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El último superviviente

Mientras avanzaba hacia el estrado desde el que Eva Marie Saint acababa de pronunciar mi nombre percibía que los aplausos del público eran significativamente más calurosos que los normalmente concedidos a los ganadores de un Oscar por el mejor guión. Lo mismo había sucedido el año anterior cuando Waldo Salt consiguió un galardón por Cowboy de medianoche. Eramos los dos primeros guionistas que, habiendo estado en la lista negra, recibíamos un premio de la Academia con nuestros nombres verdaderos, y la respuesta de la élite cinematográfica, el público en este tipo de actos, indicaba que un comportamiento vergonzoso o incluso delictivo para la generación anterior se había transformado ahora en un timbre de gloria.

En los casi treinta años transcurridos desde entonces, este cambio radical se ha ido haciendo cada vez más pronunciado. La lista negra ha sido el tema de incontables obras teatrales, documentales o simposios, y en mi calidad de único desafecto vivo entre los «Diez de Hollywood» me he convertido en un participante casi obligado en este tipo de actos. A veces me he sentido cansado de tantas alabanzas y preguntas y de la intensidad de la atención dedicada a lo que, al fin y al cabo, no es más que una parte de mi vida. Vivir en el pasado ya es suficientemente tentador sin necesidad de incluir en el paquete las cenas y los billetes de avión gratuitos, y yo cambiaría sin dudar todas las insignias y las placas conmemorativas que me han dado por la oportunidad de producir The Man Who Loved Children o The Volunteer.

En un siglo marcado por terribles episodios de persecución y crueldad política, la nuestra fue una experiencia comparativamente leve. Los nueve meses que pasé en la cárcel difícilmente pueden equipararse a, digamos, el castigo sufrido por Andrei Sajarov o Nelson Mandela. En nuestro propio país, el movimiento en favor de los derechos civiles tuvo que enfrentarse a un grado de injusticia y discriminación que ensombrece totalmente nuestros problemas. De todos modos, reconozco la importancia de proporcionar a las nuevas generaciones una visión del alcance que, por un temor ciego e insensato, puede tener la represión incluso en un país concebido desde la libertad.

Entre los guionistas, yo fui uno de los pocos, un par de docenas como mucho, que recuperó después un nivel de ingresos y de prestigio parecido al que tenía antes de la proscripción. Entre los directores resultó aún peor, aunque un puñado de ellos (en particular Jules Dassin y Joseph Losey) lograron superar en Europa los éxitos que habían tenido en casa. En conjunto, fueron los actores quienes más sufrieron. Ellos no podían trabajar anónimamente o con seudónimo, y, por lo general, el daño que se hizo a sus carreras fue definitivo.

Después de años trabajando regularmente como una de las actrices de carácter más conocida en las décadas de 1930 y 1940, Gail Sondergaard desapareció de escena debido a su boda con el director Herbert Biberman, que era uno de los «diez». Howard da Silva fue otro extraordinario actor cuya carrera cinematográfica se vio prácticamente truncada (Fue acusado inicialmente por Robert Taylor de expresar opiniones políticas que no eran de su agrado. «Siempre tiene algo que decir en el momento menos oportuno», declaró Taylor).

La Comisión sobre Actividades Antiamericanas, al menos durante los últimos años de la caza de brujas, realizó un trabajo razonablemente riguroso en la identificación de quienes habían pertenecido efectivamente al Partido. En la industria televisiva, sin embargo, las cadenas y sus patrocinadores no se apoyaban en la Comisión para hacer sus valoraciones morales y seguían los consejos de varias pandillas de vigilantes cívicos voluntarios que amablemente publicaban sus listas de personas no fiables. Si tu nombre aparecía en un periódico llamado Counterattack, que publicaba una empresa llamada Aware (En guardia) Inc., estabas automáticamente excomulgado a menos que te dirigieras al grupo en cuestión y consiguieras que te borrase de la lista, lo que requería el pago de cierto importe y una abyecta retractación de tus infames ideas. La imposición de la lista negra por parte de los patronos era vigilada por un hombre que poseía tres supermercados en Syracuse, Nueva York, y que amenazaba con boicotear los productos de los patrocinadores si las cadenas se negaban a someterse.

Unos cuantos actores trataron de salir adelante trabajando en el teatro, la única rama de la industria del espectáculo que no secundaba aquel sórdido asunto. Pero incluso cuando terminaron las listas negras, pocos de ellos volvieron a encontrar trabajo en el cine o en la televisión. Una década entera sin salir en la pequeña o en la gran pantalla bastó para que el público se olvidara de casi todas las caras conocidas (con excepciones como las de mis amigos Zero Mostel y Jack Gilford), caras que habían experimentado ciertos cambios durante unos años cruciales para poder cimentar una audiencia popular.

