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Contraofensiva

En muy raras ocasiones surge entre nosotros un individuo cuyas virtudes sean tan manifiestas para todos, un ser humano con tal empatía hacia sus congéneres de la más variada condición, un sujeto con tanta capacidad para subordinar el amor propio a las necesidades ajenas, para acomodar su vida a la armonía de la comunidad circundante, que cuantos llegan a tratarlo le profesan amor y veneración sin límites. Dalton Trumbo no era esa clase de persona.

A nadie que yo haya conocido se le puede aplicar con más justicia el adjetivo «fascinante», aunque un término de significado casi opuesto como «irritante» cuadrara igualmente en la descripción. Otro tanto sucede con un largo repertorio de epítetos que incluiría los siguientes: sabio, divertido, avaro, generoso, sarcástico, solícito, vanidoso, implacable, sinuoso, tierno, pugnaz, altruista, profético, infatigable, miope y soberbiamente lúcido.

De costumbres irrevocablemente caseras, a Trumbo le gustaba escribir en la bañera con la pluma en una mano y un cigarrillo en la otra. Su distracción favorita era la polémica, actividad que ejercía mediante una voluminosa correspondencia con amigos y extraños o en épicas conversaciones donde sus contertulios, cuando Trumbo se lanzaba, perdían la noción del tiempo tanto como él. Tengo para mí que hay dos grandes variedades del temperamento humano: la primera, que engloba a la inmensa mayoría sin excluir a muchos sujetos de enorme talento o inteligencia, comprende a quienes tienden a aceptar la realidad tal cual es, observan las reglas establecidas y se someten a la opinión autorizada, sobre todo en campos ajenos a su especialidad o interés; la segunda, exigua en comparación pese a contener una buena cáfila de bellacos, genios, majaderos y enredadores, incluye a los intrínseca y (a menudo) arrogantemente escépticos, a los que desechan las sólidas credenciales del experto y se empeñan en probar cada aseveración por sí mismos sin importarles cuán limitados puedan ser sus atributos para ello. Trumbo pertenecía incuestionablemente al segundo grupo.

Lo recuerdo una madrugada de la época anterior a la lista negra mientras me acompañaba a mi coche desde su casa de Beverly Drive extendiendo los brazos con un ademán grandioso que abarcaba a todos sus vecinos en varias millas a la redonda:

—¡Mira cómo dilapidan sus ocho horas de sueño estos dementes! —exclamaba con irreprimible desdén—. Ellos viven dieciséis horas y yo veinte, así que todavía los aventajo si me muero a los sesenta y ellos aguantan diez años más.

Un cáncer de pulmón se lo llevaría de este mundo en 1976, cuando había cumplido setenta años contra toda expectativa razonable. Sospecho, de todos modos, que ya estaba fuera de cuentas Porque su organismo acumulaba al menos tres vidas normales: la desproporción entre aquel imparable aluvión de energía y el combustible ingerido para alimentarlo era de tal calibre que desafiaba todas las leyes de la física. Pero con la posible excepción de la impresionante novela antibélica Johnny cogió su fusil, diría que la gran hazaña de Trumbo fue su casi solitaria cruzada contra la caza de brujas.

Conforme la persecución se consolidaba, Ian y yo fuimos orientando nuestros esfuerzos hacia los guiones televisivos, actividad que nos permitía ganarnos la vida lo mejor posible en aquellas circunstancias. Trumbo, por el contrario, se mantuvo tenazmente en el cine y, casi desde el principio, buscó formas de demoler toda la estructura de la lista negra. De hecho, cuando la MGM lo puso en la calle (poco después de que la Fox hiciera lo mismo conmigo), se negó a claudicar y procedió a concluir el guión que estaba escribiendo, lo entregó y reclamó su siguiente trabajo con los honorarios correspondientes. Mediante ese procedimiento y la demanda que entabló cuando la Metro desoyó sus peticiones logró arrancar una pequeña indemnización.

Ya en México, Trumbo escribió un relato para la pantalla y urdió una elaborada treta al objeto de colocarlo en el mercado de Hollywood. Durante la guerra, mientras cubría el frente del Pacífico con un grupo de escritores y periodistas, había conocido a un joven reportero de Nueva York llamado Ray Murphy que aspiraba a ser guionista. Trumbo le propuso que fuese a Hollywood presentando aquella historia como propia, tratara de vendérsela a un agente y se quedara con un tercio de los beneficios netos hasta un máximo de diez mil dólares, operación que le serviría de soporte para iniciar su propia carrera cinematográfica. Ray aceptó la propuesta.

Tras algunas reacciones dispares y una revisión del texto, Trumbo se enteró de que un agente estaba repartiendo el guión por los estudios. Después se hizo el silencio. Había pasado más de un mes sin que nadie abriera la boca cuando Trumbo, ya preocupado e impaciente, se topó con un Hollywood Reporter de tres semanas antes donde aparecía una noticia que llevaba por título «La 20th compra Love Maniac», título de la obra en cuestión. Sólo pudo rumiar y hacer cábalas hasta que, pocos días más tarde, el diario en inglés México City News notificó desde la columna de Louella Parsons la trágica muerte (debida a una gripe) del joven Ray Murphy justo después de vender su primer guión por una cantidad no especificada. Aún estaba cavilando sobre cómo abordar a la familia del difunto cuando le llegó una carta de su hermano, el cual había abierto otra escrita por Trumbo y quería aclarar el asunto. Enviada una prolija explicación de la argucia junto con varias misivas de Ray que la corroboraban, se llegó a una solución razonable del problema. El importe final, por supuesto, apenas fue una rodaja de lo que un guión de Dalton Trumbo hubiera producido pocos años antes, pero el oficio de proscrito tenía esos gajes.

