1

Contra las cuerdas

Una mañana de otoño de 1947 declaré en Washington ante la Comisión del Congreso sobre Actividades Antiamericanas (HUAC) como involuntario experto en el problema «la influencia subversiva en el cinematógrafo». Conducía la sesión de aquel día el presidente de la comisión y congresista por Nueva Jersey J. Parnell Thomas, un ex corredor de seguros bajo y rollizo. Su servicial asistente le había colocado en la silla una guía de teléfonos y un cojín de seda roja que, por un lado, lo situaban convenientemente a la vista de una sala atestada de reporteros, fotógrafos, comentaristas de radio, cámaras y espectadores y, por otro, le otorgaban al menos paridad física con sus colegas, un panel de indagadores siempre atentos a su imagen pública. Entre ellos estacaba el joven Richard Nixon.

El lánguido y oficinesco Robert Stripling, letrado de la comisión, se encargaba de los interrogatorios, pero Thomas tenía la costumbre de intervenir cuando percibía que el testigo no colaboraba adecuadamente, cosa que, con buenos motivos, percibió en varios momentos de mi testimonio.

—¿Acaso no ha venido aquí como testigo? —inquirió Thomas finalmente.

Admití que así era, y nuestro diálogo continuó de este modo:

THOMAS

Pues bien, una comisión del Congreso le está preguntando:

¿Pertenece usted al Sindicato de Guionistas?

Responda «sí» o «no».

YO

Estoy diciendo que para contestar a eso…

THOMAS

De acuerdo, pasemos a la siguiente pregunta.

Proceda con la pregunta del millón.

YO

No he…

THOMAS

Pase a la siguiente pregunta.

STRIPLING

Señor Lardner,

¿es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?

YO

Digamos que también me gustaría responder a esa pregunta.

STRIPLING

Señor Lardner, ante esta comisión se ha denunciado que en el Sindicato de Guionistas, al que según los informes usted pertenece, hay algunos individuos que militan en el Partido Comunista. Esta comisión trata de determinar el alcance de la infiltración comunista en el Sindicato de Guionistas y en otros sindicatos de la industria cinematográfica.

YO

Sí.

STRIPLING

Y la pregunta de si usted pertenece o no al Partido Comunista es sin duda muy pertinente.

Veamos, ¿es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?

Al reconstruir nuestro encuentro más de medio siglo después, debo expresar mi gratitud a las actas de la comisión por los detalles verbales que proporcionan. No es fácil recrear el talante que se había impuesto en el país (y sobre todo en su capital) apenas concluida la gigantesca conflagración conocida como Segunda Guerra Mundial.

La depresión y la guerra, pese a todo el sufrimiento que causaron, tuvieron un efecto tónico en muchos miembros de mi generación. Esperábamos grandes cosas de la posguerra. La victoria sobre el fascismo se debía principalmente a dos superpotencias, una democrática y otra comunista, que habían logrado combatir unidas por ideales que considerábamos comunes; y los dirigentes de ambas naciones parecían advertir que la aparición de armas atómicas hacía inconcebibles las futuras contiendas. La inculpación del racismo y el fanatismo nacionalista se había hecho en términos inequívocos, y buena parte de nuestro país había asumido tras el New Deal la necesidad de aliviar con urgencia el impacto de la pobreza o el desempleo y de hallar a largo plazo soluciones sociales y económicas más igualitarias.

