III

Antes del amanecer ya estaban los chiquillos más pobres rondando por la plaza. No tardaría en tener lugar la Fiesta del Gallo. Amberes preparaba esa celebración desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, como los sacerdotes cristianos la habían considerado pagana, se le había otorgado al gallo junto a su calidad de siervo del diablo, la de fiel anunciador de la luz.

Una fina capa de nieve había sido espolvoreada sobre la aldea durante la noche. Los casalicios de piedra de los artesanos, que creaban aquel dédalo alrededor de la iglesia, ya mostraban cierta actividad; las lámparas se movían detrás de las ventanas de cristales emplomados, se calentaba agua para el baño, se servían las mesas con el pan recién horneado. Más allá de aquellas casas, las compuertas se habían abierto ante el intrincado laberinto de corralizas que se hacinaban en los alrededores del burgo, descendiendo hasta el arroyo y casi cubriendo el otero de pastizales y herrenales que los separaba de las aguas del Escalda.

Todo parecía natural hasta que el madrugador sacerdote, desde la ventana más alta del monasterio, de camino a las cuerdas que tiraban de la campana, contempló una extraña aparición, flotando en las corrientes del río. Jamás había visto embarcaciones de esa índole: alargadas y gráciles, con mucha eslora algunas de ellas, impulsadas linealmente por cientos de remos a uno y otro lado, las velas ya recogidas en las vergas, los mascarones de proa cortando la corriente. Eran como flechas que apuntaban a la orilla de Amberes. Podían ser muchas docenas, demasiadas, pensó el clérigo, y se movían acompasadamente hacia la costa. Se pasó la mano por la cara, incrédulo. Vaciló por un momento que le pareció haber sido demasiado largo. Apresó las cuerdas de la campana y tocó a rebato.

Thorvald se acarició el espeso, rubio bigote. Su ladina expresión arrugó un gesto de codicia bajo los ojos entreabiertos, en los que un halo de profundo azul, como de lobo de mar, brillaba con la presencia de la aurora sobre las nieblas del río. Empuñó la máscara de guerra y se la colocó sobre el rostro. A su alrededor, los hombres entendieron la señal sin necesidad de palabras.

Entonces los daneses, al sentirse descubiertos, soplaron sus cuernas y una gran llamada de terror se extendió por el margen del río en el momento en el que el sol se asomaba arrojando líneas de fuego que recortaban la brumosa aureola. El drakkar de Thorvald voló ahora hacia la costa. El gris pastizal, sesegado por una guadaña de niebla firme, se desveló y por encima los primeros rasgos que delataban la rica ciudad de los francos. El mascarón se aproximó a la orilla y los vikingos saltaron sobre la hierba. Gritos salvajes y metales hambrientos. Las hachas volaron de mano en mano. Las cuerdas se tensaron, ejecutando una operación en la que eran diestros, raudos. Una vez amarrada la nave, Thorvald saltó a tierra tras sus hombres. A ambos lados, por la margen del río, drakkars y langskips se imitaban. Cientos de guerreros entraron corriendo en los campos y ascendieron los caballones de hierba que separaban los hortales en busca de Amberes. Los gansos corrían graznando, las gallinas se inquietaban en los corrales, los rebaños de corderos murmuraban y los cerdos ya los delataban en vano.

Las campanas tocaban a rebato.

Y al canto del gallo le respondió el clamor de los vikingos. Las primeras barcazas clavaron sus rodas en la hierba, las anclas cayeron, arrojaron los garfios, los daneses saltaron a tierra. Mientras unos las aseguraban contra la escasa corriente del Escalda, el cual, gracias a su escaso desnivel, es un río de fácil navegación, los demás corrían hacia las puertas de Amberes. Las cuernas resonaban y cuando los habitantes de la ciudad se dieron cuenta del peligro, ya era tarde.

La armada de los paganos, después de haber navegado el río Escalda, descargaba sus hachas en el corazón de Austrasia.

Un rumor creció alrededor y los mercaderes despertaron en medio de la pesadilla. El acero se clavaba en puertas y ventanas. Los cristales caían destrozados. Los más pobres huyeron a los campos de las chozas que rodeaban la ciudad, mientras los vikingos invadían el dédalo de piedra, donde se ocultaban las platerías y los talleres de los vendedores de joyas, los orives, los percoceros, los tejedores, los guarnicioneros. Irrumpieron en las plantas bajas y cuando los soldados empezaron a movilizarse el enemigo, como zorro avieso, hurgaba en el corazón del gallinero sin piedad. Finalizado el saqueo, llegaban los incendios. Pues sabían que los lugareños deseaban mantener en pie sus casas y se ocuparían del agua en lugar de atrapar el botín robado. Los enfrentamientos traían muerte a las calles, y los chiquillos, que tantas veces se habían visto obligados a huir de las autoridades en sus correrías, ahora veían cómo algunos infantes caían agonizando tras enfrentarse a los portadores de las hachas.