Eso no es asunto suyo
Al terminar el verano de 1945, Darryl Zanuck pidió a Otto Preminger que se hiciera cargo de la versión cinematográfica de Ambiciosa, un best-seller discretamente lascivo que la Fox había comprado con grandes expectativas comerciales. Preminger, a su vez, me incorporó al proyecto.
Era un hombre de extraordinaria inteligencia e inagotable curiosidad; era también un espléndido conversador y, cuando trabajábamos juntos, solíamos pasar tanto tiempo hablando sobre lo divino y lo humano como sobre la película que nos traíamos entre manos. En su Viena natal había sido un prodigio de las tablas, invitado con sólo diecisiete años a actuar en el Teatro Josefstadt bajo la batuta del insigne Max Reinhardt, a quien sucedería como director artístico a los veintiséis. En ocasiones se hubiera dicho que su principal adquisición durante esos primeros años sobre el escenario fue un inalterable desprecio hacia la profesión de comediante. Los jóvenes intérpretes, en particular, eran las víctimas predilectas del Otto más pavoroso: en un plato abarrotado podía interrumpir una toma para espetarle al actor que no estaba dando pie con bola; luego añadía en tono más alto y airado que el interfecto no había entendido una palabra de la escena; finalmente bramaba hecho un basilisco que aquel desgraciado estaba tratando de sabotear su película. A esa espiral de furia la bauticé como «otoxicación», término que el aludido se tomó muy a pecho cuando se lo mencioné por vez primera. Después decidió tomárselo a broma.
Aún reciente el éxito de Laura, Otto estaba muy agradecido por mi velada contribución a esa película que lo había devuelto al pródigo seno de la Fox pese a una experiencia anterior tras la cual Zanuck lo había desterrado para siempre de su estudio. Ambiciosa contaba ya con un guión de Philip Dunne, quien ostentaba, entre otros, el mérito de haber escrito Qué verde era mi valle, una de las mejores películas de los años cuarenta (Con esa cinta había logrado la insólita proeza de arrancar a Zanuck y la Fox un vehemente alegato en defensa de los sindicatos obreros). Ahora yo debía realizar con él una revisión de su texto, asunto ciertamente delicado si Phil no hubiera sido todo un compendio de gentileza y rigor profesional. Lo cierto es que entre Otto, Phil y yo se forjó una estrecha complicidad motivada, en parte, por nuestro ferviente y común deseo de trabajar en prácticamente cualquier mercancía salvo la que Zanuck nos había endilgado.
A despecho de estos sentimientos conseguimos ensamblar un guión gracias al cual Zanuck me volvió a ofrecer un contrato a largo plazo cuyo salario inicial ascendía a dos mil dólares semanales, un buen bocado en aquellos tiempos para un joven guionista. Aun así lo firmé no tanto por el dinero cuanto por la protección que podía brindarme frente a las tormentas políticas que se avecinaban. La Fox, de hecho, parecía menos temerosa que otras productoras y Zanuck, no obstante su afición al polo y la caza mayor, tenía una cierta debilidad por las películas que trataban vidriosos conflictos sociales: aquel solitario cristiano entre los grandes magnates de Hollywood había abordado el tema del antisemitismo cuando Sam Goldwyn reculaba; de ahí pasó al racismo con Pinky, de cuya dirección apartó a su viejo amigo John Ford cuando las primeras pruebas lo persuadieron de que necesitaba un realizador con ideas algo más avanzadas. «Los negros de Ford son como la tía Jemima, simples caricaturas», diría más tarde.[6] En su lugar colocó a Elia Kazan.
Para mi primer guión como escritor en nómina de la Fox escogí una novela sobre la clase alta británica titulada Britannia Mews (Callejas de Britania) que el estudio prefirió llamar The Forbidden Street (La calle prohibida) en su versión cinematográfica. Estaba dándole los últimos retoques cuando llegó la citación.
La comisión había seleccionado a diecinueve individuos como efigies de la amenaza que pretendía denunciar. El Hollywood Reporter nos apodó «los diecinueve desafectos» para distinguirnos de los testigos «afectos» que habían declarado a puerta cerrada la primavera anterior y que ahora iban a repetir sus testimonios en público. Uno de nosotros, el gran dramaturgo alemán Bertolt Brecht, había estado sometido a vigilancia como súbdito de un país enemigo durante la guerra, y la convocatoria de la HUAC sirvió únicamente para avivar sus ganas de largarse lo antes posible. Con esa meta en la cabeza se agenció un abogado y optó por no participar en las reuniones donde los demás urdíamos nuestra estrategia legal.
La papeleta más seria que encarábamos era cómo contestar la inevitable pregunta «¿es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?». Varios pretendían reafirmar su militancia y unos pocos ardían en deseos de pregonar a los cuatro vientos que jamás habían sido comunistas, pero Trumbo y yo, que habíamos estudiado la cuestión en detalle, argüimos que la única respuesta razonable consistía en no responder. Si habías militado en el partido y lo reconocías, la siguiente demanda serían los nombres de otros militantes, y el soporte constitucional para negarse a discutir las actividades políticas propias no se extendía por igual a las ajenas; si decías que no eras comunista, aceptabas de forma tácita el derecho de la comisión a formular la insidiosa pregunta. También sopesamos la posibilidad de acogernos al amparo de la Quinta Enmienda contra la autoinculpación, pero ello hubiera significado admitir que la pertenencia al partido constituía un delito (El gobierno mismo aún no había alegado que lo fuese: el procesamiento de los dirigentes comunistas bajo la Ley Smith se produciría un año después).
Trumbo y yo queríamos invocar la Primera Enmienda para cuestionar el derecho mismo de la comisión a inquirir sobre nuestras creencias o filiaciones. Esa postura implicaba arriesgarse a una acusación de desacato al Congreso, una «infracción reglamentaria» poco conocida y rara vez castigada que entrañaba una sanción máxima de un año en la cárcel. Pero había razones para suponer que la magistratura podía coincidir con nuestra posición: el Tribunal Supremo había dictaminado en varios casos anteriores que, estando el cine protegido por la cláusula de libertad de prensa, el Congreso no tenía competencia para legislar sobre su contenido y que no se podía indagar donde no se podía legislar. Negarse a responder apelando a la Primera Enmienda parecía ofrecer una ventaja añadida: si ganábamos en los tribunales, la comisión podría terminar muy pronto en el paro.
