Creo que soy Dios
La historia de cómo llegué a ser un preso político se remonta a mi primera infancia, época en la que desplegaba un apremiante afán de impresionar a la gente con opiniones heterodoxas, alardes extravagantes y exageraciones descabelladas. Tenía tres años cuando, una mañana durante el desayuno, amenacé con llevar a cabo un auténtico exterminio.
—Si te atreves a decir una palabra más —dije dirigiéndome a Jim, el segundo de mis tres hermanos— te mataré a ti, señor Jimmie, y al señor John (mi hermano mayor) y al señor Papá y al señor Hermano Bebé.
A lo que Jim respondió:
—¡Bah! Nadie puede matar a hermano bebé porque es muy pequeñito.
—Lo mataré porque lo asaré en el horno y lo mataré —proseguí—. Eso pienso hacer.
Éstas fueron nuestras palabras exactas según las registró mi padre en In the Wake of the News (La estela de las noticias), la columna del Chicago Tribune donde a menudo narraba las conversaciones familiares en nuestra casa de Evanston y luego, mientras preparábamos el traslado a Nueva York durante la primavera de 1919, en nuestro apartamento de Buena Avenue. Nos mudamos al este para que mi padre, ya muy conocido por los relatos de You Know Me Al que publicaba el Saturday Evening News, escribiera una columna que aparecería en ciento cincuenta periódicos y lo convertiría en una de las plumas más célebres del país.
Buen pianista y aficionado a escribir canciones, poseía el tono perfecto y una prodigiosa capacidad para plasmar la manera como hablaban y escribían los norteamericanos semiletrados. La combinación de ese oído excepcional con las muchas oportunidades que, como cronista deportivo, tenía de escuchar a jugadores de béisbol y otros deportistas había producido un estilo literario realmente peculiar: «Y le dirigió una mirada en almíbar como para untar tostadas», dice el vendedor de puros que hace de narrador en The Big Town (La gran ciudad) sobre el individuo que se ha prendado de su cuñada. En otro relato de la misma colección (junto con You Know Me Al, lo más próximo a una novela en la obra de mi padre), se describe un lujoso hotel de Long Island donde «hay incluso barbero y valet, aunque no puedes pedirle un afeitado al primero mientras el otro plancha la ropa, de modo que es prácticamente imposible ponerse debidamente de punta en blanco en una sola tacada».
Mi padre no quería llamarme Ring y empleó su columna para disculparse por ello:
Cuando «timbre» te apoda el agudo o el gracioso,
cuando te dan la matraca hasta ponerte nervioso,
cuando un «ring, dígame» te ponga a cien o a mil,
recuerda que tu padre te quiso llamar Bill.[1]
Como nos llamábamos igual, yo era muy consciente de la fama asociada a su nombre. Mientras vivía (murió con cuarenta y ocho años en 1933) y durante bastante tiempo después de su muerte, al ser presentado me preguntaban invariablemente: «¿Es usted pariente del escritor?» o «¿Es usted el escritor?». Pero en los años cuarenta y cincuenta, el reconocimiento se fue disipando y la gente empezó finalmente a preguntar «¿Ring? ¿Qué clase de nombre es ése?».
Era un hombre de aspecto impresionante, con pómulos salientes, ojos hundidos y casi ciento noventa centímetros de estatura, algo poco común en su generación. No hablaba mucho y casi nunca alzaba la voz, pero lo que tenía que decir siempre merecía ser escuchado y resultaba a veces muy divertido, sobre todo porque no se reía mientras hablaba. H.L. Mencken, Virginia Woolf y Edmund Wilson, entre otros, lo veían como un pionero literario; él, sin embargo, se consideraba por encima de todo periodista y fueron sus criterios periodísticos lo que procuró transmitir a sus hijos. A casa llegaban cuatro periódicos neoyorquinos cada día y las conversaciones de sobremesa solían girar en torno a cuál de ellos había abordado mejor determinado asunto. Sólo mi hermano John había empezado a trabajar como reportero antes de que nuestro padre muriese, pero los demás hijos también conseguimos nuestros primeros empleos en diarios de Nueva York, y todos sacamos provecho de sus enseñanzas.
Su insistencia en identificarse con el periodismo formaba parte de un rechazo general a tomarse a sí mismo o sus escritos demasiado en serio. Recuerdo que, siendo niño y a raíz de no sé qué lectura, le pregunté:
—¿Tú eres un humorista?
—Si te dijera que sí —respondió— sería como si alguien le preguntara por su posición a un jugador de béisbol y éste contestara «soy un tercera base magnífico».
En 1924, cuando F. Scott Fitzgerald le vendió a Max Perkins de Charles Scribner’s Sons la idea de recopilar los cuentos de Ring Lardner, mi padre no tenía copias de la mayoría y no conseguía recordar dónde se habían publicado algunos. Una vez exhumados de varias bibliotecas y reunidos en un volumen, aceptó el título sugerido por Scott, How to Write Short Stories (Cómo escribir cuentos), pero en lugar de una introducción seria, escribió:
Un buen número de escritores jóvenes comete el error de adjuntar un sobre con sus señas, el franqueo pagado y el tamaño preciso para que el manuscrito regrese al punto de partida. Resulta una tentación excesiva para el editor. Personalmente me parece adecuada la estratagema de no firmar siquiera el relato y, tras depositarlo en un sobre con los sellos y la dirección correspondientes, trasladarlo a una población donde no resido Para expedirlo desde allí. El editor ignora quién ha escrito el relato, ¿cómo podría devolverlo? Está en un buen aprieto.
Cada cuento llevaba una explicación anexa. A Frame Up (Una intriga), que trataba sobre un púgil prodigioso, aparecía reseñado como «una aventura ambientada en la Guerra de los Cien Años, donde se detallan las peripecias de dos zorros de casta originarios de Francia y Castilla».
