X

Las hordas se habían reunido en las praderas de Hessim, así se llamaba el extenso territorio fronterizo al sur de Ostfalia que antes había sido dominado por Hessi. El sol brillaba. La hierba era alta. El color de aquella alfombra que tapizaba sin tregua colinas y valles vibraba con intensidad, ondulándose al paso del viento, como si las manos de una deidad pagana acariciasen la tierra hasta sus confines.

—No podemos seguir adelante sin que los francos se den cuenta de que ya estamos aquí, y los traidores y sus mensajeros ya habrán hecho su trabajo —anunció Ingelbert con cierta alegría. Por detrás, varios miles de cazadores sajones ocupaban la ladera de las colinas.

Widukind se levantó de la mesa y abandonó la tienda de pieles levantada tres noches atrás en el regazo de aquellas lomas perdidas en el suroeste de Lagni y Hessim. Paseó su mirada alrededor. Miles de hombres reunidos, armados, inquietos, componían aquellas hordas vociferantes.

—Se marchan a cazar y cada vez van más lejos. ¡Son demasiados! Tarde o temprano los francos se enterarán de que la horda está aquí reunida —pensó Frodo.

—Y eso sin contar con los espías, que nunca faltan… —reconoció Sif.

Widukind escuchaba las palabras, pero prestaba atención al zumbido que producían todos aquellos corazones. Caballos, tiendas, troncos convertidos en toscas empalizadas en cuyo interior guardaban sus cabalgaduras, arroyos enteros que descendían de las colinas transformados en abrevaderos: un ejército sajón y una guardia danesa ante sus ojos.

—Reunid a los jarls en el centro, y que los sacerdotes preparen el ritual antes de partir. Es hora —anunció.

La orden, cuando cundió al ser repetida por los cabecillas, fue acompañada de un ulular festivo todo alrededor y docenas de piernas se pusieron en marcha en busca de los señores de cada clan. Familias enteras se habían reunido bajo sus sencillos estandartes. Pero estaba allí dominándolos a todos, plantado junto a su tosca tienda cubierta con pieles de oso y de nutria, el paño rojo con el caballo negro encabritado, el estandarte del Señor de Wigaldinghus, duque de Wigmodia y de Sturmia, presidiendo el concilio de las hordas sajonas: la señal de Widukind.

Después de pactar el plan, el duque presenció las celebraciones. Fueron variados y diversos los rituales que tuvieron lugar en honor de los dioses paganos. Ya se extendía la noche con sus estrellas cristalinas y el sagrado banquete de las presas asadas a la brasa era repartido en las tinieblas, cuando un cuerno tocó su llamada y Widukind se apartó de las llamas. Poco a poco, abriéndose paso entre los círculos que rodeaban las hogueras a lo largo del valle, los que se unían vinieron a su encuentro. Por fin los caballos aparecieron y docenas de hombres les cortaron el paso. Un señor germano de gran dignidad elevó las manos desarmadas en señal de paz. No parecía cargar con arma alguna a sus espaldas. Si había llegado hasta allí sin que nadie se lo impidiese, sólo podía ser porque había pronunciado un nombre respetado. Pero incluso en aquellas circunstancias, Widukind debía ser precavido.

—La traición, como las víboras, se oculta siempre debajo de la piedra en la que decides ir a sentarte… —murmuró Vigi junto a sus oídos.

—¿Quién es el que se une a mis hordas? —gritó el hertug.

—¡Ulmo, duque de Sigisburg!

Ulmo había sido uno de los más fieles aliados de su padre, miembro de la Orden, devoto seguidor de las palabras de Remigio; el nuevo mapa de la Orden de la Espada así lo describía.

—¡Adelante! Únete a nosotros, Ulmo.

