Widukind conocía aquel solitario sendero al sur de Wigmodia. Daba algunas vueltas evitando las lomas de piedra que, despedazadas como por pesados martillos, creaban una barrera natural antes de dar paso a un paisaje en el que se dispersaban bosques de tejos, nogales y robles. Las tierras se volvían más agradecidas por un trecho. Los bueyes tiraban de sus arados, bajo la mano benigna de los campesinos. Detrás, una empalizada y un montículo de hierba rodeaban una aldea sajona que parecía abandonada en medio de aquel territorio. Saludó al hombre de los bueyes. Aquél no lo identificó, y lo vigiló con la mirada. Trotó hasta la entrada de la aldea. Una vez allí, descabalgó y entró a pie. Los habitantes estaban ocupados en sus quehaceres cotidianos, pero levantaban la mirada y seguían el paso de aquel guerrero de larga espada, al que habían visto en contadas ocasiones pero al que los hombres reconocían. Un martillo dejaba escapar su clangor sobre el yunque. Un corro mercadeaba en el centro de la aldea, cambiando puercos por un ternero, grano por lana. Dos ancianas, que venían de frente, lo escrutaron al pasar. Tres hombres reconocieron al duque, pero no se detuvieron a hablar, cargados como iban con largas vigas recién aserradas, y lo saludaron sin mayor ceremonia. Cinco zagales lo siguieron, especulando sobre el origen del guerrero y las hazañas de su espada.
La casa estaba en el extremo oriental de aquel gran recinto, resguardada tras la empalizada ya gris a causa de los muchos inviernos que había soportado. Una voluta de humo abandonaba el tejado; nada parecía haber cambiado en aquel hogar desde que él mismo lo fundara y lo construyese para Swanhild, desde que la apartase de su hermano y su anterior marido, con el beneplácito de ella, en singular combate. Se quedó mirando el lugar, y escuchó algunas voces. Dejó la montura junto a un abrevadero y una valla, y caminó hacia la casa. Una vez en el umbral, llamó a la puerta.
Se oyeron pasos, y en lugar de la mujer esperada apareció otra. Widukind tuvo la sensación de que Swanhild, en virtud de una magia, había rejuvenecido muchos años. Eran sus mismos ojos azules pero ligeramente teñidos con la coloración de la amatista, los cabellos eran negros y brillantes como el hermoso plumaje de un cuervo, sus dientes eran perlas entre finísimos labios de rosa, su cuello una torre enhiesta, sus piernas columnas, sus brazos alas, sus dedos, finos y níveos como los de la reina del invierno, sostenían la puerta. Mas el duque se detuvo en las facciones de aquel rostro grave y a la vez ocupado por una palpitante sonrisa, y creyó leer el gozo de corazón oculto tras el hechizo de su mirada. Cuando apartó sus ojos, raptado por aquel momento de gran belleza, descubrió a Swanhild detrás de la joven, y del mismo modo que el pasmo acaba cuando el espejismo se disipa, así el espíritu del hombre se detiene ante el objeto universal reconocido detrás de las múltiples formas que de él se extraen; y fue de este modo como Widukind reconoció a su mujer al verla como por segunda vez. Ella dio un paso hacia él, ante la mirada de su hija, y pasó la mano suavemente por la mejilla del sajón.
—Qué hermoso es tu padre… ¿verdad?
Widukind miró a su hija, y después volvió a mirar a su mujer, admirado ante la grandeza de aquel tesoro. Pocos ignorantes lo sabrían, pero él, que había saqueado tesoros cristianos como el de la abadía de Lindesfarne, sabía que no existía piedra preciosa alguna cuyo fulgor, esplendor o fuego de virtud pudiera compararse con los ojos de aquellas mujeres. No había crisólitos, ni zafiros, ni amatistas que, ni aun combinando todas las propiedades divinas que se les atribuyen, pudiesen rivalizar con el misterio de belleza que habitaba en los ojos de su hija Gerswind.
Widukind abrazó a su mujer largamente, mientras su hija lo miraba con gran arrobo. Después entró y pasó su brazo por encima del hombro de la hija, que cogió su mano sin miedo, y la madre cerró la puerta del hogar.
—Por todos los dioses, ¡qué hermosa es nuestra hija! —susurró Widukind a su mujer, mientras observaba, junto al fuego, los diligentes quehaceres de la joven, que estaba acostumbrada a ayudar a su madre en todo.
