Era muy temprano y la mañana gris se extendía sobre los bosques. La empalizada quedó atrás y las praderas se abrieron. Miró hacia el norte y la luz del oriente comenzaba a expandirse toda, invadiendo con un halo aquella gelidez. Detuvo la montura. La aldea estaba lejos, entre los árboles dispersos; las volutas de humo abandonaban sus tejados de paja. Widukind alzó el brazo y cerró el puño, en señal de despedida. Se quedó mirando aquel lugar, mientras el sol se elevaba y el creciente halo de luz coronaba el orbe por detrás, en el horizonte. Se volvió al oeste y cabalgó hacia las colinas, donde los daneses lo esperaban. No tardó mucho en recorrerlas y mientras llegaba se llevó el cuerno a los labios y emitió una llamada como si se iniciara una batalla, despertando a quienes holgazaneaban, que no eran pocos, aburridos de esperar.
—¡Despertad! ¡Despertad! ¡Fuego! ¡Enemigos!
Así gritaba Widukind, mientras trotaba en círculos alrededor del campamento, poniendo en pie de guerra a los daneses. Cuando lo vieron, algunos respondieron a su llamada con furor, alzando las hachas y dando gritos, lanzando pedradas que el sajón evitaba como si de un juego de niños se tratase, proferían maldiciones de combate, amenazándolo como si fuese el peor enemigo de la tierra.
—¡Afilad vuestras hachas, daneses! —Widukind desenfundó la espada y la enseñó como una señal que viniese del cielo—, ¡se acerca la hora de repartir muerte!
Sif, que había retirado la piel de oso con la que se cubría, observaba al sajón con una extraña sonrisa en los labios.
No tardaron en levantar el campamento y ponerse en marcha, esta vez hacia el suroeste, en busca del mar de hierba. Widukind escogió rutas alejadas, lo que no era difícil en los ducados sajones. Tras cruzar ciertas selvas trotaron durante varios días por el lomo de las colinas que dominaban la región, por encima de bosques apartados y umbríos, hasta que el horizonte abrió sus brazos y una vastedad de verdor abrazó el espacio de sus ojos y el tiempo de su memoria, y Widukind se detuvo para ver otra vez aquel mundo que era su patria. Las estelas solitarias, abandonadas por antepasados legendarios en las encías verdes de los túmulos quebrados, anunciaban el dominio de los señores de aquella tierra. Los árboles milenarios, algunos de ellos aislados como por una secreta orden de la naturaleza, señalaban las encrucijadas de los caminos que habían permanecido indemnes a la invasión hacía milenios. Widukind miraba los signos, que le hablaban desde una profundidad en el pozo del tiempo, de donde brotaban mandatos a los que ningún señor podía escapar incluso en un mundo dominado por el fuego y la traición. El propio Angus le había hablado de la rebelión de los queruscos, de su oposición al gobierno de un imperio superior en fuerza y ejército, y de cómo un héroe llamado Arminius había galopado por esas quebradas hasta consumir su última gota de sangre en una lucha contra el emperador romano. Ahora los sajones, procedentes del norte, asentándose en aquellas comarcas con sus caballos y uniéndose con los descendientes de los queruscos y otros pueblos vecinos, se enfrentaban a los francos, convertidos en nuevos señores de un reino aparentemente todopoderoso, bendecido por la fe de un dios superior.
Las lomas descendieron y una suave niebla ocupó la tarde. El horizonte se desvaneció y los campos, ya agrisados, suspiraron un viento cargado de humedad. De pronto las piedras parecieron llamarlo, junto al camino, y detuvo su caballo. Estaba allí de nuevo, muchos años después, como si el tiempo no hubiese pasado. El recuerdo lo asaltó…
Los daneses venían a Wigaldinghus, y él, un chiquillo por aquel entonces, corría por aquella pradera junto a sus amigos para ser el primero en verlos llegar. Y ahora era él quien venía con los daneses. ¿Qué había sucedido? El páramo seguía desierto bajo la bruma. Cendales borrosos, como ondulantes fantasmagorías atraídas por espíritus fieles a la tierra, se deshacían entre los árboles más próximos, un rodal de copudos de espeso follaje detrás del arroyo en el que tantas veces había ido a dar caza a las ranas.