De todos nosotros, Trumbo y nuestro común amigo Mike Wilson fueron seguramente quienes mejor se las apañaron en el mercado negro sin dejar por ello de fastidiar en todo lo posible a la industria. Aunque tenía un carácter más reservado y menos belicoso que Trumbo, Mike fue un constante incordio desde que, en 1952, ganó un Óscar por Un lugar en el sol, guión que había terminado poco antes de acogerse a la Quinta Enmienda durante su comparecencia ante la HUAC. La Asociación de Productores respondió inhabilitando a todos los réprobos para cualquier acreditación en pantalla, incluso por antiguos trabajos estrenados con retraso. Así pues, La gran prueba apareció en 1956 sin guionista consignado, una pintoresca situación que llevó trazas de causar mayores estragos cuando la película fue premiada por el Sindicato de Guionistas y empezó a sumar puntos para un Óscar aun cuando en Hollywood era bien sabido que se trataba de otro retazo dejado por Mike Wilson.

Para evitar semejante bochorno, la Academia promulgó una norma según la cual si la obra de un proscrito (acreditado o no) era nominada en cualquier categoría, la nominación sería anulada y las cinco candidaturas reducidas a cuatro. La Academia se sumaba así a los tres sindicatos que ya cooperaban plenamente con las productoras de acuerdo con el principio de que la excomunión por motivos políticos se refería tanto al trabajo como a su reconocimiento público.

Echado el cierre, los próceres de la Academia afrontaron la ceremonia de 1957 confiados en que no los volverían a pillar rindiendo honores a uno de aquellos indeseables. Entre los candidatos de ese año, sin embargo, nadie reparó en un tal Robert Rich, nominado por el argumento de El bravo, una campanada de bajo costo sobre un chico mexicano que se encariña con un toro y ve cómo se lo llevan para estoquearlo en el ruedo. Cuando anunciaron el nombre del ganador no se produjo movimiento alguno en la concurrencia hasta que Jesse Lasky, Jr., vicepresidente del Sindicato de Guionistas y coautor un año antes de Los diez mandamientos, se levantó a recoger el premio en nombre de su «buen amigo Rich» que, informó, se hallaba junto al lecho de una esposa en trance de alumbrar a su primer hijo. Teniendo en cuenta la falta de preparación, Lansky salió bastante airoso de la prueba no sólo cuando endilgó con total convicción la milonga de los productores, sino también cuando proclamó su íntima amistad con el ausente. Al otro día, empero, se vio obligado a reconocer que Robert Rich ni era su amigo ni pertenecía al sindicato ni constaba que fuese una persona física si por tal se entendía un ente distinto de Dalton Trumbo. Porque El bravo era un trabajo de éste inspirado por una corrida en Ciudad de México donde el escritor descubrió un raro fenómeno llamado indulto:[9] cuando el toro embiste con insólita bravura y nobleza hasta inflamar el entusiasmo del público, éste puede pedir al torero que perdone la vida al animal; esa petición se expresa mediante un masivo y clamoroso ondear de pañuelos. Siendo instintivamente partidario del toro, Trumbo se había resistido a las invitaciones de Hugo Butler para acudir a la plaza, pero al final cedió, y contemplando el espectáculo del indulto vio enseguida los ingredientes de un memorable clímax cinematográfico.

El bravo fue uno de los guiones que, bajo diversos nombres, escribió para los hermanos King, tres productores de bajo presupuesto que admitían crudamente su codicioso interés por contratar a un escritor inasequible en condiciones normales. Dentro de sus restringidos medios trataron al empleado con mucha dignidad, e incluso lo ayudaron a financiar la compra de una casa cuando éste regresó a Los Angeles a principios de 1953, sin que en ningún momento pareciera importarles demasiado que todo el montaje quedara al descubierto. Trumbo, por su parte, se encogía de hombros ante las habladurías que, para consternación de los autores afectados, le atribuían algunos de los mejores guiones del momento. Su seráfica postura al respecto era que, dadas las circunstancias, no podía ni confirmar ni desmentir la autoría de ninguna película, pero en cambio sí podía (y debía) aprovechar la ocasión que se le brindaba para denunciar las injusticias del floreciente mercado negro y comunicar a la prensa la verdadera identidad de algunos otros escritores obligados a trabajar con nombre falso y tarifas reducidas.

Un año después del affaire Rich, la Academia premió el guión de El puente sobre el río Kwai, pero el galardonado, Pierre Bou le, volvió a brillar por su ausencia durante la ceremonia, aunque en este caso sí se trataba de una persona con todas las de la ley (a fin de cuentas era el autor de la novela en que se había basado la película). Ocurría, sin embargo, que ese ciudadano francés jamás había emborronado una cuartilla de cine y, como hubiera sido palmario de haber subido a la tarima, poseía un limitado conocimiento del inglés, lengua en que supuestamente había escrito aquel texto tan notable por su elegancia y donaire. Trumbo, que lograba percibir en la lista negra un lado cómico más bien imperceptible para el resto de nosotros, señaló amablemente estos hechos a los periodistas concernidos, los cuales no tardarían en averiguar que Kwai era obra de dos proscritos, el escritor y productor Carl Foreman y, erre que erre, Mike Wilson, quien se estaba labrando el historial tal vez más ilustre entre los guionistas norteamericanos de los cincuenta, réprobos o no.