Éramos jóvenes, como he dicho, y tal vez olvidábamos la represión y el odio sistemáticos que los radicales norteamericanos habían padecido sólo veinte años antes, cuando las autoridades encarcelaban o deportaban por centenares a los presuntos «rojos» o electrocutaban con fútiles pruebas a Sacco y Vanzetti, que tenían la desventura de ser inmigrantes aparte de anarquistas. Desde los años treinta, tanto las circunstancias sociales como la personalidad y popularidad de Franklin Roosevelt habían parado los pies a los reaccionarios y sus actitudes. Pero ahora, apenas dos años después de su muerte, Roosevelt era acusado de «entregar» la Europa oriental en la Conferencia de Yalta como si Washington hubiera tenido jamás la posibilidad de controlar el destino de una parte del mundo sólidamente ocupada por las fuerzas soviéticas que habían empujado al ejército de Hitler de vuelta a Berlín, tras sufrir unos veinte millones de bajas en una contraofensiva que, como mínimo, había contribuido a la victoria en Europa tanto como la invasión aliada de Francia (Una imputación no menos pintoresca se haría poco después sobre China). Harry Truman, el sucesor demócrata de Roosevelt, no tardó en catalogar a los soviéticos como los enemigos de la posguerra. Y reaccionó creando la CIA, proclamando una «doctrina Truman» para proteger Grecia y Turquía, jugando fuerte con nuestro monopolio de la bomba atómica y estableciendo un juramento de lealtad que dejó sin empleo a muchos funcionarios federales. Aun así, incluso la lealtad de Truman era dudosa a ojos de los derechistas.

Una de las primeras medidas de los republicanos que se hicieron con el control del Congreso en 1946 (tras veinte años en minoría) fue convertir la Comisión sobre Actividades Antiamericanas, que de forma temporal había investigado a filofascistas durante la guerra, en un organismo permanente centrado en la izquierda. El objeto de su primera gran «investigación» fue la industria del cine.

La idea de Hollywood como foco subversivo puede resultar exótica a muchos jóvenes lectores. Vivíamos la época dorada de los grandes estudios cinematográficos, y los testigos convocados por la comisión trabajábamos para enormes empresas cuyos jefes estaban firmemente comprometidos con el sistema de libre mercado. En su mayoría emigrantes judíos de la Europa central y oriental que eran, de acuerdo con el tópico, hombres hechos a sí mismos y más bien propensos a las efusiones sentimentales con la tierra prometida, con la América de las oportunidades. Después de la bandera, su máxima devoción era el negocio del espectáculo.

En 1947, los grandes estudios nos brindaron Vivir con papá, El fantasma y la Sra. Muir y El solterón y la menor. Mi contribución al menú de aquel año fue un trabajo (no especialmente querido) como coguionista de Ambiciosa, un relato de época sobre una campesina que emplea todos sus encantos para abrirse camino en la Inglaterra del siglo XVII. El gran problema social que abordé en ella con mi colaborador Philip Dunne consistió en lograr que al público le importara si Linda Darnell terminaba o no con Cornel Wide, su verdadero amor: fue una empresa fallida.

—¿Sabes cuál es el problema con esta película? —me preguntó Phil tras un pase previo— Que narra la colisión de una fuerza resistible contra un objeto móvil.

Nuestros inquisidores parlamentarios tenían mucho que decir sobre el puñado de ocasiones en que Hollywood había tratado benévolamente la vida en la Rusia soviética. Pero se trataba de auténticas curiosidades realizadas por encargo de la administración Roosevelt cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética eran aliados de guerra. Louis B. Meyer podía sinceramente describir Canción de Rusia, la contribución de MGM a ese género, como «poco más que un plácido melodrama musical».

Los guionistas, que éramos mayoría, habíamos tenido una influencia muy limitada, pero en todo caso, nuestras ideas políticas no eran menos «americanas» que las de nuestros inquisidores. De hecho, algunas de las opiniones expresadas entonces por miembros de la comisión resultarían hoy odiosas para gran parte de los norteamericanos, como lo fueron para nosotros en aquel tiempo. John Rankin, congresista por Mississippi, era dado a emitir soflamas racistas y antisemitas como la despachada poco después de la sesión, cuando señaló varios nombres en un manifiesto de apoyo a los interrogados. Sus sabuesos habían averiguado que June Havoc llevaba al nacer el apellido Hovick, que el «verdadero nombre» de Danny Kaye era David Daniel Kaminsky, que Eddie Cantor se había llamado Edward Isskowitz y que tras Edward G. Robinson se ocultaba Emmanuel Goldenberg, entre otros muchos hallazgos; «demasiados para mencionarlos» según la estimación de Rankin.