El año en que se publicó esa primera antología, mi padre hizo incursión en el movimiento dadaísta bajo la forma de una obra teatral (nunca representada, que yo sepa) llamada / Gaspiri o The Upholsterers (Los tapiceros):
ACTO 1
Vía pública en un cuarto de baño. Un hombre llamado Tupper acaba ostensiblemente de bañarse. Un hombre llamado Brindle se está bañando. Un hombre llamado Newburn sale del grifo que se mantiene abierto. Se va por el desagüe. Dos personas que no se conocen hablan sobre la alfombrilla de baño.
PRIMER DESCONOCIDO
¿Dónde ha nacido usted?
SEGUNDO DESCONOCIDO
Fuera del matrimonio.
PRIMER DESCONOCIDO
El paisaje de ese país es extraordinariamente bonito.
SEGUNDO DESCONOCIDO
¿Está usted casado?
PRIMER DESCONOCIDO
No lo sé. Hay una mujer que vive conmigo, pero no consigo situarla.
Tres forasteros llamados Klein cruzan tres veces el escenario. Piensan que están en una biblioteca pública. Se oye una tos de mujer en la parte exterior izquierda del escenario.
UN NUEVO PERSONAJE
¿Quién tose?
DOS MOROS
Es mi madre. Murió hace un rato de manera fortuita.
UN GRIEGO
¡Y menuda mujer que era!
Se baja el telón durante siete días para denotar el transcurso de una semana.
La mente que concibió una incongruencia tan disparatada era la misma que se preciaba de su rigor cuando relataba hechos. Ya fuera un partido de la Serie Mundial o una conversación entre sus hijos, mi padre siempre suministraba al lector un testimonio igualmente escrupuloso de los sucesos que había visto o de las palabras que había oído. En estos pasajes tomados de su columna de Chicago, yo tengo tres años y medio y aparezco bajo el nombre de Bill.
LA ESTELA DE LAS NOTICIAS
de Ring W. Lardner
PERSONAJES:
Le Père
La Mère
John, el hijo mayor
Jim, el hijo de tamaño mediano
Bill, el hijo de su madre
ESCENA: desayuno
BILL
Ya me he acabao el dezayuno.
LA MÈRE
¿Y me vas a dar un beso?
BILL
No puedo estar dando besos todos los días.
Sólo los miércoles.
LA MÈRE
BILL
Sólo por las tardes.
LE PÈRE
¿Qué clase de coche tiene, señor Bill?
BILL
Tengo un coche muy peligroso.
Atropella a las señoras gordas.
JOHN
Si atropellas a las señoras te arrestará la policía.
BILL
También atropella a la policía.
Otro episodio:
BILL
¿Y por qué yo no tengo nada?
LE PÈRE
Ya te han regalado una pelota,
pero hoy no es tu cumpleaños.
Es el cumpleaños de John y Jim.
BILL
Sí es mi cumpleaños.
JIM
No es tu cumpleaños porque no eres más mayor.
BILL
Soy tan mayor como tú, señor Jimmy.
JIM
No, porque yo tengo cinco años.
BILL
Yo tengo mil millones treinta y nueve años
y eso es ser muy mayor.
JIM
Ni siquiera eres más mayor que John
porque él tiene siete años.
BILL
Yo soy más mayor que John
porque él tiene siete años y yo soy Dios.
Yo soy más mayor que todo el mundo.
Creo que soy el hombre más mayor del mundo.
JIM
¡Pero piensa un poco!
JOHN
Si piensa que es más mayor, déjalo que lo piense.
Nosotros somos mayores.
BILL
No, señor Johnny, porque yo soy más mayor que nadie.
JIM
¿Más mayor que nadie? Los gigantes son más mayores.
BILL
Yo soy un gigante. Y creo que soy Dios.
Aunque la columna se publicaba a diario, mi padre supo encontrar tiempo para dedicarse a escribir todo un rosario de textos, entre ellos la tira cómica de You Know Me Al (Ya me conocéis) seis días a la semana y el guión para The New Klondike (El nuevo Klondike), una película de 1925 sobre un jugador de béisbol atrapado en el boom inmobiliario de Florida (La dirigió Lewis Milestone, que más adelante haría Sin novedad en el frente). A mediados de los años veinte tuvo que reducir su actividad periodística para concentrarse en los cuentos. Aun así, consiguió escribir cuadros de revista o letras de canciones para Florenz Ziegfeld y aportó seis números a Smile (Sonrisa), el musical que éste produjo contando con un reparto que incluía a Fred y Adele Astaire («Alguien me regaló un diccionario de rimas en Navidad y no pude cambiarlo por una corbata», le explicó mi padre a un reportero que quería saber por qué había empezado a escribir letras). Una fuente de especial satisfacción tras varias tentativas infructuosas de escribir para la escena fue la obra June Moon (Luna de junio) que escribió con George S. Kaufman, una comedia sobre el negocio de la canción popular que se convirtió en un gran éxito de la temporada 1929-1930 en Broadway.
Los fragmentos citados, junto con posteriores revelaciones familiares y mis propios recuerdos, muestran una clara determinación de hacerme notar. El hecho de que fuera algo obeso y torpe no disminuía sino que aumentaba esa necesidad. La mejor manera de recabar la atención anhelada era, según parece, verter opiniones que oscilaban entre lo inesperado y lo escandaloso. A la altura de los doce años había pasado de identificarme con Dios a negar su existencia. «No hay una entidad semejante», le dije a un vecino (Aunque su madre presentó a la mía una queja formal, me alegra decir que el chico terminó recuperándose del impacto y llegó a ser congresista). Lo más llamativo de nuestra familia era la ausencia de emociones externas. Tratábamos de expresar nuestras ideas, no nuestros sentimientos. La voz estentórea era un suceso tan raro como desagradable y todos éramos más bien partidarios de mordernos la lengua, aunque William Shawn, el incombustible editor del New Yorker, describió a mi hermano David, el más joven de nosotros, como «un poco más abierto y un poco más locuaz que los otros Lardner».
