VII

El camino escogido los llevó al suroeste de Westfalia, hacia las grandes ciénagas desiertas. Una vez allí, lo abandonaron para cruzar los terrenos según el criterio de Widukind, que conocía la región como si ocultase un mapa en su memoria y se dejaba guiar por árboles y piedras. Bordearon campos fangosos de los que, según contaban los sajones, ninguno de aquellos daneses hubiese sido capaz de salir de haber caído en la trampa. Ragnar se burlaba con una sonrisa torva, y Sif lo ignoraba dijese lo que dijese. Los hombres de Frodo decidieron ir a pie y se rezagaron, y a menudo debían esperarlos. Pero los frisios eran jinetes supersticiosos, y consideraban que ningún caballo debía trotar en tierras cenagosas.

Angus admiraba la adversa naturaleza de aquella comarca. Recordaba su primer viaje a las tinieblas, en la misión de fray Ebo de Colonia. Recordó los libros de aenigmata, especialmente aquellos que se versaban sobre los laberintos, y a los que había dedicado muchas horas de lectura en la biblioteca de Metz. Había reflexionado acerca de la cuestión, y no dejaba de sorprenderle un aspecto más de la ubicación del templo escogida por Remigio: se encontraba en el centro de un laberinto dominado por el paisaje. Según cierto estudioso, llamado Umbertino de Bolonia, cuyo manual había leído en la biblioteca de Metz, existían dos tipos de laberinto. Uno era el griego, denominado univiario, el del Minotauro, aquel en el que la bestia vive en el centro y en el que todos los caminos conducen a su presencia, pero donde existe una salida para el que posee la clave, única forma de escapar. Otro es el que tiene una sola salida, pero es perdedero, pues todos los cabos de su red de rizomas, tramados entre sí como los hilos de un loco tapiz, llevan a equívoco, salvo intervención de la suerte o de la Providencia. De este modo, meditaba Angus, la naturaleza cambiaba de sitio sus ciénagas de un año a otro, abriendo corrientes que a los pocos meses morían en charcas o mortales pozos de fango del que ningún caballo podría escapar si entraba con un mal paso, como si el laberinto de la naturaleza cambiase de sitio los pasillos y bifurcaciones que llevaban al Corazón de las Tinieblas y sólo quienes conocían la región a fondo fuesen capaces de abrirse paso hasta las selvas de más allá y el templo que en ellas se ocultaba. Por si esto fuera poco, se decía que Remigio era capaz de defenderse con armas a las que se le atribuía el poder de los nigromantes, invocando una niebla en cuyo seno sus enemigos se perdiesen o enloqueciesen, o donde cayesen sumidos en un profundo sueño del que no despertarían sino degollados en las calderas del Infierno.

Mientras se contaban historias de muertos que caminaban de noche entre las ciénagas, Angus vio los espesos bosques, al coronar unas lomas elevadas por encima de las últimas charcas, en un valle anegado por fantasmales brumas. Aquellas húmedas selvas tapizaban una profunda grieta que seguía el curso de algún río cuyo lecho sinuoso había sido excavado en el paisaje. Donde los tremedales daban paso a densos matorrales, un macabro monumento anunciaba la llegada al centro de aquel extraño mundo que cobijaba el refugio del heresiarca. Angus se fijó en las altas columnas de madera, a trechos podridas. Destacaban a lo largo de su superficie los signos rúnicos, incomprensibles, cargados de diabólicos presagios, la rebeldía religiosa de sus trazos, como una advertencia. En el centro que aquel triángulo de columnas desiguales creaba, una pila de huesos se acumulaba, inmunda, en parte esparcida por la curiosidad de las bestias. Entre tanto despojo humano, la melancólica sonrisa de las calaveras.

Widukind se acercó a los restos, y Vigi, tras él, inspeccionó el lugar. Frodo, Sif, Willehar, Welf, Magnachar y otros muchos esperaron a caballo al pie de las columnas. El duque se inclinó y arrancó a la hierba una de las calaveras, y la miró a los ojos.

Triskel Es aquí donde empieza el camino desde el noroeste —anunció Widukind a Ragnar, señalando las columnas—. Tú, Ragnar, vendrás…

Vigi intervino con rapidez.

—¿Ir? ¿Adónde? —inquirió de pronto. Avanzó frente al círculo de los señores con la audacia de un invasor. Angus arrojó la calavera a los pies del hechicero, y éste lo escrutó amenazadoramente, mientras apoyaba sus robustas manos en una de las tallas, recorriendo con sus dedos la hendidura de una muesca—. ¿Crees que puedes violar las sagradas leyes de Gamla Uppsala, sajón, sin ser alcanzado por el rayo de la maldición? ¿Crees que Ragnar lo hará? ¿Crees que los daneses te seguirán cuando juegas a pedir favores a los dioses traidores…?

