II

Podía recordar esas palabras día y noche mientras se adentraba de nuevo en la Marca de Sajonia, y difícilmente conciliaba el sueño. Los miembros del Concilio Germánico se habían dado cuenta de lo extraño de sus visiones. Ya mucho tiempo atrás lo había confesado. El veía a los demonios. Era un don, le decían unos, otros trataban de disuadirlo de tales meditaciones, conocedores de su pasado. Pero de pronto todo había cambiado, y los guardianes de la fe lo encontraron tan valioso como único, y le entregaron nuevas credenciales selladas por los cortesanos de Carlomagno. Varios escuadrones de jinetes acompañaban al séquito del sacerdote, cuyo cometido, lejos de fomentar la fe en los templos de madera del territorio recientemente anexado, consistía en vigilarla, recorriendo los oscuros rincones del paisaje en busca de las semillas del diablo, preparado para erradicarlas antes de que germinasen.

Con aquella carta en sus manos, se asomó por la ventanilla del carruaje de anchas ruedas del que tiraban cuatro caballos. Las voces de los francos lo pusieron en alerta, sacándolo de sus oscuras reflexiones. La compañía de Dios se había detenido.

Parzival apartó el cerrojo y abrió la puerta. Salió al aire fresco de la noche. El despojo de un gran incendio reverberaba en esa parte de la bóveda celeste que se suspende sobre el lubrican, cuando éste se ha consumado; a su alrededor, todo era mortaja cárdena y brumoso velo humeral en el que parpadeaban, engarzados, luctuosos racimos de estrellas, cantos resplandecientes y distantes de las inconquistadas esferas. Debajo, en una pradera a cierta distancia, ya brillaban las rojas hogueras con su embrujo. Estaban cerca de Osnabrugge, en Westfalia. Ésa era la patria del rebelde Widukind, el único hertug que se había atrevido a desafiar a Carlomagno, y el que había acusado de alta traición a los nobles que firmaron la paz de la Marca de Sajonia. Westfalia era la verdadera patria de muchos demonios, Parzival lo sabía. A pesar de los castigos y de las razonables proposiciones de Carlomagno, los sajones de aquellas regiones renegaban abiertamente no sólo del poder franco sino también del poder de Dios y de su Santa Iglesia. Además, en aquella región era donde se ocultaban los templos de la Orden de la Espada, y Remigio el Piadoso. Su sombra crecía en la imaginación del misionero a medida que avanzaba hacia el oeste. Severa debía ser la mano que enderezase a aquellos hombres. Mas ahora el sacro Concilio Germánico aseguraba que era mejor redimir mediante la muerte a los obstinados que consentirles convivir con los cultos de Satanás.

Para Parzival, había llegado la hora de iniciar la persecución. Debía empeñar su vida en la tarea, y encontrar a Remigio no sería fácil. Pero atrás habían quedado los tiempos en que la única forma de dar con Remigio era suplicar su verbo, caminando durante semanas por las selvas de Germania en busca de su clemencia. Ahora la Iglesia enviaba una misión respaldada por escuadrones de soldados carolingios hacia un territorio que estaba siendo conquistado y dominado, y esta vez Remigio no podría esgrimir sólo su palabra para defenderse.

Uno de aquellos hombres armados de acero, con el casco cónico y la cota de malla, cuyos anillos colgaban recortando los anchos pómulos y la barbilla, se acercó y apoyó uno de sus guanteletes en la ventana del carruaje.

—Descansaremos aquí mismo —murmuró Sargant Rosanegra junto a la silueta hierática de Parzival, que miraba absorto las hogueras del llano.

—No. Todavía no —advirtió el misionero. El guerrero franco escrutó la figura del sacerdote, que se había cubierto con la capucha para protegerse de la humedad bajo las frías estrellas—. Avanzaremos hasta esa reunión pagana.

A una orden del capitán, la compañía reanudó el paso a pesar del malestar de los soldados. Parzival salió del carruaje, montó una de las cabalgaduras y encabezó la marcha. Pasó un tiempo y perdieron de vista los fuegos, cuando descendieron a una llanura en la que los árboles se dispersaban alrededor del camino. Sus sombras se perfilaban contra el azul profundo del cielo, salpicado de cristales centelleantes. El ejército negro avanzó por el paisaje hasta que los luceros ardieron de nuevo en una pradera descubierta. Allí en medio se celebraba una gran fiesta. Parzival advirtió las ruedas de fuego que giraban azuzadas por palos. Se bebía y se cantaba. Se quemaba mucha leña y los resplandores extendían al pie de las llamaradas unos círculos de gente que, cogida de la mano, giraba a su alrededor.

Mas los ojos de Parzival estaban preparados para una iluminación aún mayor: él veía lo que a los demás habría pasado inadvertido. Entrando y saliendo de las llamas, negras sombras aladas se revolvían lascivamente. Cientos de demonios festejaban el aquelarre, mezclándose con la multitud, de cuyos cuerpos se servían para la corrupción y el placer. Escanciaban la bebida y la dejaban entrar a chorros en las bocas de los paganos. Fornicaban a plena luz con jóvenes y viejas, siempre insaciables. Ellas gritaban pidiendo más y sus maridos, satisfechos, las animaban a seguir disfrutando de los lascivos diablos. Se hacían sacrificios humanos de niños, cuyos hígados y corazones eran devorados por el mismísimo Satanás, que era el maestro de todos aquellos maleficios. El horror se extendía por la llanura, la celebración del mal no conocía fin. La luna, cadavérica, elevaba su rostro de muerte por encima del páramo.