Thomas y Nixon practicaban una variante más civilizada de la caza de brujas y la comisión intentaba entonces distanciarse de las filípicas de Rankin. Aun así, los miembros y funcionarios de la comisión, como muchos ejecutivos de los estudios, parecían juzgar el papel que algunos habíamos jugado en los sindicatos del cine como algo intrínsecamente antiamericano. También se nos preguntó sobre el apoyo prestado en los años treinta al gobierno democrático de España en su lucha contra la rebelión militar encabezada por el general Franco. De «antifascistas prematuros» nos tildó, entre otros, el director del FBI J. Edgar Hoover. A veces, como ocurrió durante el interrogatorio de Bertolt Brecht el mismo día de mi testimonio, incluso las actividades contra el gobierno de la Alemania nazi parecían merecedoras de denuncia.

La mayoría de nosotros, en efecto, pertenecía o había pertenecido al Partido Comunista de Estados Unidos, pero el significado de esa afiliación es muy difícil de apreciar hoy con todo lo que se ha revelado sobre la evolución del comunismo a lo largo del siglo XX en la Unión Soviética, China y otros países entonces atrasados o empobrecidos. Ni yo ni ninguno de mis amigos del partido queríamos unos Estados Unidos organizados de acuerdo con el modelo soviético. Lamentábamos la falta de elecciones libres, el culto a la personalidad que rodeaba a Stalin y la atmósfera de rigidez disciplinaria. Sin embargo, atribuíamos esos defectos a la ausencia en aquel país de una tradición democrática previa a la transición socialista. Pensábamos que el paso a un sistema económico racional se lograría en Estados Unidos de forma pacífica y a través de las urnas. También esperábamos que Rusia se hiciera más (no menos) democrática bajo el socialismo marxista, y la frustración de esa expectativa ya empezaba a provocar dudas entre algunos de los convocados ante la comisión.

En el marco de las actividades revolucionarias, las nuestras habían sido, en conjunto, bastante moderadas. Aparte de algunos seminarios de marxismo, habíamos dedicado gran parte de nuestra militancia a organizar y fortalecer los sindicatos de la industria cinematográfica. Durante la guerra habíamos alentado a nuestros colegas y patronos a contribuir en todo lo posible a la derrota de Alemania y Japón. Lo que nunca hicimos fue espiar para la Unión Soviética. El régimen soviético tenía sin duda espías en Estados Unidos, como los tenía el gobierno norteamericano en la Unión Soviética. Espiar en otros países es algo propio de los estados. Pero una de las necedades más obvias que un espía soviético podía cometer (y la forma más segura de llamar la atención del FBI) era afiliarse al Partido Comunista.

Con todo, al evocar aquel peculiar episodio de la historia política estadounidense, sería negligente si no admitiera que —según la rudimentaria forma de definir la subversión que aplicaban los comisionados— incriminar a los comunistas o a la izquierda liberal de Hollywood no era del todo descabellado. Muchos de nosotros habíamos iniciado nuestras carreras profesionales abrigando una esperanza que aún manteníamos en mayor o menor grado: un medio tan nuevo y poderoso como el cine podía ser un factor de cambio que nos permitiese reflejar algunas de las realidades menos gratas de la vida contemporánea y apuntar discretamente hacia posibles alternativas sin incurrir en la tosquedad con que algo así habría sido concebido en el mundo soviético.

En cuanto materiales narrativos, la depresión y la guerra sacaron a la luz algunos de los mejores recursos de Hollywood, pero las películas parecían caídas del cielo; al menos hasta que el Congreso empezó a prestarnos atención. La Fox, mi empresa, había producido pocos años antes Las uvas de la ira y Qué verde era mi valle. Durante una etapa anterior en Metro-Goldwyn-Meyer, Michael Kanin y yo habíamos hecho una modesta contribución a la igualdad entre los sexos escribiendo La mujer del año, la primera película del tándem Spencer Tracy / Katharine Hepburn. En un guión posterior, Tomorrow the world (Mañana, el mundo), había tenido la oportunidad de mostrar a través de un joven nazi criado por familiares norteamericanos que el racismo y la brutalidad, lejos de ser rasgos inherentes a alemanes o japoneses, son actitudes aprendidas que pueden, por tanto, corregirse.

