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Se pondrá a tu altura

Durante aquel primer año vi a Silvia diariamente en el estudio, pero sólo después de hacernos amigos me confesaría que cuando Selznick dio a conocer su intención de contratarme ella pensaba que el jefe se refería a mi hermano John, con quien había coincidido trabajando para la RKO en Nueva York. Lo cierto es que describió a un tipo simpático y competente con un gran potencial no sólo como escritor sino también como actor. La prueba de actuación que Selznick tenía metida en la cabeza provenía, sin duda, de ese aval.

Silvia recopilaba las revisiones que Budd y yo escribíamos para Ha nacido una estrella, y fue entonces cuando comenzó un idilio que decidimos convertir en matrimonio. Todos nuestros colegas se mostraron complacidos con la idea, todos salvo David, quien me imaginó víctima de una encerrona y comunicó sus alarmas a Swope, quien a su vez se las transmitió a mi madre. Esta se presentó de inmediato con Jim, en principio para asistir a la boda, pero en realidad para calibrar la situación. Finalmente admitieron nuestra cordura y, con todos los parabienes, se unieron en febrero del treinta y siete a los demás testigos de la ceremonia: Budd, su flamante esposa Virginia, su padre, B. P. Schulberg, y, velando cualquier reparo que aún pudieran albergar contra los matrimonios mixtos, David e Irene Selznick.

Irene era hija de Louis B. Meyer y una poderosa fuerza reguladora en la caótica vida de su marido: cada mañana lo facturaba a la oficina y luego llamaba periódicamente a sus ayudantes para informarlos de citas y compromisos que el patrón, abandonado a su suerte, podría haber olvidado. Su perspicacia estética fue también muy provechosa para David. Éste, sin embargo, era un mujeriego empedernido incluso para los cánones observados por los magnates del cine y, a pesar de sus rotundos alegatos sobre la importancia de casarse con correligionarios, acabó incorporándose a la pequeña comitiva de productores que reemplazaron a sus mujeres judías por doncellas cristianas, en su caso la actriz Jennifer Jones, a cuyas limitadas aptitudes consagró los últimos quince años de su carrera (por cierto, los menos distinguidos). Irene, mientras tanto, produjo una sucesión de grandes éxitos en Broadway, empezando por Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams.

La víspera de mi boda, Budd me ofreció una despedida de soltero en la principesca mansión de su padre, donde se alojaba con su esposa como teórico huésped. Al igual que el padre de David, B. P. Schulberg había volado muy alto en la época del cine mudo y ahora, apurado por deudas que ni en sus mejores sueños podía saldar, seguía manteniendo su viejo tren de vida para evitar que los acreedores irrumpieran de golpe percibiendo su fragilidad. La fiesta se transformó en una partida de póquer donde B. P. fue elevando las apuestas a medida que se acumulaban sus pérdidas. Entre Jim y yo recaudamos un imprevisto regalo de bodas que sumaba más de mil dólares.

Jim se quedó en Hollywood una semana más tras la partida de nuestra madre y pasamos muchas horas hablando sobre la situación mundial, especialmente de la Guerra Civil española. Aunque yo era un año más joven, me preciaba de ejercer una cierta influencia sobre él en cuestiones políticas, de modo que el espectro de estas conversaciones, las últimas que tuvimos, me perseguiría al año siguiente en medio del dolor causado por su muerte. Me obsesionaba la idea de haber secundado su decisión de combatir en una guerra que ya estaba perdida. Y durante largo tiempo me mortificó una recurrente pesadilla en la que yo asesinaba a alguien: la identidad de la víctima era muchas veces nebulosa, pero en ocasiones se trataba irremediablemente de Jim.

Silvia y yo vivimos unos cinco años de razonable felicidad conyugal durante los cuales engendramos a dos maravillosos niños, Peter y Ann. Yo me convertí en un guionista de éxito y obtuve mi primer Oscar. Ella dejó el empleo en la productora y escribió con su amiga Jane Shore una novela sobre un personaje inspirado en Selznick. El libro, I Lost my Girlish Laughter (Perdí esa risita de niña), enfureció a David, que me suponía el auténtico colaborador de Silvia. Cuando Orson Welles anunció que pensaba emitir una adaptación de la historia en su programa de radio, Mercury Theater of the Air (Teatro Mercury en las Ondas), David movilizó todos sus recursos (que no eran pocos) para lograr que Wells cancelara la emisión. Pero fue inútil.

Yo, afortunadamente, me había trasladado a la productora de los hermanos Warner, donde las pretensiones artísticas eran tan escasas como los víveres (a diferencia de los otros estudios, que servían tres comidas diarias, la cantina de la Warner sólo ofrecía una), pero donde un joven guionista podía aspirar razonablemente a ver su obra filmada algún día. Allí conocí a Bryan Foy y sus procedimientos para sacar una película de serie B cada dos semanas con un gasto nunca superior a la irrisoria cantidad de doscientos cincuenta mil dólares. Detrás de su escritorio se alzaban varias pilas de guiones correspondientes a las películas producidas en los años anteriores. La más alejada era también la más reciente, y tenía por base el texto del último bodrio elaborado en la casa. La más cercana era la más antigua y estaba indefectiblemente coronada por el guión de un producto ya añejo. Foy lo cogía, le echaba un vistazo como para refrescar su memoria y se lo alargaba al escritor sentado frente a él:

—Toma —le decía—, va de carreras de lanchas. Esta vez lo haremos con motos.

Apenas me había adentrado en una de estas creaciones cuando un productor de serie A requirió mis servicios, cosa que agradecí aliviado. Quería que ayudase a un escritor importado de Gran Bretaña cuya ignorancia de las costumbres locales lo inhabilitaban para bregar con ciertas escenas de la historia que le habían adscrito. El proyecto resultó interesante y nuestro trabajo fue bastante bien hasta que me las apañé para incurrir en la ira de Jack Warner, el hermano que en realidad manejaba el negocio, por dos acciones que aún lo sulfuraban diez años más tarde cuando testificó ante la HUAC. La primera infracción fue organizar una protesta contra la visita al estudio de Vittorio Mussolini, un hijo del dictador italiano que se inflamaba describiendo la emoción de los bombardeos aéreos sobre poblaciones etíopes. Varios escritores salimos del estudio y montamos un piquete junto a la puerta mientras el joven Mussolini era agasajado en el interior. La otra queja contra mí estaba relacionada con una colecta para comprar ambulancias destinadas al gobierno legítimo de España. John Huston y yo formábamos un comité bicéfalo que extraía los donativos camelando a personajes como James Cagney, Bette Davis o Humphrey Bogart. Debo decir que John era mucho más convincente que yo: mi cometido consistía fundamentalmente en achucharlo para que soltara sus alocuciones.

Desconozco si estas actividades políticas tuvieron algo que ver con el hecho de que mis desvelos en la serie A nunca llegaran a las pantallas, pero, según el testimonio del propio Warner ante la comisión de Washington, sí explican la rescisión de mi contrato al año siguiente. Mi notoriedad como activista sindical parece que también me convirtió en persona non grata para otro estudio. Poco después de dejar la Warner colaboré con un escritor austríaco en una historia que ofertamos a Metro-Goldwyn-Meyer. Como no esperábamos peras del olmo, aceptamos una retribución nominal de cinco mil dólares a cambio de que el estudio se comprometiera a darnos algo más valioso: un acuerdo para escribir el guión cobrando doscientos cincuenta dólares semanales por barba durante un mínimo de seis semanas. Pero la MGM optó por darnos una amarga sorpresa, pues liquidó el acuerdo y puso el proyecto en otras manos. Después me contaron que William Fadiman, hermano del crítico Clifton y revisor literario de la Metro, había jurado que no me permitiría pisar aquel estudio dada mi vinculación con el Sindicato de Guionistas, que se había impuesto en unas elecciones gremiales a Dramaturgos de la Pantalla, la organización auspiciada por la compañía.

