La maldición de la familia
Cuando me disponía a abandonar East Hampton para mi segundo año en Princeton, mi madre me pidió que esperase un poco. Estaba inquieta por la salud de mi padre y yo era el único hijo que quedaba en casa. David ya se había ido a Andover y Jim a Harvard. John, tras un año en Harvard y otro en la Sorbona de París, vivía en Nueva York, donde trabajaba como reportero del Herald Tribune.
Los dos años anteriores no habían sido muy propicios para mi padre. Contrajo tuberculosis y una creciente incapacidad para apartarse de la bebida sin ingresar en un hospital. Pero la causa inmediata de su muerte a la edad de cuarenta y ocho años fue un ataque al corazón. Sólo cuando John murió por la misma razón a los cuarenta y siete decidí hacerme una prueba de colesterol cuyos alarmantes resultados, más de cuatrocientos mg, revelaron que el ADN de los Lardner tenía un gen para la acumulación de tan ingrata sustancia. Más tarde se comprobó que el hijo de John, un hijo mío y un nieto tenían también niveles peligrosamente altos. Los cuatro nos hemos resignado desde entonces a depender de una intensa medicación.
El alcohol jugó también un apreciable papel en el declive de mi padre y él fue consciente durante años de sus perniciosos efectos. Antes de que se promulgara la ley seca había abrigado la fugaz esperanza de que esa norma, al margen de su acierto y sus consecuencias, pudiera ayudarlo a vencer el hábito. Lo cierto es que cuando la reforma se hizo por fin efectiva, él y sus amigos Grantland Rice y Rube Coldberg, con quienes estaba en Toledo, Ohio, para presenciar la pelea entre Jess Willard y Jack Dempsey, se apresuraron a investigar el nuevo fenómeno del licor ilegal y averiguaron con alivio que desde el punto de vista bioquímico no se diferenciaba gran cosa del líquido antes autorizado. Más adelante plasmaría su meditado juicio sobre tan formidable experimento en Blues de la Prohibición, el tema de más éxito en un musical feminista titulado Damas Primero que protagonizó la famosa Nora Bayes.
Malas nuevas me han llegado
de un amigo fraternal;
su nombre es Alcohol Añejo,
pero yo lo llamo Al…[4]
Como les sucede a muchos alcohólicos, sus esfuerzos por abandonar la bebida nunca duraban demasiado. Pero su caso era peculiar en al menos un aspecto importante. Otros buscaban y hallaban en el trago una liberación de las inhibiciones que coartan el atrevimiento carnal o el uso de un lenguaje soez. Él no. Había idealizado de tal modo el matrimonio que su afición a la bebida le parecía incompatible con la dicha conyugal. En sus cartas de novio se daba por seguro que dejaría el alcohol después de la boda. En la práctica dejó de beber a diario para alternar los períodos de abstinencia y los de flaqueza, siendo estos últimos cada vez más intensos y prolongados con el transcurso de los años.
Mi madre sabía desde tiempo atrás que su marido tenía las horas contadas y que ella no podía hacer gran cosa para evitarlo. Aun así puso todo su empeño y energía en la lucha, y cuando ésta se malogró, su pena fue desgarradora porque él se había convertido en la obsesión de su vida. Cinco años después, justo cuando empezaba a recobrar sus antiguos lazos con el mundo, Jim cayó en la Guerra Civil española.
Si el porcentaje de alcohólicos en la población estadounidense no pasa del diez por ciento, entre los escritores del siglo XX la fracción se eleva seguramente aun tercio. A bote pronto puedo citar los nombres de Eugene O’Neill, William Faulkner, James Thurber, Dorothy Parker, John Cheever, John O’Hara, Tennessee Williams, Ernest Hemingway, John Steinbeck, Raymond Chandler, Robert Benchley, Dashiell Hammett, Theodore Dreiser, Sherwood Anderson o Edna St. Vincent Millay, aparte de Sinclair Lewis y Scott Fitzgerald, los dos primeros borrachos que conocí y pude distinguir como tales. A lo largo de una velada en nuestra casa, ambos se transformaban visible y expansivamente en dos seres muy poco atractivos. De niño jamás percibí una variación similar en el comportamiento de mi padre, que era especialmente cuidadoso en presencia de sus hijos y poseía un notable dominio de sí mismo pese al alcohol que con tanta abundancia consumía. Para sus incontinencias se marchaba a Nueva York y se quedaba en un hotel o en un club.
Como solía hacer lo mismo cuando se acercaba la entrega de un relato, no había forma de conocer el motivo de su marcha. Hasta bien entrado en la adolescencia no comprendí que mi padre era un alcohólico, y para entonces sus recaídas eran cada vez más raras debido a su deterioro físico y a los internamientos hospitalarios.
Se ha especulado mucho sobre las razones por las que tantos escritores se vuelven dipsómanos (o viceversa), y la experiencia me ha situado en una posición privilegiada para opinar sobre este asunto con cierta autoridad. Podría sumarme a algunas de las hipótesis que se han barajado (el estrés de los plazos, la búsqueda de soluciones a complejos problemas creativos, la continua necesidad profesional de hacer frente a los demonios interiores), pero hay una explicación que normalmente pasamos por alto: la oportunidad. Si se trabaja en un espacio público, como hace casi todo el mundo, no es fácil irse de juerga cuando a uno le apetece: las circunstancias obligan a postergar las copas hasta el término de la jornada laboral. Los escritores, que fijan su propio horario de ocios y negocios, tienen más libertad para cultivar sus profesiones y también sus adicciones, al menos durante un tiempo.
Más de un crítico literario, entre otras personas, se ha preguntado por las raíces de la congoja que llevaba a mi padre a recaer en la bebida aun siendo consciente de su carácter adictivo. Una prolongada observación empírica de la misma dolencia me permite concluir que el alcohol tiende a incrementar, no a reducir, la depresión. El alcohólico vive angustiado por su incapacidad para dominar la adicción, pero no obstante recurre a la bebida con la esperanza de aliviar así su malestar, lo cual produce el efecto contrario al esperado. El rigor puritano agravaba este círculo vicioso en el caso de mi padre.
Verlo morir fue la primera gran sacudida emocional que recuerdo, pero no se presentó como un impacto súbito. No hubo sorpresa, sólo la comprobación de que a mi vida se le había arrancado un componente valiosísimo y muy querido. Finalizados los trámites de la cremación y atendido un formidable volumen de cartas y cables de todo el mundo, mi madre se fue a Nueva York, donde estaría cerca de John, y yo me encaminé de nuevo a la universidad.
