VIII

Abandonaron aquel paisaje y se dirigieron hacia las colinas limítrofes de Wehsigo, más allá de las ciénagas, cuyos hombros quebrados desdibujaban el horizonte. Una vez cruzaron aquella salvaje frontera, retrocedieron hacia el corazón de Engería en busca de las comarcas que habían sido gobernadas por los familiares de Hessi, no muy lejos al norte de Patherbrun. Patherbrun era una ciudad odiada por los sajones, pues allí se habían celebrado los encuentros con Carlomagno, humillantes, en los cuales los nobles traidores habían asumido pactos con el Reino.

Amparándose en la astucia y diciéndose en obligación de salvar a sus gentes, uno de ellos, Hessi, había practicado un doble juego desde los inicios de la guerra carolingia. Widukind recordaba el nombre de Hamming, pero su actitud no había sido tan clara como la de Hessi. Éste no sólo había aceptado las desventajosas condiciones del Tratado de Patherbrun, con el que la nobleza daba consentimiento a la invasión franca, sino que además se había dedicado a convencer a buena parte de los nobles indecisos, vecinos suyos, familiares o sencillamente de débil voluntad y mayor egoísmo, a favor de una paz pactada con Carlomagno, la cual consideraba mejor que una derrota incondicional. Estos nobles conservaban sus heredades y adquirían nuevos cargos administrativos en el orden propuesto por Carlomagno a la hora de gobernar la Marca de Sajonia. Por si esto fuera poco, Hessi había sido el primer duque sajón en convertirse al cristianismo, obligando a toda su estirpe y al pueblo que habitaba sus tierras a aceptarlo como la creencia en el verdadero Dios.

Era necesario, contaban los sajones a los daneses, que estas marionetas del poder franco ejerciesen el nuevo código de leyes impuesto por los legisladores. Y la religión era un punto fundamental, y la conversión al cristianismo ocasionaba duros escenarios de rebeldía que acababan con castigos, fugas, incendios locales y forzosos bautizos. A menudo, la imposición de este código por parte de los nobles convertidos al cristianismo se utilizaba para dominar territorios que en otro tiempo habían estado bajo el dominio de ciertos campesinos demasiado dominantes. Halfdan interrogaba a Willehar, y éste contaba al joven cuanto sabía al respecto, mientras que Sif escuchaba interesada en lo que les esperaría a los daneses si los sajones sucumbiesen, cuando Carlomagno llegase a las puertas del quersoneso címbrico. Además, supieron que los nobles conversos bajo la tutela de Carlomagno, disponían del control de parte de las guarniciones que los francos destinaban al control de cada región, pues de lo contrario habrían sucumbido desde el principio degollados por los rebeldes.

Jamás había logrado demostrarlo, pero su corazón le decía a Widukind que Hessi había sido uno de los artífices de la traición de Eresburg, en la que su padre había resultado asesinado. Widukind veía llegada la hora de destronar a los señores traidores y de demostrar a Carlomagno lo que él haría con quienes pactasen a su sombra. Ya no existía más necesidad de mantener las formas para esperar el momento idóneo: el momento había llegado.

Widukind atrajo la fuerza a su paso por el oeste. La promesa de guerra bastaba para encender los ánimos. Supieron que, no mucho tiempo atrás, con la llegada de un ejército carolingio, se habían dado numerosos secuestros y desapariciones. La falta de consenso sólo había servido para que los sajones se lanzasen a una defensa de escaramuzas sin éxito alguno. Al oír el nombre de Widukind los puños se movían en busca de las armas, de los aperos, de los martillos, de las lanzas, de los arcos y de los cuchillos. De diversa edad y con diferente ánimo, los hombres seguían a Widukind y la horda creció rápidamente, y Angus no se sorprendió, conociendo el carácter de aquellas mujeres, al comprobar que muchísimas féminas de salvaje temperamento se uniesen a la bandada siguiendo el ejemplo de Haitha y de Sif.

Apenas llegaron a aquel territorio cuando, avistados en las grandes praderas que ribeteaban los bosques de Tilith, fueron recibidos por los bucelarios de Hessi, a los que Widukind saludó en desigualdad de fuerzas. La presencia de los daneses, la horda de los westfalios y la multitud de jóvenes que se había unido a ellos en los últimos días intimidaron a los elegidos.