¿Acaso no era el mismo? Dio la señal levemente al caballo, como si hubiese entrado en un sueño. Los sonidos alrededor fueron apartados por la espesa cortina de los vientos, que vinieron a cortar la hierba. La llanura se extendía en una conjetura vibrante, dormida, descorazonada. El caballo echó hacia delante. Docenas de recuerdos se agolparon en la mente del sajón, emergiendo como si hubiesen sido arrastrados por las rachas de aire. A medida que avanzaba, era como si toda su vida se elevase en una hoguera llameante que encendía su mirada.
Una trompa emitió la llamada.
Poco tiempo después, como antaño, una mano sin misericordia arrastró la bruma hacia ellos, y entre la niebla y el vaho las sombras se alzaron en el camino, cortándoles el paso no muy lejos.
Advertidos por centinelas que vigilaban desde lo alto de las colinas, varios lugareños salieron a su encuentro, en medio del camino que conducía a Wigaldinghus. Ingelbert se aproximó a la llamada de la cuerna. Se fijó en las formas que se perfilaban frente a él y mostró el escudo. Widukind avanzó hasta los daneses, los rebasó y se detuvo frente a su amigo. Sif, que trotaba junto al caballo del joven Halfdan, no apartaba los ojos de Widukind. Ragnar, sin embargo, no apartaba sus ojos de ella.
Widukind lo reconoció con gran sorpresa. Leyó la confusión que habitaba en su interior, e imaginó que algo semejante encontraría en cada rostro conocido de su aldea natal. Para muchos, había sido como un traidor, en particular después de que Carlomagno se hubiese aproximado tanto a ellos, y de que el pueblo hubiese sido reducida y saqueada por los francos. Sin decir palabra alguna, Ingelbert se volvió tras una breve reverencia y se apartó a un lado del camino, despejando el paso al duque. Widukind, sin decir palabra alguna, recogió sus manos sobre las riendas tras hacer la señal a la horda, que se puso en marcha en silencio, saliendo de la bruma como un embrujado, nórdico, innecesario ejército que llegaba demasiado tarde.
Wigaldinghus fue desplegándose a su alrededor, velada por la espesa calígine, un fantasma irreconocible. Las formas de las casas ya no eran las mismas. Los desperdicios del desmantelamiento se acumulaban ya ordenadamente. Los trabajos de aquellos hombres y mujeres habían dado comienzo, pero todo lo que Widukind veía era muros arruinados por el fuego, ennegrecidas vigas devoradas en el incendio, restos desmoronados de establos, corrales sin techo. Los carros cargaban con despojos, que trasladaban a las afueras de la aldea, donde serían definitivamente inmolados en hogueras cuyos vestigios se elevaban por detrás de los restos como un humo acre. Al fondo, los viejos tilos de su infancia seguían en su lugar, visiblemente dañados por el incendio de la Casa. Los altos muros de la vivienda de sus antepasados aparecían negros y el tejado casi había desaparecido. Una parte ya había sido rehabilitada, pero lo demás era una ruina. Si todavía fuese un niño, habría asegurado que se había tratado de una invasión de dragones lo que había ocasionado aquel desastre.
Rostros mudos esperaban reunidos frente a la Casa de los Duques. La gente se había detenido para verlo con sus propios ojos. Widukind estaba vivo, Widukind regresaba. ¿De dónde?, se preguntaban todos. Algunos dudaban que fuese realmente él. Los artesanos aseguraban que sí, otros no estaban tan convencidos. Las mujeres rumoreaban en voz baja. Los chiquillos dejaron de jugar a perseguirlos y se unieron al mutismo general. Pero la imagen del guerrero valía más que cualquier palabra y les paralizaba las lenguas. Un silencio de muerte, todavía más profundo, se extendió alrededor. Miraban con asombro y sorpresa a Widukind.
Sin embargo, de entre aquellas gentes de dignidad herida, una mujer de gran orgullo y porte regio salió de las ruinas de la Casa y avanzó hasta situarse frente al caballo de Widukind. Sif imaginó de quién se trataba, por los muchos relatos que había escuchado a los compañeros de Widukind.
El duque descendió y miró a la mujer. Gunilda de Dinamarca estaba marchita por el tiempo y las desdichas, pero permanecía entera ante la calamidad que había desolado su casa. Reprimió un temblor de ira y se llevó la mano a la boca al reconocer los ojos de su hijo. Su rostro se transformó y pasó de la consternación a la rabia y de la rabia al amor, y, después, a una frialdad en la que la humedad de sus ojos azules, nórdicos, se congeló para otorgarles un aura glacial que parecía estar más allá dé toda emoción y por encima de las vicisitudes de este mundo. Widukind se aproximó a su madre. Entonces ella lo abofeteó con gran energía, golpeándolo con la seguridad y desprecio de una reina que castiga al mejor de sus capitanes.