Pero reincorporarme a los estudios no era exactamente mi prioridad. La gran incógnita que se me planteó a la semana de llegar era si me sentía o no capaz de intervenir en el espectáculo anual del Triangle Club. En un concurso celebrado la primavera anterior me habían escogido para elaborar el guión junto con un alumno veterano, un honor que ningún estudiante de segundo año había recibido hasta entonces. Me declaré dispuesto a emprender la tarea sin vacilar ante inconvenientes familiares o académicos, aun sabiendo que para tener listo el montaje en Princeton y Nueva York antes de las Navidades debía dedicarme en cuerpo y alma a preparar el texto y los ensayos.
Corría el año de 1933 y la coeducación estaba aún muy lejos, así que nuestras coristas fueron varones travestidos. Aparte de esta deficiencia, la producción alcanzó un excelente nivel en la escala amateur. José Ferrer, la estrella del año anterior y entonces estudiante graduado de arquitectura, se dejó caer por allí para ofrecer sus sugerencias al director, un maduro profesor de francés llamado Donald Stuart. «¿Tú crees, Joe, que esto es obsceno?», inquirió preocupado el doctor Stuart a propósito de un cuadro que se ensayaba en el escenario. «No», respondió su joven asesor, «pero yo te mostraré cómo conseguir que lo sea».
Acabé mi segundo curso en junio de 1934, pocos meses antes de cumplir diecinueve años. Aparte del montaje ya mencionado, había escrito para el Princeton Tiger una columna mensual titulada Under The Table with Ring Lardner, Jr. (A gatas con Ring Lardner, Jr.) y representado a la universidad con los equipos de debates y de bridge. El anuario correspondiente a la promoción de 1936 revela que había dejado alguna huella, al menos socialmente. Allí, entre fotografías y listas de los afiliados a las consabidas organizaciones extracurriculares, aparecía una página con la foto de varios condiscípulos míos y el misterioso acrónimo LOLA cuyas siglas, seguramente inescrutables para todo el mundo salvo los interesados, significaban Leal Orden de Admiradores de Lardner (Loyal Order of Lardner Admirers).
Lo que ciertamente no había obtenido era un historial de logros académicos o cualquier otro rédito que, según mi estimación, justificara la sangría en unos ingresos maternos muy menguados por la muerte de mi padre. Mi madre, que ya se había avenido a que John y Jim abandonaran Harvard, aceptó mi decisión como haría después cuando David se fue de Yale. En mi caso, extrajo quinientos dólares de su presupuesto para pagarme un viaje veraniego a Europa antes de mi incorporación a la vida profesional. Me agencié un pasaje barato en la naviera Hamburg-Amerika, que mucha gente boicoteaba tras el acceso de Hitler al poder, y un recorrido por la Unión Soviética con la tarifa más baja de Intourist: cinco dólares diarios que cubrían transporte, comida y alojamiento.
Unos cuantos días en Hamburgo y Berlín y tres semanas en Munich a la vuelta de Rusia me dejaron una impresión altamente desfavorable de la nueva Alemania. Durante mi estancia en Munich viví en la casa de un arquitecto y allí me vi envuelto en algunas controversias con un miembro de la familia que pertenecía a las Juventudes Hitlerianas. «En realidad no tenemos nada contra los judíos», me aseguraba. Nada, proseguía, excepto su desproporcionada representación en las filas de médicos y abogados. Como vocero del nuevo orden era bastante refinado y cerebral: reconocía la inteligencia y laboriosidad de los judíos y lamentaba que muchos alemanes no fueran tan industriosos. Pero el meollo de su análisis —o en todo caso el punto que más me chocaba— era la inquebrantable necesidad de distinguir entre lo judío y lo alemán. Que se trataba de condiciones incompatibles le parecía fuera de discusión.
Mi reacción frente a la Rusia soviética fue, por el contrario, entusiasta. Salía de un país paralizado por el desempleo, la miseria y el miedo, mientras Europa occidental soportaba las mismas calamidades. En Rusia vi por todas partes obras y proyectos a una escala colosal. Pese a la barrera del lenguaje, la sensación que percibí, incluso entre personas indigentes para criterios norteamericanos, era de esperanza y optimismo en medio de un mundo como el de entonces que parecía varado en el estancamiento y el pesimismo o que, como en el caso de Alemania, retrocedía hacia la barbarie con ardorosa disciplina.
A los lectores actuales tal vez sorprenda que el comunismo y el socialismo estuvieran en aquel tiempo asociados con nuevas y radicales tendencias en el arte, las conductas sociales y las relaciones sexuales. Este empuje ya había empezado a declinar con Stalin, y durante las dos décadas posteriores de su dictadura fue marchitándose bajo la rigidez política y moral que se mantendría hasta el hundimiento mismo de la Unión Soviética. Pero había una manifestación del espíritu revolucionario que perduraba en 1934 (y que para un estadounidense de dieciocho años resultaba a todas luces radical): los baños en el río Moscova. La ribera se dividía en cuatro zonas valladas para uso de hombres desnudos, mujeres desnudas, ambos sexos en traje de baño y ambos sexos desnudos.
Budd era el más comprometido ideológicamente de los tres. A mí en cambio se me veía como un conato de derechista. Incluso estuve a punto de que me deportaran por una frivolidad urdida en contubernio con un canadiense llamado Mark. Un grupo de estudiantes había instalado un periódico mural cuya plúmbea seriedad nos indujo a colocar una alternativa burlesca. La broma era a nuestro entender inequívoca, de modo que no estábamos preparados para la reacción del profesor Pinkevich, un fornido intelectual de pobladas cejas a quien habían escogido para dirigir el instituto pese a su limitado dominio del inglés. En la reunión convocada con el propósito de criticar nuestra obra descubrimos que se había provisto de un intérprete para evitar malentendidos. Cuando Mark y yo entramos en la sala, se levantó y nos saludó formalmente. Luego tomó asiento y el intérprete inició las diligencias.
—Caballeros, estamos ante un asunto grave. El profesor desea poner en su conocimiento que ha sido él quien ha retirado su periódico mural del tablón de anuncios y que lo ha hecho en ejercicio de sus funciones como director de este instituto. Lo ha hecho por cuanto en una institución soviética sólo puede haber un periódico mural, y éste ha de ser el aprobado por las autoridades. En segundo lugar, y el profesor quiere subrayarlo, ustedes se han burlado de ciertas personas e instituciones, comportamiento que parece inapropiado en unos huéspedes de la Unión Soviética.