Debatido el asunto, los dieciocho ciudadanos estadounidenses acordamos adoptar esta posición común. Pero fue entonces cuando uno de los asesores legales torpedeó nuestros planes con la mejor de las intenciones. Esta era la miga de su reflexión: «Si acabamos en los tribunales, yo no confiaría demasiado en los jueces federales; reclamaría en cambio un juicio popular porque pienso que un jurado americano os absolvería si halla fundamento para ello. Pero ese jurado tendrá que aceptar la doctrina constitucional contenida en las instrucciones del juez, cuya fundamentación se moverá siempre en el terreno de los hechos. Por eso os recomiendo que no rechacéis ninguna pregunta y digáis que tratáis de contestarlas todas a vuestra manera». El abogado en cuestión era Robert Kenny, ex fiscal general de California, y el resto de nuestro equipo jurídico cometió el craso error de secundar un ardid que sólo nos serviría a la postre para aparecer como unos tipos esquinados y evasivos a ojos de los liberales que apoyaban nuestra postura, mas no esa forma de presentarla. Muchos decían entonces lo que sería después evidente para casi todos nosotros: si el objetivo era impugnar el derecho de la comisión a hacer tales preguntas, una simple y franca negativa hubiera sido el modo más digno y efectivo de expresarlo.
La comisión dedicó la primera semana de audiencias a los «testigos afectos». La novelista de origen ruso Ayn Rand, cuyo libro El manantial gozaba ya entonces de gran predicamento entre los conservadores, afirmó que jamás había visto sonreír a un niño en la Unión Soviética desde la revolución de 1917 hasta su salida del país en 1926. Los demás incidieron en la enormidad de la agresión roja contra Hollywood. Gary Cooper contó que había desechado varios guiones «impregnados de ideas comunistas». Abundando en lo mismo, Jack Warner recordó sus ímprobos esfuerzos como vicepresidente ejecutivo de Warner Brothers para impedir que ciertos escritores colaran «material» (así lo llamaba) en los productos de la casa. Como botón de muestra citó un pasaje eliminado del guión escrito por Clifford Odets para la película De amor también se muere: gracias a su vigilancia, declaró, el pueblo norteamericano no se vio sometido al oprobio de oír cómo John Garfield le decía a Joan Crawford «tu padre es banquero; el mío vive encima de un colmado».
La Warner se había distinguido en los años treinta por el crudo realismo de cintas como Soy un fugitivo, pero durante la oleada de huelgas que siguió a la guerra (cuando los matones del estudio lanzaban gases lacrimógenos y agua a presión contra los piquetes de trabajadores), Jack Warner anunció que estaba hasta las cejas de películas sobre pelagatos. Pese a todo, y según explicó a la comisión, tenía algunos reparos a la idea de defenestrar guionistas por el mero hecho de sus presuntas afinidades o actividades políticas; las productoras, vino a decir, estarían legalmente vendidas si procedían de ese modo.
Louis B. Meyer, que testificó después, tampoco era muy entusiasta de las listas negras privadas: visto que los estudios podrían vulnerar la ley si organizaban purgas por su cuenta y riesgo, Meyer imploró al Congreso que los sacara del apuro promulgando «leyes que fijen una política nacional para regular la contratación de comunistas en la empresa privada»; adoptando esa política, agregó, América se limitaría a rehusarles «el santuario de la libertad que ellos intentan destruir».
Cuando llegó el turno de los «desafectos», Trumbo, el escritor más popular del grupo, descargó una pila de guiones sobre el estrado y pidió a la comisión que señalara un solo caso de propaganda comunista. Lela Rogers, la madre de Ginger, lo había culpado de tal crimen citando una frase que Trumbo le había endosado a su hija en un dramón bélico titulado Compañero de mi vida: «Compartir y compartir por igual, eso es democracia». El presidente Thomas, sin embargo, prefirió evitar esa línea de indagación e insistió en que él y sus colegas no tenían interés en promover algo tan poco americano como la censura. Justo una semana antes, el presidente de la Asociación de Productores Cinematográficos (AMPP), Eric Johnston, había asegurado a nuestros abogados que su organización jamás propondría algo tan poco americano como una lista negra.
Diez de los testigos fueron emplazados a fecha fija en las citaciones; a ocho, yo entre ellos, se nos indicó que aguardásemos en casa hasta que se nos asignara una fecha, pero como muestra de solidaridad decidimos viajar todos juntos reclamando apoyo a lo largo del camino y en Washington mismo. Después que una foto de Frances y yo sentados entre el público apareciese destacada en un periódico, fui inopinadamente llamado al podio en sustitución de mi amigo Waldo Salt durante una sesión que acabaría siendo la última. Por ironías del destino, la inviabilidad de recurrir a la cláusula contra la autoinculpación nos convirtió a los diez declarantes en culpables. Cuando, en 1951, la comisión celebró por fin la segunda ronda de audiencias sobre Hollywood, ninguno de los testigos se vio abocado a la misma suerte: los dirigentes del Partido Comunista ya estaban entonces en prisión, acusados bajo la Ley Smith de propugnar el derrocamiento por la fuerza del gobierno, de modo que Waldo y otros muchos testigos pudieron eludir su incriminación apelando a la Quinta Enmienda. Esto, desde luego, no impidió que la Metro despidiera a Waldo nada más concluir las sesiones. Como nos había ocurrido a los primeros testigos, la única forma de evitar la lista negra era admitir que habías sido miembro del partido y escenificar luego tu arrepentimiento dando los nombres de todos los comunistas que pudieras recordar.
Bertolt Brecht, a punto de partir hacia la Alemania Oriental, también testificó durante aquella última audiencia de 1947:
—Rememorando mis experiencias como poeta y dramaturgo en la Europa de las dos últimas décadas —declaró—, me gustaría decir que el gran pueblo norteamericano perdería y arriesgaría mucho si permitiera a nadie restringir la libre competencia de ideas en la esfera cultural o interferir en el arte, que ha de ser libre para existir.
Como «huésped de este país», sin embargo, se prestó a explicar todo cuanto la comisión quisiera saber sobre su persona. Nunca había sido comunista, precisó, y había rehuido deliberadamente cualquier forma de actividad política durante su estancia en Estados Unidos. En cuanto a las «obras revolucionarias» mencionadas por Robert Stripling, letrado de la comisión, Brecht aclaró amablemente a los congresistas que habían sido escritas como parte de la «lucha contra Hitler», cuyo gobierno era el único que él había pretendido derrocar. Mas para Stripling y varios de los comisionados, incluso las actividades antinazis resultaban ahora sospechosas. Todo un síntoma del brusco viraje experimentado en los humores políticos tras el fin de la guerra.