—Siempre fue una niña muy buena —reconoció ella.
—Ya casi no es una niña.
—Para mí siempre será una niña… —Swanhild advirtió una sombra en el rostro de su marido. Pasó la mano por su mejilla y después acarició su larga trenza—. ¿Qué piensas…?
—No quiero que le hagan daño.
—¿Quien habría de hacerle daño…?
Widukind se encogió de hombros.
—Los hombres de este mundo se hacen daño unos a otros —meditó el sajón—. No he visto otra cosa desde que nací… —miró a su mujer—. Os traje aquí porque vuestra seguridad me preocupa. Wigmodia está lejos y es libre, y el señor de esta aldea me dio su permiso. Es posible que la guerra me lleve a la muerte, pero no quiero morir después que mis hijos.
—¡No pienses en eso! —murmuró ella, haciendo un gesto como si espantase un pájaro de mal agüero que se posase a picotear en su mesa.
Widukind no apartaba la mirada de su hija. Ella a veces se volvía y entonces él le sonreía para darle confianza.
—Quería que estuvieseis al margen de la guerra, lejos… ¿Qué hombre no lo desea?
—Sé que nos quieres mucho… —dijo su mujer, agarrándose a su hombro. Se fijó en el nuevo tatuaje, recordando que aquel signo era de Odín y que ningún hombre debía vestir su piel con él.
—Os quiero…, en realidad más que a nada en este mundo —reconoció él.
Y ella lo miró sin miedo.
—¿Y Geva?
Widukind enterró su mirada en el fuego. El sonido de aquella palabra pareció levantar una marea de recuerdos y pensamientos que había permanecido oculta.
—También la amo…, ¡pero no del mismo modo! Geva es la esposa que mi padre eligió para mí, una gran mujer, y venero y respeto el consejo de mi padre. Tú eres la esposa que yo elegí para mí. No renuncié a los designios de mi padre, por ser éstos buenos para mí y para los sajones. Y Geva me ama, es una gran mujer… pero no es la mujer que yo elegí.
—Lo sé… —sonrió ella, y apresó su cabeza con ambas manos, y lo miró como si desease contenerlo con la mirada y no perder detalle alguno.
—¡Oh, Widukind…!
Se abrazaron, y el sajón volvió a mirar a su hija, entre la preocupación y el orgullo.
—Los hijos se convierten en hombres y empuñan armas, pero las niñas se convierten en mujeres y no todas pueden blandir un cuchillo… Te he hablado de Haitha…
—Esa valquiria que os acompañó en tu viaje —corroboró ella, recordando la conversación que habían sostenido sobre su gran aventura en busca de Thule, la Tierra de Hielo.
—Así es…, no todas las mujeres son como ella. Gerswind es hermosa y a la vez frágil, es demasiado fácil herir a una mujer así… —meditó el duque.
—Nadie va a hacerle daño. Quieres protegerla de todo, el temor crece en ti…, como buen padre que eres.
—¡A cenar! —lo distrajo Gerswind, y corrió al brasero a dar otra vuelta a la carne.
—¿Cómo está esa sopa, hija?
—Ya está lista —respondió la voz argentina de Gerswind.
—Widukind, comamos, ya es hora…
La mesa fue cubierta con aquellas sencillas viandas, y disfrutaron del buen queso de cabra, del pan blanco y de la mantequilla, y de la carne de caballo recién asada, que sirvieron caliente y cuya grasa el sajón alabó como ninguna otra. Swanhild trajo una bebida que cierto anciano preparaba y, después de algunos tragos, se pusieron a cantar ruidosamente. Echaron leña al fuego y bailaron mientras Widukind se balanceaba cogiéndolas por los hombros, y finalmente cayeron rendidos. Gerswind se durmió y la cubrieron con unas pieles. Ellos se echaron en el lecho de la madre, al fondo de la estancia, y consumaron el amor varias veces antes de caer dormidos y desvanecerse en la profunda y silenciosa divinidad que se tiende ante los amantes que tienen la dicha de completar el azaroso círculo del deseo.
