La señora de Norman Maine
Mientras trabajaba en el Mirror mantuve mi relación con los Swope, y fue el bien conectado Herbert Bayard Swope sénior, entonces redactor de discursos para Franklin Roosevelt, quien me abrió la puerta de entrada a la industria cinematográfica. Durante una fiesta que dio en Sands Point en el verano de 1935 me presentó a su amigo el productor David Selznick, quien me sugirió la posibilidad de ir a Hollywood. Algunos de los escritores más conocidos en el ambiente de la prensa neoyorquina ya habían dado el salto, y cuando, unos meses después, Selznick me hizo una oferta de empleo, la insignificancia de mi trabajo en el tabloide despejó cualquier duda. Ese noviembre monté por vez primera en un avión para efectuar un supuesto vuelo de veinticuatro horas hasta Los Ángeles.
El transporte aéreo no era para las masas en aquellos días. Nuestro biplano de hélice llevaba el pasaje completo con catorce viajeros, entre ellos el dramaturgo John van Druten y la estrella de cine Miriam Hopkins. En San Luis, la segunda parada, se nos dijo que seguiríamos hasta Denver en un tren nocturno debido al mal tiempo. Unas veinticuatro horas más tarde nos subieron a otro avión en Denver y nos trasladaron a Los Ángeles con, creo recordar, una sola escala intermedia. Los antiguos pioneros nunca hubieran imaginado que sería posible atravesar el continente en menos de tres días.
El sur de California era en 1935 un territorio extraño, remoto y desde luego cautivador para un joven de veintiún años criado en el noreste. En aquella época relativamente libre de tráfico y humo, el clima y los espacios abiertos provocaban una grata sacudida en el organismo. La Depresión era mucho menos visible que en Nueva York y las delicias de la vida eran perfectamente accesibles para un hombre soltero con un sueldo de Hollywood, incluso para un publicitario novato como sería mi caso. Pero la principal atracción era, por supuesto, la industria del cine.
Seis grandes estudios (ubicados en Hollywood, el Valle de San Fernando y Culver City dentro de un radio de pocas millas) producían, distribuían e inicialmente exhibían casi todas las películas hechas entonces. Sólo Samuel Goldwyn se apartaba ostentosamente de la norma haciendo sus elaboradas películas de una en una. David Selznick, que entonces tenía treinta y dos años, iba a seguir sus pasos abandonando Metro-Goldwyn-Meyer y fundando una productora propia.
Antes de trabajar como ayudante de B. R Schulberg, jefe de producción en la Paramount, y luego como productor para la RKO y la MGM, David había aprendido el oficio con su padre Lewis, un magnate del cine mudo, siendo todavía adolescente.
Para su nueva empresa se desplazó hasta Culver City, una milla hacia el este, donde su socio financiero, el acaudalado John Hay («Jock») Whitney, le había alquilado un estudio completo. El edificio principal, en uno de cuyos extremos instaló David a los tres hombres y cuatro mujeres que formaban su equipo de producción, era una enorme residencia colonial porticada similar a la mansión de George Washington en Mount Vernon. Su imagen se convirtió en el logotipo de la compañía.
David seguramente me destinó al departamento de publicidad con dos ideas en mente: sacar partido de mi experiencia periodística y facilitarme una instrucción circunstancial en los rudimentos del arte cinematográfico aprovechando que uno de mis cometidos era pasar largas horas en el plato donde se rodaba la producción del momento. El departamento estaba acuartelado en una casita propia y toda su dotación se reducía a una secretaria, un ayudante del jefe (o sea, yo) y Joseph Shea, director publicitario a quien Selznick había reclutado en Fox Films, productora que ese mismo año se fusionaba con una compañía nueva llamada Twentieth Century.
El estilo de David era muy diferente del que hoy prevalece en la producción cinematográfica. Años atrás, un crítico que rumiaba en el New York Times sobre el inmortal asunto de quién merece ser considerado como verdadero autor, o auteur, de una película anunció triunfalmente el hallazgo de que la misma persona, John Cromwell, había dirigido varias cintas de los años treinta por él muy estimadas, entre ellas El prisionero de Zenda, cuyos protagonistas eran Ronald Colman, Douglas Fairbanks, y Madeleine Carroll. Al proseguir su indagación, sin embargo, el crítico averiguó que «la oficina central» se había sentido insatisfecha con dos importantes secuencias de Zenda y había ordenado que se escribieran y rodaran de nuevo, una por George Cukor, la otra por Victor Fleming. Luego continuaba así: «El resultado es un milagro de primera, ni más ni menos; los muchos cocineros no han aguado el guiso, la sabrosa invención aguanta maravillosamente ensamblada. Ahora bien, cuesta ver cómo podríamos llamar regisseur, auteur o papi de la obra al señor Cromwell».