Los tres años siguientes fueron tan precarios desde el punto de vista profesional y económico que mi madre me apremió sin descanso a arrojar la toalla de Hollywood y regresar a Nueva York, donde la tía de Silvia, una importante mujer de negocios, me aguardaba con un empleo. Yo, sin embargo, me asocié con Ian Hunter, que milagrosamente había reaparecido como escritor júnior en la MGM Había obtenido el empleo gracias a los buenos oficios de Ben Hecht, que era amigo de su hermana. Pero nada reseñable le ocurrió en la Metro y al poco tiempo nos vimos trabajando en un par de películas baratas sobre un virtuoso médico de pueblo encarnado en el cine y la radio por el actor Jean Hersholt (después célebre por el Óscar a la caridad que lleva su nombre). Sus elocuentes títulos, Presentamos al doctor Christian y El valiente doctor Christian, lo dicen todo sobre nuestra contribución a un ciclo de serie B merecidamente olvidado. Pero al menos las películas se hicieron con nuestros guiones y nuestros nombres consignados en la pantalla.

Bernard Vorhaus, el productor de esas obras, estaba muy contento con nuestro trabajo y, tras llegar a un acuerdo con el pequeño estudio Republic Pictures, puso fin a una incómoda temporada de paro contratándonos para convertir un libro llamado False Witness (Falso testigo) en la película que llevaría por título Arkansas Judge (Juez de Arkansas). Pero el trabajo que nos procuró no era precisamente estable ni desde luego lucrativo, de manera que nos manteníamos abiertos a otras ofertas por nuestros servicios individuales o concertados, Ian consiguió en 1941 una colaboración con el letrista Johnny Mercer en la película Al fin solos, y yo me topé con una ocasión irrepetible cuando mi amigo Paul Jarrico me presentó a Carson Kanin.

Gar era un prodigio. Nacido en Rochester, Nueva York, después de abandonar la escuela secundaria, y tras un breve aprendizaje en los teatros de Broadway, había dirigido dos aplaudidas comedias de la RKO. Acababa de rodar Tom, Dick y Harry, con guión de Jarrico y Ginger Rogers como protagonista. Ahora había concebido una película para Katharine Hepburn donde ésta representaría a una columnista de prensa vagamente inspirada en Dorothy Thompson, que en aquellos tiempos era tal vez la única mujer a quien se le consentía publicar sus opiniones sobre política nacional e internacional. Gar había pensado que para escribir el guión necesitaba a un escritor familiarizado con el mundo periodístico neoyorquino y Paul le sugirió mi nombre. Pero aquello tenía el intríngulis de que Gar acababa de ser reclutado por el ejército, de modo que nos vimos obligados a pergeñar la historia en los dos días que le quedaban antes de partir al campamento y entregar el testigo a su hermano Mike.

Nuestra colaboración fue como una seda. Una vez definido el argumento, Mike y yo lo desarrollamos en un relato de ochenta páginas titulado «Cosas de mujeres». Yo pensaba que uno de los grandes escollos para colocar una propuesta cinematográfica era conseguir que ésta se leyera. El guión es, por regla general, de penosa lectura, y lo mismo ocurre con el «tratamiento», esa especie de boceto en presente histórico que suele emplearse para someter una idea a la inspección del estudio. Esquivamos el obstáculo vistiendo la trama con el disfraz de una novelita casualmente ya aliñada para el cine. El narrador era un cronista deportivo enfrentado a los encantos físicos, la presunción intelectual y las desconcertantes paradojas de una mujer que se mueve con inalterable aplomo en un universo dominado por los hombres. Enviamos nuestra historia a Connecticut, y cuando Kate respondió entusiasmada supimos que la cosa estaba en el bote.

Uno o dos años antes, su respaldo no hubiera significado mucho. Hepburn había hecho para la RKO varias películas, la mayoría espléndidas pero todas fracasos de taquilla. La Asociación Nacional de Exhibidores Cinematográficos se había atrevido incluso a mencionarla en una diatriba contra las estrellas cuyas películas producían constantes pérdidas (también citaban a Dietrich y Garbo). Los propietarios de las salas denunciaban a los estudios por seguir utilizando a esas espantapúblicos contumaces y la RKO reaccionó dejando que su contrato caducara.

La réplica de Kate a estos infortunios fue regresar al este y declarar que rechazaría cualquier papel cinematográfico excepto el de Escarlata O’Hara en la inminente Lo que el viento se llevó. Pero también estaba al acecho de un personaje adecuado en el teatro, y lo halló gracias a Historias de Filadelfia de Philip Barry. En la puja por la obra venció MGM y la película (con Cary Grant y James Stewart como coprotagonistas y George Cukor como director) encumbró a Kate en las taquillas de una vez para siempre.

En Hollywood pasó de la excomunión a la gloria; se hizo de hecho tan poderosa que impuso a los estudios su derecho a escoger. Después de aprobar nuestro relato voló a California y, declinando la mediación de un agente para ella o los guionistas, lo llevó personalmente a la MGM Tuvo además la astucia de conchabarse con nosotros para eliminar nuestros nombres del texto antes de entregárselo a Louis B. Meyer. Así nos escudábamos contra la posibilidad de nuevas represalias por mis devaneos sindicales, al tiempo que la ocultación era también un ardid para arrancarle al estudio más dinero del que normalmente hubiera pagado a dos perfectos desconocidos. Meyer fue por tanto persuadido de que estaba leyendo la obra de uno o varios autores egregios que preferían seguir provisionalmente en el anonimato, y en esa creencia accedió a pagar las cantidades pedidas por Hepburn: cien mil dólares para ella, otros tantos por el relato y el todavía inexistente guión, diez mil para su agente y mil por su viaje desde Connecticut. En total, doscientos once mil dólares. Kate estipuló que no habría regateos, y no los hubo. La suma que el estudio se resignó a apoquinar cuando nuestros nombres salieron a la palestra fue la más alta hasta entonces otorgada a los autores de un guión original (No teniendo gabelas que pagar a ningún agente, nos gastamos parte del botín en comprarle a Kate un Ford nuevo para sustituir al ajado descapotable que le había cedido su ex amante, el opulento aviador Howard Hughes).

La MGM era el estudio más grande, más famoso y mejor surtido de estrellas; el corpulento Meyer, que había abandonado Rusia con sus padres a la edad de tres años y se había criado en la pobreza, era el hombre más poderoso de Hollywood y el empleado mejor pagado de la Tierra, habiendo roto la barrera del millón de dólares anuales en los peores días de la Depresión. En algún apartado rincón de su persona debía esconderse un ejecutivo frío y calculador, pero la explosiva criatura que uno llegaba a tratar parecía demasiado auténtica para resultar enteramente fingida. Meyer podía sufrir espectaculares accesos de cólera o de llanto, hincarse de rodillas para suplicar un favor o saltar electrizado desde el escritorio para derribar de un puñetazo a un celebrado actor que había descrito a su propia madre como una furcia. Su patriotismo y su fervor por el género femenino eran igualmente desorbitados. Billy Wilder lo vio una vez agarrar a Mickey Rooney por la solapa y reprocharle a voz en grito un comportamiento impropio del personaje al que representaba en una interminable y popularísima serie sobre la América rural:

—¡Eres Andy Hardy! ¡Eres Estados Unidos! ¡Eres la bandera! ¡Eres un símbolo!

Pero el poder de Kate sobre él parecía en aquellas circunstancias casi ilimitado. Tras convencerlo de que aflojase el dinero, procedió a recusar a todos los directores fijos de la MGM para imponer a George Stevens, que la había dirigido en Sueños de juventud. También se encargó de elegir al protagonista masculino, distinción que recayó en Spencer Tracy, con quien nunca había coincidido. Este no obstante resultaba en principio inasequible, pues estaba empezando a rodar una versión cinematográfica del libro El despertar. Al mandamás del estudio que la producía, sin embargo, no le gustaron las primeras pruebas filmadas en los exteriores de Florida, de modo que se suspendió la producción para reiniciarla más adelante con un nuevo director, otro guión y un actor distinto (Gregory Peck). Gracias a este golpe de suerte, MGM se quedó con Tracy en nómina y desocupado.