—No es apropiado que unos huéspedes de la Unión Soviética hagan eso —insistió el profesor.
—¿Puedo hablar? —preguntó Mark.
—¿Cómo? —dijo el profesor.
El intérprete repitió la pregunta en ruso.
—Da, da, por supuesto, para eso estamos aquí.
—No teníamos ni idea de que fuera un delito…
—No, no, no un delito —dijo bruscamente el intérprete.
—Por supuesto que no —confirmó el profesor.
—Pues no teníamos ni idea de que difundir un periódico independiente fuera contra las reglas. Mire, yo vengo de Canadá y él de Estados Unidos, países donde tenemos libertad de prensa.
—¿Libertad de prensa? —exclamó el profesor antes de hablar con el intérprete en ruso.
—El profesor desea puntualizar que en ningún país del mundo hay más libertad de prensa que en la Unión Soviética. Aquí la prensa pertenece al pueblo.
—Pero todo tiene que autorizarlo el aparato —añadió el profesor.
—Como usted dice —intervine yo—, la cuestión principal es si hemos ridiculizado cosas que para ustedes son inviolables y tengo la impresión de que se han mal interpretado nuestros textos. Ciertamente no teníamos ninguna intención contrarrevolucionaria.
—¿Contrarrevolucionaria? ¡Claro que no! —dijo el intérprete.
—Por supuesto que no —dijo el profesor.
—Quizá podrían señalarnos los fragmentos que consideran censurables —sugerí yo.
Tras breve consulta, el profesor sacó a relucir un artículo arrancado de nuestra efímera publicación. El intérprete le echó un vistazo.
—Esto no es lo único que el profesor desaprueba, pero servirá de ejemplo. Se trata de una petición dirigida a la dirección del centro, así se indica al principio. Luego se dice que a cada estudiante se le servirá en la cama un whisky doble con soda antes del desayuno porque ir hasta el comedor con el estómago vacío es un cruel atentado contra la salud. Y al final otra vez: a cada estudiante se le servirá un whisky doble con soda antes de retirarse porque acostarse sobrio también es un cruel atentado contra la salud. El profesor desea manifestar que sus demandas son demasiado atrevidas.
—Y esta cosa sobre los Scottsboro Boys —dijo el profesor con apreciable esfuerzo y aún mayor emoción.
(Aludíamos a un caso de derechos civiles muy comentado por entonces en los Estados Unidos).
—¡Ah sí! —dijo el intérprete—. El profesor está consternado por lo sucedido y ustedes reclaman que esos chicos sean liberados inmediatamente.
Mark y yo nos miramos: la cosa se ponía difícil.
—Nuestra petición no iba en serio —aclaró Mark—. De hecho, nada en la hoja pretendía ser serio.
—¿Cómo podríamos liberarlos aquí, en la Unión Soviética? —preguntó el profesor—. Es caso importante y aquí lo hablamos mucho, pero no podemos hacer nada.
—No lo entiendan así —dije yo—, ¿Conocen la petición que el comité ejecutivo estudiantil presentó la semana pasada? Pues bien, nuestra reclamación sólo estaba pensada como una parodia.
—¿Una parodia? —dijo el intérprete dando las primeras muestras de desconcierto—, ¿Qué es una parodia?
—Vamos a ver, si alguien escribe algo y otro escribe una imitación graciosa o exagerada… —empezó a explicar Mark.
—Yo pensaba que para eso emplean ustedes la palabra «sátira» —dijo el intérprete.
—No exactamente. La sátira tiene un propósito, trata de probar o rectificar algo, pero la parodia es sólo humor, humor sin más.
—¿Humor sin más? —el profesor digería las palabras mientras las iba repitiendo— Nosotros no tenemos nada de eso en la Unión Soviética.
Y así acabó nuestro consejo disciplinario.
Aparte de las clases en un inglés de variados calibres, el curso incluía visitas a tribunales y centros penitenciarios de la región moscovita. Entre otras cosas se nos enseñaba que todas las sanciones estaban concebidas como medios para la reeducación y la reinserción y que, de acuerdo con este principio de la jurisprudencia soviética, la condena máxima era de diez años, incluso por asesinato. La pena de muerte se reservaba a los «crímenes contra el Estado». El robo y la prostitución, nos aseguraban, subsistían como residuos del antiguo régimen, pero se iban extinguiendo a medida que sus ejercientes aprendían nuevos oficios en una sociedad libre de desempleo. Según nuestros instructores, en los establecimientos que visitamos no había presos políticos, y creo que ninguno de nosotros formuló pregunta alguna sobre la expresión «crímenes contra el Estado». La opinión pública mundial sólo empezaría a ocuparse de las ignominiosas purgas tras el asesinato de Sergei Kirov, jefe del partido en Leningrado, ocurrido el invierno siguiente.
Lo que sonaba a auténticamente revolucionario en nuestros complacientes oídos era una sociedad que estaba practicando lo que sólo los más avanzados criminólogos de Occidente osaban proponer: dar prioridad a la corrección de los comportamientos delictivos y no limitarse a castigarlos. Cruzaba en grupo el patio de la mayor prisión de Moscú cuando un recluso casi cuarentón me abordó en un inglés manifiestamente americano. Quería saber si conocía bien Nueva York. Cuando yo asentí, me preguntó si había oído hablar de «Las Tumbas», nombre dado entonces a la cárcel principal de Manhattan. Volví a contestar que sí y en respuesta a la siguiente pesquisa admití que el penal de Sing Sing, en el condado de Westchester, tampoco me resultaba ajeno. «Pues le diré», agregó, «que he estado en Las Tumbas, que he estado en Sing Sing y que esta puta cárcel es la mejor que conozco». Su fervor parecía bastante genuino.
No me engañaba pensando que dos meses de estancia hacían de mí un experto en la Unión Soviética, pero había leído algunos libros sobre el país antes de emprender viaje y me parecía razonable dar crédito a los que destacaban hechos que yo podía confirmar de primera mano. Por la misma lógica desechaba a autores cuyas afirmaciones contradecían mi propia experiencia. En los informes hostiles más conocidos se describía el sufrimiento y la miseria del pueblo ruso bajo la tiranía comunista; pero incluso durante aquel desolador período pude hallar en Moscú más confianza y optimismo que en Europa occidental o en Estados Unidos. Llegué así a la conclusión de que no eran fiables quienes presentaban una imagen distinta. Por otro lado, un libro más bien favorable escrito por Walter Duranty, corresponsal del New York Times en Moscú, y otro un tanto partidista de Maurice Hindus parecían corroborar mis observaciones.