Junto con algunos de mis compañeros, esperaba que los grandes estudios abriesen finalmente la puerta a mecanismos más flexibles que facilitaran incluso un incremento de la libertad creativa. En 1945 había participado en una iniciativa para lanzar una productora independiente dedicada a documentales y largometrajes sobre problemas sociales que los estudios eludían. Pero ya antes de los interrogatorios nos habíamos visto obligados a rebajar nuestras miras a medida que los jerarcas de los estudios y sus amos financieros de Nueva York comenzaron a descartar unas «películas de actualidad» que, en cualquier caso, sólo habían supuesto una mínima parte de su producción. Aun así, Hollywood era un «baluarte de la libertad» comparado con aquel Washington amedrentado por la comisión, como afirmaba yo en un escrito que llevé hasta el estrado con la vana esperanza de que me autorizaran leerlo.

—Tengo la impresión —repliqué a Thomas— de que pretende utilizarme para desacreditar el Sindicato de Guionistas, y el Sindicato de Guionistas para desacreditar la industria cinematográfica, y menoscabar el ejercicio mismo de la libertad de expresión utilizando…

Iba a añadir algo sobre mi interpretación de la Primera Enmienda cuando volvió a interrumpirme.

—Déjese de impresiones —bufó Thomas—. Se le ha hecho una pregunta: ¿Es o ha sido usted miembro del Partido Comunista?

—Podría contestar con la exactitud que usted me reclama, señor presidente —respondí.

—Se trata de una pregunta muy simple —continuó—. Cualquiera estaría orgulloso de contestarla; cualquier americano auténtico estaría orgulloso de contestar la pregunta «¿es ahora o ha sido en el pasado miembro del Partido Comunista?»; cualquier americano auténtico…

—Depende de las circunstancias —le dije—. Yo podría contestar, pero si lo hiciera me odiaría cada mañana.

Mi actitud agotó la paciencia de Thomas.

—Abandone el estrado —ordenó.

Cuando insistí en mi deseo de testificar, martilleó la mesa exasperado.

—¡Abandone el estrado!

—Entiendo que se me obliga a salir por la fuerza —dije.

—Alguacil, llévese al testigo —ordenó Thomas.

Y eso hizo el alguacil.

Fue mi primer (y tenía sobrados motivos para suponer que último) encuentro con el congresista Thomas. Tres años después, sin embargo, volvimos a toparnos como reclusos en la Prisión Federal de Danbury, Connecticut, donde yo cumplía una condena de un año por el delito de no responder satisfactoriamente a sus preguntas.

El uniforme azul de la cárcel colgaba con holgura del individuo maltrecho y sudoroso a quien vi cruzar el patio. Pese a llevar la misma ropa, pensé que yo tenía un aspecto algo más atildado tras ocho leves horas de actividad taquigráfica en la Oficina de Clasificación y Libertad Condicional. Su trabajo como encargado del gallinero, aunque no especialmente arduo, lo mantenía toda la jornada bajo el sol de agosto. Había perdido bastante peso y su cara, tan lustrosa en nuestro encuentro anterior, estaba ahora muy cetrina y arrugada, por lo que parecía diez años más viejo. De todas formas lo reconocí, y él a mí, pero no nos hablamos. ¿Cómo podíamos retomar nuestra plática donde la habíamos dejado? Desde mi condena por desacato al Congreso en compañía de otros nueve guionistas y directores de Hollywood, había perdido un recurso y el Tribunal Supremo se había negado a examinar las implicaciones constitucionales de nuestro caso.