—Deberías callarte hasta que te pregunten tu opinión —añadió Ragnar, indeciso.

—¿Mandas callar a un hechicero de Odín? ¿También Ragnar Lodbrok se va a arrodillar ante el dios traidor?

Widukind miró quedamente a su primo, imperturbable.

—¿Por qué no te callas de una vez? —rugió Ragnar—. Sabes que no haré semejante cosa. La guerra y el botín y un enemigo común es lo que me mueve, nada más. Widukind, ¿por qué debería ir un danés a ese lugar?

Widukind respondió sin interés, como ajeno a cuanto pasaba a su alrededor.

—Estás invitado a conocer y a ver, nada hay que esté oculto para los señores daneses, pues son aliados, por eso te invito a que me sigas, pero si no deseas hacerlo…

Ragnar miró a Vigi.

—¿Y tú, Frodo? —inquirió Widukind.

—Yo iré —respondió Frodo, decidido—. Nadie conseguirá arrancarme el martillo de Thor. —El frisio empuñó el martillo de oro que pendía de su collar y lo cerró en su puño como si se tratase de un arma que fuese a darle la vida.

—Nadie quiere hacerlo —añadió el duque sajón. Widukind se volvió de nuevo, conteniendo su rabia—. ¿No fuiste tú el que tatuó este valknut en mi hombro? —le preguntó a Vigi, y les mostró el signo de Odín. Luego se dirigió a la horda. Por vez primera pareció volver en sí y una terrible, violenta determinación propia del rayo sacudió todo su rostro al dirigirse a ellos—, ¿creéis que no me protegerá?. No entendéis nada, y tú, Vigi, aprende a cerrar la boca cuando hablan los señores, ¿lo has entendido?

Sus ojos azules se llenaron de una cólera cristalina.

—Recuerda eso. —Buscó a las mujeres—. ¿Y vosotras?

Haitha negó con la cabeza, como si le ofreciesen ir al mismísimo Infierno. Por primera vez se sentía atraída por la presencia de Vigi. Sif miró a Vigi y después a Widukind, indecisa. La que había sido como una sacerdotisa de la diosa homónima, invitada y protegida por Vigi, se debatía en dudas, hasta que dijo con resolución:

—Yo iré.

Vigi le lanzó una envenenada mirada, a la que ella respondió con humildad, como si le pidiese una comprensión para la que el guerrero-hechicero no tenía piedad alguna.

—Desde que salimos de viaje no ha dejado de sorprenderme el coraje de las mujeres danesas… —añadió Widukind, dando la señal a su caballo, y varios de sus hombres de confianza lo siguieron.

—Desde que salimos de viaje —añadió Vigi—, no ha dejado de sorprenderme a mí tampoco la veleidad de las mujeres danesas…

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Insinúas que los daneses somos unos cobardes? —preguntó Ragnar a sus espaldas, enojado.

—No he dicho nada parecido —murmuró Widukind, mientras volvía al corcel cuyas riendas eran sostenidas por Halfdan. Frodo ya lo seguía, movilizando a sus hombres.

—¡No pienso ir a ese lugar porque no quiero y basta! —bramó Ragnar—. ¿Quien se quedará al cuidado de este ejército…?

Halfdan se quedó callado, aunque cargado de anhelos irrealizables pues no podía seguir a sus ídolos.

Angus vio cómo los hombres desaparecían en el vaho exhalado por aquella floresta. Las voces de Ragnar y sus daneses quedaron atrás. El monje examinó el perfil de las quebradas, una sucesión pelada en el sureste, redondas como gigantescos túmulos erigidos en la mañana del mundo. Ésa, supuso, debió de ser la ruta por donde la expedición de Ebo de Colonia penetró en el reino de Remigio. Lo recordó como si hubiese sido ayer.

También él desaparecía en la niebla para adentrarse en el vasto salón crepuscular, sostenido por miles de columnas, que creaba el espeso follaje de las amargas coníferas. No mucho tiempo después se abrió un calvero en el fondo: la bruma ocupaba el espacio entre las paredes de roca desnuda, ofreciéndoles un espectáculo sorprendente. Al talar los árboles, los cimientos del bosque habían sido excavados hasta dejar al descubierto las raíces de la colina. Durante todos aquellos años, los clanes que habitaban en las sombras habían cargado con pesados bloques que cortaban en aquella hoquedad, para alimentar los muros de carga del secreto Templo de la Espada.