—¡Vergüenza sobre ti! —dijo quedamente—. ¡Vergüenza en el nombre de tu padre y de la tierra!
Quienes conocían a Widukind sabían que era como si en realidad él no estuviese allí. Sabían lo que pasaba cuando el sajón se sumergía en sus funestas reflexiones, cuando el odio, la rabia, la ira y la impotencia se helaban en la superficie de su alma, aislándola de cuanto sucedía a su alrededor. Halfdan, sobrecogido por la escena, intercambió una mirada con Sif, y Ragnar se dio cuenta de que la complicidad entre aquella mujer y su joven hijo crecía demasiado.
Era como si Widukind ya no estuviese allí. Sus amigos sabían que eso no servía de nada, que no era suficiente para castigarlo, porque el mayor flagelo, el látigo de la culpa, lo blandía él mismo contra su propia voluntad y alma sin descanso.
Una llama se encendió en los ojos de Gunilda y entonces escupió en el rostro de su hijo.
Widukind reprimió la furia que de inmediato corrió por sus venas y sus ojos dejaron de nublarse, volviendo a mirarla casi como si nada hubiese ocurrido, aceptando el castigo y la humillación pública de que era objeto.
Un temblor de rabia sacudió la enhiesta figura de la madre, que retrocedió para volver a abofetearlo, cuando el brazo de Widukind se extendió y atrapó la mano de su madre, deteniéndola.
En lugar de arrojarse a los brazos de su hijo, y de abrazarlo al descubrirlo vivo, Gunilda reprimió su emoción y, con ojos enrojecidos y firme voz, lo interrogó.
Widukind escuchaba a su madre.
—Wigaldinghus arrasada sin defensa alguna… La sagrada casa de tu padre, ¿dónde estabas tú cuando ellos por fin llegaron?
Retiró el brazo y su hijo la soltó.
Widukind permaneció erguido. Los hombres miraron lo que sucedía con creciente asombro y vergüenza. Ragnar, que había descabalgado, se mostrada incómodo ante sus hombres, a la vez que impenetrable. Gunilda clavó sus puños en el pecho de su hijo y los sostuvo allí como quien intenta arrojar una maldición, pero él siguió impertérrito, mirándola fijamente.
La cólera crecía en su interior. La rabia y la frustración ardían en su alma como una hoguera.
Widukind se inclinó, hundió sus rodillas en la hierba y continuó mirando los ojos de su madre. A pesar de la cólera que se reflejaba en ellos, del deseo de destrozarlo todo a mandobles, se recogía y concentraba su temperamento, consciente de lo que pasaba a su alrededor. Deseaba pedir perdón, tal como le había dicho mucho tiempo atrás Angus. «Algún día también tú necesitarás el perdón, Widukind». Ahora lo entendía.
Vigi, a la grupa de su caballo, escupió con un gesto de indiferencia y cruzó una mirada cargada de veneno con Ragnar, que evitó el comentario del hechicero. Sif, sin embargo, miró altivamente a Vigi, mostrando su desaprobación por lo que hacía.
En aquel momento, Widukind no había hecho caso a Angus. Pero ahora estaba allí, de rodillas ante su madre y ante su pueblo, lleno de ira y de vengativo ardor, mas pidiendo perdón. Dejó que ella descargase su cólera. Gunilda perdió el control que él tenía, golpeándolo una y otra vez, clavando sus puños en los hombros, hasta que no soportó más la situación, se derrumbó y se echó a llorar sobre el hombro de su hijo, abrazándolo por el cuello y la espalda, y besándolo como si fuese otra vez aquel pequeño muchacho que habían apartado de su protección cuando lo enviaron al reino de su padre.
El lamento de aquella mujer, sin embargo, heló la sangre de todo el pueblo. Jamás, en tantos años desde que Warnakind la desposase en el lejano norte, la habían visto perder la compostura. Podía parecer triste, o decepcionada, pero jamás agachaba la cabeza o se derrumbaba bajo el peso de una pena. Era una mujer fiera en su contención. Sin embargo ahora el ahogado lamento que la embargaba era como el grito de un árbol demasiado seco que se desplomase bajo el último golpe de un hacha.
Widukind la abrazó, pero quienes veían sus ojos se daban cuenta de que miraba muy lejos, hacia el horizonte, atravesando cuanto se oponía a su mirada, montes, cielos e infiernos. Ingelbert, apostado como un guardián a la entrada de la Casa, se fijó en ellos: pálidos y transparentes como los de un cordero a punto de ser degollado, ocultaban la luminosa y contenida violencia de la que sólo Widukind era dueño. ¿Cuándo emergería el relámpago llameante de la cólera?