Desde luego cuesta, pues el crítico ignora u omite que «la oficina central» durante aquella producción de 1937 era David O. Selznick y que Zenda nace de una fórmula cinematográfica hoy desaparecida, y entonces sólo aplicada en las películas del mencionado Selznick o, aunque en menor medida, de Goldwyn, Irving Thalberg y Hal Wallis.
Había claramente un auteur en esa película, mas no era ni el director ni el guionista. Con sólo treinta años, Selznick ya tenía conferida una unidad de producción independiente dentro de la MGM, el reino de su suegro Louis B. Meyer. Tanto allí como, dos años y medio después, en la presidencia de Selznick International Pictures (un nombre imponente), perfeccionó la elaboración casi artesanal de sus sucesivas películas. Producir significaba para él cuidar con esmero cada etapa del proceso: la elección del tema, la escritura del guión, la selección de actores, la puesta en escena, el rodaje, la orquestación, el montaje y la comercialización. Ningún detalle de cualquier área escapaba a su atenta mirada.
Cuando el guionista había escrito y vuelto escribir una escena de acuerdo con sus indicaciones, David le explicaba lo que quería en la escena siguiente y dictaba las correcciones finales en el texto recién aprobado. Cada traje, cada decorado, cada exterior era provisional hasta que él diera el visto bueno. El director o el montador podían expresar sus preferencias entre las docenas de tomas que llegaban a hacerse de un solo plano, pero David tenía siempre la última palabra. Habitualmente montaba partes de su última película por la noche mientras preparaba la siguiente durante el día. Estas sesiones de montaje se prolongaban con frecuencia hasta el alba. Zenda fue sólo una de las numerosas películas devueltas a la cocina mucho después de concluido el período de rodaje como consecuencia de alguna inspiración nocturna para retocar una escena o secuencia particular. David seguía revisando los textos publicitarios incluso cuando las copias de una película habían sido ya enviadas al almacén o a las salas de cine. Ningún juicio ajeno, fuera cual fuese la especialidad, le parecía equiparable al suyo.
¿Por qué no dirigía él mismo las películas? Cuando la gente le planteaba esa cuestión, respondía escuetamente que estaba muy ocupado con asuntos de mayor importancia. Le resultaba más práctico explicarle al director cómo debía rodar la película y contratar luego a un sustituto si el producto inicial lo defraudaba. Eso ocurrió con su íntimo amigo y aún más íntimo colaborador George Cukor en Lo que el viento se llevó. Juntos habían hecho Doble sacrificio, Cena a las ocho y David Copperfield, que figuran entre las grandes realizaciones del primer sonoro. Cukor era el único director de plantilla en Selznick International y había entregado un año de su tiempo a la preparación y el cásting de lo que un público expectante (aleccionado por nuestra ruidosa charanga de propagandistas) consideraba como la película cumbre de la historia mucho antes de que estuviera terminada.
Muerto David, que siempre rehusó aclarar el asunto, George sostuvo que aún no comprendía los motivos de su destitución. Se rumoreaba que Cukor, un «director de mujeres», estaba devaluando a la estrella masculina de la película y que había sido defenestrado por presiones de Clark Cable y la Metro, el estudio que tenía a éste bajo contrato. Pero también hay indicios de que David se sentía vagamente insatisfecho con lo que estaba viendo en la pantalla, una reacción instintiva que emanaba de su larga experiencia cinematográfica. En todo caso, citó a George en su propia casa para comunicarle que iba a ser reemplazado por Victor Fleming; y aquellos dos hombres, tan hermanados profesionalmente durante una década y tan parecidos físicamente que muchos los confundían, no volvieron a trabajar juntos.
Fleming, en cambio, tenía una reputación de tipo duro, viril y desabrido que dirigía películas de aventuras. Daba igual: el género de supervisión practicado por David lo condujo enseguida al hospital con una crisis nerviosa, y un tercer director, Sam Wood, fue convocado para pilotar la nave durante cuatro semanas. Al menos otros dos suplentes intervinieron durante breves intervalos.
El guión lo había engendrado una ristra de diecisiete escritores, entre ellos Scott Fitzgerald, varios de los más veteranos y mejor remunerados plumíferos de la industria cinematográfica y cinco eminentes dramaturgos (Sidney Howard, Charles MacArthur, John van Druten, Edwin Justus Meyer y John Balderston). De todos modos, cuando Fleming tomó el mando, él y Selznick optaron por una drástica revisión del texto, tarea que David encomendó a su viejo amigo y factótum Ben Hecht.
