I

Parzival apartó los pliegues con ansiedad y sus ojos se clavaron en la criatura, que se movía inquieta entre paños. Los ojos del sacerdote escrutaron la mirada de la criatura. La diestra del fraile se movió bajo los hábitos y apareció de nuevo, aferrando un puñal. Sólo él debía realizar aquel sacrificio. Tenía ante sus ojos a uno de los vástagos de Widukind, el último en haber nacido. La mano izquierda descubrió las piernas frágiles. Era una niña. Los dedos se crisparon en la empuñadura. No había encontrado la Lanza ni el santuario de Remigio, pero estaba mucho más cerca del corazón de su enemigo: no sólo asestaría un golpe mortífero contra Widukind, sino que además podría exigirle a cambio del rescate que le señalase el paradero de la Lanza del Destino.

Parzival se fijó en el rostro del bebé, que había roto a llorar. Se abstrajo de cuanto sucedía. Las carreras de sus hombres, los escudos con el santo signo, los gritos y la agitación, la desesperación de las víctimas, el crepitar del fuego…, todo sucedía de pronto sin sonido, lentamente, pues dentro de su cabeza escuchaba voces de ángeles que susurraban desde lo alto, trascendiendo el espacio mundano que encierra a los seres mortales, y sus conclusiones parecían avanzar por encima del tiempo que transcurría a su alrededor. La aldea ya empezaba a arder casi en su totalidad. La casa de la mujer había sido la primera en convertirse en pasto de las llamas. En poco tiempo, el recinto de aquella población apartada en el sur de Wigmodia se convertiría en gris ceniza.

Parzival escrutó aquellos ojos llorosos y por vez primera tuvo que reconocer, para su sorpresa y duda, que no veía demonio alguno. El súcubo que esperaba encontrar no existía. No podía sacrificar al lactante…, no sin estar seguro. Las órdenes de Arnauld fueron taxativas: le confiaba el destino de la Misión. Pero ¿era posible que un hijo de Widukind no estuviese maldito? Ocultó el puñal de nuevo y volvió a la terrible realidad, recubrió al recién nacido y lo abrazó contra su pecho bruscamente. Corrió junto a los soldados, a los que exigió una cabalgadura y escolta.

—¡Nos marchamos! —gritaba—. ¡Nos marchamos de aquí!

—¿Y los demás?

Parzival clavó una despiadada mirada sobre su capitán.

—Dejadlos, dejad a los niños…

Al volverse, descubrió a la joven que tanto habían ansiado capturar.

—¡Gerswind! —gritó un soldado—. La hija de Widukind…

Él caminaba como en medio de una pesadilla, sin dar crédito ya a lo que sus ojos veían. Un gesto de Parzival bastó para que fuese conducida a uno de los caballos de su guardia. Las órdenes de Arnauld habían sido claras en ese sentido: los francos la querían viva aunque hubiese sido poseída por mil demonios. El fraile, en cambio, no tuvo duda alguna cuando le preguntaron:

—¿Y la madre?

Ahora Parzival vio, no muy lejos, la figura de Swanhild apresada por varios soldados. —Es vuestra— respondió.

La cabalgadura del sacerdote retrocedió a su orden y la criatura rompió a llorar con más pasión que antes; media docena de soldados guardaron sus espaldas. El fuego crepitaba en los tejados, escupiendo espirales que el viento de la tarde se encargaba de trenzar en una calina gris. Los gritos persistían, pero los combates habían acabado. Moribundos, algunos campesinos se arrastraban por el camino, heridos de muerte, cuando los caballos los pisotearon.

En lo alto de la loma que dominaba aquel paisaje de ruina y destrucción, Parzival tiró de las riendas y su caballo, como poseído por una fuerza terrible, se encabritó arañando con sus patas el horizonte. Parzival apretó contra su pecho el preciado tesoro. Su mirada recorrió el valle y las lomas verdes del fondo. Al norte, extrañas sombras recorrían las colinas. Las nubes se inclinaban y un resplandor ardía con la forma de una veta roja, un puñal de fuego clavado en el mismísimo corazón de Sajonia. Parzival, en cambio, imaginó una invasión de dragones, criaturas de Satanás enviadas por los paganos para socorrer a sus brujos, y retrocedió, acobardado, creyendo descubrir una figura monstruosa que extendía sus alas tras escupir un penacho de llamas.

Una nueva partida vino al galope hasta lo alto de la colina. Era un grupo numeroso.

—¡Parzival!

El sacerdote se volvió, dominando su caballo con tiranía.

Parzival escrutó la dirección señalada.