Ni mis hermanos ni yo sostuvimos jamás con nuestro padre la tradicional conversación de hombre a hombre sobre sexo. Y dudo que él contemplara siquiera esa posibilidad, pues habría sido incapaz de pronunciar las palabras pertinentes (que eran literalmente impronunciables en nuestra casa). Durante la última década de su vida, mi padre fue advirtiendo que otras personas las empleaban; y aún más, que para algunos escritores el sexo era un tema no ya admitido sino incluso predilecto. Desde su punto de vista, esos colegas tenían un gusto imperdonablemente defectuoso. En su propia obra, no obstante la profundidad y complejidad psicológica que fue adquiriendo, no hubo jamás un atisbo de pasión erótica; ni siquiera llegó a escribir sobre lances que normalmente calificaríamos de amorosos.
Si tener raíces en el Nuevo Mundo fuera una eximente, yo habría estado bien protegido contra la acusación de antiamericanismo. Mis antepasados en ambas ramas de la familia han vivido aquí desde el siglo XVII, y tanto los Lardner como los Abbott (los ancestros de mi madre) fueron pioneros por partida doble. Los primeros se establecieron en Pennsylvania y los segundos en Massachusetts, pero más tarde, a mediados del XIX, se trasladaron a Michigan e Indiana. Emigraron, es cierto, al indómito Medio Oeste, pero no debemos confundirlos con los desheredados que se desplazaban en sus carromatos o con las oleadas de inmigrantes europeos ávidos de tierra (esos ciento sesenta acres que, con mucho esfuerzo, permitían sostener a una familia). Los Lardner y los Abbott también buscaban tierra, pero enormes extensiones donde invertir provechosamente sus capitales. Como atractivo adicional, abandonaban grandes ciudades con una nutrida burguesía y se dirigían a unos asentamientos fronterizos (Niles, Michigan y Goshen, Indiana) donde iban a compartir su privilegiada posición con apenas media docena de familias.
El abuelo materno de mi madre era párroco de la iglesia episcopaliana de Niles. Mi abuela y mi tía, ambas llamadas Lena, tocaron el órgano de esa parroquia a lo largo de ciento un años. El rigor de la fe religiosa profesada por la vieja Lena queda bien ilustrado con la carta que escribió en 1898 a una amiga cuya hija acababa de morir.
Querida señora Miller:
Conozco por experiencia su aflicción y sé cómo añora a la radiante niña que tan dulcemente la acompañaba en la vida cotidiana. El único lenitivo para usted es intentar comprender que ella está contenta y a salvo. Todo lo que una madre solícita pudiera hacer por ella es incomparable con lo que el Padre Celestial ya ha hecho. Tras un breve padecimiento, está feliz y eternamente en Sus acogedores brazos. Pensando en el gozo de su hija usted recibirá consuelo y con la ayuda de la fe cristiana aguardará anhelante la hora del reencuentro.
Suya afma.,
LENA B. LARDNER
Incluso para muchas personas de aquel tiempo habría resultado inaguantable la ostentosa rectitud que impregna tal misiva de consuelo, pero podemos suponer que mi abuela conocía a la destinataria y que ésta leyó la carta con la misma efusión con que fue escrita.
Mi abuela fue la única maestra de mi padre hasta que, al cumplir éste diez años, un preceptor se hizo cargo de su educación y de la de sus dos hermanos menores. De este modo no se vio afectado por las charlas de patio (versión 1890, en este caso) que suelen proporcionar a los niños algunas nociones, tal vez sesgadas, sobre los hechos de la vida. Pese a todo, asistió cuatro años a la escuela secundaria de Niles y, más importante, tras convertirse en cronista deportivo casi por accidente, pasó una década en contacto diario con jugadores de béisbol y otras agrestes criaturas de las canchas. Sin embargo, permaneció en buena medida inmune a tales influencias. Todavía en 1922, mi hermano Jim y yo nos vimos privados todo un mes de nuestra paga por soltar esta hilarante agudeza durante la cena:
Pregunta: ¿Cuál es el desliz más grande de la Biblia?
Respuesta: El de Josué, que fue de Jericó a Jerusalén montado en su ano.[2]
Sus anticuados valores pervivieron durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando tanto las maneras de vestir o hablar como las relaciones entre hombres y mujeres se alteraron radicalmente. Daba igual que los dos campos profesionales a los que estaba más ligado fueran el deporte y el teatro de Broadway o que uno de sus mejores amigos fuese Scott Fitzgerald, que escribió relatos sobre la Edad del Jazz y dedicó una recopilación( Todos los hombres tristes) a Ring y Ellis, mis progenitores.
Dos décadas antes, éstos habían consumado un largo noviazgo básicamente por correspondencia. No se veían mucho porque él pasaba gran parte del tiempo acompañando a los White Sox de Chicago o viajando a competiciones deportivas mientras ella, entonces Ellis Abbott, estudiaba su licenciatura en el Smith College. Tras los esponsales, mi madre se colocó en una escuela militar de Indiana donde enseñaba a algunos vástagos del profesorado universitario y mi padre aceptó un empleo en San Luis como redactor jefe del Sporting News. Esto representaba un incremento salarial de treinta y cinco a cincuenta dólares semanales, pero la gran ventaja esgrimida ante Ellis y su familia era que con ese trabajo se permanecía fijo en un sitio. Cuando dimitió tras descubrir que su patrón era un granuja, intentó venderle al señor Abbott una oferta que había recibido para trabajar como gerente de un equipo de béisbol de la ligas menores radicado en Louisville, Kentucky. Mas el padre de Ellis, según dice ella misma en una carta, pensaba que «un “jugador” es un “jugador” y no puede mudar de piel» y que sus hijas eran «objetos excepcionales y delicados que no deben entrar en contacto con esa “maldita fauna deportiva”». Mi padre contestó dirigiéndose directamente al señor Abbott para prometerle que «Ellis jamás tendrá que ver un solo jugador ni un partido de béisbol».
