Angus vio cómo a la mañana siguiente la horda de Ragnar abandonaba a los sajones en busca del Camino de los Hombres, rumbo a Dinamarca. Se hicieron promesas y Widukind esperaba que Ragnar volviese al frente de un ejército de miles de combatientes, dispuestos a presentar batalla ante Carlomagno. Le había costado mucho ganarse la confianza de los daneses, sin embargo ahora estaba fuera de toda duda. Había muchas iniciativas que podían fallar, pero no la palabra de su abuelo, Goimo. Widukind no sólo había tentado su orgullo, y había enseñado a los daneses el camino del pillaje en las costas de Austrasia, sino que les había demostrado que los sajones eran capaces de levantarse en armas de nuevo, e invadir Austrasia. Había sido un paso devastador, mas sólo un paso. Tenían que caminar todos juntos en la misma dirección, un paso tras otro, y así, poco a poco, abrir el camino hacia la libertad y la victoria.
El ejército de Widukind crecía y aglutinaba nuevas fuerzas en el oeste. A la espera de los daneses, las noticias del ejército franco llegaban a sus oídos. La cabalgata carolingia sólo había encontrado puestos arruinados por el fuego, y el silencio de una población diezmada por el éxodo a las selvas y zonas más agrestes del paisaje. A pesar de todo, supieron que Carlomagno recomponía su tablero de ajedrez con perseverante y cristiana paciencia: no abandonaba ni un solo punto de la ruta hasta que no había sido doblemente fortificado. Reconstruía los puentes y apartaba los árboles caídos, levantaba nuevos blocaos en las ciudadelas y las rodeaba de empalizadas. No hubo grandes e indiscriminados castigos contra la población, pues quizá temía el talante contestatario de este pueblo, pero se celebraron muchos juicios que terminaron con la decapitación de los rebeldes detenidos.
La horda de los duques sajones, a su vez, creció a partir de ese momento a ritmo inesperado. Pronto el nombre de Widukind retumbó en las salas de piedra y miles de hombres se unieron a ellos. Los escudos de Hala ascendieron al encuentro del hertug, y más tarde llegó una partida muy numerosa de campesinos reunidos en las inmediaciones de Quitiliangaburg, que empuñaban el paño de sus clanes. Desde Ostfalia no sólo vinieron los mencionados con anterioridad, sino además los símbolos de Merseburg y Magathaburg, la espiga de oro y la torre de piedra, se unieron al estandarte del caballo encabritado y negro, marcado a fuego sobre fondo rojo, que era símbolo del ducado de Widukind.
Antes de que cruzasen las aguas del Emesa y avanzasen hacia Fardium, el duque ya contaba con dos mil caballos y una horda de más de dos mil hombres a pie. Como ansiaba una respuesta por parte de Goimo, y conocía la desidia de Ragnar y su capacidad para la distracción, decidió enviar una embajada a cargo del fiel Magnachar, ordenándole que galopasen día y noche si era necesario y llegar cuanto antes a Aarhus e instar la intervención del rey danés.
Así, mientras el tiempo pasaba, Angus se daba cuenta de que el enfrentamiento definitivo estaba cerca. Ya no cabía duda alguna de que el ejército franco se organizaba para un asalto, pero se desconocía la estrategia de Widukind. Y así las semanas pasaron y la hora se acercaba, un largo círculo que se cerraba sobre otro círculo, así eran las rutas de ambos ejércitos, que se perseguían para colisionar en algún punto de la faz de la Tierra.
Una mañana, los emisarios habían vuelto de Dinamarca. Eran una numerosa partida. Sin embargo, al poco de verlos Widukind presintió que algo extraño pasaba. Respetando la ceremonia, los daneses se quedaron apartados, una escasa horda, y dejaron que los portavoces fuesen los primeros en encontrarse con Widukind.
Magnachar no sonreía y Widukind quiso reunirse a solas con su amigo, en una colina que miraba sobre las praderas en las que hombres y caballos esperaban la hora de la invasión.
—Habla, Magnachar —le pidió el duque.
—Widukind…, son malas las nuevas que te traemos.
—Pronúncialas cuanto antes —exigió el sajón—. No tengas miedo.