—Llevadnos ante Hessi —fue todo lo que Widukind pidió, sin responder a ninguna de las preguntas que, bien aleccionados por su señor, traían los portavoces, y no permitió que ninguno de ellos se adelantase a la tropa rebelde, para que no pudieran dar aviso.

Cuando llegaron a la aldea ya los esperaban, indecisos e inquietos. Hessi había ordenado a los campesinos que se armasen, tocando sus cuernas de caza, invocándolos como a una jauría de perros desobedientes. A su vez, varios de sus mensajeros habían partido hacia el próximo puesto de los francos, al que recurría cuando la rebeldía crecía en su burgo o en las aldeas de su ducado.

Hessi esperó tras la multitud, el ojo derecho casi cerrado, ladino, la barba bien recortada, la capa a la espalda. Sus familiares lo secundaban. Sin embargo, no existía un ánimo belicoso que le garantizase la protección y ahora, al ver quién venía, tenía la sospecha de que la huida hubiese sido más ventajosa.

Pero la presencia de Widukind impuso silencio y las armas no se elevaron ante el legendario duque de Wigmodia. La guarnición franca de aquellos alrededores no estaba lejos, y el westfalio sospechaba la proximidad de los refuerzos.

Los daneses se desplegaron y, tras un momento de tensión, los campesinos se apartaron sin presentar batalla.

Se oyó una cuerna y Hessi dio su orden, enviándolos al ataque. Los guardianes se agitaron, confusos, azuzados a un combate que no deseaban.

Sin embargo el caballo de Widukind se alzó, encabritado, sus ojos se abrieron desmesuradamente, y fue como si un demonio saliese de la tierra y obligase a la bestia que montaba a arañar piafando el aire, relinchando de ira.

Y la voz de Widukind se alzó.

—¿Vais a matar a Widukind? ¿Quién matará a Widukind?

Y entonces sus hombres gritaron su nombre:

—¡Widu! ¡Widu!

Y otros dijeron:

—¿Quién matará al wigmodio?

El corcel se detuvo y Widukind miró uno a uno a los hombres que estaban ante él.

—¿Queréis matar a Widukind? ¿Para qué? ¿Para enviar mi cabeza al amo de Hessi? ¡Cada perro con su cadena!

Extendió la mano sobre su hombro y desenfundó la espada como un aguijón mortal que apuntaba al cielo. Luego su caballo se encabritó, enfurecido, y Widukind, haciendo caso omiso de las armas de los hombres a sus pies, miró fijamente a los señores y apuntó con la espada hacia delante, sosteniendo la pesada arma sin que le temblase el pulso, y era como una flecha que señalaba su objetivo.

—¡¡Hessi!!

El grito del wigmodio acusó ferozmente al señor de aquellos clanes. Metió la otra mano en una saca, empuñó las monedas, y las arrojó a la multitud. El oro destelló mientras caía como una lluvia de gloria sobre los campesinos.

—¡Carlomagno envía su oro cristiano a los campesinos sajones!

Widukind no les pidió sus armas, y los llamó hombres libres, y les prometió que como a tales los trataría. Los campesinos empezaron a inclinarse para recoger las monedas, abandonando sus dudas. Saludándolos como si los conociese desde siempre, Widukind les preguntaba sus nombres. Sin miedo, extrajo su saca y la alzó ante un gran círculo de hombres armados con toda clase de aperos, escudos, martillos, sax e incluso tenazas.

—¡Esto que veis aquí! ¡Esto es el tesoro de los cristianos, fundido para ayudar al pueblo sajón!

Abrió la bolsa y echó un puñado de aquellas monedas de oro sobre sus cabezas.

—¡Toma! ¡Para ti! ¡Para tus hijos y para tus hijas! ¡Y tú! ¡Coge esto! —y mientras así repartía el oro, que los campesinos tomaban como maravillados, les dirigía palabras de coraje y venganza.