Una tarde pasada en Moscú con Duranty contribuyó a reforzar esta actitud. Era un hombre encantador y erudito a quien sus colegas o superiores del Times pintarían después como una especie de aparatchik periodístico. Cuando le hablé de nuestra gaceta mural se mostró especialmente interesado en una proclama cómico-política que yo había escrito y que llevaba por título Manifiesto anarquista conservador.
«¿Quién te ha contado lo del anarquismo conservador?», me preguntó. Cuando le dije que yo mismo había inventado el término, me aseguró que ya existía un «movimiento» con ese nombre, ideado también como parodia de las doctrinas políticas al uso. Me confesó que él pertenecía al selecto grupo y que los otros dos miembros eran Franklin Roosevelt y su embajador en Moscú, William Bullitt.
Visto ahora, mi criterio de fiabilidad (rechazar cualquier juicio negativo que hallase en libros o artículos donde hubiera afirmaciones que me parecían tendenciosas) no era exactamente riguroso y me condujo a desestimar casi cualquier crítica de la Unión Soviética sin considerar su procedencia. En los años siguientes me inquietaría la continua exaltación de Stalin y el asombroso número de bolcheviques confesos de conspiración contra el partido y el Estado. Aun así, nada menos que Joseph Davies, sucesor de Bullit como embajador de Estados Unidos, asistió a los amañados juicios y certificó su legitimidad; yo opté por aceptar ese ingenuo y lastimoso veredicto. Durante los diez o quince años siguientes trataría cualquier texto hostil al régimen soviético con el escepticismo automático que hubiera aplicado a una defensa de la Inquisición o la metempsicosis.
Mucho más tarde habría de admitir que una de las razones por las que hallé la vida en Moscú tan grata para los demás era la muy apetecible vida que yo mismo disfrutaba allí. Había entre mis compañeros una joven muy guapa y otra igualmente atractiva, alumnas de Sarah Lawrence, con quienes coincidí en un compartimento de tren durante un viaje desde Leningrado a Moscú. Mi presupuesto, que parecía algo escaso cuando embarqué, resultó al final suficiente para sufragar los bienes más preciosos: al fin y al cabo, podíamos regodearnos frente a un rebosante plato de caviar y una frasca de vodka por la irrisoria cantidad de cincuenta centavos.
Cuando regresé a América seguí la estela de mis hermanos mayores visitando a Stanley Walker, encargado de la información local en el New York Herald Tribune, el diario más ilustrado del país, donde Jim trabajaba como reportero y que John acababa de dejar para lanzar su propia columna deportiva en una cadena de prensa. Los empleos no abundaban en aquellos años de depresión, pero nuestro apellido constituía una valiosa baza y Walker era un gran admirador de mi padre. Con aire de misterio me habló de un trabajo que estaría en condiciones de ofrecerme un par de meses más tarde en un lugar insospechado. Resultó ser el Daily Mirror, tabloide de Hearst famoso por la tan leída como temida columna de cotilleo que escribía Walter Winchell. Walker había aceptado encargarse de la redacción con la vana esperanza de transformar el Mirror en su proyectado diario para los neoyorquinos de a pie: no tardaría ni dos meses en comprender que sólo William Randolph Hearst estaba facultado para tener proyectos. Walker dimitió enseguida y se marchó a trabajar al New Yorker, pero yo permanecí como reportero durante casi todo el año 1935.
Durante una jornada típica cubría media docena de historias en apartadas zonas de la ciudad y transmitía mis crónicas por teléfono a los redactores que confeccionaban los reportajes finales publicados en el periódico (Con dos de ellos, Gordon Kahan y John McNulty, surgió una amistad que se afianzaría luego durante sus respectivas carreras en Hollywood y el New Yorker). Siendo el miembro más joven y bisoño de la sección local, solían asignarme las historias menos relevantes: suicidios, accidentes, escalos, asesinatos ordinarios y huelgas (asimismo triviales en la cosmovisión del Mirror). Sucedió que aquél fue un año importante para el movimiento sindical, pues nacieron el Congreso de Organizaciones Industriales y la Agencia de Obras Públicas. Mi trabajo me puso en contacto con figuras señeras de la revitalizada clase obrera. Esos encuentros, junto con la lectura de textos marxistas iniciada tras el viaje a Rusia, consolidaron mis ya radicales inclinaciones. Pero ninguna lectura o conversación podría haber igualado el impacto de ver, oír y apreciar lo que ocurría a mi alrededor en la mayor ciudad norteamericana durante los peores días de nuestra historia económica.
Escribiendo hoy, desde la bonanza traída por el boom de Clinton, cuesta evocar la miseria y desesperación de aquellos años. El paro, el hambre y la indigencia habían alcanzado tales proporciones que no era preciso forzar la imaginación para creer que el sistema mismo se desmoronaba sin remedio, que había llegado la hora de sustituir el capitalismo, con sus injusticias y su culto a la codicia, por un orden social más equitativo y racional. Como la mayoría de mis amigos, simpatizaba con muchas de las reformas iniciales del New Deal, pero no esperaba que éstas resolvieran los problemas endémicos del país. Y en efecto, no estaba equivocado: hizo falta una guerra mundial para mitigar significativamente las lacras de la depresión.
Una razón no menos poderosa para juzgar benignamente al Partido Comunista era su rotunda oposición al fascismo antes y, pensábamos algunos, también después del pacto germano-soviético de 1939. La experiencia directa y la lectura de publicaciones radicales, especialmente el semanario comunista The New Masses, hicieron que en noviembre de 1936 mi primer voto presidencial no fuera para Roosevelt, Alf London o ni siquiera Norman Thomas, sino para el candidato comunista Earl Browder. Entonces ya me había afincado en el sur de California y fue acaso ese primer ejercicio de mi derecho al sufragio lo que dio lugar a la vigilancia con que el FBI me honraría durante varias décadas. Suponía, naturalmente, que el encarecido y muy americano privilegio de votar en secreto estaba a mi disposición. Pero sobre el muro exterior del colegio electoral de Wilshire Boulevard había un elenco de los votantes registrados en aquel distrito: demócratas, muchos; republicanos, algunos menos; «prefieren no declarar», uno, Ring W. Lardner. Al día siguiente de las elecciones se expusieron los resultados junto a esas listas: Roosevelt, tantos votos; Landon, tantos; Browder, uno.
