Hessi se había arrastrado hacia el sur por los caminos como un mendigo, huyendo de Sajonia, hasta alcanzar el puesto franco de Duisburgo, donde se le dio asilo junto a su mujer y a sus parientes más cercanos. Una vez allí, siguieron la compañía en retirada, mientras las noticias de la invasión de Widukind iban llegando a oídos de aquellos capitanes. Así supo que Widukind había iniciado el ataque desde las fronteras de Hessim, para servirse de la confianza que los francos habían depositado en aquella parte de la frontera, que desde hacía muchos años se había mantenido segura para ellos gracias a la alianza con el propio Hessi y sus familiares.
Retrocedieron hasta el Reino, donde se le concedió la gracia de visitar Aquisgrán. Una vez allí, los cortesanos le dieron la nueva de que Carlomagno deseaba que prestase su testimonio en la corte, donde la noticia del ataque vikingo contra Amberes había causado conmoción general. Quizá quería avergonzar a sus mandos con su presencia, pero lo cierto es que el duque sajón caído en desgracia tendría la oportunidad de hacer valer su palabra ante buena parte de sus consejeros.
Como al llegar su aspecto fuera lamentable, le habían entregado vestimentas para la audiencia. Algunos ministros persuadieron a Carlomagno de que no recibiese al invidente, pero el rey insistió. Deseaba ver con sus propios ojos los despojos que su enemigo le enviaba.
Tras la reunión, el rey de los francos dio su consentimiento. Los ayudantes de cámara fueron hacia las puertas y éstas se abrieron. Alcuino de York esperaba al pie de una de las grandes ventanas, la cabeza del monje estaba descubierta, y la alta figura de Carlomagno en el centro del gran círculo murmurante, ricamente vestido, mostraba un gesto de preocupación, pensativo, apoyando el mentón barbado casi sobre su pecho, con los ojos clavados en el que caminó sin vacilar cogido del hombro de un ayudante. Una vez situado en el centro, el sajón se quedó solo.
Carlomagno dio unos pasos hasta ponerse frente a él. Su talla era tal, que excedía una cabeza o más por encima del sajón.
—Ecce homo —dijo el rey de los francos, poniendo su mano derecha en su hombro—. He aquí un hombre ciego, pobre y cuyos hijos han sido ahorcados… por ser fiel a su rey.
Cayó un pesado silencio como de piedra.
—Así fue, mi gran señor… —murmuró Hessi.
Se hizo un largo vacío. Hessi, en su ceguera, tenía una dignidad y grandeza que pocos hombres eran capaces de conservar cuando se encontraban en presencia de Carlomagno, en su corte y rodeado de su boato, su lujo y todos los símbolos de la realeza carolingia. Mas Hessi no veía nada que pudiese intimidar su orgullo, humillar su persona. Sólo escuchaba voces, y podía rememorar sus recuerdos, a los que permanecía atado. Así, allí en medio, Carlomagno se encontró con un coraje inusitado. La ofensa había quedado grabada en el rostro del sajón, con la ceguera y la runa de Loki, que se impone a fuego en la frente de los traidores, un gesto de desprecio y de miseria que había redibujado todos sus rasgos, como la marca dejada por el viento en una vela maltratada.
—Pido venganza a mi rey —dijo Hessi. Elevó el tono de su voz—. Exijo venganza a mi rey.
Los oscuros ojos de Carlomagno, terribles de pronto bajo las pobladas cejas, se clavaron en el que así le hablaba, para constatar que la ceguera impedía el ejercicio de ese poder que a tantos intimidaba. Observó al hombre y no respondió. Dio un paso hacia Hessi ante los congregados, y el sajón volvió a hablar:
—Cuando firmamos el tratado por el cual Sajonia se convertía en la Marca, otorgué muchos derechos sobre mis tierras a Carlomagno, pero Carlomagno también me hizo promesas y asumió obligaciones. Ya que era nuestro rey, Carlomagno juraba protegernos. ¡No dudo de su palabra! ¡No digo que no lo haya intentado…! Mas no lo ha conseguido…
Los rumores crecieron en la sala. El rey, cuya mano dominaba tanta tierra cristiana, respondió:
—Tenéis razón, Hessi —la espesa y noble voz de Carlomagno reconoció su error. El rey caminó, pensativo, alrededor del sajón, que escuchaba sus pasos y movía la cabeza, inquieto—. Nada debéis temer por vuestra espalda en mi casa —agregó Carlomagno—. No es así como el rey de los francos trata a sus fieles aliados. —Se detuvo a su derecha y miró a los presentes. Tras un largo silencio, dijo—: Háblanos de Widukind si quieres venganza.
Alcuino de York se desplazó unos pasos hacia ellos, escrutando el rostro de Hessi y leyendo el valknut grabado a fuego en la frente del que había sido considerado un traidor por parte de los líderes sajones en rebeldía, en la frente del que había sido uno de los primeros duques sajones en convertirse al cristianismo. Carnant, graf de Eschenbach, alto señor entre los mandos de Carlomagno, también quiso ver de cerca el signo tatuado a sangre y fuego sobre la frente del sajón.