Se habían conocido unos quince años antes y cada uno sabía muy bien cuáles eran las virtudes y defectos del otro. Ben (que escribió, entre otros, los guiones de Primera plana, La comedia de la vida y Encadenados) poseía un brillantísima cabeza con la chispa, la habilidad verbal y la capacidad de concentración necesarias para escribir magníficas novelas, películas u obras de teatro. Además era célebre por su rapidez en el trabajo, un valioso complemento considerando que el costo de la obra suspendida ascendía a cincuenta mil dólares diarios. Pero también tenía una insaciable veta mercenaria que lo empujaba a transacciones cuya única justificación aparente era el dinero. En el caso de Lo que el viento se llevó, el tiempo era tan preciado que Ben, si no recuerdo mal, ni siquiera se molestó en leer el libro. Como tampoco podía permitirse el lujo de examinar las muchas versiones acumuladas del guión, desechó las dieciséis tentativas anteriores, regresó al borrador inicial de Sidney Howard y empleó su estructura para elaborar las revisiones en conferencias tripartitas con Selznick y Fleming. Después de cada cónclave se sentaba a aporrear su máquina de escribir hasta dar forma escénica a las decisiones de éstos. Tardó dos semanas.
Al aceptar la recomendación de Swope, Selznick no estaba haciendo una de las arriesgadas apuestas que asociamos a su imagen. Es verdad que se comprometía a pagar tanto mi vuelo a California como la vuelta a Nueva York si el experimento fallaba, pero en caso de éxito podía apelar a un recurso muy común en el Hollywood de la época: un contrato a largo plazo con ciertas opciones sujetas al arbitrio del patrón. Se obligaba a abonarme cuarenta dólares semanales durante los primeros tres meses, seguidos por otros tres con igual salario si le daba por ahí; el precio de mis servicios se elevaría sólo entonces a cincuenta dólares. En mi séptimo año de servidumbre llegaría a ganar doscientos cincuenta a la semana, una cantidad no excesivamente golosa para los tiempos que hoy corren, pero sin duda satisfactoria si la comparamos con los veinticinco dólares semanales que me embolsaba como reportero.
Cuando contrató a Joe Shea, David subrayó que no deseaba publicidad para él mismo, que al público norteamericano sólo había que venderle la nueva empresa, sus productos y sus estrellas. Joe se tomó esas palabras al pie de la letra y unos treinta días después de mi llegada fue sumariamente reemplazado por Russel Birdwell, a quien David reiteró sus modestas instrucciones. El astuto Birdwell no le hizo caso ni por un instante, de modo que buena parte de nuestro tiempo se destinó a idear procedimientos para colocar sueltos sobre David en las columnas de cotilleo y conseguir que se convirtiera en una de las grandes celebridades de Hollywood. Cuando me disponía a abandonar su departamento, Birdwell concibió el mayor bombazo promocional de su carrera y de la historia del cine: la colosal, minuciosamente relatada y enteramente superflua búsqueda de la actriz ideal para representar a Escarlata O’Hara tanto entre estrellas consagradas como entre perfectas desconocidas.
Pero la estratagema de Birdwell que recuerdo con más cariño (pues ilustra a un tiempo el ingenio y la descarada trapacería del arte publicitario) nació durante una conversación banal con Carole Lombard en el plato de La reina de Nueva York; otra película escrita por Hecht. Hablábamos sobre la inminente declaración a Hacienda y la actriz, como muchos otros privilegiados, se quejaba de tan oneroso tributo (en aquel tiempo, dicho sea de paso, no había aún retenciones y toda la deuda se pagaba de una amarga tacada). «No, no», dijo Birdwell súbitamente inspirado. «¡Te alegras! Estás feliz de pagar impuestos. Es la inversión hombre-muerde-perro». Carole, mucho más lista que la mayoría de sus consoeurs y confréres, se prestó de buena gana al artificio y, a renglón seguido, las portadas de todo el país comunicaban a sus lectores que la protagonista (con Fredric March) de la última producción de David O. Selznick consideraba un alto honor y una pura delicia depositar la contribución pertinente en las arcas del país más grande del mundo.
Yo estaba en aquel plato el día en que terminó el rodaje de la cinta, pero ya no como publicitario sino como coguionista de sus secuencias finales. Para celebrar el acontecimiento se organizó allí mismo una fiesta. Mientras la gente descorchaba champán e intercambiaba regalos, Carole y yo retomamos una vieja plática sobre cierta idea mía para una película, hasta que ella interrumpió la charla cuando aparecieron dos hombres con el obsequio que pensaba hacerle al director, William Wellman. Me extrañó que fueran dos los portadores, pues uno hubiera bastado para cargar con el peso de aquel paquete. La presencia del segundo hombre quedó explicada en el acto.
«Bill, cariño, siempre he querido verte metido en esto», anunció Carole mientras desenvolvían el regalo. Con un rápido y hábil movimiento, sus auxiliares colocaron la prenda en la persona del agasajado. Era una camisa de fuerza.