—¡Corred a vuestras tierras y mareadlas! ¡Vuestras son! ¡Ya las habéis comprado a vuestro señor Hessi! Es hora de que él rinda cuentas… —arrojó un puñado de monedas de oro al aire. Los simples soltaban sus herramientas y se agachaban en busca del oro.

Angus recordaba varias escenas bíblicas que venían a su imaginación en aquel momento, cuando la horda se movilizó hacia delante mezclándose con la multitud, que venía de todas partes, y buscaba el oro por el suelo.

Los daneses se mezclaron con ellos y los caballos avanzaron hacia el centro de la aldea. Hessi había retrocedido, desesperado, y ni siquiera sus más allegados le daban protección ahora. Los guerreros de Hessi se apartaron, y al fin el gran thing, a cuyas puertas había esperado la llegada de Widukind, quedó rodeado por las hordas de Westfalia. Ragnar sostuvo su gran hacha, Magnachar se situó a la derecha de Widukind, Ingelbert a su izquierda. Detrás, Frodo y sus hombres apuntaban las lanzas sobre los altos caballos. Sif empuñaba el cuchillo y Halfdan, excitado y nervioso, parecía presto al combate y su corazón corría desbocado al ver que Hessi y los suyos huían al thing.

Poco después los hombres de Widukind ya entraban también en el recinto, donde Hessi los esperaba. Su rostro estaba más pálido que de costumbre. Junto a los signos de su estirpe y de los señores de aquellas tierras, había un confalón franco medio desplegado en una de las paredes de piedra. Widukind supuso que habían intentado quitarlo rápidamente, en vano, al verlos llegar.

—Veo que agasajas a Carlomagno cada vez que pasa por tus lares, ¿no es así? —preguntó Widukind.

—Nunca pasó por aquí, mi hogar es demasiado humilde para señores arrogantes. Por aquí sólo queremos sobrevivir —reconoció Hessi, recibiendo a Widukind con gran aplomo y suficiencia.

Widukind no dejaba de admirarse ante la naturaleza de los traidores. Le maravillaba la facilidad con que la villanía se representaba a sí misma con la dignidad de la más pura de las verdades. Y un relámpago de ira cegó su mente por un instante en el que habría ahogado el mundo entero con sus manos, de haber sido eso posible.

—Sobreviven las moscas alrededor de las bostas de los caballos, formando un enjambre —dijo Widukind—. Sobrevivir sobreviven los insectos en las ciénagas… —añadió, sin mirarlo.

Hessi, en lugar de aferrarse a un arma, agarró sus puños a los posabrazos de su sede, empuñando las cabezas de águila talladas en sus extremos.

—¿Qué haces en mi sagrada casa? —inquirió de pronto—. ¿Has olvidado las costumbres de los buenos sajones? No puedes entrar armado en este thing… ni en ningún otro. ¿Quién crees que eres? ¿No eres acaso tú el westfalio que primero hace la guerra a los francos y después festeja con los daneses, mientras deja su pueblo solo cuando el oleaje del Reino vuelve con pesados caballos? ¡Así recompensas a quienes tratan de promover la paz de estas tierras!

Widukind sintió que las venas de sus sienes palpitaban, como si un alacrán mordiese su nuca bajo el sol abrasador del mediodía.

—¡Traedlo! —lo interrumpió el duque.

Ragnar fue a por Hessi y lo inmovilizó en el sillón. Lo tomó por la cabellera y lo inclinó brutalmente. Lo arrojó de la silla como si destronase a un rey en la sombra. Ésta cayó con el que la ocupaba. Docenas de westfalios amenazaron con sus armas a la guardia de Hessi. Pero ni siquiera sus familiares movieron un dedo para protegerlo.

—¡Soltad los cuchillos si queréis vivir! —amenazó Widukind.

Aquellos hombres se miraron, indecisos, luego dejaron caer sus armas al suelo. El duque caminó hasta Ragnar. Sus manos apresaron la cabeza de Hessi.

—¿No fuiste tú el que traicionó a mi padre en Eresburg? Bastardo hijo de bastardos…

—No lo hice…, ¡escucha! —jadeó el duque—. Escucha lo que he de decirte…

—¿Qué he de escuchar ahora, Hessi, sino plegarias llenas de veneno?