Pero las cosas darían un giro inesperado. El Boston American le ofreció cuarenta y cinco dólares a la semana como comentarista local de béisbol y el futuro suegro no puso reparos. Era evidente que para los Abbott de Andover cualquier relación con Boston pulía incluso a un jugador de béisbol. Mi padre, curiosamente, nunca adujo como argumento a su favor la posibilidad de publicar cuentos en revistas y convertirse así en escritor profesional, quizá porque ni siquiera la había considerado. Se casó finalmente en junio de 1911, cuando tenía veintiséis años, y pasaron tres más antes de que escribiera y vendiera la primera pieza de ficción para cubrir los gastos generados por la llegada de su segundo hijo.
Mi madre era juiciosa, cordial y espectacularmente atractiva, y nosotros recibimos de ella tanto como de mi padre. Aparte de la influencia ambiental, la mitad de nuestros genes procedía del linaje Abbot. Ambos modelaron nuestras actitudes en áreas esenciales del aprendizaje. Nosotros respondíamos, por lo común positivamente, a lo que ellos pensaban sobre libros, arte, música, teatro, política, personas y comportamientos sociales. Estimulados por nuestro padre, seguíamos los acontecimientos deportivos y los éxitos de Broadway; ella nos animaba a la lectura de Charles Dickens y Jane Austen, sus autores favoritos.
Criada en un hogar presbiteriano de Goshen, Indiana, cuyas normas verbales y de conducta diferían poco de las vigentes entre los Lardner de Niles, Michigan, mi madre estaba pese a todo más capacitada para adaptarse a un entorno cambiante. Durante sus años finales (murió en 1960) podía aceptar, si no aprobar, que una pareja viviera amancebada. Mi padre, por contra, nunca cedió un palmo de terreno a lo largo de su más breve existencia. Recluido en un hospital gran parte de los dos años anteriores a su muerte (y con el humor tal vez avinagrado por la enfermedad), escuchaba la radio y escribía crónicas sobre el nuevo medio para el New Yorker escrutando las insinuantes letras de las canciones populares. En su tiempo, al igual que en el nuestro, la mayoría de los escritores intentaba romper las trabas de la censura. Mi padre, por el contrario, invitaba a los censores de las emisoras a dar un paso al frente para limpiar las ondas de letras tan procaces como «iré hacia ti, sé que me deseas… dejémonos llevar». Justo en los límites de lo admisible, escribió, se hallaba «apaga la luz y vamos a dormir» (Según puntualizó a sus lectores, se rumoreaba que «en la versión original, la última palabra no era “dormir”»).
Sus rígidas ideas en estas materias me proporcionaron una noción bastante precisa sobre los criterios morales imperantes entre la buena sociedad finisecular. Ahora, en este nuevo cambio de siglo, cuando observo cuánto han variado esos criterios, encuentro la mutación tan drástica como las otras grandes transformaciones de los últimos cien años. Cada generación, por supuesto, destaca lo mucho que se ha ampliado la libertad en el lenguaje o en libros, revistas, escenarios, etcétera., y cada generación parece convencida de que la tolerancia ha llegado tan lejos como era posible. Apenas unos años después de la muerte de mi padre, Cole Porter comparaba jocosamente los «viejos tiempos» en que «por un tobillo apenas entrevisto, aquí se armaba la de Dios es Cristo» con el libertinaje de 1936 en que «de todos es bien sabido que ya nada está prohibido».
¿Cómo habría reaccionado mi padre a las películas de los años noventa con sus desnudos frontales de hombres y mujeres, sus cópulas casi obligatorias y la vedada palabra fucking («jodido» o «puto») como calificativo dominante en los diálogos? ¿O al reconocimiento de las prácticas homosexuales como variantes aceptables del impulso erótico? Durante mis primeros años en el mundo del cine, la larga lista de vocablos proscritos en el código de la producción cinematográfica incluía floozie, trollop, tart (golfa, pécora, fulana, buscona…) y al menos otras doce formas de designar a las mujeres impúdicas. Había también gran número de restricciones en lo que podía mostrarse. Se agrupaban principalmente en dos categorías: primera, exhibición patente de actividades sexuales o regiones señaladas del cuerpo humano; segunda, conductas delictivas o pecaminosas salvo que los perpetradores fueran debidamente castigados, por regla general con la muerte. La causa del fallecimiento, dicho sea de paso, podía no guardar relación alguna con la fechoría: era perfectamente admisible que un ladrón, un asesino o un adúltero —prácticamente cualquier facineroso imaginable— se saliera con la suya siempre y cuando se ensartara luego una escena en la que el réprobo halla un final horrible víctima de un terremoto o cualquier otra catástrofe fortuita.
Hoy en día, los personajes no están condenados a expiar sus culpas y no hay términos desterrados de las pantallas. MASH, de 1970, es la primera película norteamericana importante en la que se pronunció la palabra fuck (joder). Aunque el guión era mío, fue su director, Bob Altman, quien agregó el expletivo. Cuando la cinta fue clasificada X por los censores, los ejecutivos del estudio decidieron oponerse. Al final lograron la concesión de un ascenso (o descenso, según se mire) al grado R (acceso restringido). Desde entonces se han aflojado aún más las riendas y, a juzgar por obras recientes, uno estaría tentado de concluir que ya no hay enormidad imposible en las pantallas. Claro que si nos atenemos al historial del siglo XX, sería quizá más sensato no aventurar pronósticos sobre lo que se permitirá en el XXI.