Kate y Spencer se conocieron en el despacho del productor Joe Mankiewicz.

—Me temo, señor Tracy, que es usted demasiado bajo para mí —comentó ella.

—No te preocupes —dijo Mankiewicz riéndose—, ya verás como te pondrás a su altura.

Ella tenía treinta y cuatro años y él cuarenta y uno. Kate había estado varios años enamorada de John Ford, considerado por muchos como el primer director de cine norteamericano. Ford era católico y estaba casado. Cuando tuvo claro que éste no iba a pedir el divorcio, Kate se embarcó en un aireadísimo affaire con Howard Hughes, quien le propuso matrimonio y le dedicó su vuelo quebranta-récords alrededor de la Tierra. Kate se sintió tentada por la proposición hasta que una visita del millonario a la casa familiar de los Hepburn los puso ante la evidencia de que eran incompatibles. Con el desengaño de una ruptura causada por sus propias vacilaciones, Ford se lanzó a construir una obra que, en meteórica sucesión, incluyó La diligencia, El joven Lincoln, Corazones indomables, Las uvas de la ira, Hombres intrépidos, La ruta del tabaco y Qué verde era mi valle.

Lo último que Kate necesitaba en ese momento de su vida era otra relación con un católico casado y además padre de dos hijos, pero su carrera, pendiente de un hilo apenas dos años antes, empezaba a rehacerse, y trabajar con Tracy, una de las pocas estrellas cuyas películas se convertían sin excepción en grandes acontecimientos, sólo podía ayudarla. De mutuo acuerdo decidieron que el nombre del actor ocupara un lugar preeminente en los créditos.

Mike Kanin y yo íbamos con frecuencia al rodaje, y lo que allí presenciábamos significaba la bendición final de nuestro empeño. Cuando escribes una historia de amor confías en que los actores la representen de modo verosímil, pero difícilmente esperas que se enamoren de verdad. Hay una imagen ya familiar en los platos: el director exclama «¡corten!» y dos amantes deshacen bruscamente su fogoso abrazo y escapan aprisa en direcciones opuestas como si quisieran resaltar la índole estrictamente impersonal de su encuentro. Kate y Spence querían estar juntos tanto delante como detrás de la cámara, y juntos siguieron hasta que él murió. Al igual que Ford, Tracy se aferró a su católico matrimonio, pero sólo formalmente.

Pese a todos los elogios que se le dispensaron, La mujer del año sufrió una deprimente alteración en las postrimerías del partido. El rodaje estaba concluido y los dos guionistas nos habíamos marchado de vacaciones a Nueva York tras asistir a un pase previo ante un público encomiástico. Era una suerte, pensábamos, haber contado con uno de los realizadores más diestros de Hollywood; y en efecto, Stevens aportó unas cuantas pinceladas que ayudaron a perfilar los personajes y a reforzar el conflicto o la comedia. Pero en ningún caso fue requerido para seleccionar a los primeros actores, definir la trama de la historia o escoger el emplazamiento o el contenido de una escena. Si una frase o una situación no funcionaba, uno de nosotros estaba siempre al quite para retocarla. En aquel tiempo, sin embargo, la industria del cine ya empezaba a adoptar, aunque todavía con desconfianza, el mito del director omnipotente y superlativo. Los carteles anunciaron nuestra película como «una producción de George Stevens» con un formidable cuerpo de letra catorce veces mayor que el empleado en la imperceptible línea donde constaba que el guión era «original de Ring Lardner y Michael Kanin». Con todo, la publicidad no era asunto que nos inquietara en exceso.

Lo que ocurrió después sí lo fue, pues la productora decidió cambiar el final de la historia en nuestra ausencia. Tanto Meyer como Mankiewicz y Stevens aseguraron que, durante el pase previo, habían detectado entre los espectadores un irreprimible deseo de ver al personaje de Hepburn recibir su merecido por querer subirse a la parra en un mundo donde dominaban los hombres. Nosotros sospechábamos que en realidad eran Meyer, Mankiewicz y Stevens los acuciados por tanta sed de justicia. Sus anticuadas ideas en materia de sexos, especialmente las del primero, eran por todos conocidas (después de encarnar a varias en unas cuantas películas, Mary Astor afirmaría hastiada que «las madres de la Metro sólo tienen cerebro para los hijos»). Tanto Meyer como Stevens eran, creíamos, unos machistas impenitentes. El caso es que se tomó esa decisión y, con los dos guionistas oportunamente alejados, el estudio recurrió a uno de los escritores más reaccionarios de Hollywood, John Lee Mahin, quien, por cierto, era ex presidente del organismo patronal derrotado por el Sindicato de Guionistas (también era, debo reconocerlo, un escritor valioso). Mahin compuso disciplinadamente un episodio en el que la contrita Kate batalla con denuedo para hacerle el desayuno a Tracy y, anegada en llanto por su incompetencia culinaria, acaba permitiéndole disponer el reparto de poderes que regirá su futuro matrimonio. Mike y yo pudimos reescribir algunos de los pasajes más deplorables de este fraude, pero no fuimos autorizados a meter mano en la adulteración básica.

No sé hasta qué punto compartía Kate nuestro desencanto, pero seguramente podría haber hallado un modo de resistir dada su posición en el olimpo de la MGM. Por otro lado, hace sesenta años los derechos de la mujer no merecían tanta atención como ahora, y tal vez la convencieron de que el nuevo final iba a ser mejor recibido por el público. Si fue así, más adelante lo lamentaría. A mediados de los noventa, mientras trabajaba en su autobiografía, me llamó por teléfono. Aunque no habíamos hablado durante varios años, entró en materia sin preámbulos: «¿Ring? Soy Kate Hepburn. ¿Cómo era el primer desenlace de La mujer del año?». Le recordé que tenía lugar junto al ring durante una pelea por el campeonato mundial de los pesos pesados; Tracy se había ido de juerga y el personaje que ella representaba intentaba sustituirlo. Kate evocó el episodio con agrado.

Pero ese final, como muchas otras escenas desvirtuadas en las que intervino la pareja, tuvo un éxito inmerecido y la película en su conjunto fue tan bien acogida (ninguna antes, según parece, había aguantado tres semanas en el Radio City Music Hall) que Mike y yo nos vimos de pronto encaramados a las cimas de nuestra profesión. El Oscar de 1942 al mejor guión original confirmaría luego nuestro estatus. La MGM nos ofreció nuevos contratos y juntos escribimos dos guiones más antes de tomar cada uno su camino.

El primero fue una adaptación de un interesante libro titulado Marriage Is a Private Affair (El matrimonio es asunto privado). Nuestro supervisor inmediato, que previamente había estado a cargo de toda la producción en otro estudio, puso el guión por las nubes e hizo luego unas sugerencias tan nimias que nosotros las aceptamos sin rechistar. Después remitió el texto a su propio supervisor y nos comunicó que rara vez había visto semejante entusiasmo por parte del ilustrísimo sujeto. Apabullada por las irrefutables pruebas de nuestro talento, la dirección del estudio tuvo a bien ofrecernos contratos a largo plazo que incluían sustanciosos aumentos de salario. En cuanto al proyecto específico en que estábamos embarcados había, no obstante, una minúscula pega: con el mero soporte del título y un resumen que le habían preparado, Louis B. Meyer había decidido a bote pronto que aquella historia era ideal para Lana Turner. «¿Quería eso decir que no se había molestado en leer nuestro texto?», preguntamos nosotros. «¿Por qué iba a perder el tiempo?», contestó nuestro productor. Como las sutilezas del guión desbordaban con creces la capacidad de esa actriz, se imponía un completo reajuste del material; en otras palabras (y de acuerdo con los términos empleados por el productor), se hacía necesario llevar a cabo una extensa faena de «abaratamiento». Que nosotros mismos ejecutásemos tan delicada misión o pasáramos a empeños más respetables quedaba por completo a nuestro arbitrio. Escogimos lo segundo y la señorita Turner actuó efectivamente en una película que conservó el título (y poco más) del libro o el guión originales.

