II

El ataque de Thorvald ha sido brutal como el hacha de los daneses. ¡Carlomagno ha sufrido grandes daños, todos podéis creerlo!

Los hombres se habían reunido alrededor del fuego de campamento. Angus, un poco apartado, escuchaba las nuevas que sobre los avatares del Reino traía un mercader bien conocido entre los frisios. Los daneses vitoreaban el nombre de Goimo y de Thorvald. Sif prestaba oídos a la hazaña.

—¿Lo has visto con tus propios ojos? —lo interrogó Frodo.

—No…, ¡pero me lo han contado otros que conservaron los ojos con los que lo vieron! —respondió el mercader, contrariado.

—¿Por qué habría de creerte? —preguntó Ragnar.

—Oh…, por el amor de…, bueno…, ¡debéis creerme! El señor Frodo hijo de Brodo sabe durante cuántos años he hecho esta ruta comerciando con él y con su padre, que era un nobilísimo guerrero y un hombre de bien…

—Hasta que descargó su espada sobre la cabeza de ese predicador cristiano, Bonifatius… —lo interrumpió el duque.

—Eso…, eso no viene a cuento ahora… —repuso el mercader, evitando la religión en aras de la guerra.

—Cuentos son lo que nos cuentas —añadió Widukind.

—Es un hombre de confianza, puedes creerlo —corroboró Frodo con una sonrisa no exenta de ese desprecio con el que la casta guerrera siempre miró a los mercaderes.

—Soy un hombre de confianza… —repitió aquél, acobardado.

—Pero incluso de un hombre de confianza no es menester creer cuanto se dice en forma de historia, pues todo eso ha aumentado de tamaño diez veces… Si aseguras que hubo cinco centenas de drakkars daneses, eso es que como mucho hubo cinco decenas… —dijo el sajón.

El comerciante, sin darse por vencido, abrió las manos y gesticuló teatralmente, tratando de mostrarles el fuego que ni siquiera él había visto:

—Las llamas crecieron como demonios. Se cuenta que todo Amberes ha sido reducido a cenizas, que hicieron correr a los clérigos en cueros por sus calles, dándoles caza como si fuesen bestias…

Widukind se recostó, satisfecho.

—Los vikingos han destruido Amberes —siguió el frisio ante Frodo—. Más de cien barcos daneses llegaron al amanecer hace diez días, y saquearon el burgo antes de que los francos lograsen defenderlo, acudiendo desde los tres caminos.

—Hermosa narración —asintió Widukind.

—Pero se dice que lo ha hecho sin permiso de Goimo… —el mercader miró de reojo a Ragnar y a sus daneses, que atendían al relato con interés.

—¿Thorvald? —rugió el danés.

—¡El mismo!

—Es posible… Thorvald siempre hace lo que le viene en gana, ya lo conocemos, aunque repartirá su botín con mi abuelo —reconoció Ragnar.

Los ojos del comerciante se abrieron como platos. Lanzó una mirada a Frodo, tratando de disimular su terror. Su mano derecha se movió hacia el pecho, pero se detuvo, acariciando los eslabones de una cadenilla de oro. Widukind miró los ojos de aquel hombre. El sajón sabía perfectamente que el comerciante era cristiano y que había tratado de persignarse, deteniéndose por miedo a ser reconocido como tal. Confuso, se puso a hablar para distraer la situación. Al poco ya reía, ya daba vueltas entre sus baúles, que sus sirvientes descargaban a sus órdenes ansiosas, ya casi bailaba como un bufón frente a las miradas ceñudas de los guerreros daneses, sajones y frisios, que se acercaron a mirar sus bagatelas. Se hablaba de la invasión y se celebraba con cerveza.

Los señores se apartaron a beber. A la luz de las llamas, Widukind recordó los cuentos que Helglum le refirió cuando él todavía era un niño.

—Los frisios y sus antepasados… —dijo—. Vagamente aún se recuerda el tiempo en el que todo ese mar de hierba estaba cerrado al sur por una barrera, el Muro de los Angrívaros.

—¿Y qué hicieron con ese muro? —preguntó Frodo, alzando su cuerno.

—¡Ah! Hicieron la guerra a los romanos, y los obligaron a retroceder más allá del Río Grande. Es necesario que atraigamos a Carlomagno hacia el oeste. Pero para eso hay que reunir de nuevo las hordas, a todos los clanes, y los frisios no deben fallarnos… ni los daneses.

Ragnar miró a su primo. Vigi atendía sus palabras.

—Ragnar Lodbrok: se acerca la hora en que Goimo tendrá que cumplir su palabra empeñada ante nosotros, ¿lo recuerdas?

Ragnar asintió. Sif miró a Widukind, consciente de lo que aquello significaba.

Widukind se puso en pie y rodeó el fuego, mientras así hablaba a los señores de la tierra.

—Es hora de que partáis hacia Aarhus, de que refieras a nuestro abuelo las hazañas, los hechos y los dichos. Dile que Widukind pide sus hachas, que necesito dos ejércitos, uno que ataque desde el mar, y otro que se reúna con mis hordas. Ragnar…, ha llegado la hora de cortar la cabeza de Carlomagno.

Vigi atendía las palabras del duque. Sus ojos amarillos reflejaban el resplandor de las llamas, y su pendiente de oro emitía un fulgor rojizo. Se pasó la mano por el cráneo calvo, las venas que tatuaban su frente, y las arrugas que surcaban sus marcadas facciones se movieron. Sif escuchaba atentamente, y creyó descubrir un extraño gesto en el rostro de Vigi.

—Así lo haré, primo, nos pondremos en camino mañana mismo —y diciendo aquello Ragnar miró a Vigi. Éste asintió levemente. Después miró a Sif.

—Yo me quedaré con Frodo —dijo la danesa.

Ragnar no pudo ocultar su decepción al escuchar la respuesta. Todos sabían que Ragnar la codiciaba, y la obligación de respetar su decisión se le hacía cada día más insoportable. Se le antojó que separarse de su presencia le haría mucho bien.

Cuando Widukind se volvió, Vigi ya no estaba en su lugar. Se había desvanecido como esos «hombres de las sombras» de los que tanto les había hablado desde que fueran niños.