Widukind recordaba las cacerías que tuvieron lugar, siendo todavía casi un niño, durante el ágape organizado por Remigio en aquel nido de águilas de su tierra, cuando por vez primera participó en una misa consagrada a la espada y al Crucificado; allí había aprendido que éste era al mismo tiempo Odín y también Cristo, según las enseñanzas del heresiarca. El hijo de Ulmo, Weraardt, continuaba pareciendo un auténtico gigante, más grande y robusto que Ragnar. Fueron invitados al banquete tras el fraternal abrazo, y Ulmo le dijo:

—Es como ver en tus ojos los ojos de tu padre, ¡oh Widukind! —alzó el puño y gritó—: ¡Muerte a Carlomagno!

—Has llegado en la hora propicia —respondió Widukind.

Sif escanció hidromiel en el cuerno de Ulmo.

—¿Acaso las valquirias ya vigilan tus hordas, wigmodio?

—Las valquirias bendicen los ejércitos de Widukind —respondió Frodo.

—¡Lo celebro! —exclamó Ulmo con su voz carraspeante, honda, densa. Y su hijo, el gigante Weraardt, asintió con simpleza—. ¿Qué grandes augurios nos deparas, valquiria? ¿Moriré en esta guerra? ¡Mira! —Ulmo se descubrió el pecho y mostró las cicatrices, como huellas de garras y mordiscos, hendiduras en la piel—. ¡Éstas son las uñas de Loki!

Las risas brotaron como un huracán y Ragnar brindó a la salud del señor de Sigisburg.

—Veo victoria para los sajones —dijo Sif en un tono misterioso, que embelesó al gran corro de germanos—. Veo una gran derrota para el carolingio…

—¡Así sea, pues! —vitorearon los hombres a la luz de las estrellas.

Al día siguiente había llegado la hora de iniciar una incursión de castigo como nunca se había llevada a cabo. El hertug sajón la había planeado cuidadosamente. Había contenido las fuerzas y las había conducido, con la fuerza de voluntad de un gigante que soporta con sus manos el dique de un río cada vez más caudaloso, hasta aquel punto que él consideraba estratégico: la región en la que los francos apenas encontraban provecho, una frontera convertida en tierra de nadie por lo baldío e inútil de sus presentes. Grandes piedras y praderas desiertas, colinas ondulantes no demasiado altas, que se elevaban como un país fantasmal a las puertas suroccidentales del Reino.

Austrasia se extendía hacia el sur y sólo tenían que avanzar por la región hasta dar con las primeras ciudadelas, que los francos llamaban burgos. Llegada la hora, Widukind reunió a sus cabecillas y jarls y la columna se puso en marcha en busca del Rin. Las primeras confrontaciones se saldaron con la retirada casi inmediata de los francos, que abandonaron los puestos fronterizos para reunirse con contingentes mayores en la retaguardia. Widukind no dejó que sus hordas se entretuviesen saqueando y curioseando entre las inútiles pertenencias de los francos, y ordenó quemar inmediatamente todo a su paso. Después persiguieron a los fugitivos, que se habían reunido en la desembocadura de un caudaloso afluente, y los acosaron hasta que rompieron sus líneas y se produjo un vergonzoso retroceso del que sólo salieron con vida los jinetes.

Angus vio, desde lo alto de una loma que dominaba aquel funesto paisaje por el que ya crecían, en desorden, las volutas humeantes del incendio y la devastación, a la luz de la tarde, cómo los francos se batían en retirada, abandonando los jinetes a los soldados en cobarde huida, cuando los arqueros westfalios empezaron a acosarlos y a herir sus monturas, que piafaban encolerizadas para pisotear a sus propios hombres o para arrojar por tierra a sus jinetes, al ser alcanzadas por las aserradas puntas de acero de las flechas. Fue una lucha desigual gracias al número y a la sorpresa; luego las hordas se desbordaron en las tierras del Rin como una riada destructora.