La jornada concluyó con un testigo «sorpresa»: el ex agente del FBI Louis Russel, quien contó una enrevesada historia sobre cómo un profesor llamado Haakon Chevalier había extraído de Robert Oppenheimer información relativa a la bomba atómica con la presunta intención de pasársela a espías extranjeros. Chevalier llegó a escribir un libro para demostrar que toda la peripecia era absurda; en cualquier caso, verdadera o falsa, poco tenía que ver con el cine por mucho que Russel intentara establecer lo contrario aludiendo a ciertos contactos más o menos casuales entre Chevalier y un par de testigos desafectos. La idea de relacionar Hollywood con el espionaje o el sabotaje soviéticos era tan estrambótica que la mayoría de los diarios omitió el testimonio, pero uno de ellos, el tabloide New York Daily News, le atribuyó importancia suficiente para publicar este ruidoso titular junto a una gran foto mía abandonando el estrado:
INTERROGATORIO DE ROJOS
DESVELA TRAMA DE ESPIONAJE ATÓMICO
No era exactamente la clase de noticia que podía calmar a los prebostes de los estudios, por no hablar de algunos parientes muy honorables en ambas ramas de mi familia. Mi madre, por su parte, respetaba mis creencias políticas aunque no las compartiese, y nunca se le pasó por la cabeza que yo pudiera ser un espía. Pero aún doliente por sus dos hijos muertos, temía los sinsabores que se adivinaban en mi futuro.
Yo también.
La cobertura periodística de las audiencias fue espectacular, lo cual corroboraba nuestra sospecha de que la comisión había puesto los ojos en Hollywood atraída, más que nada, por el brillo de la publicidad. Con la cabalgata de estrellas que testificó durante la primera semana de sesiones y el adicional cortejo de celebridades (Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Groucho Marx, Frank Sinatra y Danny Kaye, entre otras) que desfiló durante la segunda para condenar la investigación bajo el estandarte de un grupo llamado Comité por la Primera Enmienda, ocupábamos las primeras planas a lo largo y ancho del país. Pero todo esto sucedía en una fase tan temprana del macartismo que el propio Joe MacCarthy aún no había descubierto entonces las bondades de la caza de brujas. Los columnistas y editorialistas de algunos de los diarios más prestigiosos censuraban abiertamente tanto los propósitos como los métodos de la comisión, y había buenas razones para pensar que la repentina suspensión de las audiencias, con varios testigos desafectos todavía inéditos, respondía a la necesidad de prevenir nuevas reacciones adversas. No obstante, yo tenía la molesta sensación de que estábamos librando una batalla perdida.
Como el productor andaba apurado de tiempo, yo había prometido dar los toques finales a The Forbidden Street durante mi viaje a Washington, gracias a lo cual permanecí esos días en nómina. Entregado el guión, el estudio podía asignarme otra tarea o ejercer su potestad contractual de mantenerme en excedencia sin salario. La Fox escogió la primera opción porque Preminger quería que adaptase un libro cuyos derechos había adquirido.
Un mes después de las sesiones, la AMPP de Johnston se congregó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Fue un encuentro dominado no tanto por los ejecutivos de Hollywood directamente involucrados en la producción de películas como por sus grandes socios financieros del este, mucho más conservadores, quienes impusieron una resolución donde se disponía que ninguno de los diez declarantes o cualquiera que adoptase una postura similar volvería a recibir empleo. Cinco de nosotros trabajábamos en plantilla para estudios, Adrián Scott y yo con contratos a largo plazo.
Estaba reunido con Preminger cuando su secretaria nos interrumpió para decir que el señor Lardner debía presentarse en la oficina del señor Zanuck. «¿Sólo el señor Lardner?», preguntó Otto con el tono de quien no daba crédito a semejante afrenta contra su dignidad de di rector-productor. Le señalé entonces que el jefe podía tener en mente algo distinto de nuestro proyecto, y no me equivocaba. Se me indicó que me dirigiera no a la guarida de Zanuck sino al despacho del director gerente, quien me dijo que abandonara de inmediato el recinto y no volviera. Zanuck había afirmado previamente que no despediría a nadie (o sea, a mí, pues yo era el único de los diez en la Fox) salvo que lo ordenase el consejo de administración. El consejo lo complació sin demora.
Cuando pasé por el edificio de escritores para recoger mis cosas, dos de los empleados más distinguidos de aquella casa, Phil Dunne y el guionista-director George Seaton, se ofrecieron a marcharse conmigo en señal de protesta, pero logré convencerlos de que sólo una reacción a gran escala podía resultar efectiva. Phil era, como yo, hijo de un famoso autor (Finley Peter Dunne) conocido por el uso humorístico del lenguaje coloquial. Nos habíamos hecho muy amigos y años después, en sus memorias, contaría que tanto Zanuck como yo le dimos poco más o menos el mismo consejo: en resumidas cuentas, que no hiciera tonterías. Volviendo la vista atrás, añadió Phil, lamentaba no habernos contrariado entonces.
Transcurrirían doce años hasta que uno de los grandes estudios me abriera deliberadamente sus puertas, si bien es verdad que la RKO otorgó su inconsciente beneplácito a una curiosa visita. Cierto productor y ex alumno de Princeton decidió invitar a un pase de su última película a todo el Club de Princeton en el sur de California, institución que incluía entre sus miembros a cualquier habitante de la región que hubiera pasado siquiera fugazmente por aquella universidad. El productor se quedó asombrado, por no decir atónito, cuando me vio aparecer.
Frances, los niños y yo seguimos viviendo en la nueva y espaciosa vivienda mientras hubiera esperanzas de que nuestro caso se resolviera favorablemente en los tribunales. Cuando la Cámara de Representantes en pleno nos emplazó por desacato, un gran jurado federal encausó a los diez desafectos. Los dos primeros de la lista, John Howard Lawson y Dalton Trumbo, fueron juzgados en Washington y condenados aun año de cárcel. Para ahorrar los gastos de otros ocho juicios, los demás habíamos acordado que nos atendríamos al precedente fijado en los dos casos iniciales. Si Lawson y Trumbo ganaban sus recursos, nuestras causas serían sobreseídas; si perdían, nos someteríamos a un somero juicio con un veredicto de trámite.
Durante este paréntesis, varios productores independientes siguieron dándonos trabajo de forma anónima: unos esperaban ver nuestra actitud vindicada y nuestro buen nombre rehabilitado, otros se limitaban a paladear la perspectiva de obtener jugosos servicios a bajo costo. Pero al margen de los motivos, estos trabajos sólo rendían entre un cuarto y un tercio de los honorarios habituales, aunque gracias a la índole furtiva de las transacciones pude al fin catar lo que hubiera vivido como espía. Entre los patrones afines estaban los actores Burgess Meredith y Franchot Tone, que me encargaron la adaptación de un relato de John Steinbeck titulado Tiburón Wicks. Pese a que nunca consiguieron respaldo financiero para la película, Franchot me citó clandestinamente en su banco y me entregó diez mil dólares en efectivo.
Ingo Preminger, que era agente teatral y hermano de Otto, me admitió como cliente en aquella tesitura tan poco halagüeña. Mis apoderados de la Agencia William Morris (uno más entre los apéndices de Hollywood que participaron en la caza de brujas pudiendo resistirse) me habían plantado a todos los efectos en la calle, lugar donde también estaban los otros nueve desafectos. Ingo me puso en contacto con Lazar Wechsler, productor suizo que estaba preparando una película en inglés llamada Four Days Leave (Cuatro días de permiso) con Cornel Wilde de protagonista. Éste se hallaba bajo contrato en la Fox, que poco antes había estrenado The Forbidden Street con mi nombre como guionista único, y los capos consintieron en prestar a Wilde si se garantizaba que yo escribiría los «diálogos ingleses». El sibilino elogio no reparaba enteramente mi brusca expulsión de la casa.
