El encuentro de los cielos tuvo lugar dos días más tarde. Maniobrando diestramente por las colinas del mar de hierba, Widukind dirigió sólo una parte de la horda hacia el ejército franco. Las trompas tocaron y los francos se volvieron a la luz de la mañana. Sus señores esperaron a Widukind, que hizo lo mismo. Al comprender que aquel día el sajón no deseaba un ataque frontal, al caer la noche formaron un campamento, que defendieron con gran maestría para prevenir un asalto nocturno. Widukind ordenó encender miles de antorchas, hasta el punto de que trabajaron durante toda la noche. Tan pronto habían plantado cien en un sitio, seguían añadiendo cientos en otra parte, y así durante todas las horas de sombra, sin descanso. Los francos, Widukind lo sabía, tuvieron la sensación de que un ejército mucho mayor empezaba a cercarlos, e iniciaron los preparativos para movilizarse antes del amanecer. Parte del plan era poner en marcha una sección de las teas y apagar el resto progresivamente, causando la impresión de un movimiento ordenado de tropas de a pie. Siguiendo las órdenes del duque, miles de hombres trabajaron con objeto de llevar a cabo esta estratagema, pues cuando por fin las antorchas habían sido encendidas en su totalidad, se acercó la hora de empezar a apagarlas por otro lado. Las trompas de los sajones tocaron en numerosas ocasiones como si se celebrase una gran fiesta, y era seguro que los francos no lograron dormir tranquilos.
Al día siguiente, la niebla ocupó los valles de hierba. Los francos esperaban un asalto en medio de la incertidumbre, cuando la luz de un sol enfermo vagaba entre los cendales de bruma. Widukind seguía vigilando al enemigo desde las mismas posiciones. El ejército franco no se movió, esperando un ataque que no tuvo lugar. La bruma se despejó al caer la oscuridad, y Carlomagno sólo descubrió un mar gris a su alrededor, sobre el que soplaba aquel viento desolador. Y de nuevo la noche. Widukind repitió su juego con las antorchas, con una salvedad: habiendo reunido otra gran horda al atardecer, y mientras otros se ocupaban de las antorchas, guió a todos aquellos arqueros que sabían montar a caballo diestramente hasta las proximidades del ejército. Ocupados en la vigilancia de las antorchas, no podían esperar la lluvia de flechas que salió disparada contra uno de los flancos menos protegidos. Docenas de caballos empezaron a relinchar al ser alcanzados, al tiempo que algunos hombres maldecían y daban la voz de alarma. Tan pronto como esto sucedía, Widukind susurraba la orden, y una segunda salva salía volando. Aun no había llovido mortíferamente ésta, cuando el desordenado batallón de arqueros cambiaba de posición para evitar a sus antagonistas francos, y volvían a tensar sus arcos.
La noche transcurrió rauda, pues antes del amanecer los francos movilizaron a sus jinetes tras soportar algunas bajas y tener que sacrificar casi cien caballos heridos. Con la llegada de la luz, sin la presencia de la niebla, no encontraron rastro alguno de las hordas enemigas en los alrededores, ni tampoco de sus antorchas. Esta vez, Carnant y Hartunc el Calvo, decidieron poner en marcha el ejército hacia el suroeste, con la esperanza de dar con el enemigo sin apartarse de la ruta más segura conocida.
Tras superar el cerco de las colinas donde había acampado Widukind, e inspeccionar sus hogueras, al otro lado descubrieron un mar de hierba que ondulaba entre árboles dispersos hacia el oeste. Allí, a cierta distancia, pero visible gracias al alto que dominaban desde estos collados, pudieron contemplar las dispersas bandadas rebeldes. Como cuervos solitarios que, negros y ominosos, aguardaban el banquete de la guerra. Carlomagno sabía que aquel clima podría causarle numerosas bajas: si la niebla persistía por las mañanas, la pesada formación de su ejército estaría constantemente sometida al capricho de aquellas hordas. Por las noches, además, sería víctima de los arqueros. Necesitaba provocar un ataque masivo, o retroceder. Pero la campaña no había acabado, y su objetivo estaba claro: deseaba enfrentarse a Widukind y obligarlo a recular dispersando sus fuerzas, volviendo a causar una derrota que desgastase la moral de los sajones y su deseo de independencia.
Widukind examinó la línea de los francos recorriendo el perfil de las colinas que habían abandonado. Sus enemigos mordían la carnaza y alteraban el rumbo en busca del sur.
Enormes bloques de piedra, erigidos en aquel sagrado lugar como por manos de gigantes muchos siglos atrás, marcaban un gran círculo sobre la solitaria loma. Se decía que aquellos mojones representaban los restos de unos contrafuertes con los que se habían sostenido las balizas de paja y barro del legendario Muro de los Angrívaros.
Leyendas de hombres libres. Widukind hizo sonar la llamada, y las hordas se reunieron detrás del límite marcado por esas piedras sagradas. En las lomas del oeste, los gothis que los seguían prendieron hogueras de las que comenzó a salir un pestilente humo negro. Angus, sentado sobre su mula, fue a reunirse con los negros emisarios de Remigio, que contemplaban el inicio del enfrentamiento desde la falda de aquellas colinas.
El cielo, despejado y azul a la mañana, fue ocupado por nubes tormentosas a medida que envejecía el día, como si acompañase a los francos en su avance, pues sus timbales empezaron a sonar y también sus belísonas trompetas. Después se puso en marcha lentamente, sin abandonar su formación, al encuentro de los sajones, a los que superaban en número, triplicándolos.
A la distancia que aquellos capitanes consideraban oportuna, se detuvieron, dejando paso a los arqueros, que se ubicaron por delante de los lanceros. La formidable fuerza de los francos se movía acompasadamente, como un mecanismo cuya magia había sido calculada con esmero para una clase de guerra que no existía en aquel rincón de la tierra.
Las vociferantes hordas se dispusieron frente a ellos, y al poco tiempo, en el sureste, apareció una caballería sajona cuyas trompas atrajeron la atención de los mandos francos. Del mismo modo, Widukind empuñó un estandarte, cabalgó a cierta distancia, e hizo una señal al suroeste, donde muchos de sus jinetes se movilizaron adoptando una posición poco conocida en las guerras del sur.
Angus azuzó a su jumento, elevándose sobre el primer otero, desde donde tenía una vista de pájaro del campo de batalla. Como a sus pies, un ondulante mar erizado amenazaba a los francos. Insultos a Carlomagno y llamadas de trompa, toda clase de armas que se agitaban, aferradas por puños crispados. Las monturas formaban grandes grupos y sus jinetes llevaban lanzas. Luego el abigarrado escenario se interrumpía con el verdor, y delante, cubriendo una gran extensión con la uniformidad de sus adminículos, las unidades del ejército carolingio tapizaban el paisaje hasta el horizonte. Sobre las colinas del fondo, por detrás de las cuales habían llegado en busca de Widukind, se elevaban sus estandartes y las altas cruces cristianas.
Frodo esperaba al mando de muchos caballos frisios, y Sif lo acompañaba, armada, como una valquiria que hubiese aparecido en medio de aquel campo de batalla para vaticinar la muerte de sus héroes. No era la única mujer: muchas otras se habían unido a la horda y empuñaban el scramasax y el hacha, de menor tamaño, pero no por ello menos peligrosas, que las grandes bipenne empuñadas por los hombres. Widukind, a la grupa de aquel caballo negro de alta cruz, recorría la línea de sus hordas dando órdenes que partían en boca de otros mensajeros. Angus se santiguó al comprender que la gran carnicería se acercaba.