Magnachar se mordió el labio inferior. Por fin se decidió a hablar:
—Goimo no enviará a sus daneses a la guerra por el momento. —Hizo una pausa. Los ojos de Widukind, confundidos, vagaron por el rostro de su amigo, en busca de una sola señal de veracidad.
—¿Qué hablas, Magnachar…?
—Hablo lo que me han dicho que te diga.
—Mi abuelo…
—Tu abuelo, Goimo, el rey de Dinamarca, él mismo me dijo que no puede participar en la guerra… porque has traicionado el honor de su familia.
—¿Traicionado…? ¿Cuándo?
—Swanhild.
—¿Qué…?
—Swanhild. Ésa es la respuesta.
—Habla más claro, amigo.
—Geva se ha enterado de que es… una segunda esposa. Está despechada y la tristeza inunda las cuencas de sus ojos. Nunca la vi, porque no quiso, pero me dijeron que al principio montó en cólera y quiso arrancar los cabellos de Goimo con sus propias manos. El viejo rey la golpeó para tranquilizarla. Ella quiso entonces cortar los cabellos… de tus hijos, dejarlos así deshonrados y enviarlos a la corte de Carlomagno.
Widukind, incrédulo, asistía al relato como en el transcurso de una extraña pesadilla que aconteciese a la luz del día.
—Pero Goimo la detuvo a tiempo, y la encerró por su propio bien. Goimo quiso seguir adelante con la alianza y con el empeño de su palabra. Mas en ese momento tu mujer… Geva cayó en el pozo de la tristeza, que como sabes no conoce fondo. Volvió en sí y la desolación más profunda la descorazonó, Widukind. Entonces Goimo la visitó y se dio cuenta de que su nieta se moría… de tristeza. Además, clamó venganza como es derecho entre las mujeres danesas, y el consejo de los señores de Dinamarca… se lo concedió.
Los ojos de Widukind, enrojecidos, vigilaban cada movimiento en el rostro de Magnachar, como si quisiese anticiparse a la pronunciación de las palabras, tan ávido estaba de ellas.
—Entonces Goimo disolvió el consejo y anunció su veredicto, y dijo que no volvería a apoyar a su nieto, y que rompía su palabra en honor a su nieta. Dijo que canjeaba su palabra por la tuya. Dijo que Widukind había entregado su palabra al desposar a Geva, y que Goimo había entregado su palabra cuando Widukind se marchó a la cabeza de las serpientes de agua en busca del fin del mundo. Que ahora cambiaba una palabra por otra, y que no te debía nada, del mismo modo que no clamaría venganza contra ti… tampoco te respaldaría.
Una gélida cólera incendió los ojos del sajón al escuchar aquello, al tiempo que esas imágenes, confusas, pasaban por su pensamiento como en una tormenta.
—Goimo…, mi abuelo…, Geva… —murmuró. Miró la hierba a sus pies. Al elevar el rostro de nuevo, sus ojos estaban demasiado abiertos como para que incluso su amigo se atreviese a mirar lo que había dentro de ellos. Magnachar retrocedió sin saber por qué, guiado por la inteligencia de un animal, más que por un pensamiento. El viento soplaba sobre los cabellos largos y rubios del sajón, como si desease desenredarlos. Su figura, en cambio, permanecía quieta, enhiesta, tensa cual arco llevado hasta el límite de su resistencia, a punto de lanzar su última y más mortal flecha.
Widukind le dio la espalda a Magnachar, y éste y otros, que esperaban tras el emisario, vieron al sajón caminar con solemne grandeza por la cima de la colina, alejándose ahora pensativo hacia el oeste. El sol trazaba una elipsis flamígera que prendía en los penachos de nubes, esparcidos al capricho de los vientos. Al llegar al borde de la loma, que descendía abruptamente en una elástica pendiente de verdor, Widukind contempló su gran horda.
Desenfundó la larga espada y la elevó con un espantoso grito. Sin palabra alguna, el alarido ascendía y los llamaba. Volvió a emitir la llamada y los hombres, que lo veían desde abajo, descubrieron al legendario hertug, al sangriento rebelde, que gritaba elevando el aguijón de acero forjado en Medcaut con el hierro de Thule.