Pero la farsa no había terminado. El Óscar del año siguiente al mejor guión original recayó en Nathan E. Douglas y Harold Jacob Smith por Fugitivos, la historia de un presidiario blanco (Toni Curtis) que escapa de la cárcel inoportunamente encadenado a un colega negro (Sydney Poitier). Y sucedió que «Douglas» era el seudónimo del proscrito Nedrick Young, un actor convertido en guionista cuya alianza literaria con el incólume Smith acabaría siendo casi tan problemática como la coalición de los dos evadidos en la película. De natural pusilánime, la Academia no tuvo arrestos para castigar al inocente Smith por los pecados del pérfido Young, así que dio marcha atrás y premió a ambos con el rabo entre las piernas. Cada día resultaba más difícil mantenernos en la sombra.

El humor del país se relajaba mientras tanto y la mentalidad de la Guerra Fría se iba haciendo cada vez menos gravosa para los disidentes. El senador McCarthy fue censurado en 1954 por el propio Senado y durante los años siguientes pudimos ver cómo un Tribunal Supremo renovado bajo la presidencia de Earl Warren adoptaba una serie de resoluciones que en principio ratificaban nuestro razonamiento de 1947 al ampliar la interpretación de la Primera Enmienda y establecer que el Congreso no podía actuar como una «institución gubernativa o judicial» ni practicar la denuncia pública de forma arbitraria.

El productor italiano Carlo Ponti y su socio Marcello Gerosi me convocaron a Hollywood en 1959 para hablar sobre la reescritura de un guión destinado a la mujer del primero, Sofia Loren, que estaba a punto de lanzarse a una aventura americana con la Paramount. A Ponti, como a otros europeos, la lista negra le resultaba desconcertante, pero el patrocinio de la Paramount lo obligaba a guardar las formas. Se me indicó, pues, que me registrase en un hotel bajo la cobertura de un nombre supuesto para que los productores pudieran hablar conmigo desde la centralita de la Paramount sin «vulnerar la seguridad». Como nombre de pila escogí Rick, de modo que si alguien metía la pata empleando el mío se Pudiera tomar el error por un pequeño descuido; el apellido, Spencer fue un simple antojo. Mi hija Ann, que estudiaba en Stanford, se alojó conmigo cuando fue a visitarme y en atención al intachable decoro de la época tuvo que renunciar también a su nombre y registrarse como la señorita Spencer.

Escándalo en la corte (así se llamaba la película) empezó a dar disgustos durante su rodaje en Viena, escenario de la obra teatral de Ferenc Molnar que le servía de base. Nadie se había percatado aún de que el director, Michael Curtiz, que moriría al año siguiente, estaba enfermo. Se requirió mi presencia allí, acudí, hice los retoques pertinentes y volví a Nueva York. La filmación se trasladó entonces a Roma para que el famoso director italiano Vittorio de Sica rehiciera varias escenas amorosas, y también a esa ciudad me convocaron unos productores desesperados por salvar lo que a esas alturas era ya irreparable (Aparte de otros desatinos, la Paramount había escogido como galán de la Loren a un joven actor llamado John Gavin que ni por su talento artístico ni por sus intrínsecas virtudes cinemáticas podía equipararse a ella. El señor Gavin acabó ejerciendo como embajador de Estados Unidos en México durante los años de Reagan y, aunque no poseo información detallada sobre su rendimiento en ese menester, estoy seguro de que por lo menos igualó su actuación en aquella memorable cinta. En cuanto a la Loren, sólo cabe decir como tributo a sus aptitudes que una película capaz de pulverizar más de una reputación no afectó virtualmente a la suya).

Fue en la delegación romana de la Paramount donde comprendí algo sobre la naturaleza de la lista negra que hubiera debido observar antes. Los ejecutivos de la productora en Hollywood, cada vez más inquietos (y con buenos motivos) por la calidad del metraje que iba llegando al laboratorio, querían escribir y rodar de nuevo una escena clave. Varios de los implicados andábamos por el despacho mientras el encargado de la oficina en Roma transmitía nuestras ideas a Y. Frank Freeman, el hombre que presidía tanto el estudio como la Asociación de Productores. Para mi estupefacción, quien hablaba desde nuestro extremo de la línea decía una y otra vez «Ring piensa esto, Ring piensa lo otro» sin sobresalto aparente. De pronto caí en la cuenta de que Ponti y Cerosi nunca me habrían contratado sin la anuencia de Freeman y de que el nombre ficticio en la centralita no era una careta para evitar que el alto mando advirtiese mi presencia, sino para impedir que alguien en un peldaño mucho más bajo filtrase la información a cualquiera de las muchas milicias anticomunistas siempre dispuestas a exhibir la hipocresía de los estudios.

La lista negra había caducado, pero no iba a desvanecerse por arte de magia: para asestarle el golpe de muerte eran necesarias una fuerza y un arma. La fuerza era Trumbo y su principal arma, el ridículo.