Nuestro segunda empresa fue un trabajo de reescritura que acabó emergiendo como película bajo el título de La cruz de Lorena. Su tema era la resistencia contra los nazis en la Francia ocupada e inicialmente nos pareció un intento meritorio de presentar sucesos contemporáneos al público norteamericano, pero nos quedamos de piedra cuando supimos que la cinta había sido enviada a Francia tras la liberación para proyectarla ante quienes habían vivido en carne propia unos hechos sobre los que nosotros sólo habíamos fantaseado.

Aparte de la familia y el trabajo, mis principales actividades durante los años anteriores a la entrada en guerra de Estados Unidos estaban relacionadas con la política, y en particular con la militancia comunista. Por la época en que Budd y yo empezamos a escribir Ha nacido una estrella, él ya pertenecía a la recién fundada organización del partido en Hollywood. Cuando envié una carta a la revista Time (usando el membrete de Selznick International) para defender los planteamientos de Stalin en su conflicto con Trotsky, Budd fue reprendido por no haber dado noticias de un candidato tan prometedor y recibió instrucciones de proceder a mi reclutamiento, operación que duró cinco minutos justos. Así me convertí en uno de los veintitantos militantes que el partido tenía en Hollywood (cinco años después habría más de doscientos). Aproximadamente la mitad éramos guionistas, el resto, actores, directores, lectores y oficinistas.

El comunismo era una labor incesante que me obligaba a participar en actividades de uno u otro signo cuatro o cinco noches a la semana. El partido celebraba reuniones orgánicas por un lado y de formación interna por otro, pero había asimismo encuentros «sectoriales» de los militantes y simpatizantes integrados en el Sindicato de Guionistas. Además me eligieron para representar a los escritores jóvenes en la dirección del sindicato, que también se reunía con inusitada frecuencia. Todo ello sin contar las diversas comisiones del propio sindicato y las actividades de grupos como la Liga Antinazi de Hollywood, el Comité de Artistas de Cine por la Democracia Española y, durante la guerra mundial, Escritores de Hollywood Movilizados. Silvia no tuvo otro remedio que afiliarse al partido para que pudiéramos vernos, aunque por fortuna, y sin realizar ningún estudio sistemático, ya había sacado sus propias conclusiones sobre los males del capitalismo y las desigualdades de la sociedad norteamericana. Su conversión no fue particularmente complicada.

Los comunistas, al igual que el resto de los mortales durante los años previos a la guerra, teníamos mucho que decir sobre los acontecimientos europeos, pero en nuestras reuniones oficiales solíamos tratar asuntos tan domésticos como el funcionamiento de los tres sindicatos profesionales (guionistas, actores y directores) o la pugna por sindicar a secretarias, publicitarios, lectores y otros empleados de los estudios. Aunque también había sitio para la guasa o la broma («si el camarada se refiere a mí con esa crítica tan bolchevique, debo pedirle que salgamos a la calle»), nuestras conversaciones tendían a resultar más bien monótonas. Habría sido interesante participar en una conspiración extranjera para socavar los cimientos de las instituciones norteamericanas o afanar valiosísimos secretos nacionales por cuenta de los rusos, pero me temo que nunca estuvimos implicados en nada semejante.

En cuanto a la Unión Soviética, todos la concebíamos como un experimento positivo, pero nadie que yo recuerde deseaba ver esa misma fórmula (los procedimientos dictatoriales, la represión de los disidentes, las falsas elecciones, el arte sometido a la propaganda) aplicada en nuestro país. Estados Unidos, pensábamos, llegaría al socialismo sin merma de las libertades que Rusia jamás había gozado. Con esa perspectiva, el partido fue creciendo en Hollywood hasta alcanzar el grado de «sección». Constituirse como tal suponía juntar a toda la militancia para elegir un órgano directivo (el comité de sección) con un funcionario permanente (el secretario de organización) y dividir a los militantes en varias ramas con sus respectivos responsables de organización, finanzas y formación interna.

Dónde celebrar la asamblea representaba un serio problema, pues incluso en aquel tiempo se daba por hecho que aparecer públicamente como miembro del partido podía significar el fin de tu carrera en la industria cinematográfica. Dichosamente intervino entonces Martin Berkeley, un guionista especializado en películas de animales (siempre he mantenido que no podía escribir diálogos humanos). La casa que ofreció al partido se hallaba en un cañón muy poco poblado y pese a lo recóndito del lugar, contaba con una gran sala y un amplio aparcamiento. Nuestro anfitrión debía de tener una memoria portentosa (o bien tomaba puntuales notas) por cuanto quince años después, cuando se desembozó como infiltrado y testificó ante la HUAC, fue capaz de citar nada menos que a ciento sesenta y un individuos presentes aquel día o afiliados más tarde al partido. La lista era bastante precisa, pero entre los asistentes a la reunión mencionó a Dashiell Hammett y Lillian Hellman, que no estuvieron allí.

Yo los conocía bien y puedo asegurarlo. Ambos simpatizaban abiertamente con la Unión Soviética y con el partido, pero desconozco si llegaron a adherirse ya que la sección de Hollywood practicaba una política de ocultación con las celebridades: siempre afrontábamos el previsible riesgo de tener dentro a un chivato ansioso por apuntarse el tanto de delatar a uno o dos personajes famosos, de modo que las contadas figuras que militaban en nuestras filas se reunían por separado con alguno de los dirigentes más curtidos. Sé, por ejemplo, que Dorothy Parker y Alan Campbell sí estaban afiliados porque Budd fue su contacto y yo estaba al corriente del asunto, pero nunca los vi en una reunión orgánica.

Con el recrudecimiento de la Guerra Civil española y la consolidación del régimen nazi, el partido fue ganando adeptos e influencia en Hollywood. Las relaciones de sus miembros con quienes se autodefinían como liberales o progresistas eran muy estrechas por la simple razón de que unos y otros opinábamos básicamente lo mismo sobre los grandes problemas del momento. Nuestras discrepancias, casi siempre amistosas por aquella época, giraban en torno a cuestiones menores. Un tema sobre el que había acuerdo unánime era la rebelión militar contra el gobierno democrático de España. La participación de mi hermano Jim en esa contienda hizo que durante el último año de la guerra civil me sintiera aún más cercano emocionalmente a la causa republicana. En Hollywood, como en el resto del país, el entendimiento de la izquierda con los liberales duró hasta el verano de 1939, cuando el Pacto de No Agresión Germano-Soviético y el posterior estallido de la Segunda Guerra Mundial quebraron de arriba abajo la alianza. Desde entonces y hasta la invasión alemana de la Unión Soviética dos años más tarde, un comunista debía sostener lo siguiente si quería seguir dentro de la ortodoxia:

En el Pacto de Munich de 1938, las clases dirigentes británica y francesa habían traicionado a Checoslovaquia y abandonado la política de seguridad colectiva con el propósito de dejar a la Unión Soviética, su verdadero enemigo, a merced de Hitler.

Para desbaratar esta confabulación, los soviéticos se habían visto constreñidos a alcanzar un acuerdo puramente táctico con Alemania que les permitiera reforzar sus fronteras y su ejército.

La ocupación de la Polonia oriental y el sudeste de Finlandia no eran acciones expansionistas sino maniobras defensivas contra Alemania.

La neutralidad era la mejor opción para los intereses de Estados Unidos.