—Desenfundad espadas y apuntad lanzas…, cargad sobre toda esa multitud —pidió Parzival con voz entrecortada. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, parecían devorar el resplandor de las hogueras.

—¿Estáis seguro…? —dudó Sargant.

—Después no os alejéis, aunque los demonios se hayan marchado… Volved para rematar a los hombres y echad a todas las mujeres a las hogueras, procurad que sean sólo ceniza.

El capitán vaciló. No entendía el propósito de aquel acto. Hacía tiempo que los puestos de vigilancia de Osnabrugge estaban en paz. Los simples de la región, apaciguados e ignorantes, empezaban a convivir de nuevo con la presencia del ejército franco.

—¿Estáis seguro? Hay paz en esta región desde hace meses…

—¡Éste es un ejército de la Iglesia! —respondió Parzival tenebrosamente—, y tiene otros fines… ¿Queréis dejar con vida a todas esas mujeres, que han fornicado durante horas con los demonios de Satán? ¿Es eso lo que deseáis? ¿Qué clase de hijos creéis que traerán al mundo? Así es como la rebelión continúa en Sajonia, pues la hechicería y el paganismo siguen proliferando… Esas celebraciones invocan a Satanás y conviven con él, y él inocula su semilla en el pueblo… Haced lo que os digo. ¡Y hacedlo ya!

El capitán dio la orden a sus subordinados y el ejército se puso en marcha. Varios cientos de caballos se alinearon y sus jinetes echaron abajo sus viseras de acero. Una línea de corceles se arrojó al trote, desganada, iniciando un galope y alejándose hacia la multitud indefensa. Parzival escuchó nuevos gritos, un cambio en la oscuridad. Los cantos cesaron y el horror se alzó, atroces voces tras el asalto. Después del primer ataque, la matanza siguió y las llamas fueron alimentadas con carne humana. Aquellos jinetes habían sido escogidos para la misión entre cientos, millares. Las lanzas hicieron lo suyo, los caballos aplastaron sus cuerpos. Los hombres fueron rematados. Algunos, muy pocos, lograron huir, para ser perseguidos en el bosque, donde se ocultaron. Pero la mayoría fue masacrada sin piedad y sin juicio alguno. Docenas de mujeres ardieron en aquellas hogueras, y el trabajo, el arduo trabajo, los ocupó hasta el amanecer.

Parzival permaneció atento, casi convulso bajo sus hábitos. Después de ver cómo los demonios se dispersaban, se dio cuenta de que Satanás abandonaba el cónclave, arrojando maldiciones. Sus negros secuaces se apartaron de las hogueras, extendieron garras, alas, plumas y picos, y desaparecieron en el abismo de la noche. Luego sólo quedó el sufrimiento de los arrepentidos, y la liberación de sus almas en el fuego. Una vez entraba la voluntad del Señor, el cambiante fuego dejaba de ser artificio y juego, para convertirse en castigo e infierno.

Hacía horas que todo había acabado. Parzival montó su caballo y se situó junto a las brasas humeantes. A su espalda, el sol naciente despuntaba en el oriente. El mundo volvía a ser iluminado. Las pesadillas de la noche se disipaban, evanescentes, como el influjo de la luna y su magia. Como impulsado por aquella luz, Parzival avanzó pausadamente hacia el escenario. Contempló los despojos, pero apenas vio cuerpos. En algunas lumbres, no obstante, descubrió los restos medio calcinados de los cadáveres humanos. Miembros rígidos, cabezas de horror llenas de ampollas en las que la sonrisa de las quijadas aparecía ennegrecida entre pedazos de piel y cuencas oculares que habían estallado a causa del calor.

Parzival se inclinó, perturbado por lo que veía, y arrojó por la boca cuanto tenía en el estómago. El caballo se inquietó. El hedor a muerte nubló su mente. Estaba solo en medio de su Obra. Los guerreros habían acampado bien lejos, en el camino que llevaba a Osnabrugge, y sus secuaces cristianos habían rodeado el terrible escenario de la matanza.

Siguió vomitando, incapaz de contener las arcadas. Después se dejó caer del caballo y hundió sus manos en la hierba pisoteada y el fango. El rastro de los pesados caballos había revuelto la tierra. La sangre seca y el rocío del alba manchaba la hierba, podía verlo a medida que el sol elevaba su corona radiante por encima de él.

Parzival se arrodilló y rezó por las almas de todos aquellos que habían sido liberados durante la noche.

Pater noster, qui es in caelis,

sanctificetur nomen tuum.

Adveniat regnum tuum.

Fiat voluntas tua, sicut in cáelo, et in térra.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie,

et dimitte nobis debita nostra

sicut et nos dimittimus debitoribus nostris.

Et ne nos inducas in tentatiónem, sed libera nos a malo.

Quia tuum est regnum, et potestas, et gloria in saecula.