La Casa de sus antepasados parecía el hogar de espíritus errantes, expulsados de los túmulos funerarios de una edad remota, que se hubiesen adueñado del lugar. Ragnar hizo los honores ante su tía en nombre de Goimo y de Dinamarca. Entregó el estandarte del cuervo danés, y Gunilda, sentada en una silla nueva, lo tomó con ambas manos, y lo miró con ojos enrojecidos.
—Goimo saluda a su hija, Gunilda de Wehen.
—¿Quién trae el estandarte del Rey del Norte?
—Su nieto, Ragnar Lodbrok. Mis hachas y las de mis hombres están al servicio de mi tía.
—Sois bienvenido, sobrino.
Después, Widukind plantó el estandarte junto al propio a la entrada de la casa, y él y Gunilda entraron en la ruina y se quedaron a solas.
Aquélla era la única parte de la casa que había quedado en pie, quizá gracias a algún aguacero ocasional que frenó el paso de las llamas. El techo, a partir de aquel lugar, estaba intacto. Widukind no era capaz de articulan una sola palabra, mientras se adentraba en aquella extraña y silenciosa pesadilla, que se desplegaba desoladoramente a su alrededor, hasta encerrarlo. El humo había ennegrecido todo. Widukind descubrió que, a pesar de ello, su madre se había empeñado en vivir en su casa. Las tareas de restauración daban prioridad a la morada de los duques, que era el símbolo de Wigaldinghus, y allí donde se celebraba el thing. Gunilda, además, había invitado a las mujeres y niños que se habían quedado sin hogar a convivir con ella hasta que la reconstrucción del enclave hubiese finalizado. La Casa de los Duques era la casa del pueblo.
—¿Qué has hecho, hijo, todo este tiempo? —le preguntó ella.
—He vagado hasta el fin del mundo antes de volver. —Widukind extendió las manos hacia el fuego.
—¿Para qué? —inquirió la madre.
—Para obtener el favor de los daneses y de los frisios, y hacer frente a Carlomagno…
La mujer, pensativa, clavaba ahora sus ojos en las llamas cuyo resplandor palpitaba en el hogar. Widukind se sentía como si estuviese en un lugar desconocido. Le resultaba al mismo tiempo terrible y ajeno encontrarse en aquel lugar, que había sido su hogar, y no encontrarse a sí mismo.
—¿Qué te ha dicho mi padre?
El sajón pensó un momento, y recordó las muchas cosas que habían llegado a sus oídos a través de los mensajeros.
—Ha aceptado venir a la guerra —respondió—. Pero habéis de saber, madre, que antes de venir tenía que convencer a tantos señores daneses y que no siempre dan su brazo a torcer ante su veredicto, y no quería que pareciese favoritismo de familia, sino una decisión de interés para Dinamarca. Y para ello tuve que mostrar mi coraje, desafiándolos a navegar hasta la Tierra de Hielo.
Gunilda atendió con escepticismo al relato de su hijo. Incluso si era cierto, no le importaba demasiado. Widukind tuvo la sensación de que una dura capa de hielo recubría a su madre, y de que nada era capaz de penetrar en su espíritu por encima de la ruina de aquella aldea, que ocupaba todo su corazón.
—Llegamos a esa sagrada tierra que está más allá de los mares del norte, y allí saqueamos las minas de hierro de los dioses, con las que forjamos espadas en la Isla Santa, al oeste de Northumbria, donde estuvimos a punto de tener gran guerra pero no la hubo, porque quise reservar las fuerzas contra nuestro enemigo —explicó el hijo sin apasionamiento alguno.
—Una gran aventura. ¿Y los frisios? ¿Sigue vivo el buen Brodo?
—No, pero sí su hijo Frodo, ¿lo recordáis?
Gunilda entornó los ojos.
—Alguna vez estuvo aquí con su padre. Delgaducho, de ojos muy alegres y avispados. Frodo…
—El mismo. Frodo participó con nosotros en la última invasión en el oeste. Está aquí y trae el estandarte de los frisios, que también se unirán a la guerra.
La madre parecía apesadumbrada, como si un gran peso cayese sobre sus rígidos hombros de reina.
—Oh…, no hay mucho tiempo que perder si tu tierra proteger quieres. Y no bastarán con esos hombres de Ragnar… —reflexionó ella.