Yo suscribía y defendía sin ambages estas posturas que mis amigos liberales escuchaban respetuosamente, como, por otro lado, hacía yo con sus argumentos. No obstante, la gran disyuntiva era si debíamos apoyar a Gran Bretaña u oponernos a la guerra, y aquí la polémica no era tan serena. El partido tuvo más bajas que ingresos durante aquellos encrespados años, pero entre los nuevos afiliados estaba mi amigo Dalton Trumbo, autor de la desgarradora novela antibélica Johnny cogió su fusil. Trumbo se había resistido a mis anteriores asaltos proselitistas escudándose en un obstinado pacifismo, y fue precisamente la oposición del partido a la guerra lo que terminó por vencer sus recelos. Posteriormente, y colocado ante los flagrantes hechos de 1941 (invasión alemana de la URSS y ataque a Pearl Harbor), admitiría que su posición era ya insostenible.

Trumbo (así lo llamábamos todos) era un tipo fascinante cuya amistad yo valoraba como un auténtico privilegio. Criado en Grand Junction, Colorado, se había trasladado a Los Ángeles con su madre viuda en los primeros años de la Depresión. Trabajó algún tiempo en una panadería, se hizo periodista y llegó a publicar una novela (Eclipse) antes de irrumpir en la industria cinematográfica como lector y guionista por sesenta dólares a la semana. Era, al igual que Ben Hecht, un redactor de legendaria rapidez que había vuelto la mirada al cine (y la espalda a lo que consideraba su obra más seria como novelista) en parte para satisfacer un voraz apetito de dinero. Y, al igual que Hecht, escribió algunas películas admirables, entre ellas Treinta segundos sobre Tokio (una cinta bélica notablemente exenta de la epopeya heroica o los tópicos sentimentales que solían caracterizar al género) y El sol sale mañana, una historia sobre la vida rural cuya discreta sencillez marcaba la dirección que, según muchos de nosotros, debía tomar Hollywood después de la guerra. Hacia 1946, Trumbo ya ganaba tres mil dólares semanales o setenta y cinco mil por guión, como él prefiriese. En cualquiera de los dos casos derrochaba hasta el último centavo, sobre todo para pagar las mejoras y ampliaciones de una destartalada vivienda que había comprado en un paraje inaccesible sito en los desérticos confines del condado de Ventura. Acosado por la lista negra, no tuvo más remedio que vender la casa y buscarse la vida acumulando toneladas de trabajo encubierto que le pagaban a precio de saldo. Cuando en los años sesenta se reincorporó a la élite del guionismo, recuperó también el esplendor de sus muy pródigas costumbres.

El partido, el Sindicato de Guionistas y los diversos grupos antifascistas de Hollywood se convirtieron en los pilares de nuestra vida social durante los años anteriores a la guerra. Cuando el sindicato derrotó a la organización patronal de dramaturgos, varios de nosotros fuimos enviados como emisarios para asesorar a los trabajadores de otras categorías laborales; a mí, por ejemplo, me tocó aconsejar a los lectores de la Warner Brothers que trataban de sindicarse, y gracias a ello conocí a Alice Goldberg, una joven tan inteligente como atractiva, hija de un fotógrafo de origen ruso. También gracias a ello, ésta conoció a Ian Hunter, con quien Silvia y yo compartíamos vivienda: primero un apartamento en Vista del Mar y luego una casa de la avenida Franklin antes habitada por Bette Davis. Los lectores de la Warner hicieron allí una reunión y Alice se quedó luego a cenar, tras lo cual menudearon sus apariciones vespertinas sin que hubiera ninguna gestión adicional por mi parte o la de Silvia. Pronto nos habituaríamos a tenerla bajo nuestro techo también por las mañanas, una costumbre que resultó felizmente oportuna pues la nueva pareja comenzó a elaborar planes de cohabitación y matrimonio por la época en que nació mi hijo Peter, de modo que cuando Ian se mudó, su cuarto se convirtió en el territorio del niño.

Presentándole a aquella chica no sólo facilité a Ian la adquisición de una esposa, sino que además allané el camino para su ingreso en el Partido Comunista, donde Alice ya militaba. Tras la captación de Trumbo y su amigo Hugo Butler (en la que intervine más activamente), los cuatro camaradas y nuestras respectivas mujeres fuimos trenzando una amistad que incluía la visita intempestiva al domicilio ajeno. Cuando Ian y Alice consiguieron por fin una casa y una cierta estabilidad profesional, ambos se destaparon como unos excelentes cocineros que no parecían tener inconveniente en obsequiar a doce comensales con cochinillo asado, rosbif, pudin de Yorkshire u otros manjares igualmente delicados.

La política te aproxima a algunas personas y te aleja de otras. Budd Schulberg me dio en 1940 el manuscrito de ¿Por qué corre Sammy?, su novela sobre un arribista de Hollywood que temía que lo tildaran de antisemita por el inmisericorde retrato de un productor judío sin escrúpulos. Tres lectores (Maurice Rapf, Scott Fitzgerald y yo mismo) lo tranquilizamos a ese respecto, pero Budd aceptó más tarde una invitación para discutir el asunto con John Howard Lawson y V. J. Jerome, dos conspicuos ideólogos comunistas de Hollywood cuyo juicio resultó mucho menos benévolo. Cuando al año siguiente apareció la novela, el Daily Worker publicó primero una reseña favorable y pocas semanas después otra adversa firmadas ambas por el mismo autor, quien obviamente había sido llamado a capítulo por los jerarcas del aparato. En la segunda ocasión descubrió que el libro contenía varios defectos imperdonables, entre ellos la falta de un adecuado encarecimiento del papel jugado por el partido en la organización del Sindicato de Guionistas.

Estas severas reprimendas eran algo bastante común en el partido y muchas de sus víctimas las sobrellevaban sin padecer trastornos irreparables. En el caso de Budd, sin embargo, la experiencia debió de ser una epifanía que le reveló su afinidad con los escritores y artistas rusos perseguidos por Stalin y que lo apartó del movimiento para el que me había reclutado sólo unos años antes. Una década después testificaría ante la HUAC y, no satisfecho con esclarecer sus propias ideas políticas, colmó de alabanzas a los comisionados y delató a sus antiguos compañeros, comportamiento que se había convertido en requisito indispensable e inexcusable para obtener un certificado de patriotismo.

La invasión alemana de la Unión Soviética puso a los rojos de nuevo en sintonía con los liberales. Mike y yo estábamos acabando por entonces el guión de La mujer del año y la noticia tuvo un saludable efecto en mis relaciones con Kate Hepburn, que era una promotora tan activa como eficiente de la causa antifascista. Nuestras discusiones sobre el guión solían ir precedidas de controversias (siempre educadas) en torno a las últimas vicisitudes de la guerra, pero el día en que los alemanes lanzaron su ataque masivo contra las defensas soviéticas descubrimos complacidos que repentinamente veíamos las cosas de la misma manera.

Cuando Japón bombardeó nuestra flota y Alemania declaró la guerra a Estados Unidos, la coalición de comunistas y liberales en la industria cinematográfica quedó aún más fortalecida. Juntos fundamos Escritores de Hollywood Movilizados, organismo que puso en contacto a los guionistas de películas vinculadas a la guerra con unidades de las fuerzas armadas o con la administración federal y que coordinó las actividades de los voluntarios dedicados a escribir películas de propaganda. La única diferencia patente entre los comunistas y el resto era que los primeros tendíamos a aportar más tiempo y más trabajo a la causa común.