Carole estaba entonces en el apogeo de su carrera: era la estrella más cotizada de Hollywood, se midiera en términos de salario o por su tirón en las taquillas. Era también la actriz más inteligente y divertida. Y la peor hablada. Tras su primer día de trabajo con ella en una película, Fred MacMurray fue interpelado por su futura esposa:
—¿Cómo te ha ido?
—Jamás había oído a nadie, hombre o mujer, soltar tamañas palabrotas —respondió.
—Y aparte de eso, ¿qué tal es?
—Estupenda.
Myron Selznick, el adinerado hermano mayor de David, hacía de agente para Carole y otros muchos actores famosos. En cierta ocasión, Carole recibió un contrato de la agencia y advirtió que aquél no lo había firmado todavía. Entonces redactó un nuevo acuerdo adjudicándose el diez por ciento de los ingresos que obtuviera Myron. Cuando llegó a sus manos, éste lo firmó sin leerlo.
A lo largo de los cinco años siguientes, mis contactos con ella fueron sobre todo por teléfono y la mayoría relacionados con una película que yo proyectaba sobre una mujer alcohólica. Carole estaba tan interesada en el tema y en la historia como yo mismo, pero casi nadie compartía nuestro interés. Quizás el éxito de Días sin huella, de Billy Wilder, hubiera ayudado a nuestro proyecto, pero eso ocurrió tres años después del accidente aéreo que en 1942 acabó con su vida durante una gira para vender bonos de guerra.
Uno de mis instructores favoritos en los usos de la industria cinematográfica era Val Lewton, que había sido revisor literario de David en la MGM y desempeñaba la misma función en la nueva compañía. Frente a su amo o a los demás potentados que había conocido, en particular Irving Thalberg y Louis B. Meyer, exhibía una sensacional combinación de servilismo y desprecio. La primera de esas cualidades provenía de un colegio militar donde le habían inoculado la irreparable manía de llamar «señor» a todo varón con más edad o más rango que él. A Selznick, que era su coetáneo, le concedía infaliblemente tan respetuoso título pese a que Budd Schulberg, entonces un humilde lector de veintiún años empleado en su departamento, se permitía llamarlo David simplemente porque el patrón había trabajado en otro tiempo para su padre. Dejando a un lado las fórmulas de tratamiento, Val ofrecía siempre un penoso espectáculo en presencia del amo: dócil, reverente, zalamero y contrito; mientras Selznick lo humillaba como a nadie cancelando bruscamente sus reuniones o sometiéndolo a interminables esperas en su antesala.
Tras sus encuentros con Selznick, sin embargo, Val nos obsequiaba a Budd y a mí con unos cáusticos relatos sobre la vida en las alturas donde reservaba el veneno más corrosivo para las citas y semblanzas de nuestro común soberano. Val, por cierto, soportaría cinco años más de vasallaje antes de emerger en la RKO produciendo espléndidas películas de terror y bajo presupuesto como La mujer pantera, El hombre leopardo o Yo anduve con un zombi.
Dado que la responsabilidad del departamento literario era revisar todo material escrito susceptible de ser trasladado al cine por el estudio, uno podría sospechar que Val, Budd y sus doctas acompañantes, Jere Knight y Elizabeth Meyer, cumplían con creces las necesidades de Selznick International; la empresa, al fin y al cabo, hacía mucho ruido pero producía menos de dos películas al año como media. El hecho es que Selznick creyó oportuno contar con un lector en Nueva York, y para ello contrató a una mujer brillante y enérgica llamada Kay Brown a quien Val declaró automáticamente enemiga en una guerra jurisdiccional. Fue ella quien envió a Selznick el texto inédito de Lo que el viento se llevó junto con una recomendación apremiante. Ocupadísimo para leer libros de semejante tamaño, Selznick confió la misión en tres personas: su secretaria personal Silvia Schulman (una joven inteligente y atractiva con quien me casaría al año siguiente), Val y yo mismo. Como sólo poseíamos una copia hecha con papel carbón, nos fuimos pasando las hojas hasta concluir con un triple veredicto. Val opinó que la prosa era mediocre y que la historia no valía el costo de la película; yo, en mi debut como tasador de material cinematográfico, emití también un voto negativo, aunque en mi caso se trataba más bien de objeciones políticas a la exaltación de los negreros y el Ku Klux Klan. Silvia, en cambio, estaba tan entusiasmada y fue tan perseverante que David accedió a leer una sinopsis de la obra y empezó a considerar seriamente su adaptación. Jock Whitney, que presidía el consejo de Selznick International, zanjó definitivamente el asunto: había leído el libro en Nueva York y aseguró a David que él mismo compraría los derechos si la productora no lo hacía.