Como Wechsler tenía mucha prisa, volé de Santa Mónica a Washington para conseguir un pasaporte. El tipo que cogió mi solicitud se ausentó largos y alarmantes minutos; a su vuelta me comunicó que «la señora Shipley» (se refería a Ruth Shipley, jefa de la sección de pasaportes y conocida por sus ideas conservadoras) «quiere dejar claro, señor Lardner, que el Departamento de Estado no pone objeción alguna a que usted viaje adonde le plazca». Adrián Scott y Edward Dmytryk ya habían obtenido permiso para trabajar fuera del país, pero sus pasaportes, a diferencia del mío, estaban limitados a Gran Bretaña, Francia y Suiza, un presagio de Eminentes trabas a la libertad de movimiento.
Leopold Lindtberg, el director de la película, era austríaco y precisaba un responsable de diálogos que ayudara a dos jóvenes actrices francesas, Josette Day y Simone Signoret, a actuar en inglés. Convencí a Wechsler de que Frances era la candidata ideal y él organizó su desplazamiento a Suiza. Haciendo honor a mi propaganda, Frances se aplicó a la tarea y llegó a hacerse amiga de ambas actrices, sobre todo de Simone. Incluso interpretó un pequeño papel en la película.
El recurso de Trumbo y Lawson fue desestimado y, en mayo de 1950, el Tribunal Supremo anunció que no iba a revisar el veredicto: sólo contábamos con dos de los cuatro votos necesarios para ello. Según convenían los expertos, en vista de precedentes similares hubiera sido muy difícil que el tribunal fallara contra nosotros en un caso de este tipo, pero los juristas también reconocían que en ocasiones los jueces eludían así los asuntos controvertidos. Dirimiendo un litigio casi idéntico años más tarde, el tribunal Warren[7] refrendaría en apariencia los argumentos que habíamos esgrimido, triste consuelo para compensar la cárcel y los quince años de lista negra.
Hacia 1950, año en que el Tribunal Supremo se negó a examinar nuestro caso, la atmósfera se había enrarecido aún más a lo largo y ancho del país: MacCarthy apareció blandiendo su invisible catálogo de comunistas infiltrados en el Departamento de Estado, Julius y Ethel Rosenberg fueron condenados a la silla eléctrica por robar secretos atómicos para los rusos y al otro lado del Pacífico, en un lugar del que sólo unos pocos norteamericanos habían oído hablar, la guerra fría estaba a punto de calentarse. Mientras Lawson y Trumbo empezaban a cumplir sus condenas, los restantes miembros del grupo fuimos sometidos a juicios escrupulosamente ceremoniales en tandas de dos y ante dos jueces distintos. Albert Maltz y yo comparecimos juntos: el magistrado escuchó durante unos minutos a Martin Popper, nuestro abogado de Washington, y acto seguido nos declaró culpables aunque aplazó una semana la sentencia.
Fue una semana notable ya que estalló la guerra de Corea y Truman metió a sus tropas en el avispero. Tras unos días de gira para recaudar fondos en Nueva York y Long Island, se vio primero el caso de Maltz. Popper pronunció un discurso previo sobre las contribuciones cívicas de su defendido que impresionó vivamente al togado: no sabía, explicó éste, que el reo fuese un ciudadano tan distinguido, pero sabiéndolo se sentía aún más constreñido a imponer el máximo castigo posible (un año) como escarmiento para terceros. Yo le susurré a Popper que podía ahorrarse el sermón sobre mis virtudes cívicas, lo cual no me libró de la misma condena, que también recibieron los otros cuatro convictos sentenciados por aquel eminente jurista. Los directores Edward Dmytryk y Herbert Biberman, sin embargo, fueron condenados por un juez que consideró sus faltas merecedoras de tan sólo seis meses entre rejas.
La causa de Adrian Scott se había postergado brevemente por enfermedad y Samuel Ornitz, que era el mayor de los diez y tenía un problema cardíaco, fue enviado a un centro médico para presos federales. Mientras se nos asignaba un penal, los otros seis, como antes Lawson y Trumbo, empezamos a cumplir condena en las instalaciones que el Servicio Penitenciario del Distrito de Columbia (más conocido como DCDC) tenía en el centro de Washington. Bob Kenny, el mejor conectado entre nuestros abogados, conocía a James Bennet, jefe de la Oficina Federal de Prisiones, a quien pidió que se nos mandara a una cárcel no muy alejada de Los Ángeles, es decir, de nuestras familias; Bennett contestó que no podíamos coincidir más de dos en un mismo centro penitenciario (dando así a entender que una concentración mayor de comunistas hollywoodenses podía resultar peligrosa) y que las instalaciones del oeste quedaban descartadas debido al costo de los traslados. La única merced que se nos concedió fue enviarnos a mí y al también guionista Lester Cole al Correccional Federal (FCI) de Danbury, Connecticut, donde ambos estaríamos cerca de nuestras respectivas madres.
A lo largo de las dos semanas que permanecimos en Washington, los seis tuvimos la oportunidad de vernos y charlar durante la hora diaria de ejercicio. Disfruté entonces de varias conversaciones con Eddie Dmytryk, a quien no había tratado antes. Era un director de talento y un hombre encantador que solía obsequiarnos con una visión privilegiada de las noticias más recientes, como si un confidente secreto y de altos vuelos estuviera siempre cuchicheando en sus oídos: mientras buena parte del mundo daba por hecho que Corea del Norte había invadido Corea del Sur, Eddie me confió en privado que este último país era el verdadero atacante y que actuaba instigado por John Foster Dulles, nuestro secretario de Estado.
Lester y yo fuimos a Danbury en tren esposados a sendos agentes federales que, como pudimos comprobar, nunca antes habían recorrido el trayecto. Les habían indicado que debíamos apearnos en Norwalk y tomar allí un tren hacia el norte. Cuando nos acercábamos a la estación de South Norwalk les dije que conocía bien el camino por mis numerosos viajes a New Milford, donde vivía mi madre, y que Norwalk y South Norwalk eran exactamente la misma cosa, pero se tomaron mi información con tanta suspicacia que estuvimos en un tris de perder la conexión. Una vez en el andén se mostraron igualmente reacios a seguir mis consejos para efectuar el trasbordo. Así y todo logré llevarlos a Danbury, donde nos esperaba un coche del correccional.