Casado y con dos hijos que mantener, no había riesgo de que me llamaran a filas, pero estaba ansioso por colaborar en el esfuerzo bélico, de modo que acepté encantado la doble propuesta de unirme a la recién creada Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), predecesora de la Agencia Central de Inteligencia, y de recomendar a otros guionistas para su sección de obras visuales, Ian Hunter, uno de mis candidatos, también fue admitido, pero poco antes de nuestra partida se me indicó por medio de un telegrama que aguardara nuevas instrucciones mientras él procedía con el viaje. Sucedió que en una inspección del FBI (entonces bajo la desquiciada batuta de J. Edgar Hoover) aparecí clasificado como «antifascista prematuro», término que ni yo ni ninguno de mis conocidos había oído hasta ese momento.

¿Cuándo, desde la perspectiva de Hoover, dejó el antifascismo de ser prematuro? Probablemente sólo cuando Estados Unidos entró en guerra. Si la expresión era un eufemismo por «comunista», ¿qué daño podía causar un escritor bolchevique a un proyecto entre cuyos fines estaba predicar al pueblo norteamericano las virtudes de nuestro aliado soviético? Al fin y al cabo, aquélla era la época en que la administración Roosevelt convenció a la Warner y a la MGM (dos estudios célebres por la feroz hostilidad de sus jefes hacia los rojos) de producir Misión en Moscú y Canción de Rusia con el noble propósito de mostrar que los rusos eran también seres humanos. Lo cierto es que en los últimos años se ha hecho evidente que Roosevelt, a pesar de su indudable entereza, simplemente no se atrevía a desafiar los bien asentados poderes del fanático Hoover.

Durante los meses siguientes recibí una invitación de los marines para incorporarme a una unidad de filmación en el Pacífico y luego un telegrama de la Oficina de Información Militar preguntándome si podía viajar inmediatamente a Moscú para trabajar allí con el director William Wyler, que iba a rodar una película sobre la guerra en el frente oriental. Pero las dos propuestas fueron anuladas tras sendas inspecciones de seguridad. Por fin, a principios del cuarenta y tres y todavía emperrado en secundar el esfuerzo bélico, me apunté a una prueba de noventa días para un programa de formación cinematográfica creado por el cuerpo de transmisiones.

Tras una breve catequesis en el distrito neoyorquino de Queens (donde ese cuerpo ocupaba uno de los viejos estudios del barrio de Asteria), fui enviado a Camp Hood, Texas, para escribir una película sobre una nueva arma secreta norteamericana: el tanque destructor o cazacarros. Aquel gigantesco cañón móvil se desplazaba con tal rapidez y agilidad que, según lo previsto, aniquilaría a las invictas divisiones blindadas de Hitler. Se trataba de un buen material cinematográfico y la cinta que rodamos tenía bastante más interés visual que las habituales películas de adiestramiento, pero por desdicha, y cuando la obra estaba ya lista para ser exhibida, los cazacarros sufrieron su bautismo de fuego en el norte de Africa con resultados tan catastróficos que el vehículo y su película fueron eliminados sin piedad del mapa.

A continuación me mandaron a la Escuela de Cocina y Repostería ubicada en Camp Lee, Virginia, para escribir un corto titulado Provisiones de Emergencia en el Frente. Mientras discutía con dos oficiales sobre el mejor modo de representar un pavoroso artefacto llamado «ración-c», telefoneó mi mujer para comunicarme que era copropietario de un Óscar por La mujer del año (en aquellos tiempos, la radio no retransmitía la ceremonia de entrega a todo el país). Mi punto de vista sobre el tratamiento de la ración-c fue aceptado entre felicitaciones.

Justo cuando concluía mi período de prueba en el cuerpo de transmisiones, recibí una oferta de Twentieth-Century Fox para trabajar con Otto Preminger en una adaptación de los diarios publicados por William E. Dodd, ex embajador norteamericano en Alemania, y del libro Through Embassy Eyes (Desde la embajada) escrito por su hija Martha. Relatar el ascenso del nazismo y el juicio por el incendio del Reichstag me parecía una contribución potencialmente más significativa a la causa aliada que cualquier posible película de adiestramiento, de manera que acepté aquel encargo en el acto.

Con Preminger, un austríaco a quien los viejos cinéfilos recordarán como comandante de un campo para prisioneros de guerra en Traidor en el infierno de Billy Wilder, me llevaba a las mil maravillas. Su sapiencia en asuntos germánicos suponía una valiosa ayuda para mi investigación, que de hecho avanzaba a buen paso. Lo que terminó por retrasar nuestra tarea fue su costumbre de rodar una película mientras preparaba la siguiente, pues al final era inevitable que las turbulencias de la obra en marcha relegasen al olvido la proyectada y que Otto acudiese al guionista de la segunda para socorrerlo con la primera, en este caso una muestra del primitivo cine negro titulada Laura. El problema era que a Clifton Webb no le gustaban los diálogos adjudicados al gacetillero chismoso que le había tocado en suerte como personaje, y Otto me iba pidiendo que corrigiera una frase aquí y otra allá hasta que el papel quedó completamente desfigurado, todo ello mientras seguía cobrando por la historia de los Dodd. Con Otto me vería más de una vez en el mismo trance.

Cuando por fin conseguí terminarlo, el guión sobre el nazismo tenía ya la soga al cuello. La Fox acababa de rodar una costosa biografía de Woodrow Wilson que Darryl Zanuck, el amo del estudio entonces (y luego por muchos años), puso en los cuernos de la luna tras una proyección inicial; y para glosar el alcance de sus ditirambos anunció que si Wilson no producía beneficios jamás volvería a hacer una película de contenido histórico o social. Wilson fue un desastre en taquilla y Zanuck mantuvo su palabra. Pese a todo se tomó la molestia de distribuir mi guión entre sus productores para elogiarlo como un modelo de excelencia en el oficio e incluso llegó a ofrecerme un contrato con su correspondiente subida salarial (que yo rechacé).

Sí acepté, en cambio, una oferta para adaptar la obra teatral Tomorrow the World escrita por mis amigos James Gow y Arnaud d’Usseau. No era un trabajo especialmente arduo ya que podía aprovechar fragmentos enteros del original añadiendo sólo algunos adornos, pero pensaba que cualquier forma de dar a conocer los horrores del nazismo representaba una contribución a la victoria en la guerra. El protagonista de la historia es un muchacho de doce años adoctrinado por las Juventudes Hitlerianas y luego reeducado de acuerdo con los principios democráticos por un tío norteamericano que en la película encarnaba Fredric March.

Mi siguiente encargo resultó no menos atinado. En 1945 (año en que me divorcié de Silvia y fui eximido del servicio militar por una dolencia asmática que se evaporó casi de inmediato), el legendario, si bien nada irreal, Samuel Goldwyn me pidió que leyera la novela Earth and High Heaven (La tierra y el alto cielo) de Gwethalyn Graham, una historia de amor ambientada en Montreal en la que una chica gentil de clase alta y un joven medrador judío sufren las consecuencias de la fobia antisemita. Goldwyn había comprado los derechos instigado por su mujer, que no era judía —él mismo tenía una actitud cuando menos ambivalente: aunque deseaba pasar a la posteridad como el productor de la primera película norteamericana sobre el antisemitismo, pertenecía a la vieja guardia de los magnates cinematográficos, tan sigilosos con sus orígenes que a duras penas admitían la presencia de judíos o una alusión al judaismo en sus películas—. Mike Kanin y yo habíamos tropezado con esta mentalidad cuando escribíamos La mujer del año a causa de una escena donde el personaje representado por Katharine Hepburn despliega todo su talento lingüístico: durante una recepción a la que asisten numerosos diplomáticos extranjeros se dirige a varios invitados en sus propias lenguas, entre ellas el yiddish. Al menos eso pretendía el guión hasta que Louis B. Meyer decretó desde las alturas que Kate podía hablar chino, árabe o lo que se nos antojara excepto yiddish, y advirtió que ningún razonamiento, por mucho que pesara y viniera de quien viniese, lograría apearlo del burro. Hasta donde alcanzaba nuestra capacidad para interpretar su edicto, Meyer seguramente temía que una industria con un elevado porcentaje de potentados judíos fuera acusada de querer realzar la cultura hebrea asociándola a una estrella rutilante.