De modo que, contra mi mejor (o peor) criterio, se aceptó pagar una cantidad entonces nada desdeñable, cincuenta mil dólares creo recordar. No tendría la oportunidad de hacer una evaluación de magnitud comparable hasta treinta y cinco años después, cuando rechacé la oferta de escribir el programa piloto y trabajar como primer guionista para la versión televisiva de MASH. Pensé que aquella serie no tenía mucho futuro.
Uno de mis principales cometidos durante el año de aprendizaje con Birdwell consistía en dejarme caer por los escenarios de las dos películas que se produjeron en 1936, El pequeño lord y El jardín de Alá; esta última, que contaba con Marlene Dietrich y Charles Boyer, fue una excepcional pifia de David en una década por lo demás gloriosa. Yo debía recolectar breves noticias para las columnas de cine (que aparecían en casi todos los periódicos de la época) y para las revistas del ramo (cuyo material procedía casi enteramente de los departamentos publicitarios). Charlar con los actores y otros partícipes en el rodaje se consideraba un componente esencial del trabajo, pues nuestro empeño constante era cocinar información para colocarla en algún sitio. De hecho, es probable que ninguna otra persona relacionada con aquellas producciones pasara tanto tiempo ocioso en el plato (o en el desierto donde se representaba Alá). Así pues, tenía tiempo de sobra para observar cómo actuaban los distintos oficios implicados en la realización de una película, uno de los objetivos que se me había asignado cuando obtuve el empleo.
El director de Alá era Richard Boleslavsky, que antes de la Revolución rusa había sido una de las grandes figuras del Teatro de Arte de Moscú junto con su colega Konstantin Stanislavsky. Al final acabaría recalando en Hollywood tras una insigne trayectoria como director y profesor de teatro en Varsovia, París y Nueva York. Su libro La formación del actor era un clásico de la disciplina. La MGM lo contrató a bombo y platillo para endosarle a continuación (y con la peculiar arbitrariedad de Hollywood) varias patatas de bajo presupuesto y elevado rendimiento. La única excepción fue Rasputín y la zarina, un fracaso comercial en el que intervinieron Ethel, John y Lionel Barrymore. Después, Columbia Pictures lo tomó prestado para hacer Los pecados de Teodora, una comedia tan grata como rentable protagonizada por Irene Dunne. Mas este éxito no afectó a Meyer y Thalberg, los mandamases del estudio, y el pobre Boley fue devuelto a la serie B.
Con El jardín de Alá y su colección de estrellas echó las campanas al vuelo, pero éstas regresarían a la tierra durante un aciago rodaje plagado de reveses y contratiempos. El escenario mismo, un erial desértico próximo a Yuma, en la frontera entre California y Arizona, era desalentador. Allí estuvimos varias semanas rodando lances amorosos con cuarenta y nueve grados a la sombra cuando había una sombra accesible.
Ésta es la única obra de Selznick International que tuvo un auteur en liza con el mismísimo David. Mas no fue Boley, ni tampoco los dos hombres de letras consignados en pantalla, a quienes, entre un rosario de escritores, se achacaría la intervención más dañina en aquel infausto guión. No, la fuerza usurpadora de las funciones directiva y productiva fue doña Marlene Dietrich, uno de cuyos muchos talentos era retocar sus fotos publicitarias (cosa que pude comprobar de modo fehaciente, pues interfería en mis propias atribuciones). Su arrogada potestad se extendía al guión, el reparto, los escenarios, la indumentaria y la composición de cada uno de los planos en que aparecía ella. El impresionante arsenal de explosivos con que contaba para llevarse el gato al agua incluía embelecos, berrinches, pataletas, chantajes, boicots e insinuaciones sexuales. Yo asistí a un coloquio entre Marlene y Joseph Schildkraut, un actor muy estimable (hijo de otro más estimable todavía) que representaba en la película al obsequioso criado de la dama, con lo cual sólo parecía prolongar el papel que ya había adoptado fuera de cámara.
—Señorita Dietrich —le dijo con voz meliflua a los dos días de rodaje—, ¿cree usted que en algún punto del guión habría una escena donde yo pueda mostrar algo más que mi perfil a la cámara?
Tras unos segundos de intensa meditación, Marlene le contestó que por supuesto, y que precisamente vislumbraba una buena oportunidad a la vuelta de la esquina:
—Me refiero a la secuencia de la estación, cuando tú me sigues cargando mis bártulos —continuó—. No veo por qué la cámara no puede detenerse un momento en los gestos de tu cara.
Marlene consiguió despertar auténtica inquina durante aquellos días, al menos entre quienes no éramos invitados a su lecho, pero yo estuve en un tris de perdonarla gracias a una actuación que nos brindó a media docena de espectadores confortados por el relativo frescor de la noche. Fue una parodia de Greta Garbo (con todo el desasosiego y el extremado patetismo que ésta desplegaba en la pantalla) tan soberbia y despiadada como la mejor imitación que haya nunca presenciado.