Cuando escribía el guión de Espartaco contratado por Kirk Douglas, Trumbo organizaba aviesas reuniones en su domicilio para discutir los problemas del texto con los actores británicos incluidos en el reparto (Peter Ustinov, Laurence Olivier y Charles Laughton), quienes no sentían particular aprecio por la curiosa costumbre americana de endosar seudónimos a los guionistas y que, con el beneplácito de Trumbo, hacían lo imposible por divulgar el papel de éste en la película.

De Espartaco pasó a otro proyecto de Kirk Douglas (el western contemporáneo Los valientes anclan solos) y luego a Éxodo, una producción de Otto Preminger que se precipitaba hacia el rodaje con todas las piezas a punto excepto el guión. De hecho no había tal cosa, sólo un mamotreto de cuatrocientos folios que pretendía contar toda la historia del pueblo judío desde los tiempos bíblicos hasta el siglo XX como hacía la novela homónima de León Uris. Tras leer sus mil y pico páginas de un tirón, Trumbo persuadió a Otto de que la película debía centrarse en el nacimiento de Israel; luego se puso manos a la obra, sacrificando incluso las fiestas de Navidad y Año Nuevo, con el fin de entregar un guión manejable para abril de 1960, fecha en que debía iniciarse la filmación. Douglas, mientras tanto, lo perseguía para que terminara la revisión de Los valientes andan solos, de modo que la presión desbordaba incluso la medida de sus neuróticas costumbres. Aun así, diría que fue en este período febril cuando concibió la idea (nunca expresamente formulada) de enfrentar a sus dos patronos en una carrera por ver cuál de ellos tenía el honor de reventar la lista negra y devolverlo al esplendor de su vida pasada.

Durante sus días en la Fox, Preminger había perdido más de una vez los estribos con las cortapisas de los estudios y en particular con el código de censura, un constante engorro para su sensibilidad centroeuropea. Después de ver un primer corte de Ambiciosa, la Legión Católica de la Decencia convocó en Nueva York una reunión donde Otto contempló desolado cómo Spyros Skouras, el vicario de Zanuck en la Costa Este, se doblegaba mansamente ante las exigencias de un depurador con sotana. «Otto hará todos los cambios que ustedes pidan», prometía, «díganle qué quieren suprimir y él lo suprimirá». A esto siguió una jornada entera de montaje clericalmente vigilado durante la cual aquella película (que, pese a sus carencia dramáticas, tenía un cierto encanto licencioso) quedó prácticamente despojada de, entre otras cosas, todo roce entre los labios de los protagonistas.

Como consecuencia de ésta y otras experiencias no menos aciagas, Otto negoció el derecho a realizar algunas películas al margen del arreglo que tenía con la Fox y a mediados de los cincuenta abandonó por completo la órbita de los estudios para convertirse en un productor independiente con control absoluto sobre el montaje de sus películas según los términos mismos del acuerdo que le impuso a United Artists. Tuvo, eso sí, que enseñar reiteradamente los colmillos y plantar cara a los censores para sacar adelante algunas de las películas más audaces de la época, entre ellas El hombre del brazo de oro, Anatomía de un asesinato, Carmen Jones y La luna es azul. En este último caso hizo oídos sordos a las quejas de la Oficina Hays[10] o a la Legión de la Decencia, dejó la historia intacta y, con una película oficial y estruendosamente reprobada por la jerarquía eclesiástica, hizo el tonificante descubrimiento de que los católicos (por no hablar de otras confesiones) miraban en su mayoría hacia otra parte en busca de orientación cinematográfica. La experiencia también le enseñó que defendiendo una trivial comedia contra aquellos censores podía provocar una trifulca cuyos efectos comerciales jamás hubiera comprado ningún dinero publicitario.

Agradecido a Trumbo por el capotazo de Éxodo, Otto comunicó a sus socios de United Artists que había decidido revelar formalmente la identidad del escritor. Más tarde explicaría (y sin duda sinceramente) que consideraba «un auténtico crimen» el modo como, habiendo cumplido las condenas, nos privaban de nuestro sustento o nos empleaban por unos honorarios sensiblemente inferiores a los que hubiésemos cobrado en un mercado abierto. Aunque tal vez se deba apuntar que la intervención de Trumbo en Espartaco era ya un secreto a voces, lo cual suscitaba en Otto el fundado temor (si él no levantaba la liebre) de ser recordado por tolerar una injusticia que otros habían decidido reparar. Douglas, de hecho, estaba muy ligado a Trumbo, que le había escrito dos de sus mejores papeles, pero no tenía ni el arrojo de Preminger ni su aclimatación a la gresca y además dudaba que pudiera colar a la Universal, productora de Espartaco, la idea de acreditar públicamente a Trumbo. Así estaban las cosas cuando, el 19 de febrero de 1961, compré una edición temprana del New York Times cuya portada señalaba a Trumbo como guionista de Exodo, una noticia que se difundió velozmente entre la diáspora de proscritos aventada por Los Ángeles, México, Nueva York y Francia. Todo parecía indicar que el final estaba ya cerca.

Pero no a la vuelta de la esquina, pese a que Douglas y la Universal se subieron al carro espoleados por la acción de Preminger (En algunas ciudades hubo piquetes de protesta organizados por la Legión Americana o los Veteranos de Guerra Católicos, pero, como Otto había anticipado, muy pocos espectadores se dieron por aludidos y ambas películas fueron grandes éxitos de taquilla). Como la lista negra no estaba oficialmente reconocida, tampoco era fácil repudiarla: durante buena parte de la década posterior hubo que pelear guionista a guionista por los créditos o el empleo con cada estudio y cada productor.