—No, madre… Claro que no —protestó Widukind como si también él tropezase con una idea imposible—, éstos son sólo algunos hombres de la guardia de Ragnar y del abuelo… Goimo planea lanzar un ataque contra la costa del Reino, en el oeste, e invadir el Rin hasta Amberes y después navegar a sangre y fuego hacia Colonia.
—Hermoso sueño…
Gunilda parecía poco convencida.
Widukind leyó resignación y derrota en los ojos de la mujer, que al mismo tiempo era su madre y también, en cierto modo, una desconocida.
—No es un sueño. Es una necesidad. Es real, vamos a hacerlo —insistió el duque—, y ahora debo reunir de nuevo todas las fuerzas de los ducados sajones, lo quieran o no los nobles que hayan pactado con Carlomagno en Patherbrun.
Gunilda miró el fuego, como si pudiese leer entre las llamas un códice en el que estuviesen escritos los arcanos del futuro.
—Madre, necesitáis descansar. Dejad que yo me ocupe de esta casa, de los hombres…, de todo.
—No —respondió ella, volviendo en sí con gran presencia de ánimo y serenidad—. Yo me ocuparé de Wigaldinghus; tú parte cuanto antes y haz lo que tienes que hacer.
Volvió a mirar las llamas.
—Ya no habrá muchas más oportunidades —dijo ella—. Ahora los dioses nos obligan a luchar y es posible que sea tarde… o no. Nadie lo sabe, pero el tiempo está cerca, está aquí, ya casi con nosotros, el tiempo en el que el destino de todas esas familias sea sentenciado a vida o muerte… Si has de hacer algo, hazlo ahora.
Widukind se apartó y la miró largamente, pues nada más había que decir; luego la dejó a solas con sus pensamientos.
Al salir le sorprendió una voz conocida.
—Magnachar… —dijo el duque.
Su amigo caminó hasta él y golpeó su puño como saludo.
—Hemos llegado hace poco, casi al mismo tiempo. ¿No es una señal?
—¡Casi al mismo tiempo que nosotros! Sagrada señal… ¿Qué has visto en el templo de Remigio? —preguntó Widukind.
—Remigio te envía presentes.
Señaló vario sacos de piel que colgaban a lomos de mulas. Abrió uno de ellos y le enseñó el contenido. Pequeñas onzas de oro abundaron entre sus dedos cuando los hundió en el interior.
—Esto es lo que Remigio ha hecho con el tesoro cristiano…, fundirlo después de despojarlo de todas las piedras.
—Sabio y santo ¿Qué os dije a todos? Remigio es un hombre misterioso —sonrió Widukind.
—Dice que será más útil en tus manos que en las suyas, y que te sirvas de él para adquirir la confianza del pueblo sajón, jamás la de los nobles… Además, venera los códices que le has hecho llegar.
Widukind sumergió sus manos y sacó los puños llenos de oro.
—Sembraremos los campos que los cristianos han arrasado con su propio tesoro, y esperaremos que allí florezca de nuevo la prosperidad, y me encargaré de que muchos campesinos sean más ricos que sus señores.
Magnachar sonrió maliciosamente, entendiendo las intenciones de su amigo y señor.
Cerraron las sacas y caminaron hasta el centro de la aldea, donde los daneses se habían unido a las tareas de los lugareños, ayudando en cuanto podían, que no era poco dado el arte de aquéllos en el trabajo de la carpintería. Las hogueras ardían y sobre sus braseros los más jóvenes se ocupaban de hacer girar los espetones cargados de carne, fuera de caza o de matanza.
Un monje cubierto con espesos hábitos negros meditaba frente a las llamas, solitario.
Widukind se acercó a él, vigilado no muy lejos por la atenta mirada de Vigi.
—Angus de Metz —saludó el sajón.
La capucha se volvió, Angus descubrió su rostro ante el duque.
—Mi señor Widukind… —lo saludó.
—Has estado allí…, ¿qué has visto?
Widukind encontró a su amigo más tranquilo y resignado. Al menos su rostro no parecía agitado por el temor o la culpa.
—No importa lo que yo haya visto, y ve poco el que no quiere ver; sin embargo, un ángel oscuro no tardará en visitarnos, como me fue anunciado por Remigio. Terribles presagios leí en su mirada, Widukind, y una celestial carnicería se avecina. —Angus miró a su alrededor. Las antorchas daban un aspecto diabólico a las ruinas de aquella aldea en la que también él había aprendido a sentirse como en su propia casa. Había temido que Magatha apareciese en cualquier momento, pero se había enterado de que ya no vivía allí desde hacía mucho, por lo que había sobrevivido, junto a su familia, a la invasión. Su fantasma, sin embargo, parecía presente. Miró a Widukind, interrogándolo sobre los autores de aquella ruina—: ¿Es ésta la obra de ese ejército que, según la leyenda, es guiado por un benedictino…?