Al final, ni Dietrich ni Selznick, desde sus respectivos dominios, pudieron hacer gran cosa para salvar la película de su merecida suerte. Boley se mostró flemático al respecto. El desastre que empezaba a barruntar, me aseguró, repercutiría poco o nada en el estudio al que pertenecía.
—Da igual que sea un éxito o un fracaso porque nada cambiará cuando vuelva a la Metro —añadió—. ¿Cómo se llama eso que ponen ustedes debajo de la cama cuando no hay retrete?
—Orinal —le indiqué.
—Asesinato en el orinal, eso es lo que me darán, y con doce días para el rodaje.
Durante los primeros meses en Hollywood reencontré a dos amigos de la familia con quienes había tratado siendo niño: Scott Fitzgerald y Dorothy Parker. A Dottie (así era conocida) la vi unas cuantas veces antes de que apareciera por el estudio con su marido, Alan Campbell, para escribir el guión de Ha nacido una estrella. La sensación fue por tanto agridulce cuando David nos pidió a Budd Schulberg y a mí que leyéramos el texto conforme iba saliendo por si teníamos algo que aportar. Pero cuando nos propuso que agregáramos a la historia algunas de nuestras sugerencias, insistimos en que Dottie y Alan debían ser consultados primero. Para nuestra sorpresa y alegría, ellos no hicieron ningún reproche a la intromisión pues, según decían, estaban demasiado agobiados para terminar el trabajo a tiempo.
Bill Wellman, el autor del relato, iba a dirigir la película. Era un tipo agradable que conocía bien su oficio, pero no convenía llevarle la contraria, como enseguida habría de comprobar. Estábamos reunidos con David y Budd en el despacho del primero, cuando me aventuré a criticar una escena en la que un publicitario de cine (Lionel Stander) hablaba al atribulado protagonista (Frederic March) con un toque de hostilidad que me resultaba gratuito.
—Está borracho —dijo Wellman como si eso lo explicara todo.
—Si una persona es tan antipática cuando se emborracha, probablemente lo será también cuando está sobria —repliqué.
—Yo soy muy antipático cuando estoy borracho —dijo Wellman.
—Eso prueba mi hipótesis —contesté.
Nuestras relaciones se enfriaron bastante a partir de entonces.
Con la película ya muy avanzada, Selznick decidió ocuparse del desenlace y reclutó a media docena de prestigiosos y bien remunerados escritores para que buscaran el más adecuado. Como estábamos a mano y en nómina, Budd y yo también recibimos instrucciones de abordar el problema. Se nos ocurrió sugerir un breve fundido final en el Teatro Chino Crauman con Janet Gaynor (la joven estrella aún doliente por el suicidio de su esposo) presentándose ante una caterva de admiradores como «la señora de Norman Maine». La verdad es que al principio habíamos descartado la idea por demasiado rancia, pero después de jugar con varias alternativas aún más flojas pensamos que aquella birria era mejor que nada. Los hechos posteriores nos dejaron estupefactos: entusiasmo universal, ascenso a guionistas desde los puestos de lector y asistente publicitario y uso de nuestro final en las versiones de 1937, 1954 y 1976.
Aunque es a menudo recordada por sus aceradas pullas contra la gente que le parecía presuntuosa o simplemente desagradable, Dottie poseía un corazón noble y generoso para las personas a quienes apreciaba. Yo me conté desde el principio entre los afortunados porque en su mente estaba unido a mi padre, por quien profesaba especial devoción (Lillian Hellman ha asegurado que tuvieron un affaire, pero hay muchas razones para dudarlo. En todo caso era obvio que Dottie sentía un profundo afecto hacia él. Años después, y poco antes de su muerte, la visité con frecuencia durante una hospitalización por alucinaciones alcohólicas: en alguno de sus delirios tendía a confundirme cariñosamente con mi padre, que para entonces llevaba dos décadas muerto). Dentro de su intermitente alianza conyugal y literaria con Campbell, era ella quien tomaba las decisiones, y dada nuestra contribución a la obra exigió que Budd y yo fuéramos incluidos en los créditos de Ha nacido una estrella. Selznick denegó preceptivamente la solicitud alegando que no habíamos escrito lo suficiente para hacernos acreedores a ese reconocimiento. No obstante, durante los meses siguientes nos encargó la preparación de varias historias y proyectos que, si mal no recuerdo, jamás se dignó mirar.