Aún no disipada la polvareda de Éxodo, Frank Sinatra anunció que había contratado al proscrito Albert Maltz para escribir una película sobre Eddie Slovik, el único norteamericano ejecutado por deserción durante la Segunda Guerra Mundial: al igual que Preminger, Sinatra fue apercibido por los censores, pero a diferencia de aquél acabó capitulando, indemnizó a Maltz y finalmente abandonó el proyecto, quizás en parte para no perjudicar a su amigo John F. Kennedy, que era entonces candidato a la presidencia (Tras las elecciones de ese otoño, sin embargo, el presidente electo acompañado de su hermano y futuro fiscal general Robert Kennedy franqueó un piquete para ver Espartaco en una sala de Washington DC y alabó después la obra). Pasarían seis años hasta que el nombre de Albert alcanzara las pantallas con Dos mulas y una mujer.

En 1961, el público norteamericano vio una versión de Lawrence de Arabia que consignaba al dramaturgo Robert Bolt como único guionista pese a que Mike Wilson (autor del primer boceto) figuraba junto a él en el resto del mundo. Lester Colé, mi ex consorte en Danbury, hubo de resignarse a un seudónimo en Nacida libre ya a la altura de 1965; Columbia Pictures intentó relegarlo por completo, pero el productor y antiguo réprobo Carl Foreman se negó en redondo. La trayectoria de Abe Polonsky como director sufrió un paréntesis de veinte años entre La fuerza del destino (1948) y El valle del fugitivo (1968). Y, por supuesto, muchos de los vetados nunca lograron rehabilitarse: en realidad, sólo un diez por ciento aproximadamente consiguió volver al cine según el libro La inquisición en Hollywood de Larry Ceplair y Steven Englund. En mi caso transcurrieron otros dos años de trabajo furtivo hasta que pude al fin escribir con mi propio nombre, y fue Otto, una vez más, quien lo hizo posible cuando anunció en 1962 que me había contratado para adaptar la novela El genio de Patrick Dennis. La Legión Americana reaccionó enviando a Preminger una carta de protesta donde le preguntaban por qué no podía buscar un «escritor patriota» para aquella cinta. Otto replicó diciendo que tanto derecho tenían ellos a boicotear la película cuando se estrenara como él a escoger guionistas como le viniera en gana.

El genio nunca llegó a realizarse: Preminger había dejado claro desde el principio que esa película requería una gran estrella y ninguna de las sondeadas (Laurence Olivier, Rex Harrison y Alec Guiness) estaba disponible. Pero Otto, siempre fiel a sus costumbres, me tenía trabajando de incógnito en El cardenal, la película que rodaba mientras preparábamos El genio. Ese otoño fui con él a Viena y luego a Roma con el pretexto de estudiar nuestro proyecto y el velado propósito de retocar cada día lo que se filmaba al siguiente. En Roma averigüé que también tenía a Gore Vidal escribiendo escenas para la película, la cual, por cierto, acabó reflejando una estampa inesperadamente benigna de la Iglesia católica a pesar de la murga que algunos prelados le habían infligido en años anteriores. Desconozco si él sabía que tanto Gore como yo éramos ateos, pero en todo caso ambos compartíamos (y se lo comunicamos de forma conjunta) la conclusión de que había caído en el feo vicio de comprar los derechos de los peores best-sellers disponibles en el mercado.

Con mi futuro como guionista aún en la cuerda floja, acepté gustoso una invitación para colaborar con Ian en un musical. Nosotros haríamos el libreto y su viejo amigo Johnny Mercer, con quien había escrito Al fin solos veinte años antes, se encargaría de las letras (Habiendo triunfado como autor e intérprete de canciones, la gran frustración profesional de Johnny era no haber intervenido en un gran éxito de Broadway). La obra, una versión de la comedia satírica Volpone escrita por Ben Jonson en 1606, estaba ambientada en el Yukón durante la fiebre del oro de 1898 y había sido ideada como pieza estelar para el festival con que Dawson City celebró en el verano de 1963 la reapertura de su antigua Ópera. Con Bert Lahr como un vengativo buscador de oro y Larry Blyden en el papel de su escurridizo compinche, Foxy (Zorruno) nos brindó no sólo la satisfacción de trabajar en un nuevo medio y descubrir que podíamos sacarle partido, sino también la alegría de ver cómo unos magníficos comediantes enriquecían el material que les habíamos proporcionado. Ya en Nueva York, y cuando planeaba llevar el espectáculo a Broadway la siguiente temporada, el productor, Robert Whitehead, aceptó la oferta de dirigir con Elia Kazan la compañía teatral del recién creado Lincoln Center. Nosotros lo apreciábamos, confiábamos en él y lamentábamos su marcha, pero desde el punto de vista comercial aquello no parecía una tragedia ya que David Merrick, tal vez el más exitoso productor de Broadway en aquella época, vino enseguida a ocupar la vacante.