Le respondieron, y en unos instantes las hordas enteras bramaban como un mar de puntas, hierro y cuero erizado por un viento de guerra que despertaba en las cuatro esquinas del mundo. Ya era tarde para dar marcha atrás. No importaba lo fatídico que pudiera ser el destino. Ni la perfidia que éste le reservase. La cólera quemaba el corazón de Widukind. Algo se desplazó en su alma y todo cálculo quedó atrás, demasiado lejos, y, como si cayese por aquella pendiente, Widukind se dejó arrastrar por un deseo ingobernable de destrucción y ruina. La venganza no bastaba. El péndulo de su consciencia se inclinó vertiginosamente hacia el horror. Las grietas del corazón sólo barbotaban sangre hirviente y un anhelo irreprimible.
Magnachar caminó hasta la sombra de Widukind, que gritaba con los brazos abiertos ante él, y se unió con valentía a la invocación. Cuando aquel momento hubo pasado, y mientras las hordas los secundaban, Widukind se dio la vuelta lentamente, la mirada clavada ahora en su puño derecho, con el que apresaba el mango de la espada. Magnachar y los demás hombres de confianza vieron un rostro transfigurado. Sus facciones, congeladas un instante después de aquel grito, eran las de un padre de la guerra. Sus ojos parecían atrapados por el mismo llameante deseo de una fiera.
Detrás, los daneses que habían esperado se acercaron, y Widukind distinguió ahora las formas y los rostros. Allí estaban, entre otros, muchos de los hombres que lo acompañaron en su viaje de ida y vuelta a la Tierra de Hielo: Éikiskiáldi Mediacara, Eifióldi, Erik, Reidmar, Fiofóld… y el propio Ragnar, armado con su hacha de dos hojas, con su escudo a la espalda y la hirsuta barba de diablo enredada sobre su pecho, siempre tiesa contra el viento. Eran medio centenar de hombres fieles, aventureros y guerreros dispuestos a morir por el sueño de libertad sajón.
Widukind no los saludó, pero entendió el gran gesto de fidelidad de Ragnar y de todos aquellos hombres.
—¡No toda Dinamarca opina como ese consejo de viejos jorobados! ¡Al infierno con Goimo y al infierno con esa rata de Vigi! —bramó Ragnar.
Widukind elevó el brazo en un gesto de saludo.
Se acercó lentamente a Magnachar, y lo interrogó de tal modo que nadie pudo escucharlo:
—¿Quién ha sido el traidor?
Magnachar vaciló unos instantes ante los ojos celestes y a la vez leoninos, que no pestañeaban, del mismo modo que los cazadores dicen que acechan las grandes fieras, hasta que dijo:
—Vigi. Fue Vigi.
—¿Quién más sabe lo que me cuentas?
—Sólo Welf y los otros tres compañeros que venían conmigo, nadie más. Y los daneses…
—Está bien —Widukind puso la mano izquierda en su hombro, mientras meditaba profundamente con los ojos clavados en la empuñadura de su espada—. Nadie más ha de saberlo. —Por fin lo miró a los ojos—. Nadie. La esperanza es un arma que nuestros hombres no deben perder. Si los sajones creen que los daneses están en camino, ¡que así lo crean! Les dará fuerzas…
—Así será —respondió Magnachar.
—Ahora reúnete con los demás, con Willehar, Hellbrandt, Ulmo, Welf… todos. Preparaos. Vamos al encuentro de Carlomagno.
Entonces se volvió a Ragnar y le gritó:
—Y tú, maldita nutria sin pelo, ¡prepara a tus hombres para una batalla y que nadie hable de la decisión del consejo danés!
—Así se hará, perro sajón —respondió Ragnar con voz de trueno.
Después de mirarlos a todos, Widukind les dio la espalda y se alejó caminando, solitario en la inmensidad del paisaje, que movía las nubes y los vientos. No lo vieron al caer la noche, y sólo supieron las órdenes de lo que tendrían que hacer.
