IX

Sacudido por una patada, Angus despertó con el sol temprano en los ojos. Widukind mordía un pedazo de carne seca.

—Arriba. ¡Nos marchamos!

Halfdan, a su lado, lo miraba con una nueva y fiera mirada. Al parecer había resultado levemente herido durante la contienda, pues mostraba un vendaje en el hombro derecho. Angus se preguntó si ya habría repartido muerte a tan corta edad.

Después de aquel primer paso, era como si la mortal guadaña los persiguiese, planeando con grandes alas negras sobre los campos, por anchos que fuesen: Angus se preguntaba cómo podía ser tan certera en su busca, pero lo cierto era que la horda llamaba a otras hordas, y la ira atraía más ira.

Los ajusticiamientos fueron acompañados de un creciente oleaje humano que invadía los mapas allá por donde fuesen. La partida de Widukind creció vertiginosamente en número a su paso por Misturm, Gottinga y Flutwide. Muchos soñaban con volver a sus tierras en el sur. Otros, más realistas, se dieron cuenta de que no sería posible reconquistar la franja próxima a la frontera, de que no merecía la pena trasladarse allí con sus familias; sin embargo, estaban convencidos de que esa tierra debía ser tan estéril para Carlomagno como lo era para ellos, y no sería sólo el rey franco el que se daría el placer de destruir a su antojo lo que los demás construían.

Desde Susat, Patherbrun y Minden acudieron varios millares de hombres bien armados. Cientos de jinetes cruzaron las aguas del Wisara a la altura de Auga en busca de las fuentes de los ríos Lupia y Rura, donde el sajón se les uniría en una gigantesca batida de caza.

Fue así como decidieron evitar los puestos armados de la ruta de los francos en el cauce del Wisara. Algunos no entendieron el movimiento del hertug, pero una noche explicó a la luz del fuego:

—¿Queréis que descendamos repartiendo muerte por la línea de los francos? ¿Para qué? Para matar a esos bastardos, ya lo sé, para prender fuego a sus fortificaciones elevadas con árboles sajones recién talados, que huelen a savia joven… No. Iremos por la ruta más difícil, por las ciénagas del oeste, pasaremos desapercibidos hasta la frontera e invadiremos las Tierras del Rin. Castigaremos a Carlomagno en su propia casa. Los sajones van a invadir Austrasia y van a demostrar a los daneses de lo que son capaces, porque los daneses vendrán y lucharán contra ellos, como lo harán los frisios, pero antes debemos demostrarles que no estamos muertos, que sabemos lo que hacemos… —cerró su puño mientras miraba uno a uno los rostros de los cabecillas—. Después de saciarnos con fuego y sangre, retrocederemos por la ruta de los francos, y entonces será la hora de destrozar cuanto han elevado en territorio franco, arrasaremos sus puestos, sus fortificaciones, sus puentes, todo…, ¿y qué podrán hacer sus ocupantes? ¿Huir al norte? Morirán atrapados. Si vamos primero a por ellos, sólo conseguiremos que retrocedan hacia el sur y que pongan sobre aviso a Carlomagno… Eso no nos serviría de mucho. Es necesario aprovechar la oportunidad y causar el mayor daño posible.

Ragnar empuñó una pata de corzo recién asada.

—¿Y para cuándo ese saqueo? —preguntó antes de dar un buen mordisco a la carne.

—Pronto —respondió el duque—. Angus, el mapa.

El monje abrió la caja y extendió la gran piel de becerro.

—Tenemos que visitar a algunos de los señores que se unirán a nosotros, pero primero quiero advertirles del nuevo poder.

Vigi echó algo a una de las ollas que galopaba sobre las llamas, y ésta emitió ese sonido que sólo es comparable al ronroneo de un gato gigante. Angus se fijó en el hirviente caldo, con la sospecha de que se trataba de alguna pócima pagana.

—No podemos confiar en nadie… —pensó Widukind en voz alta, sin apartar sus ojos del mapa, recorriendo todos aquellos caminos y marcas con la mirada—. El retrato de los asentamientos francos es muy detallado…, los monjes de Remigio han hecho un buen trabajo de reconocimiento.

Frodo echó un vistazo a los extraños signos escritos sobre el pergamino. Halfdan se inclinaba para escrutar los símbolos que sólo el duque era capaz de entender uno por uno.

El sajón miró a lo alto, contempló las estrellas y abrió los brazos, como si desease abrazar la bóveda centelleante. Los hombres lo miraban, y ya no veían a otro hombre, sino al libertador de Sajonia. Pero no todos lo amaban del mismo modo, como se supo poco tiempo después. Demasiados rostros desconocidos de manos armadas se habían sumado a las hordas.

