entonces al autor del libro, quien se mostró encantado con mi guión antes de morir súbitamente dejando todos sus bienes (y los derechos de autor) a sus padres. Éstos mantenían estrechos vínculos de lealtad con la parte de la familia que había inspirado las partes más duras del libro y no tenían ninguna intención de vender los derechos.

Para quienes alcanzamos la mayoría de edad en la década de 1930, no hubo acontecimiento más crucial y polémico que la Guerra Civil española. Mi propia actitud frente a la contienda estaba, por supuesto, condicionada por la muerte de mi hermano Jim la noche anterior a la retirada de las Brigadas Internacionales. Los progresistas de todo el mundo habían intentado ayudar al gobierno republicano español, y muchos entendieron que su derrota en 1939 hacía inevitable una nueva guerra mundial. En cualquier caso, hasta principios de los setenta fue imposible abordar el conflicto de manera realista en una película norteamericana. Por aquel entonces propuse un guión titulado The Volunteer (El voluntario) basado en la historia de Jim. La misma Hannah Weinstein que había producido Las aventuras de Robin Hood durante los años de la lista negra trabajaba ahora como productora para Columbia Pictures, cuyo presidente adoptó encantado el proyecto y decidió contratarnos a Hannah y a mí para llevarlo adelante. Esta vez parecía que ningún obstáculo iba a interponerse en el camino de lo que prometía ser mi película favorita. Pero el mismo hecho banal e imprevisible que había malogrado Farragan’s Retreat en la Paramount ocurrió en la Columbia: un cambio inesperado en la dirección de la productora. El nuevo mandamás comunicó inmediatamente a Hannah que detestaba la idea y que no pensaba apoyarla. Pese a tan contundente opinión, se trataba seguramente del mejor guión que he escrito nunca, aunque nada más sea visible en el quinto pase de mi onírico festival.

La sexta y último candidata para el certamen de películas frustradas lleva por título Death Row Brothers (Hermanos en el corredor de la muerte). La historia se inspiraba en un hecho real que me contó Eleanor Jackson Piel, una extraordinaria abogada que consiguió la libertad de dos reos que habían estado ocho años esperando su ejecución. Para que la película fuera lo más realista y emocionante posible, acumulé un montón de recortes de periódico sobre el caso y pasé muchas horas con los propios condenados además de con los principales testigos. No era necesario agregar ni un solo detalle para conseguir que la historia fuese más descarnada o dramática. La policía y el fiscal habían decidido que los dos hermanos eran culpables y procedieron a amañar pruebas para asegurarse su condena. Eleanor intervino en el asunto únicamente por su oposición a la pena de muerte sin sospechar que los condenados eran inocentes del crimen que se les imputaba y que lograría probarlo más allá de toda duda razonable. Libre de cualquier aderezo ornamental, el guión era una crítica apasionada de la pena de muerte.

En la primavera de 1998 se me concedió la primera Ofrenda Literaria Anual del Festival de Cine de Nantucket, el único, si no me equivoco, que rinde homenaje a los guionistas, no a los directores, como principal fuerza creadora en la realización cinematográfica. Fui presentado por Frank Pierson, prolífico autor de guiones (entre ellos los de Tarde de perros y La leyenda del indomable) y director de Espionaje en Berlín y de la versión de Ha nacido una estrella que protagonizó Barbra Streisand. Según él, la idea de que la dirección tiene más importancia que el texto se remonta a la difusión sesenta años después de lo que se conoce como «toque Capra». Y citó la reacción de Robert Riskin, guionista de grandes éxitos de Capra como Sucedió una noche, El secreto de vivir, Juan Nadie o Vive como quieras, quien depositó ciento veinte hojas de papel en blanco sobre el escritorio de Capra exclamando: «Aquí tienes, Frank, ¡ponle el toque Capra a esto!».