Widukind se asomó a la excavación. Los árboles habían sido apartados tiempo atrás y el bosque cercaba un agujero dentro del cual varias docenas de aquellos silenciosos y rudos habitantes de los bosques picaban y cortaban la roca.

La fe en Remigio había alcanzado un nivel inaudito en aquellos hombres. El heresiarca era una isla, una montaña solitaria en medio de un océano tormentoso, un árbol frondoso plantado en el centro del laberinto de piedra, un corazón vivo que latía en las tinieblas, custodian los secretos de los que se alimentaba como si fuesen la sangre de un Santo Grial ya maldito. Angus se encontró con las miradas de algunos de ellos. Dos venían ascendiendo la escalera, subiendo peldaño a peldaño con un gran bloque que depositaron en la espalda de otro compañero. El sacerdote se fijó en la abnegación de sus rostros. Esperaba en la posición adecuada con el cuerpo contraído, rígido y a la vez ligeramente flexionado. La piedra fue depositada con cuidado en sus manos y la rodearon con una banda de cuerdas que apresaba los hombros del portador. Después éste se puso en movimiento con la dignidad y aplomo de un gigante, y siguió la ruta de la selva. Angus trató de imaginar la distancia que mediaba desde las canteras hasta el templo. A semejante ritmo, aquellos hombres tendrían que andar casi tres largas horas, y casi seguro que ninguno realizaba el camino sin pausa alguna.

Widukind movió las riendas y siguió las huellas del portador. Con cuidado de no molestarlo, la compañía lo rebasó a cierta distancia de su senda y siguió avanzando bosque adentro. Se cruzaron con hombres que volvían del templo, así como con otros que proseguían pesarosa y obcecadamente con su carga de piedra, recorriendo la senda como el camino de la fe que jalona los pasos que llevan a los peregrinos en busca del Camino de Santiago, que según los cuentos cristianos se había empezado a trazar a raíz del descubrimiento de las reliquias del apóstol en los acantilados del fin del mundo. Cuando alcanzaron el lugar, un jinete negro los recibió, alzando el brazo para detener la compañía. Widukind se puso frente a él. Guerreros de aquellos bosques, tatuados y pintados de rojo, los vigilaban. Una señal del jinete negro bastó para hacerles entender que debían dejar allí los caballos.

Caminaron tras el sacerdote de las tinieblas, y Angus sintió, a medida que se introducían en la profundidad del ignoto bosque, que retrocedía en el tiempo. Después de una extensión de malezas, los árboles se volvieron viejos y el terreno descendió bajo el susurrante oleaje de su follaje; el retorcido enjambre de sus ramas cerró el cielo. Un paisaje extraño y profundo en la claridad evanescente se desplegó ante sus ojos. La luz del atardecer, al biés, buscaba el suelo de la selva sin éxito, las copas reflejaban la reverberación de un esplendor crepuscular ya viejo. Las hojas se desprendían y caían suavemente. El fraile abandonó la senda y caminó hacia dentro y hacia abajo por una ladera cubierta. Tanto como Angus era capaz de recordar, esa parte del bosque de Remigio le era desconocida. Las descaradas ardillas huían por las ramas tras cruzar ante sus ojos, y el paso veloz de un zorro no les sorprendió. Después alcanzaron la oscuridad, allí donde los árboles eran más viejos, más grandes y más frondosos, y el crepúsculo quedó herido de muerte. El Templo de la Espada apareció y Angus se persignó en silencio ante el símbolo de la cruz.

Una mole de roca se elevaba entre los árboles, a los que no parecía querer importunar. Tenía la forma de un octógono al que se hubiese añadido otro pabellón en el lado opuesto, donde se abrían aquellas puertas de gigantes que accedían al santuario. Emergían sus muros del suelo del bosque con tanta fuerza como sigilo. Los sillares de piedra se sucedían en perfecta armonía. Los paños de mampostería trepaban como una singular hazaña, inconcebible en medio del salvaje desorden de la naturaleza. La puerta se abrió por encima de los tres escalones que accedían al pórtico.