—Tienes que prestar oídos… —suplicó el cautivo.

—¿Acaso dudaste al vender la libertad de Sajonia cuando te sentaste a la mesa de Patherbrun? No… Pues era el momento de hacerse con los derechos de la tierra, de asegurar un futuro por encima de los bienes de tu gente… No te importó la sangre vertida por siglos y habrías entregado mi cabeza en una bandeja si eso hubiese sido posible…, pues te habría dado aún mayor gloria que la cabeza de mi padre…

—¡Detente…! —Hessi recurrió a todo su coraje y se defendió de Widukind. Se liberó momentáneamente de aquellas manos que eran como mitones de acero, y se enfrentó a los ojos gélidos del ángel oscuro.

Widukind lo amenazó quedamente.

—No…, no me detendré…, ¿ves ese fuego? —Widukind señaló el hogar—. ¿Y esta espada? ¡Unidos!

Vigi corrió como un diablo que volvía a la vida. Se aproximó, empuñó la sagrada espada de Widukind y puso la hoja entre las llamas.

—¿Quieres vivir o quieres morir?

Hessi vacilaba, lanzó una mirada de odio al rostro implacable del joven hertug.

Vigi sonrió maléficamente.

—¡Ese fuelle! —ordenó el hechicero a dos daneses—. ¡Que sople bajo las llamas!

Los daneses obedecieron y el fuego se avivó y las brasas se volvieron rojas, y los troncos empezaron a consumirse más rápidamente, y el acero de la hoja adquirió un nuevo tono.

—Dilo ahora que todos te escuchan, te estoy concediendo misericordia…, algo que tú no tuviste con ninguno de los que te juzgan… Elige, ¿vida o muerte?

Hessi trató de huir con violencia, pero Ragnar cayó sobre él como una montaña y lo redujo. Éifióldi y Welf lo ataron de manos y lo obligaron a ponerse de rodillas.

Hessi maldijo a sus hombres.

—¡Cobardes! ¿Qué hacéis ahí? ¡Cobardes…!

Widukind volvió a gritar:

—¿Vivir o morir?

Hessi suplicó con rabia:

—¡Vivir! Vivir…, quiero vivir…

—Elige: morir en tu tierra o vivir lejos de ella…, ¿qué escoges?

—¡Lo he dicho! Vivir, vivir lejos… —musitó, sin ocultar su vergüenza.

—Está bien…

Welf echó un trapo sobre la cabeza del ostfalio, con la que lo cubrió. Lo inmovilizaron entre tres hombres.

—¿Que hacéis? No…

Angus retrocedió, pues adivinaba con horror lo que Widukind iban a hacer al traidor.

—Condenado por tu gracia me veo, oh Hessi, no a dirigir hordas de hombres libres sino a ejecutar el trabajo de los porquerizos —añadió Widukind, iracundo.

Vigi extrajo la espada de las llamas. El centro de la hoja se había puesto al rojo.

A una señal del hertug sostuvieron con más fuerza a Hessi. Allí, aquel señor de Ostfalia, desprovisto de toda dignidad tras los golpes y las ataduras, esperaba de rodillas un castigo desconocido.

—¡Acaba de una vez! ¡Sé que vas a matarme! ¡Acaba! Pero no olvides la maldición de todos los dioses, la maldición que caerá sobre ti y sobre los tuyos, Widukind hijo de…

El puño cerrado de Widukind golpeó cerrado la cabeza de Hessi evitando que pronunciase el nombre de su padre.

—¡Ahora recurres a los dioses! ¿Después de haberlos traicionado? Pues vienen a castigarte…

—¡Te suplico perdón, Widukind…! —gritó entonces el ostfalio, presa del pánico—. Seré tu esclavo, tu campesino, tu mejor aliado, dime qué quieres que haga…

—No…, te equivocas, traidor, yo soy un hombre de palabra… ¡Y cumplo lo que juro! ¡Tienes mi perdón y harás algo para mí!

Widukind empuñó la espada y colocó la parte cándeme de la hoja delante del paño que cubría el rostro de Hessi, a la altura de sus ojos.