Durante ese período, Thomas fue procesado por incluir a trabajadores inexistentes en la nómina de la administración y apropiarse luego de los salarios. Tras renunciar a su defensa y apelar a la clemencia del tribunal, recibió una sentencia más bien benigna, luego reducida a una condena real de nueve meses (tres menos que la mía) gracias a la libertad condicional. Más tarde supe que, cuando la Junta de Revisión Penitenciaria iba a estudiar su caso, temía que yo tratase de emplear mi posición para bloquear su solicitud. En realidad, un funcionario civil ya me había apartado del asunto. Ni a mí ni a los restantes «Diez de Hollywood» se nos concedió la libertad condicional, pero yo fui el único en sumar quince días de redención por «comportamiento muy meritorio» a los sesenta reglamentarios obtenidos por buen comportamiento. Así premiaron las mejoras que aporté a la gramática y el estilo del material carcelario que mecanografiaba.

Aunque no me hacía en absoluto feliz, mi situación resultaba más llevadera que la del deplorable personaje que tenía ante mí en el patio de la cárcel. El senador Joseph McCarthy aún no le había arrebatado la antorcha del superamericanismo que tan fieramente empuñara durante sus dos años de gloria, pero ya no había futuro político para un hombre de grandeza tan pedestre cuya caída se había divulgado de forma inmisericorde.

Mi propio futuro era al menos incierto. Yo había manifestado la opinión de que, si bien los cargos públicos son responsables ante la sociedad, los ciudadanos de a pie no pueden ser emplazados a responder ante el gobierno de sus creencias o afiliaciones (asuntos en los que tradicionalmente nadie se entrometía) sin que mediara un mínimo indicio de delito. Se trataba de un argumento vinculado a la Primera Enmienda que contaba con considerable apoyo, y en algunos casos muy autorizado. De hecho, habíamos basado nuestra posición en el inequívoco lenguaje empleado por el Tribunal Supremo en un fallo de 1943: «Si hay una estrella fija en nuestra constelación constitucional, ésta es que ninguna autoridad del Estado, alta o baja, puede determinar la ortodoxia en política, patriotismo, religión u otras materias opinables, ni obligar a un ciudadano a confesar de palabra u obra sus convicciones sobre esos asuntos».

A mucha gente asombra que los «diez» acabáramos no sólo en una lista negra sino también en la cárcel por negarnos a discutir nuestras creencias y afiliaciones políticas. Ninguno de los cientos que después serían excluidos del cine o la televisión tuvo que soportar la carga adicional de vivir entre rejas. En 1947, irónicamente, el Partido Comunista no había sido aún clasificado como asociación delictiva, y nosotros nos sentíamos poco inclinados a ser los primeros en distinguirlo con ese título aunque fuese de forma tácita, como habría ocurrido si hubiésemos invocado la cláusula de autoinculpación incluida en la Quinta Enmienda.

En 1951, cuando comenzaron las siguientes audiencias, los dirigentes del Partido Comunista cumplían condena en aplicación de la Ley Smith. (La norma en cuestión declaraba delito propugnar el derrocamiento del gobierno por la fuerza. A los jefes del partido se les atribuía esa conducta no a partir de sus propias palabras, sino de la prueba indirecta suministrada por las doctrinas de Marx y Lenin como fundadores del movimiento comunista). Así, la Quinta Enmienda se había convertido en un buen recurso —por lo menos en un modo de evitar la cárcel— y, además, tras nuestra derrota ante los tribunales tampoco tenía sentido seguir apelando a la primera. Los testigos, eso sí, no podían librarse de la lista negra, salvo que estuvieran dispuestos a actuar como delatores. No quiero decir con esto que nosotros no hubiéramos invocado la cláusula de autoinculpación si hubiésemos estado seguros de sus posibilidades. Lo que entonces considerábamos apremiante era dejar a la comisión sin trabajo, y sólo con una victoria jurídica en el terreno de la libertad de expresión parecía posible lograrlo. Una vez rechazada nuestra demanda, no había ya motivo alguno para adoptar una postura sin duda contraproducente.