Pasaron varios días y Widukind no deseaba marchase, a pesar de que debía hacerlo. Compartía con su hija los secretos de su infancia, ya marchita, mientras florecía a la juventud esplendorosa. Arrojó el duque terribles miradas sobre todos los jóvenes de la aldea y de los alrededores con los que tuvo oportunidad de cruzarse. Recurrió a toda su sabiduría como hombre de guerra para intimidar a cuantos hombres desconocía, tratando de dejar en ellos un recuerdo indeleble sobre el hombre de aquella casa, quien, aunque ausente por períodos de tiempo demasiado largos, siempre volvía y sería capaz de cortarlos en pedazos si hiciesen algo malo a su mujer o a su hija. Gerswind le enseñó su rincón favorito, que estaba junto a un arroyo que descendía de las colinas y cuya corriente se tranquilizaba a su paso por aquella llanura de paz, donde se convertía en un espejo transparente entre ribazos de hierba a la sombra de los sauces y de los olmos. Allí podían contar el paso de los veloces peces que habitaban el meandro. Supo el padre que su hija era aficionada a trepar árboles, y aunque trató de persuadirla de que era peligroso, terminó por enseñarle él mismo los trucos que había aprendido desde muy joven, para que fuese entonces capaz de hacerlo corriendo el menor riesgo. Le agradaba cantar y tenía una hermosa voz, y el don divino de acertar con los sonidos, algo que ya Angus le había advertido era poco común entre los mortales, y muy digno de aprecio. Le gustaban los animales y no temía besar a sus vacas favoritas en la frente, y parecía divertirse incluso tratando con ruidosos gañí os y cerdos, a los que sabía pastorear sin reparo alguno. No era una princesa, sino una sencilla sajona, una campesina como lo era en cierto modo su madre, pero la naturaleza la colmaba de vida, y estaba a su vez llena de amor como sólo se lo había descrito Angus en sus largos parlamentos sobre la gracia de Dios y la concordia de los hombres.
Widukind permaneció aquella noche junto a ella, la cabeza de su hija entre los dedos, y así, mientras la acariciaba, ésta se quedó dormida, agotada por la larga marcha que habían emprendido juntos, en parte a pie y en parte a caballo.
La dejó suavemente y se apartó de ella, y la miró, recostado contra la pared, junto al fuego cuya columna escapaba por la abertura del techo.
—Me gustaría quedarme aquí. Quedarme para siempre…
Swanhild lo miró, y su rostro se iluminó.
—Podríamos marchamos, muy lejos, a un lugar que nadie conociese, con los suecos, ¡a Gamla Uppsala! He oído buenas nuevas sobre esa tierra…
Widukind pensaba.
—Cuando os deje, tengo que volver a Wigaldinghus. Allí me espera madre, furiosa, lo sé, y con razón…
—Podemos marcharnos por siempre jamás… —Swanhild lo apresó con sus brazos, mirándolo intensamente.
—Allí me esperan mis amigos, mis primos, muchos hombres… Allí me espera la casa de mis antepasados, quemada, reducida a cenizas. Carlomagno envió fuerzas en busca del lugar, y fueron tantos los caballos pesados que vinieron que no pudieron hacerles frente y decidieron, con derecho a ello, no sacrificar las familias, sino sólo las casas. Así que toda la aldea fue pasto de las llamas.
La mujer miraba a Widukind consternada. Por un lado lamentaba todo aquello, por otro deseaba la felicidad de su hogar, y olvidar el resto del mundo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque soy hijo de mi padre, porque no puedo dejar de ser quien soy… Pero esta vez, aquí, he tenido la sensación de que podía dejar de ser quien soy y marcharme… Y olvidar mi nombre. Cuando estaba con ella —se ñaló a Gerswind con un gesto—, a solas, sólo era su padre. Habría sido feliz aserrando y clavando las vigas de mi tejado, levantando mis vallas y alimentando a mis animales…, lo sé. Pero no puedo dejar de ser quien soy.
—¿Por qué? —insistió su mujer, y las amatistas de sus ojos se humedecieron.
—No puedo…, no puedo. No puedo traicionar a una madre y a un padre, a unos amigos, a otros hijos, a los daneses…, no puedo ya dejar de ser quien soy, una especie de deber me obliga a estar allí, a volver, a consumar la guerra… No puedo rendirme.
—¡Marchémonos!
—¿Y dar mi brazo a torcer?
Widukind se echó las manos a la cabeza; cerró los ojos, después extendió los brazos, como desgarrado por dos ataduras que tirasen la una de la otra, para despedazarlo. Los dejó caer, agotado.