Un grito atroz se elevó hasta ellos, al que siguieron desgarrados lamentos. La hoja se mantuvo allí un tiempo que pareció larguísimo, mientras el duque se retorcía de dolor, de rabia, de ira.

Después sus captores se apartaron y le retiraron el paño del rostro. Hessi se echó las manos a la cara, con cuidado de tocarse los ojos, emitiendo amargos y prolongados ayes. Sus ojos parecían abrasados, ofreciendo un aspecto que sólo podía causar lástima y horror. Vigi sacó un hierro que había puesto a calentar entre las brasas. Se aproximó rápidamente al ciego y, en un acto de terrible crueldad, estampó su forma roja sobre la frente de Hessi, arrancándole otro espantoso grito. Widukind retrocedió, contemplando su obra. Vigi sonreía, al fin satisfecho. La runa de Loki, clavada en la frente del traidor, era la peor de las ofensas que un hombre vivo podía ostentar en el lejano norte.

Angus se santiguó ante la truculencia de aquellos actos. ¿Por qué Widukind no lo había matado…? La respuesta no tardaría en visitar sus oídos.

—Ahí tienes la vida que deseabas… —le dijo Widukind, inundando con su voz el pesado silencio que se hizo en la sala.

—Maldito…, ¡maldito…! —se lamentaba Hessi entre gritos y aspavientos. Angus lo entendía, ¿quién sino aquel hombre desearía llorar y sin embargo ya no podría hacerlo como cualquier otro…?— ¡Maldito hijo de Loki…! —escupió de pronto con loca furia.

La espada lo había dejado ciego, y el hierro candente de Vigi había estampado en su frente la marca de Loki, que se había convertido en la marca del héroe y en la rúbrica de los rebeldes allá por donde pasasen. Sin embargo, tatuada al rojo en la frente ciega ahora sólo significaba que el portador era un proscrito de Sajonia.

—Maldito tú, traidor… —le respondió Widukind sin piedad alguna— y serás ejemplo para los traidores… Pero ya que has decidido abandonar tu tierra, si no mueres como hombre por ella vive como mendigo en las hediondas ciudades de tu señor… Ve a mendigar pan en las puertas de las iglesias a cuyo culto te has rendido, ve a buscar a tus señores francos, a ver si ahora encuentras piedad en ellos… Ciego y marcado, espero que lleves mis palabras a Carlomagno, pues aquí y ahora te convierto en mi heraldo… ¡Hessi!

El ciego apoyaba sus manos en el suelo, con el rostro contraído por el dolor, apresaba aire hasta que sus pulmones no daban más de sí, como si fuese a estallar, y después descargaba ya un desgarrador lamento, ya una maldición ininteligible.

—Ve y dile a Carlomagno que Widukind lo espera en el norte, y que Sajonia ha roto la marca, y que el tratado de Patherbrun ha sido pisoteado por mis caballos. Y además, ¡llámalo bastardo de mi parte!

Widukind ordenó el abandono de la aldea.

—¡Vamos a esperar a esos francos como se merecen! —gritaba.

Volvieron a las monturas y se retiraron en medio de la confusión que gobernaba el lugar. Donde las viviendas se dispersaban entre campos de cereales, las hordas se desplegaron. Widukind reunió a sus jefes para deliberar.

—¿Y qué haremos con los hijos de Hessi? Juraban venganza cuando los capturamos… Trataban de alzar las armas de sus campesinos en las afueras… —avisó Magnachar.

—¿Qué hicieron los campesinos? —inquirió Widukind.

—Consideran a Widukind su nuevo señor; uno de ellos…, uno de ellos escupió a los ojos del hijo menor, que los miraba con odio. El mayor se rio y le pidió, si quería luchar con él, que se atase las botas, a lo que el campesino accedió, ignorante, y entonces le hundió su sax en la nuca…

—Se parecen a su padre —respondió Widukind con una extraña mirada.

—Ahorcadlos en mi nombre en el centro de la aldea. ¡Ahora! —exigió Vigi, y obtuvo el beneplácito de Widukind.