Mercer y yo éramos de hecho tan optimistas que vulneramos la vieja norma según la cual los creadores no deben arriesgar su propio dinero. Mi parte, lo recuerdo bien, era de treinta mil dólares; la de Johnny debía de ser sustancialmente mayor. La apuesta, en cualquier caso, no se desinfló cuando Foxy inició su pretemporada en Cleveland cosechando críticas entusiastas, grandes audiencias y un torrente de carcajadas. Mientras asimilábamos todo esto detrás del escenario, nadie prestó demasiada atención a un hecho que, visto ahora, resultó fatal para nuestro proyecto: me refiero al apoteósico estreno en Nueva York de Hello Dolly, otra producción de Merrick. En nuestra inocencia no habíamos valorado una importante faceta de las operaciones mercantiles: cuando Merrick se comprometió a Producirlo, financiado de manera que ni él ni sus socios habituales se jugaban un ardite en el empeño. Tan pronto como los espectadores empezaron a agolparse para ver Dolly, dejó meridianamente claro en todas sus gestiones con Foxy que la promoción de aquélla y el incremento de sus beneficios se habían convertido en una prioridad irrenunciable al margen de las consecuencias que ello pudiera tener en nuestra empresa, mucho menos prometedora de acuerdo con su tasación. Así las cosas, ni siquiera se molestó en llevar a efecto el contrato por el que RCA debía grabar un disco con el elenco original de la obra, práctica común en todos los musicales que sobrevivían a sus primeras funciones. En lugar de eso, sugirió a RCA que aparcara nuestro álbum y emplease el dinero para promocionar el de Dolly.

A esas alturas teníamos que lidiar no con uno sino con dos de los grandes empresarios de Broadway, pues la noche del estreno y entre los festejos posparto, Merrick vendió la producción a Billy Rose, dueño del Teatro Ziegfeld, la sala donde se representaba Foxy. Las reseñas fueron elogiosas aunque arrebatadas, y tal vez eso tuvo un efecto suavizante en el entusiasmo de Rose; sea como fuere, su interés (como antes el de Merrick) se desplazó enseguida hacia otro menester, en este caso no un espectáculo musical sino una ex mujer a quien por entonces volvió a esposar y con quien partió súbitamente en una segunda luna de miel antes incluso de firmar los papeles que hubieran refrendado su apretón de manos con Merrick. Así que nos vimos sin nadie a quien pudiésemos llamar cabalmente «productor» y sin plan alguno de publicidad o promoción.

Con todo, privados los cuatro autores de nuestras regalías y la obra de un promotor que la secundara, Foxy aguantó nueve semanas en el tenebroso Ziegfeld. Su cierre fue un jarro de agua fría para todos nosotros, y aún más para los dos incautos inversores, pero cuarenta años después aún saboreo el recuerdo de Bert Lahr caracterizando a un aristócrata británico y cantando esta letra de Mercer:

¡Ay amados de Cheltenham hogares!

¡Grandes almas había en aquellos lares!

Yo un renacuajo pispajo y mis papás en los bares

remojándose a destajo.

Ahora ya mayor de edad,

soy un señor de verdad

que por el mundo ha viajado.

Habiendo el caviar probado (y también los caracoles)

puedo con autoridad hablar sin echar faroles.

Si quieren un bon vivant más brillante que un poeta

o un caballero jovial para fiestas de etiqueta,

en las bochas campeón y en el Partenón esteta,

diestro con la mandolina, maestro de pandereta,

viajaré…[11]

Resultó que había entrado en una fase de colaboración con empresarios más bien volubles. Poco después que Foxy pasara a mejor vida, Martin Ransohoff, un productor independiente con una buena dosis de pillería callejera y no demasiado refinamiento, me contrató para adaptar una novela sobre el duelo entre un joven as el póquer interpretado por Steve McQueen y un viejo profesional encarnado (o a eso aspirábamos) por Spencer Tracy. El rey del juego me llevó de nuevo a Hollywood y a las puertas de la muy encogida Metro-Goldwyn-Meyer, que financiaba la producción. Louis B. Meyer había dejado este mundo tiempo atrás y su gigantesco estudio se achicaba de día en día. Lo cierto es que incluso parecía posible reclamar (a guisa de peaje por el empleo de su cónyuge) una breve aparición de Kate Hepburn como la vieja amante del personaje representado por Tracy.

Éste, sin embargo, estaba ya bastante cascado y se hacia el remolón con nosotros, así que, al poco de mi llegada, Ransohoff me pidió que lo acompañara a la mansión que Tracy tenía junto a Sunset Boulevard para ayudarlo a vencer la resistencia de nuestra presunta estrella. Fue la primera ocasión en que pude ver a la pareja desde el rodaje de La mujer del año veintitrés años antes, y la primera oportunidad de agradecer a Kate su carta a la Junta de Libertad Condicional, misiva que (sonrojada por mis expresiones de gratitud) pretendió no haber enviado. Ellos, a su vez, prodigaron loas al automóvil que Mike Kanin y yo les habíamos regalado: lo habían usado, me dijeron, para remolcar hasta el taller una sucesión de vehículos averiados procedentes todos de añadas más recientes.

Por razones que escapan a mi comprensión, Ransohoff se puso a cotillear sobre una biografía cinematográfica de otra vieja estrella de la Metro. «¿A que no adivináis quién va a hacer el papel de Jean Harlow?», preguntó antes de nombrar a una famosa actriz de los sesenta a quien describió con evidente asco como la «maravilla destetada». No entraba en la sensibilidad de Marty percibir la grosería de un comentario formulado ante Hepburn, cuyos atractivos no eran precisamente de tipo pechugón. Yo miré a Tracy y éste a Kate tratando de calibrar su reacción, pero, fuese cual fuese, ella se mantuvo impertérrita.