Los ojos de Frodo buscaron a Sif, sin embargo ella no lo buscaba a él: contemplaba la actitud heroica de Widukind.

Al día siguiente, hubo cacería en el bosque que rodeaba el campamento. Widukind había perseguido al corzo con sigilo, hasta que perdió el contacto visual con todos los demás. Ahora la presa se movía confiada, no muy lejos. Escuchó un chasquido en el suelo del bosque, mas era en la dirección contraria. Podía ser cualquier otra bestia, o algún otro cazador extraviado. Según las leyes ancestrales de la caza, las bestias no tenían dueño hasta que no hubiesen sido abatidas por el arma de un furtivo, y de ser alcanzada por dos, lo que ocurría en raros casos aunque era más frecuente entre arqueros de una misma batida, entonces la presa era del propietario de aquella flecha que hubiese dado con el punto más vital del animal. Los ojos de Widukind se movieron, escrutando las sombras.

El corzo se sentía cansado y quizá seguro en aquel silencioso rincón. Quieto, oteó a su alrededor antes de volver a agachar la testa y husmear en el musgo.

Era hora de dar muerte. El sajón extrajo la flecha de su aljaba y la punteó en la cuerda, que tensó hasta el extremo. Apuntó hacia la criatura. El corzo se volvió, inquieto, para descubrir al cazador, pero era tarde.

La flecha iba a abandonar el cerco que la constreñía convirtiéndola en fatal destino, cuando una silueta cobró forma en los matorrales a la espalda de Widukind; el acero empuñado por la sombra cortaba el aire en busca del cuello del sajón.

Se oyó un zumbido y después el esponjoso corte que perfora un cuerpo. La flecha de Widukind ya había abandonado el arco, pero el corzo, alertado por lo sucedido, se había apartado y desaparecía en la selva. Widukind se volvía para sentir la caída de un cuerpo pesado. Junto a su brazo, la mano sin vida todavía apresaba el sax cuya punta había codiciado su nuca. El traidor le cayó encima.

Se apartó y evitó su peso. Miró el rostro del moribundo. Un hilo de sangre barbotaba por la comisura de sus labios. El cuello, atravesado de parte a parte por una flecha de punta amarilla, se convulsionó unos instantes antes de que el sajón se inclinase y lo interrogase.

—¡No te mueras todavía! ¿Quién te envió? Dame su nombre…

Toda respuesta fue un sonido gutural: después, el vacío de la muerte, tras un último y ligero espasmo que recorrió su cuerpo.

Vigi salió de las sombras, empuñando su arco. Se quedó mirando el cadáver. Widukind asintió con un gesto de agradecimiento.

—¿Cómo lo sabías…?

El hechicero danés se inclinó y examinó el cadáver del traidor.

—Nada sabía, pero Vigi atiende la palabra de los dioses. Arrojo los dientes de lobo, leo las runas, observo las nubes, presto atención a los signos… Cada vez hay más guerreros desconocidos entre nuestras hordas, ya no sabemos de dónde han salido todos. Y muerte llama a muerte, y la traición a venganza, y la venganza a más traición…

—¿Lo conocías?

Widukind se preguntaba cómo un joven sajón había sido capaz de ir en busca de su cuello. En todo parecía un cazador germano.

—Sí…, sólo de vista. Es uno de los jóvenes que se unieron a nosotros tras la venganza contra Hessi.

—¿Crees que el propio Hessi lo envió?

—No…, pero sin duda alguna, sus hijos tenían amigos, y también a ellos mandaste colgarlos.

—Si no lo hubiese hecho…, de igual modo habrían conspirado.

—Así es, hiciste bien; sin embargo, se desconocen las consecuencias de una muerte. No se sabe quién amaba al que ha muerto, ni el sufrimiento que se le ha causado. Y este joven…, sin duda alguna amaba de un modo especial a alguno de los hijos de Hessi —Vigi sonrió con desprecio. Dio una patada al cuerpo, asegurándose de que estaba sin vida, y luego se dispuso a recuperar su flecha, extrayéndola del cuello con un violento y certero tirón.

Widukind escrutó el follaje de aquellos abetos negros que los apartaban de la luz del sol. Miró los ojos amarillos de Vigi, se llevó el cuerno a los labios y tocó la señal de presa.

Poco después, y bajo el consejo de Vigi, los tres jóvenes que venían con aquel que había sido sorprendido fueron interrogados. Dos de ellos confesaron ante los ojos de Vigi, y revelaron su odio, y contaron que el muerto había amado mucho al hijo mayor de Hessi. Por orden de Vigi, ambos fueron enterrados vivos.