—¡Dad la orden! Nos marchamos —ordenó, acicateando su caballo y dando media vuelta. Al recorrer la cima del otero, se dio cuenta de que en el extremo sur la niebla crecía como un mar y la falda se sumergía en ella. Ahora miraban por encima de la incertidumbre como quien se asoma sobre un mar de bruma. Un monumento de madera se erguía en el centro de la colina. Parecía el resto de un tronco cargado de runas. Se trataba de alguna clase de homenaje esculpido para gloria de los dioses paganos, tallado a partir de los restos de un árbol que había estado allí, vivo, mucho tiempo atrás.

—Antes de que os marchéis, echad abajo ese pilar, aserradlo y quemadlo… —ordenó.

Los jefes de su ejército intercambiaron miradas de descontento.

—¡Hacedlo! —exigió Parzival, enfurecido. La criatura lloraba sin pausa. La joven, a la grupa de uno de aquellos caballos, se había desvanecido y había perdido el sentido. Era como un cadáver, y el soldado que se ocupaba de ella la apresaba como si se tratase de un pesado fardo.

Sargant hizo avanzar a su caballo hasta Parzival y le habló en voz baja.

—Señor, no hay tiempo para eso…

—¡Hacedlo he dicho! No podéis ver en él la fuerza diabólica, pero yo la siento presente y será nuestra ruina si lo dejamos en pie…

Sargant se volvió a los hombres. Estaban decididos a desobedecer.

—Está bien, lo harán —prometió el capitán—. Ahora es necesario que os marchéis hacia el sur ya… o perderéis ese preciado tesoro.

Parzival, rodeado por sus hombres de confianza, espoleó su caballo y desapareció en la niebla, colina abajo.

Sargant se volvió a los hombres:

—No lo echaremos abajo, ¡pero prendedle fuego! ¡Rápido! ¡Hay que abandonar este lugar cuanto antes! —ordenó.

Rociaron con aceite el mástil divino y dejaron que una antorcha propagase las llamas. Y así mientras ardía, el ejército se batió en retirada por la ruta de las pedregosas landas, siempre en busca de los bosques solitarios, deseando alcanzar la frontera de Austrasia en el menor tiempo posible.

Estuvieron avanzando casi hasta el amanecer, y, en la hora más negra de la noche, Parzival decidió realizar una pausa en el refugio de un gran bosque.

Cuando los soldados que no montaban guardia sucumbían dormidos alrededor del fuego, él entró en una vigilia nocturna sin retorno, poseído por un insomnio fatal. El lactante había caído dormido, y la muchacha, después de haber despertado de su desmayo muchas horas atrás, también se derrumbó a un lloroso sueño cargado de pesadillas.

Él, obsesionado, meditaba sobre los enigmáticos caminos que podrían conducir hasta el Misterio de la Lanza. Ésta se escondía en un laberinto de tentaciones, protegiéndose de los piadosos gracias a la magia de su ambiguo poder. Si había sido bañada en la sangre y el agua milagrosas que manaron del cuerpo de Cristo al atravesarlo, en tal caso sus pruebas tenían que pasar necesariamente tanto por la sangre como por el agua, pero desconocía el signo de sus símbolos, e irremediablemente pensaba en la pecaminosa naturaleza de la mujer, quien, según los oscuros alquimistas, estaba «hecha de agua y conducía sin remedio a la corrupción de la sangre a través del pecado». Entonces y sin duda alguna, pruebas carnales se escondían en los incontrovertibles pasillos de su dédalo, pues tanto la carne como el agua le remitían a los peligros de la sensualidad. La fe, sin embargo, debía ser el instrumento que iluminase sus pasos por el laberinto, y que lo guiase hasta la Sagrada Lanza.

Inquieto, Parzival despertó a uno de los monjes amanuenses y le pidió que tomase la pluma y el pergamino: deseaba escribir a Arnauld de Goth. Aquél, acobardado por la visión de esa cara pálida consumida por la ansiedad, hizo lo que le pidió. Parzival se inclinó sobre la criatura y observó su rostro quieto e inocente, y así, mientras pensaba en voz alta, el novicio anotaba cuanto escuchaba:

—He pacido durante mil años las hierbas de los cementerios… y hoy he visto el Infierno: en las tinieblas vi mujeres con cuernos que tocaban trompetas hechas de asta… El fuego brillaba en sulfúreos ríos ardientes, donde se cocían los huesos de la humanidad, emanando a su paso peste a muerte y cadáver… Siniestros carneros antropomorfos guardaban celosamente una puerta…, una puerta… Sus guarniciones no eran de hierro, sino de hueso tallado, y los demonios que daban forma a esos huesos holgazaneaban en sombras, mordisqueando las rodillas de esos pecadores que habían sido glotones… «Tempus irae! Tempus irae!» gritaban los ángeles desde lo alto, pues me llamaban en pos de la Divina Lanza.

»Y entonces vi en mis tinieblas miles de ojos sin cabeza ni cuerpo que me observaban…, cuando allí la voz resonó a mi alrededor, y me reveló:

Anuncia un ángel negro a los hombres de oro

el advenimiento del reino de las espigas.