Marx apelaba no sólo a mi sentido de la justicia, sino también al gusto por la racionalidad que mis padres me habían inculcado. Pensaba entonces que mis convicciones políticas derivaban únicamente de indagaciones y análisis rigurosamente intelectuales. Más adelante, cuando empecé a darme cuenta de lo mucho que me había engañado sobre la realidad de los países donde presuntamente se edificaba el comunismo y cómo esa realidad impugnaba la teoría, comencé a preguntarme si había un factor emocional en juego. Y acabé pensando que, aparte de los motivos racionales, mi comportamiento obedecía también al viejo espíritu provocador que llevaba incrustado desde la infancia.
La relación más valiosa trabada en el Mirror fue con Ian MacLellan Hunter. Hijo de un capitán de barco británico, había venido a este país con su familia en la adolescencia y pasó directamente de un colegio privado a la redacción del periódico. Cuando apareció por allí tenía diecinueve años (como yo mismo), y luego decidió matricularse en Princeton, adonde llegó el otoño siguiente a mi salida. Pero su trayectoria universitaria duró sólo un año y cuando regresó al diario surgió entre nosotros una amistad que continuaría y se ahondaría hasta su muerte en 1991. Ian y yo fuimos vecinos y compañeros en Nueva York, Los Ángeles, México y otra vez Nueva York; colaboramos en seis guiones (el primero y el último a cuarenta años de distancia) y durante la época de la lista negra trabajamos bajo seudónimo en más de cien episodios televisivos, incluidos cinco programas piloto que se convirtieron en series. La afinidad mental que había entre nosotros generaba una armonía que jamás experimentábamos con otros colegas. Tras seis años de constante colaboración en la etapa de ostracismo, seguimos consultándonos sobre nuestros respectivos trabajos y, conforme iba yo perdiendo a mis hermanos, empezamos a pasar cada vez más tiempo juntos jugando al póquer o al tenis y verificando respuestas de crucigramas o acrósticos, actividades en las que Ian sobresalía. También él tenía un problema con el alcohol, pero su caso, a diferencia del mío, se fue agravando hasta desembocar en la astenia. Durante el período en que debíamos sacar un episodio de media hora cada semana, hubo ocasiones en que me veía obligado a ejecutar la tarea en solitario. De cuando en cuando lograba rehacerse y, con tremendo esfuerzo, igualaba lo que yo había escrito por mi cuenta. Pero finalmente entendió que debía dejar la bebida para siempre. Se puso a ello incorporándose a Alcohólicos Anónimos en cuanto tuvo el primer mono y, más adelante, sustituyendo el licor por marihuana para apuntalar así su abstinencia. Resultó que Waldo Salt, un amigo común también proscrito en Hollywood, había hecho la misma permutación terapéutica; como ambos eran muy aficionados al dibujo, se asociaron para contratar modelos y entregarse algunas tardes a los placeres del arte y la hierba. Que yo sepa, ninguno de los dos volvió a beber.
Pocos años antes, cuando la presencia judía en el mundo del cine era todavía desproporcionada, mi buen amigo el guionista Paul Jarrico anunció un descubrimiento. Se preguntaba por qué unos cuantos colegas suyos (Ian, Dalton Trumbo, Hugo Butler, Michael Wilson y yo mismo) formábamos un grupo tan cordial y bien avenido. Lo que nos unía, dictaminó, era el hecho de ser todos gentiles. «¡Tonterías!», replicó Ian cuando le informé del hallazgo, «lo que nos une es que somos una panda de borrachos». Saltaba a la vista que estaba en lo cierto: la bebida era con mucho el vínculo más fuerte entre nosotros.
Trabajábamos y bebíamos sin descanso. Para distraernos solíamos juntarnos no en un local público sino en alguna de nuestras casas (normalmente la de Trumbo, que siempre las compraba o alquilaba enormes), tomábamos unas copas, comíamos algo y tomábamos unas cuantas copas más. Nuestras mujeres (todas o en parte) podían asistir a la función, pero según aumentaba el consumo líquido tendían a reagruparse por separado o a marcharse de una en una dejando atrás un cenáculo y una atmósfera cada vez más viriles.
Me aficioné a las bebidas alcohólicas con catorce años durante mi segundo curso en Andover. Lo máximo que he vivido sin ellas fueron los nueve meses y medio de encierro en una prisión federal. También he probado fortuna con la temperancia voluntaria, pero nunca he aguantado más allá de uno o dos meses. Desde los cuarenta y cinco hasta aproximadamente los sesenta años mis hábitos han sido poco más o menos los de un alcohólico convencional. Ahora llevo un cuarto de siglo libre de excesos e ingiriendo el equivalente a una o dos copas por noche, algo que raya en lo imposible según la doctrina oficial de Alcohólicos Anónimos.
En A.A. se reconoce la existencia de una especie llamada «borracho controlado» que, debido a los horarios laborales u otras obligaciones, empieza a beber sólo cuando ha cumplido sus cometidos diarios; también identifica al «borracho cíclico», que tiene una vida más o menos normal durante semanas o meses enteros antes de buscar consuelo en fases de ininterrumpida disipación. Ahora bien, cuando un alcohólico ha llegado al punto en que debe ser constreñido a no seguir bebiendo, el único remedio (la única posibilidad de recobrar la salud, según el credo de A.A.) es el dique seco; en definitiva, y al margen de las veces que haya fracasado, el borracho debe afrontar el hecho de que jamás podrá beber normalmente, de que su única salida es la renuncia perpetua. Y si concibe la ilusión, incluso quince o veinte años después, de que finalmente puede beber con mesura, se verá acto seguido reinstalado en el antiguo vicio.
Así ha de ocurrir, pero a mí no me ocurrió. Yo opté por seguir gozando del alcohol, y en especial de sus virtudes sedantes, sin padecer los quebrantos del alcoholismo agudo. Para conseguirlo, el bebedor desenfrenado tenía que morder el freno. Lo que hacía de esta mutación algo improbable (o tal vez imposible) con arreglo a la ortodoxia eran mis cuarenta y cinco años de desatada incontinencia.