Me temo que el estilo comercial de Ransohoff no habría sido el medio más idóneo de lograr nuestra meta si hubiéramos contado con alguna posibilidad de camelar a cualquiera de los dos actores para el proyecto. En realidad, ya antes de nuestra visita la Metro había descartado a Tracy, que solía cobrar cuatrocientos mil dólares por película, en favor de Edward G. Robinson, a quien se podía contratar por un cuarto de esa cantidad y que, por otro lado, realizaría un sensacional trabajo junto a los no menos brillantes Steve McQueen y Tuesday Weld.

Hollywood había cambiado profundamente durante mis años de exilio, y en muchos aspectos para mejor a juzgar por mi experiencia inicial con El rey del juego. Sam Peckimpah, nuestro director, organizó una lectura del guión conmigo y los actores sentados en torno a una mesa para que yo pudiera hacer los ajustes pertinentes si alguien ponía reparos a una frase o una situación. Cuando comenzó el rodaje, me marché a Nueva York confiado en que esta vez saldría una película más o menos acorde con lo que yo había escrito, pero a los pocos días supe que Ransohoff había despedido a Peckimpah esgrimiendo como pretexto la filmación de un desnudo no autorizado de la actriz Sharon Tate. Y por si esto no hubiera sido bastante perturbador, el suplente Norman Jewison apareció en compañía del guionista Terry Southern, aunque todo indica que el motivo de su presencia no era ninguna objeción de fondo a mi guión ya que muchas de las alteraciones fueron puramente cosméticas, incluido el traslado de la acción desde San Luis a la más vistosa Nueva Orleans, ciudad donde podían incorporar a la película uno de los célebres cortejos funerarios que recorren sus calles.

Mi siguiente encargo fue otra lección (ésta más satisfactoria) sobre las maneras del nuevo Hollywood. Todo empezó cuando recibí las galeradas de una novela satírica protagonizada por una unidad médica estacionada en Corea durante la guerra; sus autores eran un cirujano que había pertenecido a una de esas unidades y William Morrow, un escritor profesional reclutado por los editores. Lo que éste quería de mí, y le suministré encantado, era un elogio para la camisa del libro («desde Trampa 22 no se había narrado con una gracia tan demoledora el esfuerzo por conservar la cordura en la rampante locura de la guerra»). Después me pregunté si aquella historia de humor vitriólico y estructura desquiciada podría convertirse en una película, algo desde luego nada fácil. Robert Altman, que la leyó después de haberse comprometido a dirigir mi guión, reconoció que jamás habría considerado aquello como material cinematográfico. Al fin y al cabo, uno de los episodios centrales de la trama consistía en que los médicos, queriendo recaudar fondos para pagarle una universidad en el estado de Maine a su mozo coreano, transfiguran a un facultativo en Cristo crucificado, lo pasean por varios destacamentos militares presentándolo como el Mesías y venden sus fotos rubricadas con el divino autógrafo. Ni siquiera en el decadente Hollywood de 1970 podía algo así pasar la inspección impunemente. Tampoco una escena en la que el dentista (a quien todos llaman Polaco Indoloro) ingiere una supuesta píldora homicida recomendada por sus colegas tras haber perdido la aptitud sexual; luego lo arrojan inconsciente desde un helicóptero sujeto a un paracaídas y, al recobrar el conocimiento, se descubre con un cinta azul atada a su formidable pene, homenaje que logra rehabilitar su ego masculino. Yo agregué un personaje femenino atormentado por la idea de regresar junto a su marido en estado de frustración sexual: con la anuencia de Hawkeye, el héroe de la película, la teniente Dish atisba el cuerpo desnudo de Indoloro y procede a aliviar el padecimiento de éste tanto como el suyo propio.

Por supuesto, al plantearme la versión cinematográfica de la historia intenté reproducir sus peripecias en términos más visuales que narrativos. En el libro, por ejemplo, Hawkeye se da cuenta de que ha visto antes a un compañero recién llegado pero no consigue recordar dónde o cuándo hasta que la respuesta le llega de forma anodina tras varios días de incertidumbre. En la película, Trapper John intercepta una pelota durante un partido de fútbol americano y lanza su «pase de Dartmouth»[12] a las manos de Hawkeye, lo cual activa la memoria de éste.

Después de leerla, le di la novela a Ingo Preminger, mi agente desde los primeros tiempos de la lista negra. Al igual que yo, Ingo deseaba jugar un papel más dinámico en la industria del cine y tras una rápida lectura aceptó no ya vender el proyecto, sino producirlo él mismo. Pero mientras tanto me asaltaron algunas dudas y decidí consultar también a Ian. Cuando hubo leído el libro le expliqué mis tribulaciones: según yo pensaba, más que una auténtica novela aquello era una serie de relatos sobre unos personajes situados en el mismo lugar al mismo tiempo, y su comicidad dependía de que éstos mantuviesen una inalterable actitud iconoclasta desde el principio hasta el fin. Me enfrentaba, por tanto, a una regla básica de la dramaturgia en la que yo siempre había creído: para que la historia funcione, uno o varios personajes deben transformarse conforme avanza la acción; pero en este caso se contravenía el precepto porque Hawkeye y Trapper John, los dos protagonistas, eran al final exactamente iguales que al principio.