—Renunciar a todo lo que uno ha sido a cambio de lo que uno podría ser… —murmuró—. Marcharnos lejos, en paz, o volver y hacer la guerra, que también es mi deseo. Carlomagno —el tono de su voz cambió y sus ojos se nublaron—, ese monstruo de mil cabezas…, ese enemigo cuya fuerza terminará por aplastarnos si no ponemos remedio… ¡no se merece que le entregue Sajonia! No sin presentar mi última lucha.
—¿Existe la posibilidad de que venzas…?
—Vagamente…, no sabría decirlo. Pero existe, sí, si los frisios y los daneses se unen, entonces podemos hacer frente a los ejércitos del Reino.
—Pero no estás muy seguro de eso —temió ella, que conocía a Widukind y sabía leer en sus ojos cuanto no decía con su boca.
—Últimamente he tenido la sensación de que caminaba como por un extraño sueño. No me parecía posible que los daneses, a pesar de mi abuelo, se uniesen a los sajones en una guerra contra el enemigo común. Lo mismo me pasó con los frisios, a pesar de la gran amistad con Frodo. Los frisios están muy divididos…, como los sajones. Allí donde Carlomagno está cerca, su enemigo se divide, porque el miedo ata al cobarde a la amenaza de la muerte, y quienes se encuentran más cerca de la frontera son los primeros en ceder y en sellar una paz desventajosa a cambio de la seguridad de que no serán humillados, desposeídos y maltratados por los ejércitos francos.
—Y eso, ¿no es comprensible?
Widukind se agitó, ahora nervioso.
—¡Lo es! Sólo cuando los campesinos se sienten amenazados. Pero esos nobles, la mayor parte de ellos, están rindiendo sus espadas ante los carolingios simplemente a cambio de preservar sus privilegios…
—¿Y es eso tan malo?
—¡Sí! Es cobardía…, porque Carlomagno no tendría que estar aquí, jamás tendría que haber venido, jamás debió haber nacido… —se tranquilizó—. No sé qué es lo que deberíamos hacer, pero por el momento debo hacer la guerra de nuevo. Después…, no lo sabemos…, dependerá de cuanto suceda.
Swanhild caminó hasta Widukind y lo abrazó, como si fuese a perderlo para siempre.
—No te vayas esta vez…, no lo hagas…, ¡quédate! Olvídalo todo. Desaparece con nosotras. ¡Llévanos lejos a Gamla Uppsala!
—No puedo hacerlo, sabes que no puedo…
—Marchémonos al norte, con los suecos, visitemos Gamla Uppsala, allí encontraremos una tierra para nosotros… ¡lejos de Carlomagno!
El rostro de Widukind se nubló como cielo en tormenta, y dijo:
—No huiré de él.
A la mañana siguiente desayunaron temprano, en silencio. Los ojos de Swanhild parecían más rojos de lo normal, y la hija intuyó que algo pasaba. Aunque él le sonreía, también ella sintió melancolía, pues supo que su padre se marchaba. Lo había visto pocas veces, pero había aprendido a amarlo tanto como a su madre, y en su juventud casi se había enamorado de él, pareciéndole el hombre más hermoso de la tierra. Confusa, las manos le temblaban cobardemente al coger el pan o untar la mantequilla. Widukind extendió su poderoso brazo y apresó la muñeca de la joven. Que se detuvo en sus ojos cerúleos, y su padre le sonrió de tal modo que su corazón se serenó de nuevo.
Terminado el desayuno y tras pocas palabras, padre e hija se abrazaron largamente, y ella permaneció atada a su cuerpo, con la cabeza oculta bajo su hombro, mientras él acariciaba sus cabellos negros como plumaje de cuervo.
—No pasará mucho tiempo antes de que regrese, hija, y volveremos a estar todos juntos —dijo él. Después extrajo una de las cadenas que había preservado del tesoro cristiano de Lindisfarne. De ella pendía una hermosa y pequeña cruz en la que habían sido incrustados cuatro carbúnculos en sus cuatro extremos, así como un diamante en la intersección.
—¡Llévala contigo, escondida! —le dijo su padre.
Ella la tomó y la encerró en su puño derecho. La joven no dijo nada, a diferencia de su madre el día anterior. No le pidió que se quedase ni le hizo reproche alguno, sólo aceptó cuanto sucedía con dolor de corazón. Widukind se despidió de su mujer, que primero se resistió a abrazarlo y después lo colmó de besos. Finalmente el duque salió, saltó sobre su caballo y trotó hasta desaparecer de su vista.