Al fondo, el altar se elevaba sobre el nivel de la capilla. La belleza del templo resultaba sobrecogedora, por lo perfecto de sus proporciones y por la elevación de sus pilares hasta el trazo de los arcos, que pasaban de una vértebra a otra con la agilidad de una rama simétricamente podada por la mano del glorioso Hacedor. Así, aquel robusto tronco de piedra se elevaba muchos pies por encima de ellos; la iglesia no parecía ni tan grandiosa y tan bella ni tan poderosa cuando se vislumbraba entre los árboles, que la ocultaban, acariciándola con sus enormes ramas. Sin embargo, su interior se propagaba hacia lo alto como desde el centro de un abismo. Era como si, al mirar arriba, se partiese de la oscuridad absoluta y para dirigir la mirada a la verdadera Luz, que es la que emana del Cielo y visita el santuario a través de sus alabastros. No había ventanas en la parte baja de los ocho paños de mampostería, mas por encima ellos se trazaban largas cornisas abiertas de las que pendían vitrales minuciosamente emplomados, que alternaban su orden con placas de céreo alabastro. La bóveda estaba coronada por una sola clave que daba consistencia a los ocho nervios y cuyo pie descendía en el centro de la cúspide, con una forma geométrica que reproducía a la inversa la planta del templo.

Las puertas se cerraron a sus espaldas, y los demás guerreros quedaron excluidos del encuentro. Widukind, Sif, Frodo y Angus se quedaron a solas con los siervos de Remigio, tal como los sacerdotes les ordenaron. Aquellos sombríos monjes, cubiertos de negro, retrocedieron para: dejar al hertug a solas frente al altar. Widukind oyó el cierre de los cerrojos. La luz parpadeaba y arrancaba gigantescas sombras. El hecho de haber situado las antorchas a poca altura confería esa posibilidad a quienes se movían cerca de ellas. La vastedad del espacio creaba el resto de la magia: Sus sombras se desplazaban por la crucería del techo a medida que se movían.

Sif miró al crucificado, en el que ella reconoció claramente la hazaña de Odín, cuando éste se inmolaba a cambio de su propia potencia ilimitada, y al árbol del que pendía, tallado con la forma de una retorcida e informe cruz recubierta de brillantes goterones rojos, en el qué habían sido incrustadas cientos de espinelas, granates, crisopacios y carbúnculos.

Su aparición fue como la de un recuerdo que poco a poco abandonaba las sombras de la mente para corporeizarse en la conciencia. Widukind no lo oyó entrar. Remigio el Piadoso se movió hasta el centro del altar y se retiró la capucha. Estaba allí, la cabeza de hueso, los ojos que perforaban las profundidades, absortos y a la vez concretos, el rostro afeitado del padre de la Orden de la Espada.

—Widukind ha vuelto —dijo casi con la indiferencia de quien piensa en otra cosa mucho más lejana, y sus ojos vagaron—. Hace tiempo que en la tierra yace clavada su espada.

El duque se inclinó en señal de respeto. Como guiado por un oscuro pensamiento; se arrodilló ante el altar.

Remigio avanzó hasta él. Sus ojos miraban con impasible distancia la cabeza del sajón. Cargó el peso de su cuerpo en su mano derecha y la apoyó solemnemente en el hombro izquierdo de Widukind. Allí, miraba hacia los cabellos de Widukind, pero en cambio sus ojos parecían escrutar un oscuro abismo que acaso se hubiese tendido a sus pies, siendo el sajón una criatura inclinada al filo de ese abismo.

—Aquí estás de nuevo, Widukind…, una Espada de Dios.

—No he olvidado —dijo al fin el guerrero.

—¿Mis palabras?

—El Evangelio de la Espada —el sonido de aquella expresión, pronunciada con decisión, pareció producir una corriente de energía en el interior del herético vicario apostólico, y sus dedos se crisparon por un momento. Los ojos de Remigio vagaron más allá de la sala, en busca de un horizonte que él parecía ser capaz de contemplar, traspasando las piedras que lo aislaban.

—Nuestra orden debería ser reserva de fe, patria de iluminación, fuerza para los que creen… Estos muros en los que la naturaleza ha sido tatuada palmo a palmo…, ¡que nos separen junto a las ciénagas y los bosques del hedor del Reino…! Del abismo a las puertas del abismo que mira dentro de sí mismo, pues su egoísmo letal sólo tiene ojos para sí mismo, sin otro cometido que retorcerse sobre sí mismo de igual modo como Judas sostiene su sufrimiento en el centro del Infierno…, Así el egoísmo mata el mundo, y la prédica de la pobreza es la entrega de quienes desean sólo aquello que necesitan…

Widukind escuchaba. Las manos de Remigio se apartaron y éste se separó de Widukind, que levantó el rostro para perseguir su silueta. Las palabras resonaban en aquellos muros. Su voz era terrible, tal como tantas veces la había recordado Angus. Era otra vez la voz de las tinieblas, y su palabra, aquel poder devastador que de ella emanaba, el canto del nigromante.

Sin embargo y a pesar de todo, Angus no podía escapar al encanto de su reflexión, por más herética qué fuese y por ello más peligrosa para el alma desarmada.