Las recompensas de la fama nos afectaron profundamente. La casa a la que nos mudamos en el este era una gran mansión situada sobre una colina en Great Neck, Long Island. Delante tenía terrazas escalonadas y detrás, rellanos artificiales que bajaban airosamente hacia las aguas de la Bahía de Manhasset. El primero, territorio de mi madre, era un jardín más o menos reglamentario con un prado circular y estanque para peces. En el segundo había un garaje para tres coches, cuadras y un huerto. Luego venía una cancha de tenis que las noches propicias de invierno inundábamos para convertirla en pista de hielo. El último y más extenso de los rellanos albergaba un impecable terreno de juego con sofisticados aparatos gimnásticos y un campo de béisbol apto para las ligas de alevines.
Dos fuerzas arrolladoras nos apremiaban a sacar el máximo partido de las instalaciones. Estaba mi padre, firme creyente en la dependencia mutua entre un cuerpo sano y una mente sana; y estaba la señorita Feldman, nuestra niñera prusiana, uniformada y diplomada, que era aun más intransigente en la materia. Incorporada al séquito familiar tras el nacimiento de David, mi hermano menor, en 1919, había llegado a casa acompañando a mi madre desde el hospital. Cobraba un decoroso sueldo de interna —siete dólares diarios— a cambio de tanto tiempo como fuese necesario, lo cual se tradujo en diez de los siguientes doce años.
Si la mayoría de los empleados trata de reducir el alcance de sus obligaciones, la señorita Feldman pugnaba por extenderlo. Su vigilante presencia llegó a ser apabullante en nuestras vidas, y más de lo que nuestros padres suponían, pues en la naturaleza de aquella mujer había una voluntad inexorable de ocupar cualquier espacio vacío. Esos huecos aparecían sobre todo por dos poderosas inclinaciones de mi madre. Una era la vida social: agasajar y ser agasajada, estar al día en novedades literarias y estrenos teatrales o atestar las habitaciones para invitados con todos los Lardner, Abbott y huéspedes extrafamiliares que pudiera engatusar. La otra tendencia (a menudo en conflicto con la primera) era ser una esposa tan abnegada como fuera humanamente posible: al servicio de su cada vez más célebre marido, asumía los papeles de secretaria para asuntos mundanos, agente comercial y gendarme contra los muchos admiradores del cónyuge o contra su predisposición al socorro de parientes y amigos. Estas responsabilidades se fueron ampliando de manera constante a medida que la salud y la resistencia al alcohol de mi padre declinaban.
El paso del tiempo no ha hecho del todo justicia al modelo de crianza practicado por la señorita Feldman. Aparte de suministrarnos una dieta rebosante de colesterol y de supervisar meticulosamente nuestras visitas al excusado, estaba obsesionada con los beneficios del aire libre. La tercera planta de la casa se destinaba a los criados, tres generalmente, entre los cuales no se contaba la señorita Feldman, como ella misma se encargaba de recordarnos. Seis alcobas en la segunda planta deberían haber constituido un número más que razonable para siete personas, pero no como estaban asignadas. A instancias de mi madre (dados los hábitos laborales y recreativos de su marido), mis padres dormían en habitaciones separadas; la señorita Feldman tenía su dormitorio y había otros dos para huéspedes. Eso dejaba un cuarto para los niños, pero allí no había ni una sola cama porque ese espacio se aprovechaba como vestidor. Los cuatro pasábamos nuestras noches, incluidas aquéllas en que congelábamos la pista de tenis, en un porche tabicado cuyos toldos desplegábamos para protegernos de las aguas previstas. Las imprevistas se colaban por los tabiques con asombrosa libertad. Aún puedo verme acostado y despierto mientras dos centímetros y medio de nieve se acumulaban en el piso. Todos aguardábamos en silencio a que un hermano más atrevido se levantase y bajara los toldos.
Después de entrar en la casa para vestirnos y desayunar, nos facturaban al campo de juego hasta la hora de ir a la escuela. A partir de los nueve años, John era transferido a un colegio privado de una comunidad vecina y recogido diariamente por nuestro jardinero-chófer del momento. Jim, yo y, más tarde, David, éramos transportados a un colegio distinto y muy costoso por la señorita Feldman, ineluctablemente uniformada de blanco almidonado y con cofia de institutriz a juego. Mi madre, que conducía durante los dos primeros años de matrimonio, nunca volvió a hacerlo desde que volcó pilotando un Chandler con la típica capota blanda de la época, y John, entonces un bebé, saliera despedido sin consecuencias. Renunció al volante a petición de mi padre.
Aunque los demás niños almorzaban en la escuela, la señorita Feldman se presentaba casi a diario con toda su indumentaria a cuestas para trasladarnos raudamente a la selecta mesa que preparaba en casa y luego al campo de juego si aún quedaba tiempo antes de las clases vespertinas. La jornada escolar solía terminar con actividades deportivas al aire libre (cuanto más frío el invierno, mejor el hockey en el estanque de la escuela). En cualquier caso, se nos mandaba invariablemente al campo de juego cuando regresábamos al hogar. También solíamos ir después de la cena y hasta que se cernía la noche durante los meses de horario estival. Y con respecto a las vacaciones de verano, dudo que superáramos un promedio de dos horas diarias bajo techo en días soleados.
Mi padre no se comunicaba excesivamente con la señorita Feldman, pero en lo tocante al ejercicio ambos estaban en la misma onda. Él pensaba que su propia educación había sido lastimosamente delicada y no quería que nosotros soportáramos la misma carga de indolencia. Un verano llegó incluso a contratar a un afamado extremo de la Universidad Vanderbilt para que nos instruyera en los rudimentos del fútbol americano. Durante todo un mes, consagramos dos días por semana a nuestros estudios futbolísticos sin obtener resultados tangibles. Jim, el único ágil entre nosotros, nunca superó los setenta y cinco kilos de peso y era por tanto demasiado liviano para tan recio deporte. En cuanto a los otros tres, simplemente no estábamos hechos de material atlético, y en este aspecto yo sin duda sobresalía: era una calamidad física que se mantuvo en un recalcitrante sobrepeso hasta alrededor de los veinticinco años.