Tal como el hertug había dicho, los hijos de Hessi fueron ahorcados ante la supervisión de Vigi, y los lamentos de su madre y de su padre no sirvieron para aplacar el ensañamiento del hechicero danés, que amenazó con cortar las manos de la mujer si se atrevía a tocar los cuerpos colgantes en su presencia. Se decía que Hessi gritó hasta enloquecer, acompañado por su consorte, que guardaba silencio por miedo a que se le aplicase la misma justicia que a su familia. Muchos campesinos pidieron la muerte de ella al sajón, pero Widukind decidió dejarla viva, pues Hessi necesitaría un bastón en el que apoyarse y poder cumplir el cometido que él le había ordenado y partir hacia Austrasia a lamentarse ante Carlomagno, y a entregar sus envenenadas palabras al gran valedor de la cristiandad.

Después, Widukind ordenó que se les prestasen dos yeguas para que pudiesen dirigirse al sur en busca de Carlomagno, a quien deseaba que entregasen su mensaje:

—Perro obediente, dile a tu señor que he roto el Tratado de Patherbrun, que la Marca de Sajonia ha desaparecido, y que Widukind es ahora el Señor de la Tierra. Dile que lo espero, que lo espero para separarle la cabeza del cuerpo, si es capaz de librar una batalla con sus propias manos. Díselo de mi parte, Hessi, y de parte de tu gente, que no ha movido ni un dedo para defenderte porque te considera un traidor… ¡Ahora márchate, y no vuelvas por estas tierras jamás a no ser que quieras morir lapidado!

Widukind sacudió una palmada en el lomo de la yegua y ambos se alejaron lamentablemente entre las chanzas de aquella horda, y cuando la yegua pasaba cerca de algún guerrero, aminorando el paso, éste le sacudía en el lomo para asustarla y que corriese más deprisa, gritando:

—¡Llévalo al reino de los francos!

Además, Widukind ordenó que vigilasen mientras se alejaban hacia el sur. Cuando esto hubo pasado, ya caía la tarde, y las caballerías de los francos entraron en la aldea de Hessi, donde encontraron los cuerpos ahorcados de los hijos de Hessi. El mutismo general era lo único que aquel capitán encontró como respuesta. No necesitó amenazarlos. Las mujeres y los niños ya habían abandonado la escena, y los hombres, armados con sus herramientas y armas, los enfrentaron con insolencia, sin mediar palabra. Los francos, empuñando sus armas, se desplegaron, pero entonces escucharon las trompas de las hordas de Widukind, que rompieron desde no muy lejos, respondiendo todas a una como endemoniada algarabía.

Widukind ordenó el avance con un grito de guerra y los caballos iniciaron el galope. Sabían que la guarnición de los francos no superaba el centenar de hombres, y al menos cubrían su número cinco veces. Los westfalios entraron en la aldea en busca de guerra y los francos, indecisos, retrocedieron sin convicción hasta entrar en contacto, sin posibilidad de carga, con el invasor.

Angus sólo oyó los gritos que se sucedieron unos a otros, la horrenda sinfonía de una batalla carnicera y breve, que terminó con el asesinato de muchos hombres, y con el exterminio de los francos. Los sajones, además, festejaron su primera contienda.

Entrada la noche, se celebraron las incineraciones de sus héroes, y acumularon los cuerpos de los francos en una ciénaga, en la que los echaron después de decapitarlos uno a uno. Vigi les recordaba a todos lo importante que era aquel ritual antes de festejar con hidromiel la victoria, pues las ciénagas eran según aquellos pueblos las puertas de cierto infierno, y los traidores, los cobardes y los cristianos debían acabar allí sepultados, pero separados de sus cabezas, para que no pudiesen hablar a Helia, la diosa de aquellas tinieblas, del horrendo dios cristiano.

Cuando la liturgia pagana hubo acabado, los supervivientes festejaron y los heridos bebieron hasta caer derribados a la vez que Vigi cosía sus heridas y tatuaba sus cuerpos con nuevas y misteriosas runas.

Angus, mientras tanto, como un perro abandonado en medio de aquella pradera, soportó el rigor de la noche a campo abierto, bajo el cielo estrellado y glacial. Se entregó a rezos y súplicas, y pidió perdón por todos sus pecados y los de aquellos que le rodeaban, hasta que cayó sumido en un inquieto sueño.