—Hubo un tiempo en el que yo mismo creí en el saber y en los poderes de aquella orden que se llama benedictina. Pero ese tiempo pasó y se ha vuelto oscuro… —los ojos de Remigio parpadeaban y su rostro se transfiguraba con la versatilidad de quien habla con rostros imaginados, de quien conversa con personas que no están presentes, como si lo estuviesen, y así, vagaba de la ira a la indiferencia sin tener en cuenta cuanto sucedía a su alrededor. Quienes lo observaban tenían la sensación de que no existían en aquel lugar.

Remigio retrocedió y se sentó en la gran sede al pie del altar. Se pasó una mano por el cráneo desierto y dijo:

—Allí donde anida la Serpiente de la Avaricia, allí donde la ilusa voluntad de los que no saben pensar por sí mismos roba pensamientos a los muertos para rebatirse unos a otros en discusiones escolásticas…, allí creen custodiar la palabra divina que santifica la sed de poder de los Señores de la Tierra. Pero yo os digo que esto es mentira, es la falsedad diabólica de la que se dice actúa por causas segundas, pues otras intenciones tiene el que se dice custodio de una mentira que en el fondo oculta el nido de esa Serpiente. Así, quise forjar espadas capaces de cortar esa Serpiente en pedazos, espadas de fuego extraídas de la fragua de Dios, en las que quedase reflejado el verdadero fulgor de su acero… No os hablo de vulgar hierro ni de viles metales, tampoco de martillos, ni del conocido arte de los herreros… Yo, yo quise ser un herrero, y forjar hombres…

La voz de Remigio se alejó como una ola que cede, para volver a la carga contra las rocas.

—Espadas de Dios a imagen y semejanza de la Espada del Altísimo, esos eran los hombres que quise forjar. Como ángeles quise que fuesen mis amigos, todos ellos capaces de empuñar la Espada de la Justicia, de blandiría sobre la Tierra… ¡No! —gritó de pronto con horror en los ojos, como si hubiese escuchado una voz que lo contradecía, o como si cargase con el recuerdo de muchas presencias invisibles, pero ante las que debía defenderse un momento tras otro. Se volvió con todo su poder, se aproximó al árbol del Crucificado, y arrancó la lanza que estaba clavada en aquella parte de la talla que semejaba su costado. Empuñó la larga lanza, y la sostuvo ante el altar de mármol, extendiéndola delante, con el puño cerrado sobre su negra asta, como si de un rayo se tratase, que hubiese sido detenido en su vuelo fulminante hacia la Tierra por una mano sobrehumana, divina, omnipotente. Su voz ahora contenía una fuerza demoledora, y sus ojos llameaban—: Hablo de esos hombres y mujeres, que recibieron el don de la espada…

Miró por encima de la congregación, desesperado, a lo alto, empuñando la lanza como un caminante odínico, y extendió el puño y alzó la punta de aquella hoja señalando el vértice de la bóveda. La luz descendía recortando su figura casi mística. Su rostro se detuvo ante la visión de uno de aquellos vitrales, uno en el que aparecía detallado el milagro del fuego, expuesto por cientos de cristales que se descomponían en una conflagración geométrica de gran delicadeza y belleza formal.

—¡Oh, Cristo nuestro Señor! Tu ardor no se apagará mientras existan hombres y mujeres capaces de escuchar tu voz en medio del ruido y de la inmundicia, de la confusión que viene por los caminos y que crece en desorden alrededor de los burgos que después se van convirtiendo en miserables ciudades… El hombre se perderá en ellas para olvidarse de sí mismo y ser aniquilado por la negación del todo que habita en la nada… ¡Incluso los monjes que se dicen piadosos desean una parte del botín de tierra que los señores codician hasta los límites del horizonte! Allí crean sus abadías y pelean como perros por las sedes obispales ante los duques francos, cual mujerzuelas por el favor de un rico mercader…

»Mientras mis muros resistan, la Divina Palabra debe ser custodiada —aseguró—. El Evangelio de la Espada está escrito y sus enseñanzas cabalgan por los caminos solitarios en el corazón de frailes piadosos que empuñan espadas de justicia, de hombres que renuncian a la riqueza a cambio de la misma vida que Cristo llevó, pues su ejemplo es inequívoco, y quienes desean malinterpretarlo en la Iglesia católica de Roma bien saben que juegan con su presencia en el Infierno, alejándose del verdadero camino. Monjes glotones y fornicadores, corruptores de niños y codiciosos terratenientes, obispos en busca de ínfulas, abades que se dicen devotos de la humildad y que se disputan, en silencio, ese nido de avispas que es el trono del poder… ¡Herejes todos ellos!