En 1936 me sometí también a una prueba de actuación, un fiasco dispuesto por Selznick que ayudó a definir mis posibilidades y limitaciones profesionales. La misión fue encomendada a Cukor, quien la delegó en su asistente. La única indicación de que David Negó a revisar el producto fue un testimonio indirecto: aquello, habría dicho, demostraba de forma taxativa que mi vocación era la pluma. Vi la prueba un año después, cuando Budd la sustrajo con alevosía del almacén y, para mi consternación, la exhibió durante una fiesta como «esta curiosa bagatela que interesará a todos los presentes».
A principios de 1937 hubo otro final en crisis. Esta vez correspondía a La reina de Nueva York, una comedia bufa sobre un diario sensacionalista que propala la historia de una chica, Hazel Flagg, sentenciada por una dolencia supuestamente incurable. El caso es que Ben Hecht se había largado de la ciudad dejando un guión cuyo desenlace Selznick juzgaba deficiente. La situación era tan desesperada que David, con el rodaje casi acabado, remitió el texto a una onerosa batería de escritores de la Costa Este, entre ellos George S. Kaufman, Moss Hart y Robert E. Sherwood. Al mismo tiempo movilizó a sus mensajeros para repartir copias a un selecto ramillete de guionistas residentes en Hollywood. A Budd y a mí también se nos dio la oportunidad de competir con aquella montaña de talento, pero mi compañero cayó enfermo el primer día de brega y yo fui recolocado con George Oppenheimer, un escritor a sueldo de la MGM. Entre todos los desenlaces propuestos, David escogió nuestra idea, que luego sería filmada casi exactamente como la habíamos concebido.
Nosotros proponíamos que la película acabara con una toma de la presunta enferma (Carole Lombard) emprendiendo un crucero alrededor del mundo con el periodista que se ha enamorado de ella (de nuevo Frederic March). Ya se ha descubierto que la joven goza de excelente salud y la pareja pretende eludir las consecuencias de esa revelación. Cuando otro pasajero dice a la fugitiva que le recuerda a Hazel Flagg, Carole responde con airado desdén: «¡Esa farsante!».
La secuela de estas peripecias fue que me vi catapultado a la condición de especialista en desenlaces, un pronunciamiento claramente prematuro (Me temo que desde entonces no he escrito ninguna historia cuyo final no me haya causado un prolongado tormento). Sea como fuere, Budd y yo llegamos aquel mismo año a la conclusión de que merecíamos más de sesenta (yo) y setenta y cinco (él) dólares a la semana. La ponderada cifra que habíamos fijado era, recuerdo, ciento veinticinco por cabeza, pero Daniel O’Shea, el hombre encargado de los contratos, recalcó a lo largo de varias conversaciones sobre el tema que nuestra incipiente empresa, aún exangüe tras las pérdidas sufridas con El jardín de Alá, no podía permitirse pagar esa suma. Una de las discusiones fue interrumpida por la destemplada voz de Selznick inquiriendo desde el interfono si Sidney Howard había aceptado escribir el guión de Lo que el viento se llevó. O’Shea contestó que Howard no lo haría por dos mil dólares a la semana, que exigía tres mil. «¡Pues dáselos de una puñetera vez!», aulló Selznick antes de colgar.
O’Shea retomó el hilo:
—¿Dónde estábamos? Ah, sí: os ofrecemos cien dólares a cada uno y eso es lo máximo en un año tan complicado como éste. Al fin y al cabo, ¿cuántos chavales de vuestra edad ganan tanto?
Era inamovible. Nosotros contraatacamos diciendo que el sueldo no nos preocupaba tanto como su insistencia en que firmásemos un contrato a largo plazo. Accedíamos a cobrar cien dólares siempre y cuando fuéramos libres de irnos a otra parte si el jefe continuaba haciendo caso omiso a lo que escribíamos. Lo conocíamos demasiado para saber que consentirnos meter mano en escenas sueltas de guiones ya hechos era una cosa, y otra muy distinta arriesgarse a lanzar una de sus grandiosas producciones sin que el texto, la dirección y los primeros papeles contaran con la garantía de unos profesionales expertos y bien cotizados. Para que nuestros guiones fueran leídos, no ya producidos, necesitábamos un patrocinio más receptivo a los nuevos talentos.
Y así ocurrió. Ellos cedieron finalmente a nuestra demanda y dos meses después yo aceptaba una oferta de trabajo en el departamento de películas B de la Warner Brothers. Budd dejó Selznick International el año siguiente tras intervenir en un guión que David decía necesitar con tanta urgencia como para despacharlo hasta Palm Spings por medio de un fulminante motorista. Naturalmente, ni siquiera lo leyó.
Mientras estábamos aún bajo su férula, sin embargo, David se inmiscuyó en nuestra vida privada con fallidos intentos para disuadir a Budd de casarse con una gentil y a mí de hacerlo con una judía. Su oposición a los matrimonios mixtos resultaba incongruente en un hombre que rechazaba por sistema las continuas peticiones de Ben Hecht para que apoyara la causa de los judíos sometidos al mandato británico en Palestina. Aquélla no podía ser su causa, afirmaba, porque él era un americano de pies a cabeza que, por azares genealógicos, tenía ascendencia judía.