Durante el primer año en Princeton, mi destino habitual era un bar clandestino de Trenton; el otoño siguiente se legalizó la cerveza con el 3,2 % de alcohol y, tras quince años, la Nassau Tavern reabrió sus puertas para servirla (Pocos meses antes de morir, mi padre escribió una letra que decía «nunca tendrán canciones de seis centésimos con cerveza de tres y dos décimos»). Pero el 1 de enero de 1934 terminó la farsa de la ley seca y tuvimos por fin la oportunidad de apreciar los méritos del whisky importado y debidamente envejecido. Al acabar la jornada del Mirror en la calle 45 Este, junto a la Primera avenida, unos cuantos peregrinábamos hasta el Tim Costello’s Bar and Grill en la Tercera con la calle 44, que estaba decorado con murales de James Thurber. Una o dos noches a la semana procuraba mantenerme sobrio para obtener fondos extra en un club de bridge cercano, donde a veces jugaba asociado con mi hermano Jim, que escribía la columna de bridge en el New York Herald Tribune. Sin ese complemento no me las habría arreglado, pues ganaba veinticinco dólares a la semana y un buen escocés con soda costaba veinticinco centavos.
Creo recordar que fue mientras trabajaba para Selznick International en Culver City cuando empecé a tomar un par de cócteles ocasionales antes de la comida, aunque muchos días no bebía en absoluto debido al trabajo, o a compromisos políticos tras mi ingreso en el Partido Comunista. Durante las dos décadas siguientes, y sin contar con el forzoso lapso penitenciario, hubo breves períodos de abstinencia e intervalos en que solía acabar como una cuba y como una vergüenza para mi mujer y mis hijos. Hasta que llegó 1960, el año en que me volví bebedor compulsivo.
Hubo tres muertes a principios de aquel año: en enero, un amigo muy próximo; en febrero, mi madre; en marzo, mi hermano John. Después de esto, la mayoría de las noches tenía que acostarme borracho para conciliar el sueño. Aparte de fugaces intentos de enmienda, la rutina se mantuvo hasta 1976. Era un infierno para mi familia, pero no impidió que trabajara satisfactoriamente en El rey del juego o MASH y en un libro sobre mis padres y hermanos. Desesperado por superar el problema me sometí en dos ocasiones a crueles programas de desintoxicación cuyo único resultado fue descubrirme incapaz de sostener la inmutable continencia que pretendían. Entonces probé a dejar la bebida por mi cuenta, pero al segundo día de prueba me desmayé mientras almorzaba con un ejecutivo editorial. Cuando recobré el conocimiento estaba amarrado a una cama en la unidad para alcohólicos de un hospital. Tuve que sufrir un nuevo tratamiento y más sesiones de Alcohólicos Anónimos hasta que se me juzgó apto para continuar la recuperación por mi cuenta.
Me parece que esta vez aguanté casi dos meses antes de que la sed reapareciera. Entonces decidí cambiar enteramente de enfoque. El insomnio era un problema grave y yacía en la cama cavilando sobre los efectos narcóticos que siempre habían tenido los licores. Así me vino a las mientes que acaso podía consumir alcohol sólo de noche con el doble objetivo de conciliar el sueño y satisfacer mis apetencias. Una condición necesaria de este plan era el secreto, especialmente con Frances, mi mujer, quien abrazaba sin reservas las ideas de A.A. desde que fuera aleccionada en las reuniones de Alanon, una escisión de ese grupo. Yo sabía que interpretaría mi designio como una simple justificación al servicio de un hábito funesto.
Ocultar a tu esposa que estás consumiendo veintitantos centilitros de licor al día exige una cierta inventiva para el disimulo. Has de hallar, por ejemplo, un buen escondrijo donde guardar el líquido, que en mi caso ha sido generalmente vodka dados su poco perceptible olor y su bajo costo, una ventaja adicional que me ha permitido no esquilmar, al menos con ese gasto, los recursos domésticos. A pesar de todo, en unas seis ocasiones a lo largo de dos décadas Frances descubrió que yo seguía bebiendo, bien porque probaba un sorbo de lo que suponía un refresco, bien porque me vigilaba ex profeso. Entonces yo me culpaba de una recaída pasajera y ella volvía a decir que de repetirse la infracción me abandonaría en el acto. En cada caso he prometido enmendarme y, tras un intento pasajero de cumplir la promesa, he regresado a mi solitaria ingestión nocturna.
La situación se complicó hace unos años cuando el doctor Edgar Leifer, nuestro médico de cabecera, recetó coumadina para mi fibrilación auricular añadiendo una severa advertencia sobre los riesgos de mezclar alcohol con ese fármaco. Pero yo procedí a mezclarlos: 2,5 mg de coumadina por la mañana y media pinta de vodka por la noche. Tal vez la separación temporal mitiga los efectos nocivos de la combinación; o quizá los médicos emiten su prohibición sin demasiado fundamento, en particular cuando saben, como le ocurre al doctor Leifer, que el paciente tiene un problema con el alcohol; o a lo mejor se trata de un peligro real, como se afirma, pero éste es acumulativo. Mas aunque hubiera sido posible conocer las consecuencias precisas en mi estado físico, no estoy seguro de si habría lamentado mi afición a la bebida, pues creo que sin ella no hubiese terminado ni este libro ni otros muchos proyectos.
Entre las satisfacciones de vivir en Nueva York hacia 1934 estaba la oportunidad de ver con frecuencia a mi hermano Jim. Nuestros respectivos periódicos nos asignaron un par de veces la misma historia y cuando él tomó a su cargo la columna de bridge en el Herald Tribune y yo empecé a escribir sobre ese juego para el Mirror, nos encontrábamos a menudo cubriendo los mismos torneos. En uno de ellos se celebró una competición aparte para los periodistas asistentes: participamos como pareja y llegamos a las semifinales.
Mi vida social estaba básicamente restringida a dos tabernas recién legalizadas, la de Tim Costello y, junto a la entrada trasera del Herald Tribune en la calle 40, un local conocido informalmente como Bleek’s por el nombre de su propietario. Cuando se derogó la ley seca apareció allí un letrero que lo bautizaba como Artist and Writers Restaurant, formerly Club (Restaurante, antiguamente Club, de los Escritores y el Artista). Mi hermano John contaba que Jack Bleeck conocía a varios escritores, pero a un solo artista. John organizó más tarde un grupo al que llamó Formerly Club (Club Antiguamente).