—El mismo del que te hablé.
Widukind cerró el puño y se miró los anillos de oro, el puro trazo de las runas en ellos labradas.
—Guiados por un clérigo cristiano, como no podía ser de otro modo, por una víbora de las que anidan en esos negros nidos que llamáis monasterios… —añadió una voz, descendiendo sobre ellos como un águila que cae del cielo, por la espalda, para hundir sus garras en la presa elegida. Los ojos amarillos de Vigi brillaban como si en ellos habitase el fuego que reflejaban—. Pregunta a tus vecinos, Widukind hijo de Warnakind —el rostro de Vigi se interpuso entre Widukind y la capucha de Angus—. Parzival lo llaman… así lo he oído.
—¿Parzival? —preguntó Angus, de nuevo a la sombra de un presentimiento.
—Cuanto nos contaron en Nordin se confirma —añadió el duque.
—Pero sabed lo terrible que ha sido ese que se hace llamar vicario apostólico, hurgando en esta tierra en busca de Widukind —explicó el hechicero con odio en los ojos— Helglum, el sabio discípulo de Odín, esperó a los jinetes francos para maldecirlos… único guerrero entre tan toé cobardes. Y fue torturado hasta ser desangrado y después quemado como se quema un animal enfermo, no a un héroe…, cuando ya sólo era un harapo empapado en sangre que envolvía a duras penas los huesos destrozados de un anciano.
Widukind miró a Angus. Éste sintió dolor en el corazón, pues conocía al buen curandero.
—Eso es lo que deberíamos hacer con todos esos cristianos, enviarlos a las llamas, especialmente a sus clérigos vagabundos… —añadió el hechicero.
—Vigi, sabes que luchamos contra Carlomagno y contra sus aliados, incluidos los cristianos… —añadió Widukind.
Vigi, sin embargo, ya se había marchado y caminaba hacia las sombras, enfurecido, hablando solo, o quizá con sus propios demonios.
Entre tanto, Ragnar interrogó a Sif, aprovechando que su gran protector, el hechicero, se retiraba mascullando.
—Te acercas mucho a mi hijo —dijo el danés con malicia.
La mujer le devolvió una triunfante mirada.
—O acaso tu hijo se acerca a mí…
—Al menos podrías acostarte con él, para que aprenda —sugirió el jefe danés con una gran sonrisa, sin poder ocultar la ligera envidia que lo embargaba últimamente.
Varios hombres sonrieron, aunque al ver cómo el rostro de la danesa se volvía como el hielo se callaron. Ragnar, sin embargo, contraatacó:
—¿Desde cuándo las mujeres no se acuestan con hombres? ¿Qué clase de mujer es ésa?
Widukind se quedó callado. Halfdan, sentado no muy lejos, sufría la situación. Widukind podría jurar que la humillación causaba daño al joven, mitad niño, mitad hombre, porque estaba seguro de que en su juventud admiraba de modo ambiguo a Sif, sintiendo atracción por ella como la sentiría cualquier hombre, y al mismo tiempo empezaba a guardar rencor a su padre, incapaz de responder.
—¡Oh Ragnar Lodbrok! —cantó entonces Sif, extendiendo la mano hacia delante, ordenando así a Frodo que se callase y que no respondiese a la ofensa de Ragnar—. Como los cerdos tienes la cabeza, ancha y redonda, y he de decirte que no me gustas.
Para sorpresa de todos, Sif, en lugar de sentirse abrumada o mostrarse ofendida, caminó victoriosamente hacia el gigantesco señor danés.
—Muchas cosas dices, Ragnar, a tu hijo, y otras me dices a mí —recitó—, pero por más que insistas he de responderte: no me gustas.
Algunos hombres sonrieron sin ambages.
—Muchas palabras me dedicas, y me miras con ojos de bizco, pero por más que insistas he de responderte: no me gustas.
Widukind no pudo reprimir la risa, como algunos otros. El rostro de Ragnar se había convertido en piedra;
—En tal caso, ¿por qué no te acuestas con mi hijo? —insistió el danés, provocando los ánimos de los muchos pretendientes de Sif, que se sintieron ofendidos, aunque ninguno tendría el derecho a proteger su honor, pues era mujer a la que le gustaba defenderse sola.
