La horda de Widukind entró en Sajonia procedente de Nordin en el otoño de aquel infausto año a través de las tierras desiertas del noroeste de Westfalia, recorriendo el salvaje ducado de Wigmodia. Tras la separación de Angus, hicieron pocos altos en el camino. Widukind no hablaba ni siquiera con Ragnar. Halfdan, sin embargo, sentía una enorme inclinación hacia su tío. Mientras su padre parecía más preocupado en comer y hacer la guerra, prestándole muy poca atención a su hijo, Widukind, a pesar de su hosco y reservado carácter, lo sorprendía con acertados consejos. Cuando se ejercitaba con la espada o discutía con otros jóvenes, de pronto era el puño de Widukind el que detenía su brazo y corregía la posición de la espada, quien, en silencio, pero con apremiante mirada, le exigía rectificar los errores, quien lo obligaba a desterrar la indulgencia hacia sí mismo de su persona. Widukind no le permitiría fallar en su manejo de las armas. Su padre, al contrario, lo invitaba a beber, explotaba iracundo cuando cometía algún error, y despreciaba su ambición por la espada. No era raro ver a Halfdan cerca del duque sajón, a quien lo envolvía en aquellas tierras una fama propia de una figura legendaria o inmortal. No eran pocos los que ya habían dado por muerto a Widukind. Era común en aquellos tiempos y en aquellas regiones que un hombre desaparecido fuese dado por muerto. Incluso Widukind. Tras su desaparición en el norte, las leyendas locales, fuego avivado por malas lenguas, decían que había muerto ahogado a bordo de un barco vikingo. Se le había descrito luchando a espada contra una bestia marina, en el peor de los casos, se decía que había caído al agua y que, incapaz de nadar, había muerto como un cobarde perro que huye de su tierra. Sin embargo, Widukind prestaba poca atención a los cuentos, y eran sus hombres los que burlaban los dichos locales, señalando al hombre que iba a la grupa de un caballo negro, absorto en pensamientos impenetrables y funestos, asegurando que el héroe había vuelto y rectificando las leyendas con nuevas gestas.
A la vista de las aguas del Wisera sobre los vados, al noroeste de Nordin, el duque sajón ordenó que descendiesen en busca de Bremon. Allí, Widukind pidió a algunos de quienes lo acompañaban que realizasen una visita a los señores de Hamaburg, en el norte del ducado llamado Sturmia, y más tarde a los de Fardium y Osterholt, que habían jurado fidelidad al duque, para recordarles no sólo que había vuelto, sino que además estaba dispuesto a ejercer la sangrienta ley de los pactos. Dejó a Magnachar, a Frodo y a Sif al frente de la horda, que empezó a crecer tras su paso por el norte de Westfalia, pero el duque, seguido de sus más fieles y de los daneses, no fue directamente en busca del gau de Wigaldinghus. Mientras Magnachar recorría el norte, comprobando el estado de las alianzas y los ánimos de aquellos señores, y hablando en los things del pacto con los daneses y los frisios, Widukind se apartó del camino junto con las fuerzas de su primo y acamparon no demasiado lejos de Liestmund, en la orilla norte del río Wisera. Hacía mucho tiempo que no veía a su esposa sajona, Swanhild, y la hija que había tenido con ésta, Gerswind. Antes de volver tenía que asegurar su bienestar.
El campamento ocupó un claro en medio de aquellos solitarios bosques al sur de Wigmodia. El sajón había dicho que iría solo al lugar en el que vivía su esposa, pues deseaba mantenerlo en el máximo secreto posible. Los daneses esperarían unos días, después buscarían el sur. Ragnar se quedó al mando, organizando cacerías por los alrededores, y esta vez Halfdan no podría seguir a su idolatrado tío.
Sin embargo, la noche anterior se festejó con carne roja de ciervo mientras el hechicero danés auguraba extraños destinos a cada hombre.
Vigi, provisto de los enseres, había tatuado signos en los brazos de algunos guerreros. Hacía caso omiso de cuanto le pedían, y aseguraba que el tatuaje tenía un valor simbólico por encima de los deseos del hombre o mujer que lo ostentaba. Bebía y miraba a los ojos. Algunas veces pensaba, otras ya sabía qué signo correspondía a cada guerrero.
Ahora había tomado el brazo de Widukind, y trazaba con paciencia un símbolo al que se le atribuía entre los paganos gran magia y mayor poder.
El duque esperó pacientemente, mientras Vigi calentaba de nuevo la aguja en las llamas.
—He visto muchos signos en la piel de los hombres… todos ellos dibujados por manos más o menos torpes, más o menos sabias. Sin embargo ninguno era como éste que voy a escribir sobre las cuerdas de tu hombro… —Vigi sacó la aguja y la untó en un viscoso y caliente humor que había sido espesado con la sangre de algunas plantas—. He creado signos, según los hombres que desearon marcar su piel, pero éste es el más peligroso de todos, oh Widukind…
La mano de Vigi empezó a moverse con precisión, recargando la punta de la aguja o calentándola de nuevo, según fuera necesario en cada momento.