En ambos establecimientos dedicábamos como el ochenta por ciento del tiempo a la bebida, el veinte por ciento a la comida y el total a la conversación entre hombres con distintos grados de intoxicación. Bleek’s había excluido a las mujeres mientras duró la ley seca y el veto se mantuvo un par de años tras su abolición. En cualquier caso, los locales como Tim’s, más bares que restaurantes, tenían una clientela casi únicamente masculina. Las mujeres «respetables» de aquella época no iban a esos lugares sin (y a veces tampoco con) un acompañante varón.
Tras la muerte de su marido, mi madre se mudó a una apartada granja de New Milford, Connecticut, y en aquel medio despojado de hembras jóvenes pasábamos sus hijos buena parte de las vacaciones universitarias o las fiestas laborales. El resultado (y quién sabe si también la causa) de esta recatada vida social fue que los tres mayores nos quedamos algo rezagados en la persecución adolescente de experiencias sexuales y vínculos amorosos. David, nuestro hermano menor, era en cambio mucho más desenvuelto: antes de cumplir tres años había agregado a la familia una hermana imaginaria llamada Alice Heinzie Blue.
John Lardner era ya conocido por los comentarios que firmaba en el Herald Tribune cuando, a los veintiún años y pocas semanas después de que muriese nuestro padre, estrenó su propia columna deportiva en una cadena de prensa. Jim no había cumplido aún veinte cuando, en 1934, comenzó a trabajar también en el Herald, a cuya redacción de París se iría tres años más tarde. Yo publiqué mi primer artículo en una revista de ámbito nacional cuando tenía dieciocho y terminé el primer guión premiado con un Óscar sin haber cumplido los veintiséis. Antes de su muerte a los veinticinco años, había suficientes indicios de que David habría sido el más polifacético de los cuatro hermanos. A los veinte empezó a colaborar en la sección The Talk of the Town (Ecos de la ciudad) del New Yorker. Durante los años siguientes se haría cargo de tres columnas: Tables for Two (Mesas para dos), sobre clubs nocturnos, la recién creada Notes on Sports (Notas Deportivas) y, cuando falleció el crítico de cine, The Current Cinema (Actualidad Cinematográfica). Como el New Yorker no permitía que el mismo articulista figurase más de una vez en un número, sus columnas aparecían firmadas por D.E.L., D.L. y David Lardner.
Una de las primeras películas que reseñó para el New Yorker fue La cruz de Lorena, en la que oficialmente intervinimos seis escritores: tres para el guión y tres para el relato. En su crítica, más bien tibia con respecto a los méritos globales de la obra, ventiló el embrollo de los guionistas implicados diciendo que su abundancia desaconsejaba las menciones individuales.
Una de las razones por las que los cuatro hermanos podíamos imaginarnos convertidos en escritores y nuestro padre, no, era, naturalmente, que nosotros teníamos delante su propio ejemplo y habíamos aprovechado además sus observaciones sobre el lenguaje o las sutilezas del periodismo. Cuando era joven, nadie en su entorno próximo se ganaba la vida escribiendo y él mismo estaba inicialmente más interesado en las letras de canciones que en la prosa. Pero un golpe de suerte dio un vuelco a la situación: murió el autor de In the Wake of the News (La estela de las noticias), la columna más popular del Chicago Tribune, y le propusieron que se encargara de ella. Por vez primera podía incorporar a su trabajo profesional la mezcla de poesía, parodia, absurdo e inglés agramatical que empleaba en las canciones. Para esa columna escribió una serie de poemas luego recogidos en su primer libro, Bib Ballads (Baladas del babero), que se publicó en 1915. Están dedicados a su hijo John y abordan jovialmente las emociones de cualquier padre primerizo.
Tienes, mi niño, una cosa en tu poder
que tu padre anda loco por tener.
No es un libro de cuentos ni un juguete,
es no más tu fantasía, mozalbete.
Si la tuviera, ¡cómo gozaría
sin gastarme un centavo en todo el día!
Quién pudiera ir a galope como un rayo
con un palo de escoba por caballo.
O subir a un columpio y navegar
cual marinero por el ancho mar.
O ver en una silla un tren exprés
que va a todas partes y vuelve después.[5]
Su prematura muerte nos impide especular sobre lo que Jim y David podrían haber logrado, pero me parece incuestionable que ni las mejores obras de John ni las mías se acercan a las cotas de calidad alcanzadas por nuestro padre. También es cierto, por otro lado, que a la edad de digamos veinticinco años estábamos más adelantados que él en nuestras respectivas ramas del oficio.
John se asemejaba más a mi padre en el porte y el habla, en la afición a los deportes (aunque también escribió sobre otros muchos asuntos) y en la consideración de sus colegas, sobre todo los periodistas. Su salud también empezó a decaer hacia los cuarenta años debido a una grave y largo tiempo descuidada tuberculosis seguida de varios infartos y, en su caso, esclerosis múltiple. Este último diagnóstico, me dijo, fue el golpe final y lo condujo a declinar la oferta de hacer crítica teatral para el New Yorker, pues temía que los síntomas de la enfermedad aflorasen al caminar por el pasillo de un teatro.
El infarto definitivo ocurrió apenas seis semanas después de que, junto al lecho de nuestra madre, indicáramos al médico de ésta que no tomase medidas extremas para mantenerla viva en un estado de invalidez irreversible. La muerte de mi hermano fue un mazazo que me reafirmó en la decisión tomada por ambos con nuestra madre: prolongar su vida la habría condenado a soportar la pérdida del cuarto de los cinco hombres que hubo en su vida.
Jim fue el segundo cuando habían pasado casi cinco años exactos desde la muerte de nuestro padre. En 1931, España reemplazó su vieja monarquía, posiblemente la más caduca de la Europa occidental, por una república democrática moderna. Las elecciones de 1936 llevaron al poder a una coalición popular de izquierda y las fuerzas reaccionarias derrotadas desencadenaron entonces una revuelta militar capitaneada por «cuatro generales alzados» bajo el mando de Francisco Franco. Hitler y Mussolini apoyaron inmediatamente a los rebeldes suministrándoles tropas, tanque y aviones. Voluntarios de todo el mundo (incluidos muchos exiliados alemanes e italianos) respondieron formando las Brigadas Internacionales para ayudar a las mal organizadas y peor equipadas milicias del gobierno.