Silvia, que había trabajado para Selznick en MGM antes de acompañarlo a la nueva empresa y tenía con él una relación mucho más intensa que la mía, me proporcionó unas estampas íntimas que enriquecieron sensiblemente mi inacabado retrato del personaje. Sólo ella estaba presente, por ejemplo, cuando se deshizo en lágrimas al oír la noticia de que el rey Eduardo VIII había abdicado para desposar a la mujer que amaba. Lloraba, explicó «porque aquello era la ruina del Imperio».
Silvia tenía la responsabilidad de transcribir las legendarias peroratas de su jefe. Pocos años después, una revista le hizo un perfil biográfico bajo la rúbrica de «el gran dictador», y un libro más reciente llevaba por título Memorándum de David O. Selznick. Ambos se referían a su inveterada costumbre de dictar las inagotables reflexiones que sobre cualquier aspecto del negocio parecían afluir a su mente cada minuto de vigilia con tanta celeridad que se hacía imperioso descargarlas a intervalos regulares para dejar espacio libre a la siguiente embestida. Junto a la cama tenía un artilugio alimentado por una descomunal cinta de calculadora que le permitía arrancar tantos metros de notas como hubiera escrito durante la noche y llevárselos luego al estudio, donde le servían de base para el primer dictado matutino.
Su secretaría solía constar de una secretaria ejecutiva que tomaba dictados si estaba disponible, una taquígrafa que suplía a la anterior cuando ésta se hallaba fuera de servicio, una taquígrafa a secas y una archivera que tomaba cartas en el asunto cuando el volumen de papel alcanzaba dimensiones escandalosas. Silvia desempeñó las dos primeras funciones en diversos momentos, pero se necesitaba un perito en estenografía para soportar un ritmo verbal tan trepidante, y ella nunca llegó a dominar la técnica. Lo que hacía era tomar notas y mecanografiar mensajes respetando el estilo del jefe aunque la redacción fuera de cosecha propia. Como casi todos los Pernos terminaban archivados bajo el rótulo «dictado pero no leído por David O. Selznick», éste nunca se dio cuenta del artificio.
Con todo, los papeles en absoluto sustituían la comunicación oral. David era un conversador infatigable y a menudo estimulante que dedicaba unas seis horas diarias (o sea, un tercio de su típica jornada laboral) a reuniones donde revisaba o alteraba el trabajo de todos sus departamentos inspeccionando hasta el más mínimo detalle. Pero seguramente tenía la sensación de que la palabra escrita era mucho más efectiva y mucho menos equívoca. Además, los memos le permitían explayarse a gusto sin tener que detenerse a escuchar las fútiles opiniones ajenas.
Los magnates del cine empleaban diferentes procedimientos para conseguir que a sus dictámenes se les otorgara la atención debida. Darryl Zanuck, por ejemplo, convocaba al menos una sesión plenaria para estudiar cada guión: el productor asociado, el guionista, el director y los demás prebostes envueltos en el asunto eran allí conminados a entablar un debate franco y prolijo sobre la futura película. También asistía un taquígrafo, y al día siguiente toda la concurrencia recibía los comentarios de Zanuck pulcramente transcritos, pero ni una mísera palabra de los demás participantes.
Cuando cambiaba de parecer durante un dictado, David insertaba la frase «desechar lo anterior»; aun así, el memo se distribuía intacto conforme a la premisa de que todos los pensamientos emitidos por el amo contenían algo valioso.
En su oficina nunca hubo un horario fijo, ni había un instante en la vida de sus empleados que David no viera como propio. Era capaz de trabajar a las diez de la noche, a las tres de la mañana o a media tarde en domingo, y se creía facultado para convocar a cualquiera a cualquier hora si así lo requería la tarea que ocupaba su atención en ese momento. Como entonces no había conferencias automáticas, muchas mañanas de domingo llamaba a Silvia para decirle que quería hablar con, pongamos, tres individuos de la Costa Este. En cuanto el primero de ellos estaba al teléfono, Silvia pedía a la operadora que transfiriese la llamada a casa de David y le indicara luego cuándo terminaba la comunicación para proceder con la siguiente.
Sería exagerado afirmar que David no mostraba ninguna gratitud por esta atención permanente. Una vez le compró a Silvia un regalo en Cartier después de tenerla tres días sujeta a sus incesantes dictados a bordo del tren que los llevaba camino de Nueva York. Era un híbrido de lápiz y linterna hecho con plata de ley y muy útil para anotar sus observaciones en una oscura sala de proyección.