Se produjo una invasión que arrasaba todos los símbolos de Carlomagno y que, por orden de Widukind y gracias al control de sus jarls, daba prioridad al incendio de fortificaciones antes que al saqueo. Hubo daños contra los granjeros, que vieron arder todas sus propiedades mientras huían; campos, árboles, cuanto se ponía a su paso, todo era pasto de las llamas. Las empalizadas de madera, arte en el cual los soldados francos parecían haber heredado la destreza de los antiguos romanos, siendo capaces de levantar castillos de estacas en pocos días, fueron devastadas de inmediato.

Las columnas de humo se elevaban por delante a medida que el caballo de Angus trotaba en la retaguardia de los hechiceros, gothis y druidas sajones, así como algunos de aquellos poetas errantes que llamaban escaldos, y que seguían las hordas en pie de guerra en busca de gestas que versificar en las lenguas del norte, con un verso que llaman éddico, de muy antigua tradición. Muchos de ellos, después de participar y sobrevivir a una de aquellas batallas, vivían el resto de sus vidas de recitar cierto poema basado en alguna hazaña, que relataban de aldea en aldea, y por lo que eran bien recompensados por las gentes del norte tanto en invierno como en verano.

Y volviendo al relato, mientras Angus avanzaba, el monje tenía noticias de los heridos, que regresaban quejumbrosos balanceándose a la grupa de sus caballos o porteados por compañeros. Unos tenían la cabeza abierta, otros ya estaban moribundos, pero la mayoría sólo requería suturas o torniquetes, y casi todos necesitaban infusiones para aliviar sus dolores. Angus prestó su ayuda a los druidas que tanto trataban con sus hierbas, y administró alivios siempre y cuando la sangre no abundase, pues este hecho le producía un irremediable mareo de cuyo desvanecimiento rara vez escapaba. A pesar de que los gothis lo despreciaban por su debilidad, le entregaban quehaceres con los que ayudar a los heridos, y esto mantenía ocupada la culpable conciencia del benedictino.

Widukind tampoco tuvo piedad con los símbolos religiosos cristianos, que él consideraba, como todo lo demás, testigos de una alianza entre los poderes religiosos y el ejército de Carlomagno. De este modo ardieron más de un centenar de templos menores, así como capillas de madera para los peregrinos, ubicadas en los caminos; doce de las iglesias quemadas habían sido erigidas con piedra. Sus clérigos fueron capturados y entregados al juicio de los gothis, que los condenaban a muerte sobre altares milenarios de piedra donde los sacrificaban en nombre de Thor. Los monjes eran privados de sus hábitos ante el filo de las hachas, y los puños crispados de aquellos vengativos sacerdotes descendían sin piedad y abrían sus cuerpos y los dejaban desangrar en el nombre de Odín, a quien entregaron la mayor parte de aquella terrible y roja cosecha.

Los francos enviaron contingentes para reforzar la frontera del Rin y cruzaron los puentes con una caballería pesada. Pero cuando se pusieron en marcha en busca de las hordas éstas ya retrocedían, del mismo modo que una ola inesperada vuelve sobre sí misma en una playa desprevenida, en la que todas las formas de la arena, modeladas por manos benignas, han sido borradas sin ningún miramiento por la invasión del mar. Saquearon rebaños, establos, cosechas y hasta se hicieron algunos esclavos y se celebraron apresurados matrimonios para llevarse a las nuevas esposas; pero muchos de los bienes que no pudieron ser transportados por la premura de la ocasión fueron muertos, como fue el caso de una aldea en la que abundaban los cerdos, y donde entre gritos atroces se hizo el trabajo de los porquerizos, extendiendo un baño de sangre. Los cerdos se desangraron en la plaza, algunos de ellos, todavía heridos, corrieron hasta caer extenuados, dejando charcos por todas partes. Y así fue como Angus volvió, triste y cabizbajo, de vuelta hacia los territorios fronterizos por la ruta de un afluente llamado Adema, cuando se separó de las hordas, siguiendo a los monjes armados de Remigio, que habían acompañado la misión de castigo sajona como mudos testigos de un poder superior, siempre apartados de los gothis odínicos.

