Fuego y oscuridad inundaban su visión del abismo. Las tentaciones apocalípticas contenidas en los discursos de Arnauld de Goth invadieron, una vez más, la conciencia de Parzival.
«Si el ciego ve más lejos que aquellos dotados de ojos sanos, si el heresiarca imparte piedad siendo un traidor de la patrística católica, oh buen Dios, ¿por qué dejáis libertad a los traidores de la fe…?»
Un pálido halo azul, una resplandeciente aureola rodeando la última de las esferas, envolviendo los círculos del Purgatorio. Por último, la coronación de la Creación del Mundo. Ángeles guardianes unían sus manos para protegerlo del peligro de la Gran Oscuridad.
Como si algo hubiese chocado contra la Tierra, haciendo volar todo en mil pedazos en un estallido aterrador, su sueño se estremeció. Después se hizo una luz purísima que no era de este mundo, descendiendo hasta anular la razón del devoto monje.
La voz del Ángel llegó a él de nuevo, como hacía años que no la escuchaba:
Prepárate para la partida,
pues ya estoy encinta.
Cuando me manifieste,
nuestra obra amanecerá.
La hora se acerca
¡Lumen esplendente con mil orbes de fuego,
traspasando el Tiempo,
desciende sobre la Tierra!
Y como si las palabras fuesen capaces de provocar un ardor, al ritmo de sus sílabas se hizo fuego, y, atravesado por aquel esplendor, el monje abrió los ojos y se encontró de nuevo en la soledad de su celda. Las palabras del trueno se habían deshecho en el aire como el fino hilo de una telaraña, hasta volverse imperceptibles con la extinción del fuego rutilante que las había envuelto.
Su cuerpo pálido, húmedo y desnudo se estremeció de frío bajo las mantas. Otra vez el desamparo de aquel mundo. Tomó los hábitos y se vistió. Abandonó la celda y recorrió los solitarios corredores del dormitorio hasta abandonarlo. Se dirigió a la desierta capilla de la iglesia. El fuego ardía en su lámpara, centro de la bóveda y, a la vez, de aquel universo, como llama de la fe es el sol en medio de las tinieblas de la vasta noche de los mundos. Parzival rezó devotamente sin saber cuánto tiempo había transcurrido, rememorando las palabras del Ángel. Recordó su Misión: había regresado a Colonia para informar al Concilio de lo infructuoso de su primera incursión en la Marca de Sajonia. Además, dudaba de su valía y de la pureza de su fe, pues no conseguía encontrar el camino que redimiría la Lanza del Destino. Widukind había alzado en armas a los sajones, las invasiones habían sido sangrientas, los incendios recorrían el norte de Austrasia. Remigio respaldaba a los rebeldes con el invicto poder del Misterio de la Lanza. Él, Parzival, había fracasado ante el Concilio Germánico, ante Arnauld de Goth, y ante el mismísimo Dios.
Se anunció el oficio de laudes. Los frailes del gran monasterio de Colonia fueron congregándose. Mucho mayor que la comunidad de Fulda, la de Colonia contaba con la protección del arzobispado y todas las prebendas cristianas que esto conllevaba. Cuando los casi doscientos monjes orantes se reunieron y se inició el canto, Parzival pidió al Altísimo que lo iluminase en el desempeño de aquella misión.
Después, con las rodillas doloridas tras la plegaria, caminaba como náufrago de oscuros sueños en busca del receptáculo. La luz del sol había despuntado poco tiempo atrás; una mañana clara, y su fulgor se abría paso entre los arcos de aquel pasillo. Como traído por aquella luz, Arnauld de Goth vino a él, cogido del brazo de uno de sus novicios lazarillos.
—¿Aquí está…?
—Hermano Arnauld —lo saludó Parzival, deteniendo sus vagabundos pasos y caminando a su encuentro. Se inclinó ante él y besó sus manos.
—Sé mi buen pastor esta mañana; quiero sentir el calor del sol acariciando mis frías mejillas —pidió el anciano, pasando una mano por sus pálidas y ásperas facciones—. Tras la niebla invernal, bendita sea la mañana de la primavera pues se acerca el Viernes Santo, y el Santo Cáliz será descubierto por los caballeros custodios…
Parzival le ofreció su brazo y el vetusto se apoyó en él con paso vacilante.
—Deseo hablaros, padre —confesó Parzival.
—Hacedlo sin miedo, que estos oídos sólo tienen piedad para su hijo —respondió Arnauld; un solo gesto bastó para que el novicio que lo acompañaba se marchase.