Divisé mi nuevo hogar en el destierro desde el arranque de la empinada y sinuosa cuesta que conducía hasta él. Visto así, aquel cuadrilátero de piedra parecía dominar toda la cumbre del cerro, pero más adelante descubriría a su espalda una explanada de considerable extensión dedicada íntegramente a distintos fines agropecuarios: había huertos de verduras o árboles frutales, un corral de gallinas, vacas lecheras, cerdos, conejos y otras criaturas comestibles. Buena parte de la comida servida en la institución procedía de aquella granja atendida por los propios reclusos.
Nuestra estancia en el DCDC había resultado interesante, pues se trataba del único centro penitenciario nacional que alojaba tanto a presos federales como a maleantes locales sin excluir a carteristas o a borrachines capturados en plena calle y confinados allí durante una noche. La clientela de Danbury era bastante más homogénea. El penal servía como estación de paso para un puñado de feroces delincuentes callejeros próximos a la excarcelación tras cumplir sus largas condenas, pero, aparte de ellos, casi todos los demás estábamos allí por delitos de cuello blanco: fraude postal, estafa al ejército en contratos de guerra, cruce de frontera estatal con coche robado, evasión del servicio militar (o, en ciertos casos, objeción de conciencia sin las credenciales religiosas pertinentes), soborno a inspectores de hacienda, espionaje para el enemigo durante la guerra, etcétera.
Sólo un preso de los allí internados había cometido la misma fechoría que nosotros: se llamaba Jacob Auslander, era médico y había caído en las garras de la HUAC por el caso de la Comisión Unitaria de Refugiados Antifascistas. La administración penitenciaria lo había designado ayudante del médico civil del penal, y fue él quien me hizo el reconocimiento reglamentario cuando entré en la cárcel. Jake cumplió su condena poco después de que nosotros iniciáramos la nuestra, pero unos meses más tarde oí cómo un joven recluso le hablaba a un novato del doctor preso que lo había examinado.
—¿Un médico de verdad? —preguntó incrédulo su interlocutor—, ¿Y por qué estaba aquí?
—No lo sé; drogas, supongo.
Sintiéndome llamado a defender la reputación de Jake, les expliqué sucintamente el trabajo de la Comisión Unitaria y las razones por las que aquel doctor había rehusado a dar los nombres de las personas a quienes había ayudado a escapar de la España franquista. Mis compañeros de presidio me escucharon con respetuosa atención, o al menos eso percibí; luego, el más veterano zanjó cortésmente la plática:
—Bueno, supongo que habría algo así, y encima drogas.
El delito por el que Lester y yo habíamos acabado en Danbury parecía igualmente oscuro, aunque se presumía que era algún tipo de negativa a hablar con la bofia, lo cual suscitaba la aprobación general. En cuanto a la experiencia carcelaria, jamás he llegado a tanto como recomendarla, si bien debe admitirse que la cárcel amplía notablemente el espectro de nuestras relaciones sociales. Entre rejas, además, es posible hallar la clase de serenidad que T. E. Lawrence alcanzó convertido en el aviador Shaw.[8] Esa paz de espíritu que acompaña a la ausencia de responsabilidades no puede alcanzarse mediante una u otra forma de retiro voluntario cancelable cuando a uno se le antoja. El albedrío ha de ser eliminado, pero tan pronto has asumido que no puedes hacer nada con respecto a nada, eres libre para devanarte los sesos con lo primero que te venga a la cabeza. En Danbury era capaz de abstraerme con una intensidad que nunca he conseguido revivir después.
Desde mis ya lejanos días como presidiario he aconsejado a quienes se inclinan por la carrera de infractor que se ciñan a infringir las leyes federales, pues el hospedaje correspondiente es de calidad muy superior a la dispensada en alojamientos municipales o estatales. Danbury, por ejemplo, ofrecía alimentos si no exquisitos al menos comestibles, en gran parte cultivados o criados por presos como Lester Cole y J. Parnell Thomas que gozaban de un régimen semiabierto («Veo que sigues trajinando con mierda de pollo», le decía el primero al segundo como bienvenida al corral donde realizaba sus labores).
La diferencia cuantitativa entre un año de cárcel y reclusiones más largas conlleva sin duda diferencias cualitativas. La condena breve acaba pareciendo un inconveniente temporal cuyo término se vislumbra desde el principio a medida que uno va descontando los días y conjurando así la frustración o el desaliento que acompañan a los encierros prolongados.
Casi todos los presos pernoctaban en grandes dormitorios divididos en cubículos individuales donde disponían de un catre y una mesa con dos cajones, pero también había unas cuantas celdas separadas para presos con horarios atípicos. Durante mis primeras semanas en un dormitorio tuve problemas de insomnio, así que solicité una celda privada alegando que me quedaba dormido frente a la máquina de escribir. A la mayoría de mis compañeros no les gustaban estos habitáculos porque los cerraban durante la noche, pero allí reinaba un silencio rara vez interrumpido que yo encontraba mucho más acorde con la lectura, la escritura y el sueño. Una de las pocas interrupciones que recuerdo, aparte de los inevitables recuentos, vino de un preso que se acercó a las barras de la celda y me preguntó amablemente si tenía un momento para aclararle una duda. Estaba a punto de salir a la calle, le habían contado que yo vivía en Hollywood y quería saber «si allí les va mucho el jaco» porque había oído que «puedes sacarte doscientos dólares por onza». Yo le pregunté entonces por los precios de Nueva York.
—¿Nueva York? ¡No jodas tronco, ya nadie quiere trabajar en Nueva York! Con las leyes que han puesto te caen diez o quince años por la primera venta.
Me vi obligado a decirle que no tenía información contrastada sobre el mercado de la heroína en mi ciudad adoptiva.
Los condenados a un año de cárcel teníamos derecho a pedir la libertad condicional al cabo de ocho meses y, aunque no esperábamos que nos la concedieran en aquel año, nuestras mujeres evacuaron el trámite de recabar cartas de apoyo para adjuntarlas a nuestras instancias. Entre las que yo obtuve había una de Katharine Hepburn enviada directamente a Danbury que agradecí especialmente, pues
Kate no podía ignorar que su nombre captaría la atención de la maquinaria censora. Cuando volví a verla trece años después rechazó mis muestras de gratitud gesticulando con su peculiar viveza: —Diría que yo no hice eso —insistió—, seguro que me acordaría. Frances sólo pudo cruzar el país una vez para visitarme. Entre otras cosas, me contó que Joe, nuestro hijo de seis años, había contestado lo siguiente a un compañero de clase que quería saber por qué estaba su papá en la cárcel:
—Mi papá está en la cárcel porque un señor de Washington le ha preguntado algo que no es asunto suyo y mi papá le ha dicho que eso no es asunto suyo y eso no es asunto suyo.