Al anochecer, las llamas crecían por las colinas del sur, como si una invasión de dragones asolase el paisaje. De vuelta, las hordas escogieron la línea que los francos habían abierto en el territorio sajón. Antes de que la noticia pudiese llegar a los puestos avanzados en la Marca de Sajonia, ya estaban allí las propias hordas de los sajones, prestas a aniquilarlos.

Ése había sido el plan de Widukind desde el comienzo, y por eso no había querido iniciar la revuelta en el propio territorio enemigo, dañando los castillos de madera en un momento que no habría causado daños a los francos. Los puestos ardieron y la muerte recogió una gran cosecha en aquella tierra castigada desde hacía siglos. Las redadas no dejaban guarniciones en pie y los francos no eran capaces de organizarse y enfrentarse a la marea de las hordas sajonas, que se les echaba encima sin otro predicado que la destrucción y la ruina. Sólo algunos lograron huir hacia el este, pero ésos se encontraron con nuevas dificultades y, sólo reuniéndose con otras fuerzas fugitivas, unos pocos consiguieron abrirse paso retrocediendo hacia la frontera de Austrasia.

Además, los secuaces de Widukind se encargaron de dar muerte a todos los jarls tribales y señores sajones que convivían en paz con los soldados francos, pues se trataba en su mayoría de nobles que habían aceptado el Tratado de Patherbrun años atrás. Los traidores de Widukind encontraban la muerte, eran cegados por espadas ardientes y arrojados a los caminos, donde ya sólo serían vagabundos, o huirían desesperadamente, abandonando cuanto les había pertenecido, tratando de esfumarse en los caminos disfrazados de mendigos. Se sabía la suerte que había corrido Hessi, cegado y marcado con hierros al rojo, y no dudaron en desaparecer antes de que aquella caterva salvaje alcanzase sus hogares.

Siete días más tarde, lo que Angus llamaba en su fuero interior el Apocalipsis de Widukind ya se detenía. El ejército, en gran parte disperso a causa de una acción que, tras la victoria inicial, fue dispersándose poco a poco, se reunió al fin en el oeste de Hessim y el propio duque avanzó sobre la colina empuñando la larga espada a la grupa de un caballo negro de mal temperamento, que relinchaba y cabeceaba, como loco de furia. Miles de guerreros sajones clamaban al verlo en lo alto. Invadir Austrasia había sido como dar un paseo por el campo, rompiendo a placer cuanto encontraron a su paso. Los francos, sorprendidos e inferiores en número, se habían visto obligados a retroceder.

El grito de los sajones se elevó saludando al líder victorioso. Su leyenda crecía de nuevo. Había vuelto a reunir las fuerzas rebeldes y a castigar a los francos. ¿Qué no podría conseguir ahora que los daneses estaban en camino para unirse a los sajones, o cuando los frisios se enterasen de que Frodo vencía junto a Widukind, y los señores de Nordin enviasen a sus clanes armados y cientos de jinetes contra el oeste del Reino…?

¡Widu! ¡Widu! ¡Widu!

Las hordas repetían su nombre. Las hogueras de los sacerdotes se encendieron. Un humo negro trepó en espirales, manchando el cielo azul de la mañana.

Widukind contempló aquella hormigueante masa humana que se extendía a los pies de la loma, ocupando el verdor, llena de amenazas. El fruto de sus tribulaciones había llegado. La traición de Patherbrun había recibido justo castigo. Los ojos del wigmodio, serenos como aguamarinas, escrutaban el futuro en aquel semblante leonino que ahora era el rostro de Sajonia. Ellos eran la espada que debía ser blandida contra el enemigo. Él sólo era la promesa de libertad, pero necesitaba las hachas de los daneses, pues se acercaba la hora de los Señores de la Tierra.