—Me ha visitado una segunda visión, esta misma noche… —El rostro del Ciego de Goth quiso convertirse en mármol y sus ojos, conmovidos, estuvieron próximos al llanto, mientras aquel gesto de águila seguía arraigado en las arrugas de su frente. Parzival refirió a Arnauld cuanto recordaba vívidamente y le describió sus miedos y dudas. Sin embargo, el longevo pareció poseído por una fuerza milagrosa al escucharlo.
—¡Llevaremos a cabo una gran obra y su maravilla, derruiremos un mundo para construir otro nuevo, aboliremos la Gran Mentira, corregiremos sus errores, con la ley, la espada y el trueno de la Verdad! —exclamó fervorosamente.
—El Ángel…
Arnauld pasó su mano por el hombro del monje, y se estiró como haciendo un esfuerzo para buscar sus oídos, para susurrarle así:
—«Como lluvia de fuego será un leve aleteo de su presencia, mil veces la voz del trueno será su veredicto, como la aniquilación del mundo será su cólera, pues es la ira de Dios…» Parzival vaciló:
—Temo no ser capaz de llevar a cabo la Misión, no quiero errar mis pasos…
—El temor, hijo, es una prueba de tu piadosa entrega y así lo más alto os ha recompensado con esa dolosa razón, del mismo modo que otros tuvieron visitaciones —explicó el anciano—. Oh…, bendita es esta mañana, en la que las tinieblas, heridas de muerte, encogen sus negras alas de codicia, asustadas ante el poder de la llama celestial… pues su Presencia ha visitado la Tierra y en ella a su Elegido…, que sois vos, Parzival. ¡Profeta y vidente, sois su espada!
—Son tantos los hombres doctos cuyo conocimiento desconozco y jamás podré igualar, ¿cómo estar seguro de ser más apropiado que ellos para el desempeño de la Misión…?
—¡Porque Dios no creó al hombre para pensar, sino para existir en armonía y respetuosa limpieza de acuerdo a sus preceptos! ¡Para ser rebaño fue creado el rebaño, y no para dispersarse en jauría…! Esos doctos son enanos subidos a hombros de enanos de otros enanos, y así se creen gigantes, mas no son masque miles de enanos que caminan entre las nubes sin ver ya la tierra, con piernas de enano… y no tardarán en caer, pues cortísimas son sus piernas. Está cerca el tiempo en que los soberbios del conocimiento sucumbirán con estruendo horrible, arrastrando a muchos en su caída, a cuantos creyeron en la vanagloria de sus heréticas conclusiones.
Con solicitud, su mano acarició el hombro de Parzival. El rostro de leche del Ciego de Montsalvat, antes conmovido, ahora se volvía como de níveo mármol a medida que pronunciaba las siguientes palabras:
—Todo el que hace algo en este mundo lo hace porque alguien más viejo y poderoso toma interés en él… El don más preciado de todos es el de ser un buen hijo. Alguien que puede ser el buen hijo de un padre encontrará entornadas aquellas puertas que otros se encuentran cerradas. Existe un buen padre. Está en los Cielos, coronado por las Nubes de la Gloria, empuña el Nimbo Cruciforme y su hálito es la Ley de los Tiempos… Todos los demás heredamos de él la ínfima autoridad con la que caminamos sobre la Tierra, ordenando a nuestras piernas y a nuestros pies, pero nada más, sólo eso… Por ello la mujer jamás debe dominar, jamás debe dársele mando alguno a ella…, ¡nunca!…, pues un buen padre es el que ordena el Orbe y todo lo que en él queda contenido, y no una madre tierra, que es todo desorden sin medida y sin proporción, todo lujuria, concupiscencia y sensualidad… La madre tierra multiplica sin proporción lo que la mano de Dios omnipotente debe ordenar, pues está por encima de ella, y antes que ella, y después de su muerte. Y fíjate: todo lo que en ella florece y seduce con perfumada belleza después termina por pudrirse y heder pestíferamente, así es la sensualidad que en ella todo impregna con el único fin de seducir a plantas y animales a la desordenada e infinita procreación, mas hombre y mujer, por ser obra de Dios, deben elevarse más allá de ese ciclo que a ellos los arrastra al pecado. Del mismo modo y a imagen y semejanza de la relación de Dios con la naturaleza, el hombre debe dominar a la mujer: ella, que es viciosa y tiende al pecado, una sentina de vicios, que como el viento cambia y como el viento trae las enfermedades desde tierras infieles y remotas… ¡ella debe quedar bien atada por la mano de él, pues se arrastra movida por la sensualidad y nunca por la bondad…! Así, como un buen hijo del buen padre, has de aprender a dominar el desorden que la madre naturaleza busca en tu alma, hijo.