Y al gritar aquellas palabras, blandió la Lanza del Destino y apuntó con ella a los que atendían a su delirio. Angus, acaso alcanzado por aquel rayo, inclinó entonces su mirada al suelo y se encogió como un gusano que evita ser pisado bajo la huella de un gigante.

—Si alguna misión me ha confiado Dios ha sido la de velar por un secreto que sólo los elegidos debían conocer y perseguir. La hostia y su pan ácimo son mi palabra, dicha y escrita, y esa eucaristía fue la de la Orden…, así como el Misterio de la Lanza.

El códice estaba allí, en el altar. Detrás se elevaba la forma de una gran cruz. Remigio lo miró haciendo una señal y después se dirigió al duque.

Entonces Remigio puso su mano izquierda sobre el hombro derecho de Widukind, y los miró a todos, uno a uno, como si hubiese vuelto al mundo.

—Es la hora definitiva, duque Widukind, es hora de que las espadas de justicia hagan justicia, de que el tiempo retorne sobre sí mismo, de que el auténtico hombre domine el momento.

»Los miembros de la Orden te esperan en sus casas. Todos ellos conocerán mi palabra y se unirán como se unen los vientos en busca de una tempestad. Conoces sus nombres, mis mensajeros han recorrido el mapa de Sajonia varias veces en busca de respuestas. Y muchos de los que Carlomagno cree aliados serán tus amigos. No te preocupes por la traición contra mí, muy pocos son los que conocen el emplazamiento de este templo, y esos pocos casi nunca vienen… No, sólo mis mensajeros son conocidos por ellos. No soy el único que ha sabido transmitir las palabras del Evangelio de la Espada, ellos… —señaló las grandes puertas cerradas, refiriéndose a los frailes que presenciaban en silencio la escena, en las naves laterales del santuario—, ellos también han hablado con los nobles sajones y con muchos hombres del pueblo que, en Ostfalia, tienen más poder que sus propios señores, ya corruptos y débiles ante los ofrecimientos de Carlomagno.

Remigio hizo una señal y uno de los monjes caminó solemnemente hasta ellos, sosteniendo una caja en sus manos, que entregó a Angus. Cuando éste la sostuvo, el monje la abrió, y vieron los mapas plegados. Remigio siguió:

—Aquí está cuanto necesitas, Widukind. Desenfunda tu espada.

El sajón depositó la caja a su costado y elevó sus brazos, empuñó el arma y la extrajo muy despacio de la vaina que colgaba a su espalda. La sostuvo y apoyó su frente en el frío acero, como si ahora fuese una cruz. Remigio alzó la Lanza, observando el nítido y casi argénteo brillo del acero, de pronto teñido de rojo gracias al resplandor de las antorchas.

—Hermosa es tu segunda arma, diferente a la que yo te entregué, más larga y brillante…

—Un sagrado acero de Thule es el que le da forma —afirmó el sajón.

Remigio apresó la lanza como un ángel elegido para el Apocalipsis:

—¡SAGRADO SEA TU ACERO! —exclamó de pronto con gran violencia, y su voz atormentó el espacio como el grito de un loco, y a sus ojos asomó la ira.

Ordenó con un gesto que le trajesen ciertos adminículos para la celebración de su oficio. Sobre el altar se colocó un pan ácimo recién sacado del horno, y una jarra de cobre. Depositaron junto al altar un brasero con ascuas ardientes al rojo. Remigio hundió la hoja de la Lanza en las brasas y, mientras se calentaba, partió el pan. Se acercó entonces a todos ellos y, mirándolos a los ojos, les entregó un trozo de aquel pan. Al ver que Widukind lo comía sin miedo, Frodo lo imitó. Sif, sin embargo, más familiarizada con la naturaleza de las prácticas de los rituales religiosos por ser ayudante de Vigi, esperó. Angus tomó el pan y lo consumió con temor de Dios, juntando sus manos en silencio y arrodillándose con los ojos cerrados detrás de Widukind, como hicieron todos los monjes presentes, después de recibir el cuerpo de Dios.