En realidad, Widukind volvió a la cima de aquella colina cuando todos se hubieron marchado. Contempló las antorchas ardiendo abajo, luciérnagas que querían ser soles, parpadeando en la soledad extendida de la noche. Esperó meditando bajo las luminarias, sin desear cruzar palabra alguna con nadie, sin que nadie supiese dónde estaba. Ni siquiera deseaba intercambiar palabras sabias y llenas de misterio con Angus, mientras observaba las estrellas, como en tantas otras ocasiones, tratando de indagar en la forma como pensaban aquellos que amenazaban su mundo. Dejó que el frío caminase sobre su espalda hasta que de la hora más negra brotó la flor de fuego de la aurora. Fue en busca de su caballo, robó carne de los asadores, y volvió a la cima. Cuando el primer rayo de luz escapó de las redes de la incertidumbre horizontal, Widukind se llevó el cuerno a los labios y emitió una larga y sonora llamada que hablaba de guerra.
Las cuernas de los jefes le respondieron y mientras el campamento volvía a la vida, al mirar al cielo todavía umbrío, los sajones descubrían la silueta angulosa, enhiesta, de un jinete que tocaba su cuerno de plata en busca de guerra.
Angus, que había reconocido a los daneses la noche anterior, miró como muchos otros hacia lo alto y se santiguó al descubrir la figura negra que velaba en el este cuando las alas ominosas del dragón de la oscuridad se retiraban a otra cara del mundo. Pues sabía quién era, y estaba seguro de que aquel pueblo se encaminaba a una confrontación aniquiladora, y de que la muerte iba a recoger en breve una de sus mayores cosechas.
Las hordas se movilizaron a la mañana siguiente, empujadas por el ímpetu de su único señor. Bastaba una palabra de Widukind para que cientos de hombres se pusiesen a talar árboles jóvenes, dando forma a miles de lanzas cuyas puntas endurecían al fuego, levantasen empalizadas o arrojasen miles de pesadas piedras en el lecho de un río y así permitir el paso de sus carros.
Se desplazaron hacia el este según las noticias que habían recibido, y Widukind, a partir de aquel día, pareció poseído por un demonio. Ahora obraba con la claridad de quien actúa por causas primeras y segundas, como conocedor de un plan divino que diese ventaja a los hombres mortales en su conocimiento.
Una vez más, la noche había caído.
La marea humana se extendió a los pies de una loma, eligiendo como centro el fuego de campamento de los jarls. La horda de Widukind era una hambrienta plaga que avanzaba sobre la Tierra tal como había sido anunciado en el Apocalipsis. Angus, enterado de la mala nueva por el propio Widukind, escuchó cómo el duque hablaba a todos aquellos señores reunidos a su alrededor a la luz de las llamas:
—Los daneses ya están en camino —aseguró, y no le tembló ni un solo músculo al decirlo. Al contrario, seguía conservando esa imperturbable serenidad que solía dominarlo un instante antes de ejercer sus más violentas acciones—. Es hora de que provoquemos a Carlomagno, de que lo sigamos de cerca, pero manteniendo la distancia. Tenéis que ser capaces de dominar a vuestros hijos y clanes, a vuestros familiares, que los vínculos de sangre os aseguren sus impulsos, pues no deben perder el control. Si dejamos de actuar como un solo lobo, perderemos ante Carlomagno, caeremos de rodillas frente a sus lanceros.
Las trompas sonaron y varias antorchas se desprendieron de la multitud titilante, avanzando hacia ellos. Los mensajeros traían noticias.
—Que se acerquen —ordenó el sajón.
Los hombres hablaron con premura. Uno de ellos tomó la palabra:
—El ejército de Carlomagno ha entrado en Westfalia, los espías han dicho que quiere arrasar Wigaldinghus.
Widukind sonrió gélidamente. Angus contempló al señor; cómo éste miraba la oscuridad, como si allí ya estuviese el ejército franco, al alcance de su voz, y dijo con mortal serenidad:
—Ya te estoy esperando, Carlos el Grande…
Aquella misma noche, al menos siete partidas de sus hombres de confianza, convertidos en mensajeros, se movilizaron hacia el este y el norte, para poner en marcha el secreto plan del duque de Wigmodia.