Ian entendió el problema y lo acometió sin contemplaciones. «Déjate de reglas», me dijo; y eso hice.

Ingo llegó pronto a un acuerdo con el estudio que tan expeditivamente me había depuesto en 1947. La Fox, de hecho, estaba ahora bajo el mando directo de Richard Zanuck (el hijo de Darryl) y de su socio David Brown, pero el viejo patriarca, aunque instalado en una especie de semiretiro parisino, había vuelto oficialmente a la presidencia de la compañía. Así y todo, mientras duraron nuestras comunes andanzas con MASH no recuerdo que una sola palabra de reproche o pesar, que una mínima alusión a mi pasada estancia en la productora aflorara a los labios de nadie. Se diría que la lista negra se había convertido por universal consenso en uno de esos accidentes naturales de los que no puede responsabilizarse a nadie sin incurrir en la más ruin de las mezquindades.

Richard Zanuck, Brown, Ingo y yo estábamos muy ilusionados con la película, pero no demasiados compartían inicialmente nuestro fervor. Más de un docena de directores habían rechazado la oferta cuando Ingo nos colocó al casi desconocido Robert Altman, cuyos logros hasta la fecha se cifraban en una extensa obra televisiva y un par de películas casi ignotas. Para las tornadizas normas de Hollywood formábamos un equipo más bien maduro (Bob era cuarentón; Ingo y yo, cincuentones; y todos ya abuelos), de modo que para mí fue una gran satisfacción comprobar cómo aquel trío de relativos carcamales creaba una película enormemente popular entre los jóvenes espectadores que se habían ido apartando de Hollywood durante los años cincuenta y sesenta (Debo decir que Altman, siempre reacio a entrar en el paquete de vejestorios, echó humo cuando Ingo señaló esto a los reporteros). También fue gratificante ver cómo aquel relato burlesco sobre una contienda que el país había empezado a olvidar traslucía la mentalidad militarista y la arrogancia cultural latentes en la guerra que todos los norteamericanos tenían en la cabeza: la que entonces se estaba librando en Vietnam.

Ingo y yo sopesamos durante apenas dos minutos la opción de trasladar MASH desde Corea a Vietnam, pero la guerra en marcha estaba demasiado cerca para tomársela a broma o con un mínimo de irreverencia. Manteniendo nuestra historia a una prudente distancia en años y millas podíamos observar de reojo una intervención militar en Asia y dejar cautelosamente que el público advirtiera los paralelismos.

Bob Altman realizó varias contribuciones esenciales al producto final. A partir de la escena en que se retransmite a todo el campamento un encuentro carnal entre «Labios Ardientes» Houlihan y Frank Burns, se le ocurrió utilizar el sistema de megafonía como un elemento recurrente a lo largo de toda la película. También introdujo el episodio del jeep robado al principio de la historia, la subtrama del idilio entre la enfermera Leslie y el coronel Blake y varios diálogos memorables, incluido el golpe quizá más divertido de toda la cinta: Dago Red contestando «lo llamaron a filas» cuando Labios Ardientes, harta de Hawkeye, pregunta con furiosa retórica cómo es Posible que un sujeto así haya alcanzado un puesto de tanta responsabilidad (Bien es cierto que si la ocurrencia provocaba tan sonoras carcajadas se debía en parte a que Bob había suspendido por una vez el ruido externo permitiendo que las palabras se oyeran claramente. Varias frases que me habían parecido bastante ingeniosas cuando las escribí acabaron sepultadas bajo el guirigay ambiental que las envolvía).

Altman cometió también algún desacierto, o al menos así valoro las payasadas más bien histriónicas de la escena inicial y el posterior episodio en que, sin razón aparente, la tropa casi en pleno se une a Hawkeye y Duke para entonar Adelante soldados de Cristo ante el espectáculo del mayor Burns rezando de hinojos. Creo, además, que prolongó el partido de fútbol americano más allá de los límites que dictaba el argumento. Pero fueron pequeñas faltas en comparación con sus certeras aportaciones, entre ellas esos momentos sobrecogedores en que se vislumbran unas intervenciones quirúrgicas de campaña cuyo dramatismo nos permite entender mejor las extemporáneas gansadas de los cirujanos. Al terminar el pase donde vi por vez primera estas escenas, sin embargo, un miembro del escaso público expresó su más enérgica repulsa: era Darryl Zanuck. Después de asistir al evento amistosamente acompañado por una joven actriz francesa, convocó a los principales culpables detrás del proyector para decirnos que todo aquello le parecía una escandalosa vulneración del buen gusto. «Una comedia bufa es sencillamente incompatible con sanguinarias escenas de quirófano», sentenció dejando caer todo el peso de su larga experiencia como árbitro de lo aceptable y lo inaceptable. A las diez de la mañana del día siguiente habría una inexcusable reunión en su despacho con el fin de discutir las secuencias que debían cortarse o filmarse de nuevo para que la película quedara en condiciones.

Pero a la hora indicada Zanuck anunció que después de todo no serían necesarios los cambios. «Resulta que a mi amiga le gustan esas escenas de quirófano; o sea que la película podría funcionar bien entre los jóvenes», nos explicó. Nadie recordaba otra ocasión en que la lascivia del viejo condujera a resultados tan constructivos.