I

Angus era consciente del estado de caos y desorden en el que aquella tierra estaba sumida. Fueran a donde fuesen, los caminos eran frecuentados por compañías errantes de mendigos y vagabundos; muchas aldeas estaban desiertas, sus granjas, abandonadas. Buena parte del pueblo sajón que habitaba la región ocupada por los francos no sabía si volver a sus hogares o hacerse con un seguro rincón en las frías selvas. Sajonia se había convertido en una carne abierta en canal, cuyo corazón sangraba. Sus nervios y sus huesos seguían en el sitio, pues las ciudades y los caminos no habían cambiado de lugar, pero el sufrimiento y la incertidumbre dominaba el ánimo de sus gentes. Las rutas más transitadas habían sido destruidas, o permanentemente asaltadas por bandidos. Hubo disturbios en las poblaciones más grandes, ajusticiamiento de nobles, que eran decapitados, defenestrados, ahorcados, ahogados, lapidados o enterrados vivos. Los hombres más jóvenes se unían en hordas que buscaban el ejército de Widukind, cuyo nombre era pronunciado con respeto a la luz de las hogueras. Día y noche, sólo se hablaba de él. La invasión de Austrasia y el levantamiento en armas de Sajonia fue algo sencillo en sus manos. En Ostfalia y en Engería se tenía la sensación de que Widukind había venido desde el sur, debido a la estrategia del duque, que había consistido en invadir Austrasia por el suroeste de Sajonia, y recorrer las tres rutas fortificadas de los francos, cortando toda posibilidad de escapar a sus guarniciones ocupantes, que en su mayoría habían sido asesinadas.

Pero Carlomagno volvió en busca de las huellas de su ejército, tal como se había dicho, y como todos sabían. Hubo tiempo para brindar y para reír, para ejecutar venganzas. Una especie de guerra de bandas tenía lugar en algunas zonas, donde la rebelión contra los francos se había convertido en la excusa perfecta para dar rienda suelta a viejos odios, justificados o no, entre familias desposeídas y líderes advenedizos, resolviendo inveteradas disputas territoriales. Quienes habían colaborado con los francos debían huir o prepararse para ser asaltados de un momento a otro.

Los que esperaron las fuerzas del rey tuvieron que resistir momentos muy difíciles. Uno de ellos era Hamming, de quien se ha hablado con anterioridad. Líder de antiguos nobles ostfalios como Gunzo y Thurmad, Widukind no había dejado de recordar su nombre, junto a la ambigüedad que el propio Mapa de la Traición, elaborado por Remigio, mostraba sobre él. Los intentos de Widukind por acabar con él no habían dado todavía su fruto, y tras la victoriosa embestida del westfalio, Hamming creyó que su muerte estaba cerca. Pero la gran horda invasora se había desperdigado por el mapa en los alrededores de Hildinesheim, preocupada por la llegada de los francos, como para tomarse en serio el asesinato de ciertos duques cuyas tierras se extendían alejadas al sureste. Hamming había resistido varios asaltos gracias a la fortaleza de piedra que había erigido en el centro de un lago no demasiado profundo ni demasiado grande, unido a tierra por un istmo delgado que podía defender fácilmente. Si Widukind se hubiese dirigido hacia él con decisión, no habría sobrevivido, pero el duque había dedicado buena parte de su fuerza al ordenamiento de sus cabecillas, a los que tendría que reunir de nuevo ante los movimientos del pesado ejército franco. Sin embargo, el duque había escuchado comentarios contradictorios sobre aquellos señores, y no parecía seguro de querer acabar con ellos. Tanto Gunzo como Hamming, después del levantamiento de Widukind y por su cuenta, habían tendido emboscadas a capitanes francos asentados en sus territorios durante años, no dejando ni un solo soldado con vida. Para el duque, no dejaban de ser estandartes que se movían según soplaba el viento más fuerte. Necesitaba un compromiso incondicional en la guerra contra Austrasia.

Hamming, no obstante, esperaba su visita a la sombra de sus espadas. Los días grises pasaron y las hordas se alejaron. Llegó el frío otoño y las vituallas escasearon. El invierno se acercaba y sus tierras parecían desiertas. Llegaron sus mensajeros y Hamming invitó a Widukind a visitarlo. Éstos le dijeron que entraría armado, a lo que el duque no se opuso.

Cuando el westfalio, tocado ya con la capa invernal, apareció con la guardia danesa bajo el gran arco que daba entrada a la casa de Hamming, éste lo saludó sin miedo.

Widukind hizo una seña a sus fieles y éstos se dispersaron entre los del anfitrión, que se mostraban inseguros. Ragnar tomó asiento junto al sajón, algo alejado. Ambos jarls se enfrentaron a solas, separados por las llamas, cuyo crepitar fue todo el sonido que se escuchó durante una larga mirada.

—Estarías muerto de no ser por el aviso de esta carta —Widukind le enseñó el mapa de Remigio—. Sus hombres aseguran que no eres un traidor, a pesar de que lo pareces.

—No lo soy, Widukind, has de creerlos. Hemos matado a cuantos francos huían de los puestos en esta región.

—Pero me lo has parecido durante mucho tiempo, y además firmaste el Tratado de Patherbrun —aseguró el duque sajón sin apartar sus ojos de azur de la amedrentada mirada del noble—. Sabes lo que hacemos con los traidores de Sajonia.

—Lo sé —asintió Hamming.

—Conoces el destino de Hessi.

—Lo conozco, y lo merecía. Hessi actuaba sólo en beneficio propio y conspiraba contra sus propias gentes, y nos traicionó muchas veces…

—¿A quién?

—A mí, a Gunzo, a muchos otros que ya conoces. ¡No somos traidores, Widukind! Sólo buscábamos una solución digna sin caer en la desgracia en el caso de que Sajonia no contase con la unión en la guerra.

—Contará con esa unión —Widukind se reclinó en la silla, miró el fuego.

Hamming se puso en pie y extendió las manos hacia las llamas.

—¿Qué hacer?

Widukind reflexionaba. Se levantó, cogió un leño del montón que se acumulaba a la derecha, caminó meditabundo por la escena y lo arrojó al fuego.

Después miró a Hamming.

—Actuaréis como traidores, sin serlo; eso es lo que haréis. Convenceréis a Carlomagno de que estáis de su parte y yo seguiré provocándolo en el oeste. Le tenderemos una trampa y en el último momento, él será el traicionado.

Hamming asintió.

—Seguiremos el plan.

—¿Saben los francos que acabasteis con sus capitanes en esta región?

—No lo saben, es un arma de doble filo —reconoció Hamming.

—Sí, dejadles creer que fueron locos rebeldes, haced creer a sus mandos que estáis en su bando. Y ante todo que los espías me mantengan informado de todos sus movimientos —pidió Widukind.

—Así lo haremos, Gunzo, Tharbad, todos los que aquí estamos unidos por el pacto. Puedo hablar por ellos.

—No conoceréis los detalles sino a través de mis mensajeros, y con ellos nos dispondremos. No sabréis nada con tiempo de antelación como para causar daños. Lo sabréis en el momento oportuno; hasta entonces, ya no volveremos a vernos.

Widukind le tendió la mano cerrada, y ambos juntaron sus puños a la manera de los sajones. Se miraron largamente, y después el westfalio abandonó la sala con gran decisión, ya cavilando en un plan que ocasionaría la mayor carnicería de toda aquella guerra.