La corpulenta forma de Remigio, sin reparar en lo que cada cual hacía, volvió al altar y, dejando el pan, alzó la Lanza, y apartó la hoja de las casi flamígeras brasas. La hoja no parecía haberse inmutado ante la presencia del ardor. Tomó la jarra de cobre y roció la hoja de la Lanza con el vino. Un vapor espeso y ondulante, como si se tratase de una visitación celestial o de la Epifanía angélica, trepó desde el altar. El olor dulzón de aquella sublimación se esparció por la sala. Quienes quisiesen resistirse al poder del acto difícilmente lo habrían conseguido, pues las visiones empezaron a embriagarlos en cuanto respiraron aquel aroma en el que se hallaban mezcladas todas las sustancias esenciales de las flores, zarcillo, viola, serpol y corimbo, mirra, alheña, narciso, acanto. Luego dispuso el heresiarca las copas sobre la mesa y dejó caer en todas ellas un chorro del vino que había bañado la hoja de la Lanza y que después había resbalado en un bacín de cobre. Con un gesto paternal, los invitó a caminar hacia el altar. Cada uno de los monjes, siguiendo a Widukind, empuñó una de aquellas copas. Frodo se unió a la eucaristía, y así alzaron los recipientes alrededor de la Lanza, cuando Remigio pronunció las palabras:

—¡Bebed la sangre de Dios!

Como en una apoteosis cuya catarsis desconocían, se reunieron con Remigio en su mundo y por un momento tuvieron la sensación de que eran todos uno y de que algo sobrenatural había sucedido a través de sus cuerpos.

Y el Misterio de la Lanza ejerció su negro poder.

Frodo se volvió y buscó los ojos de Sif, que lo miraban de un modo diferente, y ambos se acariciaron con la mirada como si pudiesen tocarse con las manos. Extraños y dulces vértigos dominaron sus corazones cuando Frodo ya estaba cerca de ella y miraba sus labios como si fueran rosas entreabiertas, y los ojos de ella, de un verde almendrado, y sus párpados soñolientos. Un instante después, Frodo soñaba que la atrapaba con sus brazos y la besaba con lascivia, a lo que ella respondía con mayor lascivia si ello era posible, y se rodeaban y se apartaban y ella retrocedía hacia las sombras cuando Remigio empuñaba la Lanza invocando el coro de las potencias celestiales. Entonces Frodo caía dormido, y Sif lo veía sucumbir en el suelo.

Angus, sin ser ya del todo consciente, creyó oír el gemido de un ejército a su espalda, un ejército que se agolpaba en el límite de un campo de batalla a punto de abatirse y rugir, y al mirar hacia Remigio descubrió una esplendorosa luz verdosa que tatuaba la profundidad negra y sin fondo, y en ella había un ángel de alas de fuego que abrazaba un cáliz. De lo alto descendía una paloma que fue a posarse sobre su rostro en éxtasis de beatitud. Estaba todo inundándose de una luz que no pertenecía a este mundo, cuando el blanco lo nubló y lo sumió en la paz gloriosa de la divinidad eterna.

Widukind retrocedió y vio cómo tocaba sus hombros la hoja de la Lanza, empuñada por Remigio; luego éste desaparecía, y era él quien la sostenía por el mango, todavía caliente, acaso abrasándose las manos y sin sentir dolor alguno. Se había quedado solo sobre la tierra en medio de la noche. El mundo entero era un terruño bajo sus rodillas que flotaba en la inmensidad del Tiempo. Entonces soltaba la abrasadora Lanza, empuñaba su espada y la clavaba en la tierra, y observaba la cruz a la que daba lugar. Después escuchó un tumulto terrible que sacudía el orbe para languidecer enseguida, disipándose en el silencio y la nada.

Widukind volvió en sí. Estaba tumbado ante el altar, tendido como un muerto en medio de un campo de batalla, como un cadáver que vuelve a la vida. Todo su cuerpo se había quedado paralizado por el irremediable y visionario sueño. Se puso en pie, con la mente despejada, y no descubrió a ninguno de aquellos frailes que antes habían participado de la ceremonia. Remigio no estaba. Detrás, los cuerpos se esparcían sobre las losas del complicado laberinto dibujado con granito de diversos colores en el suelo de la iglesia. Se levantó y zarandeó a Angus.

El sacerdote abrió los ojos, y se llenaron de tristeza al verse de nuevo en aquel mundo tras el éxtasis de su visión. Al fondo de la sala, los cuerpos de Sif y de Frodo estaban unidos en un abrazo. Widukind miró a Angus. Éste cogió la caja que Remigio le había entregado, y caminó hacia las puertas.

—Déjalos que duerman…, si han de dormir.

Widukind salió al aire libre y ambos caminaron entre los árboles. Las siluetas de los monjes aparecieron para guiarlos al lugar donde esperaban sus caballos. Se reunieron con los demás sajones.

Willehar interrogó con la mirada a Widukind.

—No hagas preguntas para las que no hay respuesta, buen amigo —aseguró el duque a sus hombres.

—¡Danos buenas noticias! —sugirió Welf, entusiasta.