Mi ferviente adhesión a los «leales» (así llamábamos a los defensores de la República) se vio consolidada cuando Jim, que tenía veinticuatro años, llegó a España como corresponsal de guerra para el Herald Tribune. Se sentía frustrado por misiones periodísticas consistentes en traducir y recomponer textos o hacer guardia frente a un castillo del mediodía francés para averiguar si Wallis Simpson se casaba el miércoles o el viernes. Y aunque había hablado de enrolarse antes de dejar París en marzo de 1938, llegó, según creo, a la conclusión de que podía ser más útil a la democracia española como periodista. Sin embargo, cambió de parecer después de presenciar una batalla entre las Brigadas Internacionales y el ejército regular de la Italia fascista que relató en un largo y minucioso despacho enviado a sus jefes. Su crónica acabó reducida a dos párrafos insignificantes en beneficio de un reportaje escrito por Vincent Sheean, un autor muy popular que, irónicamente, era el mejor amigo de Jim en España. Para aquella implacable mentalidad lógica, los hechos habían desmentido su conclusión inicial y desoyendo los consejos de Sheean y Ernest Hemingway, con quienes había viajado en tren desde París a Barcelona, se presentó voluntario al batallón norteamericano conocido como Brigada Lincoln. Cuando sus oficiales, temerosos de la publicidad adversa si resultaba muerto, lo destinaron a una unidad de retaguardia para inadaptados, Jim desertó y se marchó al frente. En una carta dirigida a nuestra madre enumeró las principales razones para alistarse:
Porque creo que el fascismo es despreciable y debe ser destruido.
Porque mi entrada en las Brigadas Internacionales puede contribuir a que se revise la política de no intervención en Estados Unidos.
Porque acabada la guerra seré un antifascista más efectivo.
Porque en mi ambiciosa búsqueda del conocimiento en todos los campos
no puedo, a esta edad, dejar la guerra a un lado.
Porque pienso que será bueno para mi espíritu.
Fue herido en su primera acción de combate y, a resultas de ello, estuvo seis semanas hospitalizado antes de regresar al frente. Cierto día, siendo cabo de una patrulla de exploradores, pidió a sus hombres que esperasen mientras investigaba unos ruidos en la loma que tenían enfrente. Sus camaradas oyeron un grito en castellano y después la voz desafiante de Jim en el mismo idioma. El enemigo respondió entonces con fuego de ametralladora y granadas de mano suficientes para repeler un ataque en toda la regla. Murió la noche anterior a la retirada de los brigadistas que luchaban con el bando republicano.
Durante el breve tiempo que estuvo entre nosotros —diría después Milton Wolff, comandante de la Brigada Lincoln—, y a pesar de su acusada timidez natural, se ganó la amistad y el respeto de todo el batallón. Era apreciado como hombre y como soldado y recibió enseguida el grado de cabo por su entrega y su coraje.
Lo que hizo fue extraordinariamente valeroso: penetrar solo en tierra de nadie y en plena noche dejando atrás a sus dos hombres para que nadie, excepto él, arriesgara la vida.
Mi madre, que como pacifista se había opuesto a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, atribuyó su muerte a una noble entelequia. Para mí fue la pérdida más devastadora entre las sufridas en la familia. Siempre habíamos estado muy próximos, tanto que, cuando siendo niños preguntaba por nuestro paradero, la gente mencionaba siempre una unidad conocida como Jim-y-Bill o Bill-y-Jim. Junto al dolor me abrumaba un irracional sentimiento de culpa por no haber sido yo quien se alistara en lugar de quedarme en casa disfrutando las delicias de la primera paternidad. Y recordando las muchas conversaciones que habíamos tenido sobre política nacional e internacional, me preguntaba hasta qué punto podía yo haber influido en la decisión (aunque desde luego sabía decidir por sí mismo) que lo condujo a un final tan temprano.
No era fácil ser periodista en aquellos años sin sentir el anhelo de informar sobre la lucha contra el fascismo. Exonerado del servicio militar por problemas de vista, David consiguió con artimañas que lo enviaran a Londres en julio de 1944 bajo los auspicios de la Oficina de Información Militar y en septiembre se las arregló para obtener las credenciales de prensa requeridas en Francia, donde empezó a escribir crónicas para el New Yorker. A mediados de octubre se publicó su primer artículo, «Carta desde Luxemburgo». Pocos días después, David y un corresponsal llamado Russell Hill fueron en jeep a Aachen, ciudad alemana que acababa de ser tomada por los aliados. Cuando regresaban en plena noche con los faros apagados, el vehículo se salió de la carretera y fue a dar contra un montón de minas. Hill sobrevivió, el conductor murió casi al instante y David falleció en el hospital sin recobrar la conciencia. En el siguiente número del New Yorker apareció una necrológica firmada por los editores que terminaba con estas palabras: «Lo queríamos y admirábamos como a pocos hombres que hayamos conocido; nunca habíamos impreso un párrafo más doloroso que éste».
En cuanto fue informado por los responsables de la revista para la que él y David escribían, John corrió al hotel donde se alojaba nuestra madre mientras trabajaba en la ciudad como ayudante voluntaria de enfermería. Luego se envió un mensaje a Frances, la mujer de David, diciéndole que volviera a casa tan pronto concluyera su jornada en la radio, donde trabajaba de actriz. John me localizó en la vivienda de Dalton Trumbo en Beverly Hills y me pidió que hiciera todo lo posible por volar a Nueva York cuanto antes para prestarles mi ayuda. En aquel tiempo, los viajes estaban severamente limitados por los imperativos de la guerra, pero al día siguiente yo estaba en un avión gracias a las gestiones de James Cagney, con quien trabajaba en una película (nunca realizada) sobre George Armstrong Custer.
Con seis y veintiún meses, Joseph y Katharine, los hijos de David, eran demasiado jóvenes para que se les contara lo sucedido. Frances, que protagonizaba las series Topper (Chistera) y Terry and the Pirates (Terry y los piratas), decidió seguir trabajando en ambas tanto por el dinero como por la necesidad de mantener una cierta rutina cotidiana. Aunque muchos amigos y familiares acudieron rápidamente para consolarla, la crueldad de este tercer golpe fue para mi madre inimaginable. Más de un mes transcurrió hasta que se sintió capaz de retomar su trabajo con enfermos terminales de cáncer. Después de la guerra pasó gran parte del tiempo en New Milford dedicada a leer, tejer, resolver crucigramas y cuidar su jardín. Esa monótona existencia se prolongó hasta principios de los cincuenta, cuando, en una de las imprevistas repercusiones de la lista negra, mi familia acudió a ella en masa.