Aparte del precio pagado en cuanto a ingresos y reputación, estaba también la incalculable pérdida en oportunidades creativas. Antes de que la Comisión nos llamase a declarar, unos cuantos de nosotros habíamos alcanzado en Hollywood el prestigio y la seguridad financiera que permiten a uno pensar razonablemente en hacerse productor, como le ocurrió durante esos mismos años a un buen número de guionistas coetáneos nuestros. Incluso cuando la lista negra estaba ya en vigor, algunos de nosotros pensamos que sería posible hacer películas al margen de los canales habituales. Durante los años cincuenta, Mike Wilson, Paul Jarrico y Herbert Biberman fundaron con otros compañeros proscritos una productora que, en un alarde de tenacidad e ingenio guerrilleros, produjo una película titulada The Salt of the Earth (La sal de la tierra) contra la oposición coordinada de los estudios, los sindicatos, los laboratorios y el gobierno federal, que llegó al extremo de ordenar la deportación de la primera actriz a medio rodaje. El simple hecho de que consiguieran completar la película fue una proeza, pero los obstáculos que tuvieron que superar indican hasta qué punto la balanza se inclinaba en contra nuestra. Cuando finalmente conseguimos recuperarnos (quienes lo hicimos), estábamos ya en la cincuentena y en una situación en la que difícilmente podíamos conseguir dinero o asumir grandes riesgos financieros; así que aceptamos agradecidos los trabajos que Hollywood, con renovada generosidad, nos ofrecía.

Paul Jarrico, amigo mío durante sesenta años, no se dio por satisfecho cuando los ejecutivos del cine pusieron punto final a una lista negra que, según ellos, nunca había existido. Pensaba que se debía hacer algo con los crédito atribuidos a seudónimos o a «tapaderas» en vez de a los auténticos autores y se convirtió en el principal organizador y en la fuerza impulsora del comité del Sindicato de Guionistas que se hizo cargo de la intensa labor de leer los guiones y entrevistar a quienes los habían escrito o habían permitido que sus nombres fuesen usados por motivos que iban desde la solidaridad a la codicia. Él y sus colegas se encargaron de que todos los registros y, cuando fue posible, los créditos de las copias aún existentes fueran corregidos. En muchos casos, los datos sacados de declaraciones o de los propios guiones eran demasiado confusos para establecer un juicio sólido, pero el comité consiguió establecer la asignación correcta de los créditos en cincuenta y cinco películas estrenadas en el período de quince años, mientras estuvo en vigor la lista negra.

Al aproximarse el quincuagésimo aniversario de nuestras declaraciones ante el HUAC, los miembros del comité pensaron que la industria cinematográfica en su conjunto debía conmemorar el evento. Prácticamente todas las principales instituciones y sindicatos participaron en las ceremonias, que se celebraron en la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Los Ángeles. Muchos aprovecharon la ocasión para lamentar que, como dijo Richard Masur, del Sindicato de Actores, «el veneno del miedo hubiese paralizado nuestra organización». Herbert Biberman fue postumamente rehabilitado como miembro del Sindicato de Directores. Daniel Petrie, presidente del Sindicato de Guionistas (sección oeste), nos entregó a Paul y a mí unas placas con el texto de la Primera Enmienda grabado en ellas. Tristeza y vergüenza, dijo Petrie, eran los sentimientos que le embargaban al mirar atrás y recordar la participación del sindicato que él presidía en la elaboración de la lista negra.

Al hacer mi presentación se informó al público de que yo había preparado una declaración para la audiencia de 1947 que el entonces presidente Thomas me había impedido leer. «Y ahora», dijo el presentador, «va a leer la declaración por primera vez». Esto es lo que dije:

Quisiera referirme brevemente a dos asuntos que a mi entender son muy pertinentes en este proceso. El primero es mi propio historial, que ha sido desacreditado por algunos testigos.

Mi padre fue un escritor en la mejor tradición de la literatura norteamericana. Esa tradición está estrechamente ligada al ideal democrático en la vida de Estados Unidos. Aparte de yo mismo, mis tres hermanos también han sido escritores. Dos de ellos han muerto en la lucha por preservar ese ideal, uno en 1938 como miembro de la brigada Abraham Lincoln durante la Guerra de España y el otro en 1944 como corresponsal de guerra en Alemania. No pretendo tener el genio de mi padre ni el coraje de mis hermanos, pero sí afirmo que siempre he obrado y escrito de acuerdo con el espíritu que presidió sus obras, sus vidas o sus muertes.

Mi ocupación principal es la de guionista. He intervenido en más de una docena de películas, entre ellas La mujer del año, por la que recibí un premio de la Academia; La cruz de Lorena, sobre la Resistencia en la Francia ocupada durante la guerra; la versión cinematográfica de la obra teatral Tomorrow the World, sobre los efectos de la educación nazi; A capa y espada, sobre el heroico trabajo de nuestra Oficina de Servicios Estratégicos, y una película de dibujos animados, The Broterhood of Man (La hermandad humana), basada en el opúsculo The Races of Mankind (Las razas de la humanidad) que desenmascara el mito de las diferencias esenciales entre gentes con diferentes colores de piel u orígenes geográficos. En mi historial no hay antisemitismo, hostilidad hacia los negros u oposición a los principios democráticos norteamericanos tal como yo los entiendo.