Cuando en 1952 fue citada por la comisión, Lillian Hellman compuso un brillante alegato sobre sus razones para no testificar sobre otras personas: «No tengo la intención, ahora o en el futuro… de perjudicar a inocentes… para salvarme a mí misma… Ni puedo ni quiero recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año». Eran las palabras de una escritora de talento y tuvieron un excelente efecto propagandístico contra la delación, pero Lillian era también una dramaturga nata que, en el libro Tiempo de canallas, no pudo resistirse a la oportunidad de presentar su situación como más incierta de lo que ya fue. Allí da a entender que se había expuesto a graves riesgos personales al insistir en su derecho a declarar sólo sobre ella misma y no mencionar a otras personas. Algunos de los mejores juristas de Washington, escribe, pensaban que adoptando esa postura se facturaba directamente a la cárcel. Lo cierto es que en su carta previa a la comisión había dejado claro que si ésta no le concedía la inmunidad solicitada ella se limitaría a invocar la Quinta Enmienda en todas las preguntas. Y para entonces se había establecido caso tras caso que esa invocación no conllevaba sanción penal alguna. Sólo el desempleo.

Semanas después de las primeras audiencias, los jerarcas de los estudios se reunieron en Nueva York y anunciaron que ninguno de nosotros volvería a trabajar para ellos hasta que la comisión no nos hubiera exculpado. En Hollywood, la gente se desvivió por nosotros: unos pocos para expresar su apoyo, la mayoría para evitar nuestra presencia. Los sindicatos profesionales que habíamos ayudado a organizar se negaron a respaldarnos y enseguida aprobaron nuevas normas que facilitaban la imposición de la lista negra. A medida que la exclusión se prolongaba y extendía, algunos nos las arreglamos para trabajar bajo seudónimo con honorarios muy reducidos; otros se buscaron nuevas ocupaciones y unos cuantos desesperados se quitaron la vida.

En ningún otro lugar del mundo, con la posible excepción del Kremlin, había habido un grupo de comunistas tan bien acomodados o con tanto reconocimiento social como los escritores de Hollywood pertenecientes al partido. Sin embargo, una de las reglas tácitas de esa militancia era un caballeroso acuerdo con nuestros patrones para no airearla. Pero mis colegas y yo —pronto conocidos como «los diez de Hollywood»— estábamos ahora en el candelero y los mandamases de los estudios ya no podían mantener la política de «en boca cerrada no entran las moscas». Por otra parte, mi desazón aumentaba ante la imposibilidad de rechazar sin rodeos las preguntas de la comisión y afirmar que mi pertenencia al Partido Comunista o al Sindicato de Guionistas no era asunto de su incumbencia. Nuestros abogados, de acuerdo con una lógica que entonces resultaba convincente, insistían en que semejante postura podría, más adelante, dejarnos inermes frente a un tribunal. La alternativa consistía en sostener que, a nuestro modo, intentábamos contestar unas preguntas que, según pensábamos, la comisión no tenía derecho a formular.

En Hollywood, entre otros ámbitos de la cultura norteamericana, las opiniones han virado resueltamente a nuestro favor durante las décadas recientes. Como único superviviente de los «diez», últimamente me he visto recibiendo numerosas muestras de respeto y admiración por parte de actores, actrices y otros pobladores del nuevo Hollywood que a veces sólo tienen una vaga idea de lo que realmente nos ocurrió. Uno goza como el que más cuando halagan un poco su vanidad, de modo que no siempre señalo las lagunas o aclaro las confusiones en su versión de los hechos. Pero de cuando en cuando insinúo que no fuimos tan heroicos como la gente nos pinta. Analizando el asunto, me parece más riguroso decir que, dadas las circunstancias, sólo había una actitud posible salvo que estuviéramos dispuestos a comportarnos como unos perfectos hijos de puta.

No es fácil recordar en el año 2000 lo que pensaba sentado en aquella tribuna. Al igual que los demás testigos, aún no podía adivinar cuánta libertad, fortuna y bienestar iba a perder, ni durante cuánto tiempo. Ninguna de las muy tangibles y personales consecuencias de todo aquello aparecía ante mí cuando me inclinaba hacia el micrófono tratando de hacerme oír en medio del alboroto y elucidar unas pocas cuestiones antes de que el presidente me interrumpiera. Pero ya empezaba a advertir lo que se haría evidente con el paso de los años: el triunfo de la razón iba a demorarse algo más de lo que había imaginado.