—¡Widukind…! —rugió con desprecio Hessi, casi descompuesto por el recuerdo de aquellos claros, fieros ojos de acero—. Es una mala víbora, oh mi rey, una mala víbora cuya sangre es veneno… Posee una lengua ponzoñosa que contamina cada palabra que abandona el cerco de sus dientes, malas intenciones tiene siempre, y como las víboras se mueve sin utilizar los caminos, para sorprender a sus vecinos… Ha decidido eliminar a la nobleza sajona, desde luego, ha decidido eliminarlos a todos… A cambio, el pueblo estúpido se siente agasajado por sus presentes, Widukind regala monedas de oro que proceden de tesoros cristianos robados, los cuales funden para comprar la voluntad de los simples… y así éstos consideran que pueden comprar la tierra a sus señores… Viniendo hacia vuestra presencia, oh mi rey, he sabido como vosotros sabréis de los muchos agravios que Widukind ha escupido en las fronteras de Austrasia. No desea la paz y la concordia entre sajones y francos, él quiere la lucha y la guerra, y Dios sabe que mientras esa víbora esté viva no habrá paz en la Marca ni en el norte del Reino…
Carlomagno escuchaba atentamente. Sus ojos se encontraron con los de su consejero: Alcuino avanzó unos pasos y una sola mirada del rey bastó para darle a entender que tenía venia para interrogar al ciego.
—Fiel amigo, es Alcuino de York el que os habla, consejero de este rey y de su corte. Decidme, ¿podríais facilitar información a un monje cuya curiosidad a veces es pecaminosa pero nunca malintencionada?
—Sí, si así mi señor lo quiere —respondió Hessi.
Alcuino se acercó tanto a Hessi, que la mayor parte de los cortesanos no pudieron escuchar la pregunta:
—Decidme, ¿habéis oído algo sobre Remigio el Piadoso?
El rostro de Hessi cambió, como si hubiese escuchado el nombre de un nuevo horror.
—La cueva donde anidan las víboras de Sajonia, ése es el templo secreto de Remigio. Pero no sé dónde se encuentra, si es eso lo que deseáis saber… En el oeste, entre las grandes ciénagas, pero es incierto…
—¿Habéis oído hablar del Misterio de la Lanza?
Hessi pensó un momento, buscando en su memoria.
—No…, sólo oí hablar del Evangelio de la Espada, de las enseñanzas con las que Remigio corrompe a muchos señores, y la leyenda habla de un gran códice en el que todo está escrito, de un libro maldito.
Alcuino miró a Carlomagno.
—Os lo agradezco, hermano —dijo el monje, que cavilaba, pensativo.
El rey añadió conclusivamente:
—Hessi, en el nombre del Tratado de Patherbrun, os anuncio que habrá venganza en vuestro nombre y en el de todos los que han sido castigados. Enviaré dos grandes ejércitos a la Marca para hacer justicia en esa tierra.
Tal como había advertido, Carlomagno movilizó sus tropas, dando orden de que se reuniesen en las orillas del Rin muchos miles de hombres y caballería, aprovisionándolos para una invasión sin precedentes. Para ello, había designado a dos altos cargos de su familia, poniéndolos al mando de las dos divisiones: Carnant de Eschenbach, y Hartunc de Losch, conocido como el Calvo.
El confalón de Carlomagno apuntaba contra el viento al frente del vibrante ejército. Las voces de los capitanes se imponían al clamor apagado que se elevaba de la columna en movimiento. El águila bicéfala de oro sobre azur ondeaba a la cabeza del formidable ejército, terrible como la ira de mil gigantes, que ya recorría la ruta de Westfalia en busca de aldeas, granjas y ciudadelas, rehabilitando todos y cada uno de los puestos francos arruinados por el fuego de los rebeldes.
Los escuadrones se extendían por la llanura creando una fila perfecta que parecía haberse amoldado al paisaje, como si los hombres mortales fueran un material al que las manos divinas fuesen capaces de dar forma y proporción. Así, el ejército ocupaba toda la pradera verde, enfrentándose a ella como una oscura masa de erizadas astas de la que sobresalían los ondulantes estandartes del Reino y las cruces del cristianismo. Murmurando por encima de ellas, el rumor de una bestia, pues las voces de hombres son sólo voces de hombres, pero la voz de un ejército carolingio es la voz de un feroz león.
Junto a los mandatarios designados por Carlomagno, venían los frailes y misioneros escogidos por el Concilio Germánico para prestar sus servicios a la invasión, los cuales insistían en la importancia de evangelizar a la población. Así, las altas cruces se alzaban al lado de los paños heráldicos de Carlomagno en un mar de lanzas: el estandarte de Dios iba al frente del ejército cristiano.