—He aquí el mapa de la traición, elaborado por los hombres de Remigio durante esta larga ausencia. La tierra entera dibujada y los nombres y lugares donde nos esperan nuestros aliados y nuestros enemigos.

—¡Empecemos de una vez! —sugirió el joven, saltando a la grupa de su caballo.

—Es hora —aseguró el duque— de provocar una gran pelea.

Montaron y recorrieron el camino de vuelta hasta la cima de la colina, donde aguardaban los daneses. El campamento languidecía, aburrido, alrededor de las columnas odínicas. Vigi vigilaba como un halcón, no muy lejos, a su rebaño.

Ragnar se puso en pie al reconocer los caballos.

—¿Dónde están los otros…? —inquirió el danés al verlos. Parecía molesto por la ausencia de Sif. El mismo desprecio se leía en los ojos del hechicero.

—Se han rezagado —respondió Widukind.

Vigi miró a Ragnar de un modo extraño.

—Los esperaremos —dijo el sajón.

—A no ser que estén muertos… —añadió Vigi con sorna—, y estemos esperando a que nos maten a nosotros. Si han matado a Sif descenderemos ese valle y haremos la guerra…

Widukind rio burlonamente.

—Si no fuese porque te conozco casi desde que era un niño, te cortaría la cabeza y se la arrojaría a los lobos… Vendrán cuando les venga en gana, y basta —terminó el sajón.

Vigi rezongó algo que no debe ser transcrito y se marchó a otra parte, no sin antes lanzar una envenenada mirada a Angus.

No mucho tiempo después, Sif y Frodo volvieron a la grupa de sus caballos. Se incorporaron a la compañía bajo la vigilancia de muchos hombres. Ninguno de los dos quiso hablar, y Frodo se unió a los frisios al descubrir la penetrante y censora mirada de Ragnar, al que ya no prestaba atención alguna, pendiente como estaba de hacer la guerra a los francos.

El hechicero intentaba de escrutar su rostro en busca de algún cambio…, y de hecho uno había tenido lugar. Aquellos ojos no eran los mismos. Vigi temió haber perdido poder sobre aquellos señores. El hechicero danés habría insistido mil veces en acompañarlo al encuentro de Remigio. Pero nadie se lo habría permitido. Remigio el Piadoso vivía oculto, más allá del mundo. Daba la impresión de que no se trataba de un ser vivo, que comiese o respirase. Sólo hablaba. Sólo cuidaba de su pensamiento y de su voz. Secretamente, Vigi lo detestaba. «Un invasor, un usurpador», había dicho en muchas ocasiones.

—Es hora de que escojamos el destino. Descubre esa caja —ordenó Widukind a Angus.

Angus trajo la caja entregada por Remigio y la abrió ante sus ojos. En ella había un pergamino plegado y varios folios cuidadosamente sellados. En uno de ellos, Angus podía leer la nota de Remigio sobre aquel material. Otro, quizás el más importante de todos para su señor, era el extenso mapa en el que aparecían marcas de muchas clases, revelando información sobre los miembros secretos de la orden. Algunos le eran conocidos, otros no.

Widukind examinó los nombres, y vigilaron la atención con la que el duque analizaba lo escrito, con la habilidad insospechada de leerlo. Todo encajaba en el plan preconcebido y los acontecimientos se precipitarían unos tras otros con gran desenfreno, ahora lo sabía. El mapa de la tierra no dejaba lugar a dudas, era necesario pronunciar la llamada a la guerra. Evaluó los nombres, distinguió el trazo de la tintura verde, con la que los escribanos de Remigio habían retratado el nombre de los traidores, color que muchos han atribuido al humor de la traición. Recuerdos imborrables ardieron en la memoria del duque. Era el momento idóneo. Y nada podría ser más adecuado para iniciar el grito de guerra que el ejercicio de la justicia. Y el nombre coincidía letalmente con un viejo y anhelado sueño.

—En marcha. Hacia el oeste —anunció.

—¿Y el mapa…? —preguntó Angus, al entender que Widukind ya había concebido un plan.

—Guárdalo por ahora, lo visitaremos de nuevo cuando hayamos llegado al lugar —respondió el duque mientras saltaba con ímpetu a la grupa de su caballo—. De momento, hace demasiado tiempo que tengo una reunión pendiente con Hessi.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente al pronunciar ese nombre. Sacudió las riendas, alzó el brazo, señaló el oeste con un grito de guerra feroz y lobuno.

Angus desplegó el mapa y buscó el nombre, escrito en verde. Y ya sabía que la venganza pasaba página a la traición en el libro de la ira, y que la gran carnicería iba a dar comienzo como nunca antes en aquella dolida tierra.