Eddie Dmytryk, con seis meses de condena, no era candidato a la libertad condicional, pero le perdonaron treinta días por buen comportamiento. Después, a mediados de noviembre, leímos unas declaraciones suyas hechas a la prensa al salir de la cárcel en las cuales afirmaba que había dejado el partido varios años antes. El acontecimiento que lo había convertido en anticomunista, decía, era la injustificada y alevosa agresión de los norcoreanos contra sus pacíficos vecinos del sur. Si se había abstenido de anunciar su conversión en la cárcel era por temor de que ésta se interpretara como un subterfugio para acortar la pena. Ahora podía al fin manifestarse como un auténtico americano y esperaba reanudar su vida profesional en el cine.
La noticia de esta metamorfosis me recordó, claro, su disertación en el DCDC sobre los orígenes de la Guerra de Corea, pero también me acordé de un comentario que Dmytryk había hecho en algún punto de nuestra contienda legal:
—La verdad —vino a decir— es que haber mantenido esto tanto tiempo es mucho más admirable en mi caso que en el vuestro, porque los guionistas podéis trabajar bajo cuerda y los directores no; jamás he hecho teatro, yo sólo he hecho películas, primero como montador y luego como director.
Poco antes de mi salida a la calle en abril de 1951 se produjo otra interrupción de la calma imperante en aquella celda individual. Un preso a quien conocía sólo de pasada apareció en la puerta visiblemente agitado.
—¡Oye, que están hablando de ti en la radio! —exclamó.
Lo seguí a una sala común donde en ese momento se radiaba un boletín de noticias que no parecía despertar mucho interés entre los presentes. La HUAC, ahora bajo una nueva presidencia, estaba investigando de nuevo la penetración comunista en la industria del cine. La persona que desgranaba desde la tarima los nombres de sus antiguos camaradas (yo incluido) era mi viejo amigo Richard Collins. Una larga procesión de testigos declaró ese año durante una ristra de sesiones públicas que incorporó a cientos de hombres y mujeres en la lista negra. Unos habían sido delatados y no consiguieron justificarse a gusto de la comisión; otros, ya apercibidos por nuestra experiencia y las condenas de la Ley Smith, invocaron la Quinta Enmienda, cláusula que si bien los libraba de la cárcel, no era mejor que la primera a efectos profesionales.
Collins fue el primero de los muchos testigos cooperantes en aducir que había tenido buen cuidado de no causar ningún daño personal con sus declaraciones. La regla de oro, explicó, consistía en identificar solamente a quienes («los diez», por ejemplo) ya habían sido convocados en calidad de testigos desafectos, a quienes ya habían sido denunciados como comunistas y a quienes habían dejado el partido tanto tiempo atrás que ya nadie, según razonaba, podría esgrimir esa militancia en su contra. En este último grupo, sin embargo, se hallaba mi viejo amigo Budd Schulberg, quien viendo sus antiguas actividades aireadas en la portada del New York Times estaba comprensiblemente inquieto. Aunque no trabajaba entonces en Hollywood (acababa de terminar El desencantado, una novela sobre un escritor inspirado en Scott Fitzgerald), Budd sintió la urgente necesidad de exculparse, y para ello recurrió al procedimiento de acudir a la comisión, bendecir sus desvelos, perorar un rato sobre la amenaza comunista tanto en casa como en el resto del globo y dar unos cuantos nombres de cosecha propia. Budd contaba también con un criterio infalible para determinar quiénes entre sus viejos amigos estaban ya a salvo de perjuicios adicionales. Lo mismo le ocurría al director Elia Kazan, otro testigo voluntario que se empeñó en declarar aun habiendo probado su indudable capacidad para ganarse la vida en el teatro, un campo donde no corría peligro alguno de quedarse sin empleo. Así y todo, como ha señalado Víctor Navasky en Naming Names (Delación), su libro sobre la caza de brujas, una sola denuncia no era necesariamente igual de lesiva que cinco o seis para tu futuro profesional; en cualquier caso, ni Schulberg ni Kazan (y éste era un fenómeno recurrente) consiguieron atenerse a sus propias normas con suficiente celo, pues ambos aportaron nombres frescos al censo pese a haber proclamado que jamás lo harían.
En Danbury no se me permitía usar una máquina de escribir para fines personales, pero podía escribir a lápiz en un cuaderno, de modo que me puse a trabajar en la novela The Ecstasy of Owen Muir (El éxtasis de Owen Muir). Había convencido a mis guardianes de que, estando forzosamente excluido del cine, mis mejores perspectivas laborales residían en la literatura. También me tomé la libertad de confiarles el tema del relato (las peripecias de un matrimonio católico), aunque consideré innecesario agregar que mis intenciones eran más bien satíricas. Con tan encomiable propósito, las autoridades carcelarias accedieron a que Frances me enviara paquetes de notas manuscritas y varios libros de doctrina romana.
El funcionario encargado de mí resultó ser un católico fervoroso que, conmovido por el imprimátur eclesiástico de aquellos envíos, comunicó al capellán de su credo que un rojo mostraba signos de atrición. La consecuencia fue una invitación a la misa del gallo de esa Nochebuena que yo acepté no sólo por motivos diplomáticos, sino también porque quería introducir un oficio de medianoche en mi novela. A los pocos días, el funcionario me condujo a una reunión con el cura al objeto, enseguida patente, de satisfacer mi indudable anhelo de incorporarme a la fe. Por fortuna yo había previsto aquello y respondí que, aun si me sintiera preparado para dar un paso de tanta trascendencia, hacerlo en las penosas circunstancias de aquel encierro podía entenderse como un ardid para ganarme la simpatía de la gente y una eventual libertad vigilada. Era en lo fundamental el argumento empleado por Dmytryk unas semanas antes.
La idea de escribir aquel libro provenía de mi curiosidad por la forma en que algunos católicos conocidos míos sorteaban los preceptos eclesiásticos en materias como la virginidad, la anticoncepción, el divorcio, el aborto o la liturgia. Nacidos dentro de familias devotas y debidamente bautizados, se veían en el seno de la Iglesia hasta la muerte y sabían que no importaba cuánto se hubieran desviado del recto camino en el dogma o los sacramentos porque siempre obtendrían la indulgencia plenaria cuando, llegado el último trance, un cura les administrase los santos óleos. ¿Y si emparejaba a uno de estos católicos nominales con un converso rematadamente sincero e idealista?