Significaba por tanto un gran avance que Goldwyn considerase a Posibilidad de rodar esa película, aun cuando hacía hincapié (un persistente hincapié) en que yo debía subrayar el aspecto recreativo de la historia y evitar cualquier atisbo de «propaganda». Con este aviso bien presente, redacté una detallada sinopsis que él aprobó antes de partir a la Unión Soviética en misión de guerra, un viaje relacionado, si no recuerdo mal, con la película La estrella del norte que Lillian Hellman había escrito para la Metro. Cuando regresó ya había un primer borrador a su disposición. Dadas mis sospechas sobre el personaje (ratificadas por las advertencias de antiguos subordinados suyos), me había descornado para dar a cada escena los tintes más livianos posibles y orillar cualquier cosa que pudiera sonar vagamente a homilía en favor de la tolerancia. Pero los prejuicios sociales constituían la médula misma del relato y no había escapatoria ante ese hecho incuestionable: todas las peripecias de la trama emanaban de ahí; ése era el tema de la novela que el señor Goldwyn había comprado y que yo adaptaba a sus expensas.

Cuando me convocó a su despacho para discutir el guión, su exordio no fue precisamente alentador:

—Lardner —dijo asestándome una mirada incriminatoria—, usted me ha defraudado y además me ha traicionado.

Lo había defraudado, siguió explicando, porque mi texto no respondía a lo anunciado en la sinopsis, y los pocos ejemplos que mencionó me bastaron para comprender la esterilidad de aquella plática. Su cabeza había calentado una entelequia narrativa donde ciertas personas eran zaheridas con saña, pero no por alguien en particular, y donde otras denunciaban la intolerancia sin ofender en lo más mínimo a quienes la practicaban. Tras demostrar a mi entera satisfacción (si no a la suya) que el guión se atenía a la sinopsis con escrúpulo suficiente como para invalidar la imputación de fraude, le pregunté por la segunda parte de su acusación. ¿Por qué lo había traicionado?

En tono de agravio contestó que uno de los motivos por los que me había contratado (sólo uno de ellos) era mi condición de gentil.

—Usted me ha traicionado —añadió solemnemente— al escribir como un judío («O sea, ¿que hiciste el guión escribiendo de derecha a izquierda?», preguntaría después mi amigo Gordon Kahn).

Luego de aquel encuentro en apariencia definitivo, empecé a recoger mis pertenencias resignado a dejar el estudio para siempre, pero me interrumpió una llamada a la puerta. Era Frances Goldwyn, quien venía a explicarme con gran turbación que jamás había visitado el despacho de un escritor o tratado de interferir por una u otra vía en los asuntos de su marido, pero así y todo quería que yo supiese cuán importante era la película para ella. Sam, afirmó, estaba tan nervioso con el proyecto que yo no debía responsabilizarlo por nada de lo que me hubiera dicho. Cuando por fin se marchó, yo había aceptado seguir trabajando en el guión y, cosa aún más insólita, renunciado voluntariamente a mi sueldo hasta haber convencido al señor Goldwyn de que podía entregarle la clase de película que todos deseábamos y que tanta inquietud le provocaba.

Otras dos semanas de trabajo y más conversaciones de alto voltaje con Goldwyn me obligaron por fin a admitir que la meta nunca sería alcanzada. Entonces abandoné definitivamente el proyecto, aunque durante un par de años se iría publicando en la prensa especializada la noticia intermitente de que Goldwyn había contratado a un nuevo guionista para Earth and High Heaven. Me parece que fueron siete en total, ninguno de los cuales logró apañar una adaptación que dejara satisfecho al jefe. Su revisor literario me contaría después que cuando Daryl Zanuck produjo La barrera invisible, donde Gregory Peck se hace pasar por judío para escribir una denuncia del antisemitismo, Goldwyn clamaba indignado que su competidor le había robado la idea.

Ese mismo año, una nueva compañía cinematográfica me asoció con mi hermano John, que había pasado la guerra como corresponsal en Europa y el Pacífico, para escribir una película sobre Willie y Joe, los soldados del libro Up Front (En el frente) escrito por el dibujante Bill Mauldin. Sin embargo, para cuando terminamos el primer borrador la guerra estaba acabada y los productores dieron marcha atrás alegando que nadie podía saber qué clase de películas favorecería el público en el mundo de la posguerra (Otra compañía produjo años después una versión completamente distinta del mismo libro).

Tomorrow the World se estrenó durante el último verano de la guerra y, dadas las pasiones del momento, su mensaje resultó ciertamente polémico. Escritores de Hollywood Movilizados organizó una proyección de la película y un «foro» posterior para debatirla. En ella, al igual que en la obra teatral, un chico educado por los nazis se rehabilita abrazando los principios democráticos norteamericanos. La historia proclama que no hay nada intrínsecamente perverso en alemanes o japoneses, ninguna propensión congénita hacia el racismo o el belicismo.

Lo anterior parece un supuesto irrebatible, pero muchos lo rebatieron airadamente en aquella asamblea. Ruth McKenney, autora de Mi hermana Elena y bien conocida por su izquierdismo, afirmó que el pueblo alemán debía ser tratado de acuerdo con el precepto de «ojo por ojo, diente por diente». El joven protagonista de la película, insistió, era irredimible porque «su alma había sido emponzoñada para siempre». Tales opiniones cosecharon el nutrido aplauso de una concurrencia predominantemente liberal. Todo indicaba que Estados Unidos no se iba a desprender fácilmente de su enconada propaganda guerrera.

Yo había aceptado trabajar en la película porque juzgaba abyectas y muy peligrosas todas las teorías sobre la superioridad o inferioridad de las razas o las naciones. Cuando me tocó hablar, señalé que todos los países elevados hoy al pináculo de la civilización habían actuado salvajemente en épocas pasadas: los británicos en la India y el África oriental, los españoles en América, los franceses en Indochina, los belgas en el Congo y los norteamericanos con sus cautivos africanos o con los llamados indios.

Hice otra película de guerra titulada A capa y espada donde se contaba la historia de un físico nuclear reclutado por la OSS para introducirse en Italia e indagar los pormenores del programa atómico nazi. El protagonista, Gary Cooper, contemplaba sus propias aptitudes con admirable distancia.

—No compliques mucho mis diálogos —imploraba—; como tenga que soltar tecnicismos científicos, nadie se lo va a tragar.

Cuando el proyectó cayó en mis manos había ya un guión elaborado por dos escritores, mas a Fritz Lang, el director, le parecía un bodrio, de manera que mi tarea consistía en reescribirlo de arriba abajo contra reloj. Fritz era en general muy respetuoso con los guionistas y a mí me gustaba trabajar con él, pero profesaba unas severísimas normas de ética profesional. Recuerdo cierta ocasión en que le mencioné a John Wexley, un escritor que había trabajado Con él en una película anterior:

—No es trigo limpio —sentenció al instante.

Aunque no me sentía particularmente apegado a Wexley, tampoco veía motivos para cuestionar su honradez, así que le pedí a Fritz una aclaración:

—Es un perfecto bellaco —replicó—. Cuando trabajábamos en Los verdugos también mueren le dije que recortara veinte páginas del guión y él me vino con un texto que, efectivamente, tenía veinte páginas menos, pero descubrí que en realidad sólo había suprimido diez: la secretaria, siguiendo sus indicaciones, había podado el resto insertando más renglones por página.

La fechoría (por lo demás, bastante habitual entre guionistas) no era precisamente un crimen, pero Fritz estaba indignado.