Por supuesto utilizábamos la pista de tenis, la playa y, si conseguíamos reunir suficientes primos o compañeros de escuela, el campo de béisbol. El inicio de los partidos solía experimentar un breve retraso cuando algún jugador visitante reparaba en el insólito ornamento de la pelota y, tras un examen más detenido, descubría que los Yanquis de Nueva York al completo (Babe Ruth y Lou Gehring incluidos) habían dejado allí sus autógrafos. Entonces le explicábamos altivamente que siempre jugábamos con pelotas firmadas y que reponíamos el género cuando íbamos a un estadio y los jugadores acudían a saludar a nuestro padre y le ofrecían los consabidos regalos. Era el único accesorio deportivo que no debía costear.
Pero buena parte de nuestras horas a la intemperie se destinaba a la lectura, que por lo común practicábamos horizontalmente, tal vez debido la miopía heredada de los Abbott. Siempre era posible ver a dos o tres de nosotros tumbados en el suelo con un libro. Los días en que la tierra estaba demasiado húmeda o fría nos acomodábamos en un columpio con dos asientos opuestos y capacidad para cuatro personas. Nunca he hallado mejor prueba del hechizo ejercido en mí por la obra de un autor que su lectura sobre aquel columpio en un gélido día de invierno. La de Dumas resultaba especialmente arriesgada, sobre todo El conde de Montecristo y El vicompte de Bragelonne (¿quién decidió no traducir el segundo título?). Sus novelas me absorbían de tal modo que a veces olvidaba zapatear sobre la barquilla para evitar que se me congelaran los pies.
¿Era nuestra afición innata o la habíamos adquirido por imitación? Mi padre siempre tenía un libro en la mano, pero el tiempo que dedicaba a la lectura iba poco a poco decreciendo. Su autor preferido era Dostoievsky y su novela predilecta, muchas veces leída, Los hermanos Karamazov. En los últimos años de su vida, sin embargo, apenas leía ficción y devoraba un libro tras otro sobre la Guerra Civil americana. Mi madre, que era entonces, y continuó siendo después, la única graduada universitaria de la familia, repartía equitativamente su tiempo entre la relectura de los clásicos y el seguimiento de las novedades. En cuanto a los niños, se daba por supuesto que a los cuatro años sabríamos leer e incluso escribir y que a los seis estaríamos entregados casi por entero a los libros (todos empezamos a llevar gafas durante la adolescencia). En primer grado me separaron de mis condiscípulos y fui ascendido dos cursos sólo a efectos literarios. Los cuatro hermanos nos saltamos un curso en un punto u otro, aunque David requirió para ello un adiestramiento especial. Jim y yo fuimos sus ayos a diez centavos la hora por barba.
Si hubiéramos puesto en la escuela una fracción significativa del interés que teníamos en leer y escribir, habríamos sido estudiantes laureados. Pero las tareas escolares no eran, lamentablemente, una de nuestras prioridades. Las calificaciones seguían una pauta previsible: altas en inglés y alguna otra asignatura que nos gustaba, pasables en el resto. Tampoco nos sorprendía recibir los juicios más severos en el apartado «esfuerzo». Jim era el único que participaba de la habilidad materna para las matemáticas, lo cual, unido a su competencia lingüística, mantuvo sus notas por encima de la media familiar hasta su primer año en Harvard, que dedicó a escribir canciones.
Una desorientada rebeldía me arrastraba indefectiblemente a los peores líos, de modo que todos me veían como el elemento problemático de la familia. Tal vez se trataba de una reacción defensiva ante la presencia de dos hermanos algo mayores. Si me sentía maltratado, las fuerzas coaligadas en casa y el parvulario para corregir mi zurdera instándome a escribir y comer con la diestra sólo empeoraban la situación. Así se explica sin duda el estropicio que suplanta en mi caso una caligrafía decente. Mi posición subalterna en la jerarquía doméstica seguramente contribuyó también a la tartamudez que me importunó de forma intermitente hasta el internado, donde me inscribí en un curso de oratoria y conseguí rebajar el problema a un mero titubeo.
Jim, que sólo me llevaba quince meses, era mi contrapunto anatómico. Yo alcancé 1,83 de estatura y, en cierta ocasión, unos cien kilos de peso. Él era menudo y muy fuerte. En la universidad jugaba al rugby y al lacrós[*] y llegó a ganar un campeonato de lucha para universitarios de Nueva Inglaterra (de paso llegó también a dominar la técnica de partir en dos la guía telefónica de Manhattan). Sus procesos mentales eran impecablemente lógicos y nunca, ni siquiera en su infancia, lo vi mostrar rabia o poco más que una tibia admiración por algo o alguien. Ciertos analistas han observado en mí un diseño mental y emocional parecido, pero es sólo una pálida copia del original.
A pesar de las diferencias, nos entendíamos perfectamente. Nos gustaban los mismos libros, juegos, películas, personas y programas de radio. Teníamos tanta sensibilidad para captar la mente del otro que en casi todas las circunstancias podíamos adivinar lo que éste pensaba, lo cual, por cierto, nos deparaba jugosos dividendos como pareja en la mesa de bridge.
Ninguno de los cuatro fue jamás matriculado en un establecimiento público. Cuando terminábamos la escuela primaria, la opción del instituto local quedaba tácitamente descartada. Yo entonces no cuestionaba esta política y disfruté intensamente con mis cuatro años de internado en la Academia Phillips de Andover, Massachusetts, la ciudad donde la familia Abbott se había afincado en el siglo XVII. Así y todo, cuando años después mis propios hijos se hallaban a las puertas de la escuela secundaria, yo había desarrollado ya una fuerte debilidad por la instrucción pública. Esta evolución ideológica coincidió felizmente con un drástico recorte de mis ingresos a causa de la lista negra.