—Porque eres incapaz de ser padre, Ragnar Lodbrok, y vengo haciendo lo que tú no sabes desde hace una buena temporada —respondió Sif—. Y ahora bebe y calla, y deja en paz a tu propio hijo, cuya cabeza cavila mejor que la tuya.
El coro de risas rodeó a Ragnar, que por vez primera tuvo que soportar cómo su propio hijo se reía mostrando los dientes mellados, al encontrarse con la risa de su tío y de los demás hombres.
—¡Vamos, un brindis por Ragnar! —gritó Frodo alzando su cuerno. Y Sif se acercó a él para llenarlo, e incluso el mismo Ragnar alzó el cuerno, con desgana, para echar un trago que arrojó casi todo el hidromiel sobre su espesa y burlada barba de diablo.
Durante las siguientes jornadas se pusieron en pie muchas casas, mientras Halfdan se ejercitaba con la espada y practicaba sin descanso, persuadido de que muy pronto habría lucha contra los francos. Pero al caer la noche del séptimo día, cuando los fuegos volvían a encenderse en la ruinosa aldea, la silueta de un caballo negro se abrió paso entre las hogueras, guiada por uno de los pastores que vigilaban las praderas. Los centinelas le habían obligado a despojarse de su espada cuando les mencionó el nombre de Remigio.
Avanzaba parsimoniosamente. Angus tuvo extraños presagios al reconocer los hábitos de tosca y espesa lana, pues los conocía. La ancha capucha y sus pliegues holgados alrededor, la gruesa y basta trama del hábito talar, el cinto y la larga espada que sostenían los centinelas sajones. Sólo un sacerdote de Remigio, devoto hombre de Dios, iba a la vez armado con el signo que esgrimiría el segundo jinete del Apocalipsis. Los ojos de Vigi se elevaron, desafiantes, y su mano derecha tocó el mango de su gran cuchillo ceremonial. Con la izquierda se acarició los labios y la brillante calva.
Angus sabía que Remigio enviaría a sus ángeles oscuros para anunciar la hora elegida. La sombra del heresiarca seguía allí, oculta en su templo de la naturaleza. Y la voz de las tinieblas ejercía su poder a pesar de la invasión carolingia, que redoblaba esfuerzos por dar con el templo y eliminarlo, sin éxito alguno. Angus no lo sabía a ciencia cierta, pero le resultaba obvio que si Parzival era quien él creía, entonces estaría obsesionado con la busca del templo y la captura de Remigio. Parzival se extendía sobre el horizonte como una nueva y ominosa sombra cuya garra hurgaba la tierra con largas uñas, en busca de sus odiados enemigos.
El sacerdote se inclinó.
—¿No te retirarás los hábitos, hombre de las sombras? —inquirió Vigi, escrutando el sombrío rostro que se ocultaba ante sus miradas.
—No quisieras ver mi faz mientras comes, hermano.
—¡No soy tu hermano…! —replicó Vigi como a un insulto, con la rapidez de un escorpión al acecho, y la pronunciación de sus palabras no iba exenta de veneno.
Una mirada de Widukind bastó para detener las capciosas preguntas del hechicero danés. Ragnar empuñó el mango de su enorme hacha.
—No has de descubrirte si no lo deseas —dijo el duque—. Deja tu cabalgadura y bebe algo caliente.
Así lo hizo el oscuro mensajero. Le entregaron un bol de sopa con carne de buey, que acogió entre sus manos.
Un extraño silencio se prolongó como si fuese por largas horas. El sacerdote elevó ambas manos, con las que sostenía ceremoniosamente el caldo ardiente, y se reconfortó en el vapor que éste dejaba escapar. Escucharon cómo sorbía con precaución bajo los pliegues. Vigi intercambió un gesto de disgusto con Ragnar.
—Remigio anuncia la hora de la guerra —dijo al fin el mensajero sombrío.
—¿Cómo lo sabe Remigio? —inquirió Widukind.
—Ha enviado a sus cuervos en busca de respuestas —respondió.
Vigi miraba con creciente asco al fraile, todavía más cuando se expresaba acerca de Remigio en términos que sólo podían hacer referencia a Odín. [12]
—Oscura es la noche de los mundos, pero se acaba… —añadió el mensajero, como si hablase en enigmas—. Se acerca la hora en la que el sol amanecerá rojo de sangre sobre la tierra. Remigio dice que ya es la hora de que el duque se ponga en marcha a visitar a los demás Señores de la Espada.