En lo tocante a mi rehabilitación profesional no podía haber elegido un tema menos afortunado. Dos años después de la excarcelación empecé a mandar el manuscrito terminado a distintas editoriales; en Inglaterra tuve un éxito inmediato que se tradujo en un contrato con la acreditada firma Jonathan Cape, Ltd. Juzgando prudente avisarlos de la oscura aversión que el nombre del autor podía suscitar en su tierra natal, les envié una carta preventiva que contestó el propio señor Cape despachando la caza de brujas como un «curioso incidente» que podía sernos útil en el aspecto publicitario. Pero por desdicha no era ésta la opinión dominante en las grandes editoriales norteamericanas, donde el texto cosechaba comentarios elogiosos entre los revisores para ser finalmente rechazado en las instancias superiores. El hecho de que viviéramos el apogeo de lo que se ha dado en llamar macartismo tenía sin duda sus consecuencias, pero un revisor me confesó que el libro fue desechado en su editorial por miedo a una reacción de la Iglesia católica que los llevara a perder el mercado de las escuelas parroquiales para sus libros de texto. Al final tuve que conformarme con Cameron and Kahan, una editorial de izquierdas dirigida por Angus Cameron, otra víctima de la HUAC a quien habían defenestrado de Little, Brown. Como su pequeño invento ocupaba un nicho marginal en el mundo de la edición, la mayoría de los grandes periódicos y revistas se desentendió de mi libro hasta que éste apareció reeditado/ unos quince años después, bajo un abrigo más poderoso y convencional. No hace mucho, en 1997, tuve la satisfacción de verlo reimpreso en una colección de «clásicos» junto a obras de Mark Twain, Chéjov, Hawthorne o Aristófanes, pero la recepción inicial me convenció en su momento de que la literatura no iba a ser la mejor vía para recuperar la solvencia o la estabilidad laboral.
El Hollywood al que regresamos los nueve contumaces en la primavera de 1951 estaba atenazado por el pánico; ni siquiera Dmytryk tenía el camino abierto. Él pretendía rehacer su vida de una manera digna hablando sólo de sus propias actividades políticas, pero después de intentarlo en una de las apariciones ante la comisión pudo comprobar que de ese modo no iba a encontrar empleo. Entonces, superado cualquier vestigio de escrúpulo, sacó a relucir una larga lista de militantes que incluía a dos directores llegados a Hollywood cuando, según su propio testimonio, él ya había abandonado el partido.
En cuanto a los demás, el mercado de los guiones encubiertos se había evaporado y mucha gente temía incluso dirigirnos la palabra. Aun así me las apañé para conseguir trabajo en La gran noche, la última película dirigida por Joseph Losey en Estados Unidos antes de exiliarse definitivamente a Inglaterra. Losey había contratado antes a Frances (como directora de diálogos) y a nuestro amigo Hugo Butler, que estaba reescribiendo el guión mientras se rodaba la cinta. Cuando supo que iba a recibir una citación, Hugo se marchó a México con su numerosa familia y Joe me pidió que lo sustituyera a cambio de un modesto sueldo que pagaría de su propio bolsillo. No volví a trabajar en una película norteamericana hasta ocho años después.
Apenas pasado un año desde nuestra salida a la calle, los Trumbo, los Maltze, los Kahn, los Hunter, los Pepper y los Lardner se habían unido en México a los Butler. Aquello fue para casi todos una escala técnica mientras se arreglaba el problema de la lista negra, pero Hugo y George Pepper permanecieron allí buena parte de las siguientes dos décadas y tuvieron un papel muy activo en el cine mexicano asociados en una productora con el gran director español Luis Buñuel, también proscrito en su país por razones políticas.
A Frances le quedaba algún dinero del seguro cobrado tras la muerte de David, y con eso vivimos mientras yo trabajaba en Owen Muir. Silvia, que se dedicaba al negocio de la construcción en el condado de Orange, California, renunció voluntariamente a la asignación estipulada en nuestro acuerdo de divorcio y costeó a solas los gastos de Peter y Ann hasta que yo gané lo suficiente para contribuir a su educación universitaria. Pese a todo no contábamos con medios para financiar el largo proceso de escribir un libro y, tras seis plácidos meses en México, nos mudamos a la casa de mi madre en Connecticut. Frances, por suerte, logró encontrar un trabajo en Nueva York.
La casa estaba a unas quince millas del penal adonde mi madre había acudido para verme tantas veces como se lo permitieron. En aquellos desplazamientos hasta la sala de visitas carcelaria era difícil adivinar cuánto la afectaba mi situación y ella jamás pronunció una palabra al respecto. El día de mi salida se presentó con su chófer, jardinero y factótum para llevarme al apartamento de mi hermano mayor en Nueva York. Esa noche, ya de vuelta en su casa de New Milford, sufrió un derrame cerebral que fue seguido por otro menos de un año más tarde. Había transcurrido otro año y su médico opinaba que la presencia de familiares en aquella vivienda podía serle beneficiosa, aunque a buen seguro no estaba pensando en niños de nueve, ocho y tres años. Pero fueron los críos y el prurito de no afligirlos con su propio abatimiento lo que empezó a restituirle algunos destellos del ánimo perdido. Después de la cena se retiraba a su cuarto escoltada en ocasiones por Katie, Joe y luego también Jim, que antes de acostarse pasaban una hora tumbados en la cama de la abuela sonsacándole historias sobre su niñez en la Indiana finisecular.
Mientras yo terminaba allí mi novela, Frances buscó trabajo en el teatro o la televisión: la familia necesitaba el dinero tanto como ella un buen acicate para su realización personal, y las cosas le fueron bien inicialmente. La televisión en directo desde Nueva York vivía entonces lo que después se ha conocido como su «edad de oro» y muchos de los protagonistas eran hombres y mujeres con quienes Frances había trabajado durante sus años de éxito en la radio. A los dos meses de nuestro regreso le dieron un papel destacado en uno de los principales programas del momento, el Philco TV Playhouse (Teleteatro Philco). Tras su aparición en Holiday Song (Canción de fiesta), una obra de Paddy Chayevsky emitida durante las grandes festividades judías, Fred Coe, el productor, le adjuntó con el cheque una nota que decía «Ya perteneces oficialmente al Philco Playhouse». Poco después averiguó que Chayevsky estaba escribiendo otro guión con un papel similar (pero más relevante) para ella.
El nuevo espectáculo se llamaba Marty. Todos los involucrados excepto Coe aseguraron a Frances que tenía el papel adjudicado y su agente obtuvo un compromiso verbal del departamento administrativo que le garantizaba una subida salarial del cincuenta por ciento. Entonces llegó la inopinada noticia de que Coe había escogido a otra actriz. Lo hizo sin consultar a nadie en la empresa y cuando Frances pidió una cita se le contestó que el productor no podía verla. Ella y su agente aceptaron con más resignación que suspicacia aquel contratiempo, pero enseguida descubrieron que las puertas también estaban cerradas en otros ámbitos televisivos. Aunque sus actividades políticas, de haberse hecho públicas, habrían podido arrojarla a la lista negra, su nombre nunca apareció en Red Channels (Canales Rojos), la infame publicación consagrada a denunciar la presencia comunista en las ondas, ni fue mencionado en ningún testimonio ante la comisión. Todo indicaba que se había ganado la cesantía por matrimonio.