—Mi devoción a los votos está intacta, oh padre… Pero temo el castigo, temo el castigo si no logro lo que de mí se espera…
—No por capricho os hablo del pecado original y de la mujer, os hablo de las tentaciones con un propósito, Parzival, ya que os enfrentaréis al Misterio de la Lanza, y Remigio sabrá hacer uso de los muchos poderes que encierra la reliquia bañada en agua y en sangre benditas… Mas recordad, una sola palabra de Dios bastará para fulminarnos por siempre jamás, otra, nos otorgará el poderío que otros consideran en propiedad…
Parzival se serenó cuando las manos de Arnauld, fuertes a pesar de su avanzada edad, lo apresaron por los hombros mientras él se refugiaba en sus hábitos, convulso.
—Sé un buen hijo, Parzival, como lo soy yo para el Padre, se buen hijo del buen padre, y deja que las manos de luz te guíen hacia el final del camino… como me guían a mí en las tinieblas. No desistas. Vuelve sobre tus huellas. Eres el Elegido: encuentra la Lanza del Destino, y tráela de vuelta…
Y así mientras el venerable aseveraba esas palabras.
Parzival recordaba su sueño, y un tumulto lo agitó al recordar los rasgos del Ángel…, pues eran rasgos de mujer, y no le eran desconocidos. Ocultó aquello a las preguntas del sabio consejero apostólico, mas no le abandonó la terrible contradicción, y temió interrogarlo acerca de la naturaleza de los ángeles. Pero cuando las manos de Arnauld lo serenaban, las voces más agudas del coro se escucharon sosteniendo un canto de gran belleza, y la armonía de aquellos sonidos le trajo el recuerdo del Ángel. Jamás había experimentado tanta belleza, pues la sonrisa era como la de una muchacha inocente y su cuerpo tenía las formas del cuerpo de la Virgen María, lleno de gracia, y sus ojos atravesaban el abismo convirtiendo el hielo en fuego, la sombra en luz y la luz en amor eterno. Qué frío era aquel mundo después de haber sentido su presencia, eso nadie podía entenderlo, del mismo modo que había vivido con un demonio en su cuerpo, cometiendo sus crímenes como el peor de los esclavos, por eso era capaz de apreciar el infinito valor de aquella Epifanía.
Cuando llegaron a la celda de Arnauld, Parzival no tuvo dudas al leer la misiva que emitían los padres de la Iglesia a instancias de los poderes carolingios. Arnauld le extendió una parte de ese poder. Parzival miró con desesperación al ciego, mientras con la mano derecha acariciaba la Llave de Oro que colgaba bajo sus hábitos.
—Dile a nuestro lazarillo que me lo lea. Llama a Olieribus.
El joven tomó el pergamino, y leyó en voz alta y clara:
Del Concilio Germánico a la
Santa Misión de Sajonia
¿Cómo puede explicarse este hecho? Cientos de hombres que aceptaron el mandato de Carlomagno así como el bautismo, acogidos por el tratado de Patherbrun, se movilizan en contra de los cristianos designios.
Pero la verdad se revela en fragmentos, tan dispares unos de otros, y es contrario a la verdadera fe renunciar al secreto arbitrio de sus signos, esparcidos sin aparente concierto, mezclados con la mentira de este mundo, que ha sido creada por aquella voluntad que está absolutamente orientada hacia el triunfo del mal, en una apariencia tan variada como inescrutable, extendida para confundir al bien y a sus practicantes hasta los mismos confines de la Tierra.
Por eso, Arnauld de Goth, os encomendamos la misión que nadie más podrá llevar a cabo. Extirpad el bocio con ardientes tenazas, si es necesario, prestad atención al maleficio, a la hechicería, al cónclave de los paganos. Sólo ellos podían llegar a desviar a algunos de los misioneros hacia la forja de una herética orden conocida como la de la Espada. Encontradla y hacedla ceniza. Recurrid a los interrogatorios. No temáis empuñar la ira de Dios. Buscad en la paja, prendedle fuego si es necesario, hasta que salgan los escorpiones que en ella se ocultan, esperando la confianza del incauto que se reclina para buscar serenidad y sólo encuentra el negro veneno de los demonios del Infierno.