Mi parcialidad en materia didáctica se debía en parte al recuerdo de una clase de historia en la escuela de Great Neck. Mis compañeros, nunca más de siete u ocho, eran los retoños de banqueros, altos ejecutivos y similares. Adaptándose maravillosamente a aquel medio, la maestra nos presentaba el heroico combate de Theodore Roosevelt contra las tentaciones del dinero y la indolencia. Trabajar como una mula y alcanzar la fama, sostenía, no es hazaña de gran mérito si has nacido en un chamizo y no tienes otra alternativa. Pero entregarse a la comunidad es pura filantropía con todas las de la ley cuando heredas un apellido ilustre y un sólido patrimonio.
En 1928, nuestros progenitores vendieron la casa de Great Neck y se mudaron a East Hampton, en el otro extremo de Long Island. Por aquel tiempo, East Hampton era todavía una pequeña población lindante con la aldea pesquera de Amagansett. Unas cuantas familias distinguidas y un número menor de escritores o artistas tenían allí casas de verano. Mis padres se habían asociado con dos íntimos amigos, el escritor deportivo Grantland Rice y su mujer Kate, para comprar un terreno litoral y construir dos viviendas contiguas sobre las dunas de la playa. En el punto donde la entrada común se bifurcaba, mi padre colocó un letrero que decía «Carretera de Dixieland» apuntando a la casa de los Rice, que eran oriundos de Tennessee y Georgia respectivamente.[3] El mismo año de la mudanza yo me uní a John y Jim en Andover, de modo que la casa de la playa, donde pasábamos los veranos, sería a partir de entonces nuestro único hogar. Durante las vacaciones escolares o universitarias de Navidad y primavera disponíamos de un alojamiento provisional en Manhattan, donde mis padres residían con David ocho meses al año mientras éste acudía a un colegio privado.
Los principales alicientes de East Hampton para los cuatro hermanos eran las veintiuna pistas de tenis del selecto Club Maidstone y las sesiones de natación entre las turbulentas olas del Atlántico. Teníamos el prurito de desafiar el oleaje aquellos días en que la guardia costera izaba una bandera roja para indicar que el mar estaba demasiado agitado para los bañistas.
En un sondeo que se realizó a los doscientos estudiantes de Andover pertenecientes a la promoción de 1932, fui directamente excluido de las categorías «más respetado», «más capaz», «más prometedor», «más popular» o «más aplicado», pero obtuve en cambio el primer puesto en «más original», «más agudo» y «más farolero de la clase». En «más vago», «más pomposo» y «menos impresionable» ocupé la segunda plaza. Pero mi reputación entre los compañeros afines descansaba sobre todo en una serie de campañas festivas contra ciertas costumbres y normas de la escuela a mi entender censurables.
Había un servicio religioso diario oficiado por el director y cada domingo dos misas, una matutina y otra vespertina, celebradas por un clérigo invitado. Las de mañana solían ser interminables, de modo que un domingo decidí llamar la atención sobre el problema colocando en la gaveta del atril un despertador preparado para sonar veinte minutos después de que el predicador visitante iniciara su sermón. Gracias a un venturoso accidente, el cajón se quedó atrancado y la alarma estuvo repicando mientras le duró la cuerda.
Los mayores estábamos autorizados a fumar, pero sólo en un área reservada al efecto. Yo me las ingenié maliciosamente para que un profesor de acreditada diligencia me pillara con una cachimba entre los labios en un sendero inapropiado del campus. Era un glacial día de invierno, y la ficción de que estaba vulnerando las leyes se veía oportunamente acentuada por el vapor humeante que exhalaba mi boca. Fue un gran placer notificarle al entrometido que pipa estaba vacía y que su acusación era falsa.
Había en Andover varias sociedades estudiantiles de nombre helénico creadas a imitación de las hermandades universitarias y algunas se arrogaban un plus de santidad prohibiendo a los simples mortales la entrada en sus sedes. En cierta ocasión encabecé una incursión nocturna en uno de esos locales durante la cual se dejaron pruebas inequívocas de que el templo había sido hollado por intrusos. De haber sido descubiertos, los perpetradores de la intrépida hazaña habríamos sufrido una severa amonestación disciplinaria. También incurrí en diversos delitos castigados con la expulsión automática. La ley seca estaba entonces en vigor y las tabernas clandestinas, como es lógico, no exigían ninguna prueba de edad a sus clientes. Yo era uno de los pocos osados que se escabullían de sus dormitorios los sábados por la noche, tomaban un autobús hasta la cercana población industrial de Lawrence y pasaban allí una o dos horas bebiendo cerveza de matute.
El suceso más memorable ocurrido durante mis años en Andover fue una caída desde la ventana de mi dormitorio. Estaba de pie sobre el exiguo antepecho y agarrado aun postigo con el propósito de entrar por la ventana en la cerrada habitación de un tipo que se había negado a compartir una caja de dulces traída de casa. Tenía ya un pie adelantado en su alféizar cuando se desprendió el postigo, perdí mi asidero y me precipité a un bancal de césped situado cuatro plantas más abajo fracturándome un hombro y la pelvis (la cabeza se salvó por quince centímetros de aterrizar en un bloque de cemento). Estuve las siguientes seis semanas en la enfermería del colegio y en un hospital de Boston. Pese a tanta actividad e inactividad, conseguí arreglármelas para dirigir la revista literaria de la escuela, graduarme con un discreto expediente académico y acaparar premios de escritura y oratoria en las ceremonias de titulación, donde además ejercía como cronista de la clase.