En segundo lugar quiero referirme a las actividades antiamericanas en Hollywood. El ambiente allí es considerablemente distinto del que se respira en el pequeño sector de Washington al que he estado expuesto los últimos diez días. Comparado con lo que he visto y oído en esta sala, Hollywood es un baluarte de la libertad. Aquí los sentimientos antiamericanos se expresan libremente y su portavoz es efusivamente felicitado. Aquí hay tanto miedo a los efectos de la libertad de expresión que a los hombres se les prohíbe leer declaraciones y se les interrumpe a media frase para que no revelen a la ciudadanía lo que está sucediendo. Y más preocupante aún es lo que podría ocurrir si llegaran a cumplirse los objetivos de esta comisión. El presidente dijo el martes que había material subversivo en el cine y propuso que en el futuro se impidiese su difusión imponiendo una lista negra. Los productores cinematográficos no han dado muestras de ser tan ingenuos como para tragarse esa patraña, pero si alguna vez lo hacen, el hecho de que puedan impedirme trabajar en mi profesión no tiene demasiada importancia. El efecto realmente grave sería que los propios productores perdiesen el control sobre sus películas y que ese mismo tipo de impedimentos se extendiera también a la educación, al mundo laboral, a la radio y a los periódicos. En Hollywood ya estamos sometidos a una censura que convierte la mayoría de las películas en productos huecos y pueriles. Con una censura como la propuesta por esta Inquisición, el protagonista de una película no podría ni pronunciar las palabras «te quiero» sin haber firmado previamente una declaración ante notario garantizando que su pareja es una protestante de raza blanca y pura cepa sudista.

La lista negra hizo mucho daño, pero también fue una experiencia que amplió nuestros horizontes. En México, Nueva York, Londres y París conocimos a personas a las que nunca habríamos conocido y vimos cosas que nunca habríamos visto si no nos hubiesen arrebatado los privilegios y comodidades de Hollywood. Se escribieron libros y se hicieron películas o programas de televisión que de otro modo nunca habrían existido. Resistir y vencer a la lista negra se convirtió en una causa política que cimentó amistades y creó una nueva camaradería. En unas circunstancias que atenuaban nuestros instintos competitivos, la gente se mostró más generosa con el trabajo y con el dinero. De acuerdo con un pacto implícito surgido entre nosotros, si a un proscrito le ofrecían un trabajo que no podía hacer él mismo, éste se lo pasaba a otro represaliado. Trumbo y Wilson aplicaron la norma con los guiones cinematográficos en la Costa Oeste; Ian y yo hacíamos lo mismo con los guiones televisivos en el Este.

La muerte de Edward Dmytrik en 1999 me dejó como único superviviente de los diez condenados, y durante la década anterior fui el único que podía representar la posición de los nueve desafectos. El primero en morir entre mis amigos de Hollywood fue Hugo Butler, que falleció en 1968; en 1976 le llegó el turno a Dalton Trumbo, que era diez años mayor que yo; a continuación vino Zero Mostel, que tenía exactamente mi edad; tras él vinieron Michael Wilson y el compositor Sol Kaplan. Ian Hunter murió en 1991, a la edad de setenta y cinco años.

Por aquel entonces empecé a advertir un curioso fenómeno: después de haberme acostumbrado a la muerte de un viejo amigo o colega cada pocos meses, el hecho iba resultando cada vez menos frecuente hasta que finalmente llegó un momento en que ya no abría el periódico por la sección necrológica durante el desayuno porque me quedaban muy pocos compañeros vivos.

Mi viejo amigo Paul Jarrico parecía un candidato improbable a aparecer en esas luctuosas páginas. A los ochenta años se hallaba en una envidiable buena forma como pude verificar en una comida de represaliados supervivientes que se celebró hace tres años. Tras la vorágine del proyecto para restablecer nuestros créditos, su estado de ánimo era inmejorable. Al término de aquel encuentro se puso al volante para dirigirse a su casa de Ojai por la carretera de la costa. Fatigado por tanta actividad, se quedó dormido, chocó contra un árbol y murió al instante.

Ésa es la última imagen que conservo de él en persona, pero su sonrisa me saluda desde una fotografía colgada en la pared de mi despacho, justo bajo las caras igualmente expresivas de Ian y Trumbo. Mis mejores amigos de Hollywood eran sin duda unos tipos asombrosamente cordiales y talentudos que siempre se mantuvieron en contacto. En alguno de mis archivos hay varias muestras de los poemas cómicos que solía enviarnos Paul por Navidad. (En 1991, por ejemplo, nos llegó un «himno guerrero de los republicanos», que incluía los siguientes versos:

Nuestra máquina de guerra es de los siglos la envidia:

humilla a los caribeños, baja los humos a Libia

y en Beirut ha tropezado porque allí hay mucha perfidia.

Paul también lo guardaba todo, como pude comprobar hace ya mucho tiempo: cuando la MGM compró La mujer del año después de que él me hubiese recomendado para el proyecto, le entregué un pagaré por «una carrera profesional»; casi diez años más tarde, al salir yo de la cárcel, me lo devolvió con una nota manuscrita que decía «deuda saldada».