La sospecha se volvió certeza cuando Philco resucitó Holiday Song para las fiestas judías del otoño siguiente. Los demás miembros del reparto original estaban tan indignados por el relevo de Frances que amenazaron con una huelga, pero Coe les advirtió que esa actitud sólo les reportaría la pérdida de sus propios empleos. No mucho después, el productor concedió por fin una cita a Frances y le contó con manifiesta congoja toda la verdad. Ya antes había intentado romper lanzas por otro actor (uno más conocido) y había tropezado con la inquebrantable oposición de la cadena. Frances se las apañó para colocarse en el teatro y actuó como suplente de Maureen Stapleton, Claudette Colbert y Kim Stanley, pero pasaría toda una década hasta que volviera a trabajar en la televisión.
En 1954, tras dos años de convivencia con mi madre, una hermana suya, viuda y más joven, se mudó a la casa para cuidarla y nosotros alquilamos un apartamento en Nueva York. Al año siguiente; precisando con urgencia un trabajo más directa y fiablemente remunerativo que el libro recién terminado, una productora llamada Hannah Weinstein vino a socorrerme como ya había hecho con muchos otros. Hannah, que había sido la secretaria ejecutiva del izquierdoso Comité Ciudadano Independiente de Artistas, Científicos y Profesionales, vivía en Inglaterra, donde dirigía una productora de televisión. Su primer proyecto fue una serie de discreto éxito protagonizada por Boris Karloff y escrita por dos guionistas también excomulgados, Abraham Polonsky y Walter Bernstein. El programa se canceló tras su primer año y ahora andaba a vueltas con otra iniciativa para la cual nos abordó a Ian Hunter y a mí.
Delatado por Martín Berkeley y después por el director Robert Rossen, Ian hizo el consabido peregrinaje de Hollywood a México y después al noroeste de Manhattan, donde llegó a congregarse una nutrida y variopinta comunidad de proscritos por la caza de brujas, Ian y Alice fueron a parar a la misma dirección que Zeo y Kate Mostel, el edificio Belnord en Broadway con la calle 86. Nosotros encontramos un apartamento unas cuantas manzanas más arriba, en la calle 89 con la avenida West End.
Ian había ganado un Óscar de 1953 por Vacaciones en Roma, su última película antes de caer en las redes de la lista negra, aunque ese laurel le dejó un sabor más bien agridulce, pues su intervención inicial en el proyecto había sido como tapadera del ya excomulgado Dalton Trumbo. Fue él quien ideó la historia de un reportero que tropieza en Roma con una princesa desmadrada, pero la Paramount pagó cincuenta mil dólares por un borrador que suponía de Ian y le encomendó a éste la revisión del texto hasta que el propio Ian se convirtió en un forajido y varios escritores más entraron en danza. El resultado, para sorpresa de Hunter (y de Trumbo), fue una película deliciosa protagonizada por Gregory Peck y la entonces desconocida Audrey Hepburn. En cualquier caso, cuando se pronunció el nombre de Ian durante la ceremonia de los premios no fue por el guión, del que era autor con John Dighton, sino por el argumento, que correspondía enteramente a Trumbo.
Lo cierto es que, un año después de aquello, parecía haber arrumbado la industria del cine y trabajaba como relaciones públicas para el recién creado Diners Club, único empleo que había podido obtener desde su llegada a Nueva York. Ambos, por tanto, nos sentíamos felices ante la perspectiva de trabajar en algo con la pluma, sobre todo cuando supimos que el material literario elegido por Hannah para nuestra primera incursión en el nuevo medio estaba cargado de estimulantes posibilidades. Ambientada en la Inglaterra medieval y rodada en el interior o los alrededores de Foxwarren, una quinta oportunamente añeja que Hannah poseía a las afueras de Londres, Las aventuras de Robin Hood nos ofrecía abundantes ocasiones para colar alfilerazos sobre los problemas sociales o las instituciones norteamericanas en aquellos años de Eisenhower. Y además la serie fue un gran éxito: usando nuestro guión piloto y un avance de futuros episodios, Hannah logró vender el paquete a cadenas de ambos lados del Atlántico. Con Richard Greene en el papel estelar durante sus cuatro años de emisión, Robín Hood generó ganancias para todos los participantes y contribuyó en cierta medida a preparar el terreno para la convulsión de los sesenta perdiendo a toda una generación de jóvenes norteamericanos, Ian y Yo, mientras tanto, escribimos otros dos borradores para ofertárselos a las cadenas (Sir Lancelot y Los bucaneros) tratando de mantener así una demanda que alimentaba también a la docena de compañeros proscritos que habíamos enrolado en aquel próspero chanchullo.
Entre Hannah y nosotros no había secretos, pero como podían inspeccionar los dietarios de su empresa (que se llamaba Dilipa por sus hijas Dina, Lisa y Paula), recibíamos nuestro estipendio bajo nombre falso. Usando esos nombres, según averiguamos, podíamos abrir cuentas de ahorro ya que los bancos eran menos estrictos con éstas que con las corrientes (la Seguridad Social autorizaba el empleo de sobrenombres mientras el número de afiliación fuera auténtico); después transferíamos el dinero a cuentas corrientes con nuestros nombres verdaderos. Un historial de tres guiones piloto y tres series vendidas a las cadenas era tan brillante como los mejores en aquel negocio, y Hannah nos hubiera ayudado con sumo gusto a erigir reputaciones seudónimas que nos habrían facilitado la obtención de trabajo en las grandes cadenas o las productoras de series norteamericanas, pero el código de la lista negra lo impedía: si a efectos bancarios podíamos emplear un nombre tanto como quisiéramos, nuestra identidad cinematográfica debía cambiar constantemente. Albert Rubén, el joven revisor literario de Hannah, se ocupaba de fabricarnos nuevos nombres justamente para evitar que a los prebostes televisivos de Nueva York, viendo al mismo escritor detrás de varios guiones, se les ocurriera convocarlo a una reunión con propósitos laborales.
Hannah nos llamaba de cuando en cuando a conferenciar en Londres, Ian, cuyas actividades políticas no habían dado lugar a ninguna incriminación o publicidad exagerada, se las arregló para conservar el pasaporte y fue a Inglaterra un par de veces antes de trasladarse allí con su familia en 1958. Yo no era en un principio tan afortunado, pues Frances Kilpatrick, el nuevo jefe de la sección de pasaportes, juzgaba mis eventuales viajes al exterior «contrarios a los intereses de Estados Unidos». Ese mismo año, sin embargo, el Tribunal Supremo dictaminó en el caso del artista Rockwell Kent que a nadie se le podía denegar el pasaporte por motivos políticos. Nada más saberlo me dirigí a un fotógrafo que anunciaba fotos de pasaporte y le pregunté si podía sacarme una inmediatamente. En aquellos tiempos la polaroid aún no se había inventado y aquel hombre me miró con indudable desprecio:
—Si de verdad tiene usted tanta prisa puede ir a un fotomatón, pero le advierto —añadió solemnemente— que saldrá usted retratado con cara de comunista.