La primera acción política que puedo recordar fue declararme demócrata durante las primeras fases de la Gran Depresión, en parte porque la figura del presidente Hoover me resultaba antipática y en parte para fastidiar a mis padres, que eran teóricamente republicanos, aunque rara vez se molestaban en votar. Hacia junio de 1931, cuando aún no había cumplido dieciséis años y estando con Jim en una parada de autobús entre Boston y Nueva York, trepé al techo del vehículo que nos llevaba a casa desde Andover y, sin que nadie me indujera a ello, endilgué una arenga improvisada apoyando al gobernador de Nueva York y candidato presidencial Franklin Delano Roosevelt.
Pero a la altura de noviembre ya no lo habría votado si hubiese tenido edad para hacerlo. Pasaba entonces los fines de semana recorriendo el estado de Nueva Jersey como miembro del Club Socialista de la Universidad de Princeton con objeto de respaldar, encaramado a cualquier tribuna, la candidatura de Norman Thomas, un licenciado de 1905 que regresaba a la universidad dos veces al año para predicar en oficios dominicales y reunirse por la tarde con el alumnado adicto a su causa. No puedo recordar en este momento todos los factores que me condujeron a esta conversión, mas uno de ellos fue sin duda la presencia de Heywood Broun, un amigo de mi padre que siempre daba pábulo a la reflexión o a la risa, en la candidatura socialista al Congreso por Connecticut. Pero estoy seguro de que su influencia habría sido mucho menor sin el principal motivo de mi desplazamiento hacia la izquierda: la creciente gravedad de la Depresión y lo que yo estimaba como ineptitud de los dos grandes partidos para afrontarla en sus programas.
La idea de ir a Princeton surgió de otro amigo de la familia, Scott Fitzgerald, que me cantaba las excelencias de esa institución cuando yo tenía unos ocho años. Los cuatro hermanos adorábamos a aquel tipo que nos contaba historias o hacía trucos de cartas para nosotros. Pero Zelda, su mujer, me impresionaba aún más por aquel entonces. Nunca he hallado una foto que refleje la belleza que en ella veía ni conocido a otra persona adulta que suelte las ocurrencias más intempestivas con tanto desparpajo y tan poco juicio discernible.
Scott y Zelda se mudaron a Francia tras pasar sólo un año como vecinos nuestros. La amistad forjada entre mi padre y Scott en la época de Creat Neck provenía en parte de su común afición al alcohol. Se llevaban casi doce años y eran diametralmente opuestos en ideas y aspiraciones, pero disfrutaban tanto juntos (y con el whisky) que a veces se quedaban hablando noches enteras de las que se reponían durmiendo todo un día antes de poder regresar al trabajo. Scott era entonces un gran conversador, vanidoso pero ameno, lleno de ambiciones y siempre preocupado por su reputación literaria. Mi padre también estaba cautivado por Zelda, que aún no manifestaba síntomas de su enfermedad mental. «El señor. Fitzgerald es un novelista y la señora Fitzgerald, una novedad», escribió en cierta ocasión.
Cuatro años más tarde, en 1937, hallé a un Scott muy distinto en la casa que Dorothy Parker tenía en Hollywood, y lo seguiría viendo de vez en cuando hasta su muerte en diciembre de 1940. Como relata en su libro El Crack-up, durante ese período experimentó un brusco cambio de personalidad. Hablaba poco y no mostraba emoción alguna; era capaz de mantenerse largo tiempo sin empinar el codo, pero la recuperación le resultaba cada vez más penosa cuando recaía. Era muy pesimista con su trabajo cinematográfico y con la evolución de su prestigio literario. Debía asumir el hecho de que sus libros ya no se vendían mientras Ernest Hemingway, su antiguo protegido, lograba un éxito arrollador con Por quién doblan las campanas. Scott murió sin concluir su novela El último magnate y sin indicios para anticipar que acabaría siendo reconocido como un novelista innovador y como uno de los grandes autores norteamericanos del siglo XX.
Herbert Bayard Swope, un compañero de clase y de dormitorio cuya familia también había vivido en Great Neck, se hizo muy amigo mío durante nuestro segundo año en la universidad. Swope padre había dirigido el muy reputado New York World y yo pasaba buena parte de los fines de semana en sus casas de Manhattan y Sands Point, Long Island, célebres lugares de encuentro para la crema de la sociedad literaria neoyorquina. Una de las personas a quienes conocí a través de los Swope fue el crítico literario y teatral, ensayista y futura estrella de la radio Alexander Woolcott, que me procuró mi primera colaboración profesional como escritor a la edad de diecisiete años.
Cuando, en la primavera de 1933, lanzó una nueva revista llamada Esquire, Arnold Cingrigh decidió encargar un artículo a un representante de la generación universitaria. Woolcott me recomendó tras haber leído mis trabajos en las revistas literarias o humorísticas de Princeton, y yo acepté encantado. Ni a ellos ni a mí se nos ocurrió considerar improcedente, o incluso temerario, que Un pipiolo con seis meses escasos de experiencia académica acometiese semejante tarea («¡Por Dios bendito! ¿Es que ninguno de mis hijos se va a librar de ser escritor?», exclamó mi padre cuando vio Panorama de Princeton en el primer número de la revista). Mi texto salía anunciado en la portada junto a los trabajos de Hemingway, Dashiell Hammett, John Dos Passos y Erskine Caldwell. De hecho, yo era el único entre tantas eminencias que aparecía fotografiado a toda plana. En el artículo afirmaba que el college era más valioso como experiencia social (como territorio para hacer «contactos» y participar en tertulias) que por los conocimientos adquiridos a través de los mecanismos docentes más o menos convencionales. Describía Princeton como «uno de los más antiguos y exclusivos centros de formación social para los caballeros de este país» y señalaba que «su currículo, uno de los mejor provistos en la universidad norteamericana, se acomoda a las necesidades de cualquier joven distinguido». Diversas personas comentaron favorablemente mi reportaje y yo apenas advertí que ninguna de ellas era un estudiante de los grados superiores. A fin de cuentas, no tenía mucho trato con el alto alumnado.