Para la mayoría de los comunistas fue un acierto que el Comité Nacional dirigido por Earl Browder anunciara en plena contienda la «disolución» del partido y su conversión en una asociación política comunista (la CPA) más abierta y democrática. La nomenclatura intentaba con ese cambio amoldarse a la realidad, ya que nuestras posiciones eran entonces virtualmente idénticas a las de nuestros amigos liberales. Esa iniciativa tenía para mí especial significación, pues parecía corresponder a la euforia que me iba embargando conforme se aproximaba la victoria aliada. Una victoria alcanzada por las dos grandes potencias de la Tierra, una comunista y la otra democrática, que habían hallado una vía de colaboración en defensa de ideales comunes y comprendían (al menos eso pensaba) que la aparición de armas atómicas hacía impensables las guerras futuras. Pese a los muchos problemas aún no resueltos, la victoria sobre el fascismo con sus anacrónicos mitos racistas y nacionalistas entrañaba la derrota de la sinrazón. Yo suponía que en diez o veinte años, treinta a lo sumo, sería inconcebible que un pueblo agrediera a otro pretextando sus orígenes étnicos, que un ser humano encuadrara a otro en una raza inferior, que alguien con una módica inteligencia y una brizna de instrucción creyera en un mundo creado por Dios hace unos pocos milenios o negara la evolución de las especies.

La CPA tuvo corta vida. Cuando aún no había terminado la guerra, la minoría disidente encabezada por William Z. Foster se afianzó como mayoría gracias a una carta del dirigente comunista francés Jaques Duelos en la que se criticaba la decisión de Browder y se cuestionaban sus fundamentos teóricos. Los anticomunistas la interpretaron como una orden tajante (nosotros, como una firme sugerencia) de la Internacional Comunista para meter en vereda al partido estadounidense. En todo caso, la hostilidad hacia la Unión Soviética que ya afloraba en las alturas de la administración ponía en entredicho el análisis de Browder. Roosevelt había muerto y los antecedentes de Truman no lo hacían un sustituto demasiado prometedor (cuando Alemania invadió Rusia, manifestó su esperanza de que ambos países se destruyeran mutuamente). Ahora enarbolaba el secreto norteamericano de la bomba atómica y modelaba su política exterior siguiendo las huellas del ex primer ministro británico Winston Churchill, quien nada más acabar la guerra había sufrido un sonado revés electoral a manos del Partido Laborista.

Casi nadie había anticipado un viraje tan rápido hacia el derechismo más reaccionario y la guerra fría. En 1946 hubo varias huelgas de gran dureza que provocaron una respuesta patronal no menos enérgica. Las elecciones de aquel año dieron lugar al primer Congreso con mayoría republicana desde 1928. En 1947 se proclamó la Doctrina Truman para proteger Grecia y Turquía de los rusos y se puso en marcha un plan para investigar la «lealtad» de los funcionarios federales. La Comisión sobre Actividades Antiamericanas dejó de ser interina para convertirse en un organismo permanente donde (sin contar a Thomas, su presidente) destacaban John Rankin de Mississippi, un estridente antisemita adalid de la supremacía blanca, y su colega californiano Richard Nixon, que tenía buen cuidado de no expresar sus prejuicios raciales en público.

Yo iba perdiendo las pocas ilusiones que aún conservaba por Stalin y su «estado socialista», pero todavía pensaba que los dirigentes soviéticos buscaban la paz con más ahínco que los norteamericanos. Al margen de consideraciones ideológicas, tenían motivos tan convincentes como prácticos para temer una guerra cuando el enemigo poseía el monopolio de las armas nucleares; en Occidente y sobre todo en Estados Unidos, por contra, muchos creían que debíamos someter a los rusos con la amenaza o la realidad de un bombardeo atómico mientras nuestra superioridad militar lo permitiese.

En cuanto al partido donde militaba, la perspectiva de una revolución socialista americana no estaba precisamente en cartera. La necesidad de evitar una nueva guerra y suprimir las armas nucleares (es decir, de salvaguardar el planeta) se había vuelto más imperiosa para mí que los sistemas políticos o económicos defendidos por unos y otros. Con todo, mis compañeros y yo teníamos cada vez más claro que los comunistas y la izquierda en general iban a estar contra las cuerdas. Los dirigentes de la Comisión Unitaria de Refugiados Antifascistas ya se enfrentaban a sentencias de cárcel por desacato al Congreso tras haberse negado a entregar sus archivos a la HUAC. Las discrepancias políticas se agudizaron en Hollywood a raíz de una agria disputa laboral iniciada como riña de jurisdicciones entre la reaccionaria Alianza Internacional de Empleados Teatrales (IATSE) y la progresista Conferencia de Sindicatos Cinematográficos (CSU), ambas integradas en la Federación Americana del Trabajo (AFL). Cuando el presidente de ésta, William Green, dirimió el conflicto a favor de la segunda, la IATSE y las productoras hicieron oídos sordos, lo cual forzó a la CSU a una huelga que al final resultaría suicida.

Los comunistas y liberales que apoyaban la huelga eran en su mayoría del Comité Ciudadano Independiente de Artistas, Científicos y Profesionales de Hollywood (cuyo indigerible acrónimo era HICCASP), que acabaría respaldando a Henry Wallace y el Partido Progresista contra Truman y Dewey en las elecciones de 1948. Los más conspicuos simpatizantes de los huelguistas en el Sindicato de Actores fueron Katharine Hepburn, Edward G. Robinson, Alexander Knox, Howard da Silva, John Garfield, Karen Morley, Paul Henried y Franchot Tone. El lado opuesto contaba también con un brazo político (Artistas de Cine en Defensa de los Ideales Americanos), entre cuyos líderes figuraban Walt Disney, Ronald Reagan, George Murphy, Adolphe Menjou, Roy Brewer (de la IATSE y los directores Sam Wood, Victor Fleming y King Vidor. El Sindicato de Guionistas se dividió durante la huelga y en las elecciones internas de 1947 los progresistas sufrieron un serio revés, cuando la principal cuestión en juego era si a los miembros de la directiva se les debía exigir que firmasen declaraciones de «lealtad» jurando que no eran comunistas.

Tras la muerte de mi hermano David en Alemania durante los últimos meses de la guerra europea, fui a Nueva York para atender a mi madre, que acababa de sufrir su tercera tragedia familiar en once anos. Pero también estaba preocupado por Frances, la viuda de David, y sus dos hijos: en aquel tiempo yo ganaba una respetable cantidad de dinero y quería contribuir en lo posible a su sustento. Comprobé, sin embargo, que Frances estaba perfectamente capacitada para combinar la maternidad con dos programas de radio estables y diversos trabajos ocasionales en el teatro. También descubrí que compartía mis opiniones políticas e intentaba promoverlas activamente como forma de continuar la lucha que David había descrito en sus artículos. Silvia y yo estábamos prácticamente separados. A lo largo de los dos años siguientes hice varios viajes a Nueva York y en los intervalos establecí con Frances una relación epistolar que se fue haciendo cada vez más íntima. En septiembre de 1946 tomó por fin un tren transcontinental con Katie y Joe: como explicó uno de los niños, «vamos a Cañonfornia a casarnos con el tío Bill».

Mientras estábamos de luna de miel, un amigo me advirtió de que una variante californiana de la HUAC había empezado a enviar citaciones. Conseguí sortear la convocatoria prolongando el viaje, pero el organismo central de Washington no tardó en anunciar su intención de investigar la industria cinematográfica comenzando con varias sesiones a puerta cerrada en Los Ángeles durante la primavera de 1947. Frances y yo acabábamos de encontrar en Santa Mónica una nueva casa con una pista de tenis en la parte trasera. Cuando nos disponíamos a mudarnos desde la vivienda que alquilábamos no lejos de allí, un agente federal se presentó en la puerta para entregarme un reluciente documento rosa con la firma de J. Parnell Thomas: «Por mandato de la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos de América» decía, se me ordenaba «comparecer ante la Comisión sobre Actividades Antiamericanas… en su sede de la ciudad de Washington… y no ausentarme sin permiso de dicha comisión. En consecuencia, no habrá de…».