—No es un secreto que ya es hora —protestó Vigi, con desprecio, y añadiendo un tono de chanza—: ¿Eso es todo lo que puede prever? ¿Por qué no advirtió a estas gentes cuando el peligro se acercaba para arrasar sus casas, si es tan sabio?
El tenebroso clérigo respondió, inmune al veneno de las palabras:
—No es un secreto que las estrellas se caerán del cielo, tampoco es un secreto que los gothis daneses no entienden los designios en la tierra de la sagrada Orden.
—No es un secreto que un mentiroso nada creerá de nadie, por ser un mentiroso —aseveró Vigi.
—Un secreto es algo que se cuenta a otro… y eso enseguida deja de ser un secreto, eso es lo que tú haces —replicó el sacerdote.
Angus asistió al duelo en silencio. El negro emisario de Remigio volvió a sorber su caldo. Después metió los dedos en busca de un pedazo de carne. Angus se preguntó si aquellos monjes no serían penitentes que Remigio acogía en el seno de su orden, abrazándolos a pesar de los muchos males cometidos que los hubiesen llevado a ser proscritos en el Reino.
—Mienten quienes ocultan su rostro —añadió Vigi.
—Una mentira será lo que mate el mundo, y entonces llegará el fin de los tiempos. Mil años se cumplirán y habrá sobrevenido la sombra y la bestia inmunda correrá por la tierra para ruina del resto… Tempus irae —replicó el mensajero, en tono agorero.
Vigi se puso en pie y abandonó el círculo de los guerreros con la actitud de un fiero cazador, sin apartar la mano de la empuñadura de su cuchillo. Ragnar y Widukind lo vigilaron. Después, Ragnar miró a su primo, con malestar, como si estuviese harto de aquella situación a la que no sabía ni quería poner fin. Vigi era demasiado viejo y respetado por los daneses como para ser contradicho, y cada vez que Widukind imponía su criterio y cerraba la boca del gothi, entonces la tensión aumentaba entre los daneses.
—Hay una cosa más que Remigio desea hacerte saber: se habla de Hamming, el ostfalio, y se sospecha de su traición.
Widukind reconoció inmediatamente aquel nombre, y recordó los años en los que su padre había luchado contra los francos, y el momento en el que Irminsul fue echado abajo. Desde entonces, él mismo, a su regreso de Dinamarca, había conocido personalmente a muchos jefes de Ostfalia, y Hamming estaba entre ellos.
—Yo también lo creí traidor hace tiempo, pero nada se pudo sospechar.
El mensajero miró al duque.
—Oh Widukind, es cierto que muchos señores en la frontera se fingen amigos de Carlomagno y que no lo son, y que otros se fingen enemigos de Carlomagno, y son lo contrario. Será menester que averigües la verdad de esos hombres. Pero Remigio os explicará en persona…
—¿Crees que debemos visitarlo…? —preguntó Widukind.
—Al menos una vez, antes de partir a renovar las alianzas y a castigar las traiciones —respondió el emisario de la sombra.
Widukind permaneció pensativo, recordando aquellos hombres, y por su cabeza volvió a pasar el nombre de Hessi. Había escapado a su venganza en varias ocasiones, pero un relámpago sangriento cruzó su imaginación, tiñendo sus pensamientos con una nube de ira.
—No quiero olvidar tampoco el nombre de Hessi. ¿Podrás contarme algo nuevo? —inquirió el sajón.
—No, no ahora, eso es todo lo que debo decirte. Remigio espera, y él posee las palabras que han de armarte ante la hora de la guerra.
Aquella misma noche, sin concederse más descanso, el mensajero partió con las vituallas que Sif quiso entregarle. Temía un enfrentamiento armado por parte de Vigi, y la decisión de partir le pareció adecuada. No eran pocos los que, entre las gentes de la región, no veían con buenos ojos a los sacerdotes cristianos, por ser considerados los autores de la tortura de Helglum, a quien habían aprendido a amar durante muchísimos años.
Al día siguiente, la compañía se reunió y, sin ceremonias ni honores, pues Widukind no se sentía merecedor ni de una cosa ni de la otra, se puso en marcha en busca del templo de la herética orden. Frodo cabalgaba tras el grupo de los daneses, al frente de los frisios, mientras que los sajones iban delante, con Angus, Widukind, Sif, Halfdan, Magnachar y Willehar en vanguardia. Atrás quedaron los trabajos de restauración de Wigaldinghus, y el inicio de la guerra marcaba su hora prima.