—Aquí está, el Centro del Mundo, el Padre de los Torbellinos, pues has vencido a las aguas del mar, y en su ojo, la Señal de Odín… el principio y el fin eternos, el Todo y la Nada, la Vida y la Muerte.
Los ojos del hechicero parecían más amarillos que de costumbre a causa de la proximidad del fuego.
Y así, mientras Vigi trabajaba en su hombro, Widukind se servía del escozor producido por las quemaduras para dejarse llevar hacia el pasado. Arriba, las estrellas continuaban brillando, solitarios ojos sin párpado en una bóveda cortada en el oscuro cristal del Universo. No habían cambiado de sitio desde que aprendiera a leer sus formas en el mar, o cuando las había descubierto de niño. Seguían en el mismo lugar, algo inmutable por encima de las leyes del mundo. Como el destino, pensó el sajón. Ésa era la verdadera vocación del hombre, permanecer impasible ante todo, una voluntad inalterable a pesar de la inevitable muerte.
Era hora de volver a Sajonia y buscar el punto débil de su enemigo, si es que lo tenía. Era fundamental reconocer el terreno. Antes de permitir la entrada de los daneses, Widukind quería limpiar su tierra de traidores. Antes que una rebelión masiva, lo que realmente ansiaba era privar a Carlomagno de sus aliados en Sajonia. Tenía que demostrar a los indecisos que el camino de la traición a la tierra no servía de nada, y que los privilegios que Carlomagno repartía entre aquellos traidores que habían firmado el tratado de Patherbrun sólo servían para que él, Widukind, les cortase la cabeza, ejerciendo la ley ancestral de Wotan, del pacto a la tierra escrito en la lanza, el que unía a vida o muerte a todos los señores con la tierra que dominaban. Wotan se había mandado crucificar de un árbol, como Cristo, lo sabía gracias a las enseñanzas de Angus y de Remigio, para predicar con su ejemplo la fidelidad de la lanza: Wotan empuñaba la lanza, y Cristo había sido herido con la Lanza de Longinos. Soñaba con ver convertidos en mendigos ciegos a los que se habían considerado los vencedores en una negociación basada en la traición a la tierra, el engaño a los campesinos y la infamia a los héroes. Quienes se creían tan fuertes en su existencia sólo podrían caminar hacia su propio fin.
Mensajeros llegados del norte habían reconocido que Goimo lo había aclamado como a un héroe al recibir las forjas sagradas de la Isla Santa. Su mujer, Geva, había dado a luz a un nuevo hijo, al que habían llamado Wiprecht. Goimo había entregado una bolsa de hierro al vate ciego, cumpliendo en nombre de Widukind la promesa que éste había hecho al invidente e instigador de la gran aventura que los había conducido a la Tierra de Hielo. Su abuelo le había ofrecido sus hachas, pero Widukind había pedido paciencia a los mensajeros, a la espera del momento propicio, antes de enviarlos de vuelta a Dinamarca. No deseaba un pago inmediato por el empeño de su palabra. Sabía que su abuelo no le fallaría, como tampoco lo haría Ragnar, ni tantos otros señores daneses, ya convencidos de que cargarían contra Carlomagno, pues no era sino un enemigo común. Los daneses habían propuesto un desembarco masivo en las costas del Reino, junto a los frisios y asestar un mandoble contra el oeste del Reino, mientras los sajones invadían la frontera violentamente, para unirse todos en una sola garra que se cerraría alrededor del corazón de Austrasia, causando gran ruina y destrucción a su paso. El plan seguía en pie y los daneses se prepararían, pero antes Widukind deseaba proceder con el orden propio de aquellas gentes paganas. Los sajones no estaban listos para sublevarse. Los ánimos se habían calmado demasiado. El desconcierto reinaba. Las últimas incursiones carolingias, a modo de operaciones de castigo, habían extendido de nuevo una sombra de terror. Era necesario volver sobre las huellas de su enemigo, y borrarlas con una mancha de sangre tras otra para enardecer los ánimos de los sajones y obligarlos de nuevo a actuar como en unidad y no en discordia.
—Despedazar el corazón de Austrasia…, eso sería como arrancarle el corazón al mismo Carlomagno.
Widukind miraba las llamas, casi absorto. Ragnar vigilaba el movimiento de sus ojos.
—¿Qué harían los francos en ese caso? —inquirió entonces el sajón.
Ragnar se encogió de hombros.
—Supongo que volverían…
—¿Con cuántos hombres volverían?
—¡No lo sé! —respondió el vikingo, irritado.
—Miles y miles…, y miles de caballos pesados. Carlomagno invocaría una fuerza invencible y arrasaría Sajonia de sur a norte y de este a oeste.
Ragnar se quedó callado. De pronto sus pupilas parecieron encenderse al encontrarse con la mirada de Vigi, que asistía con una sonrisa al encuentro, mientras tatuaba el signo en el hombro del duque.
—¿¿Y qué se supone que he de decir?? ¡¡¿No es acaso un buen principio?!!
Widukind volvió a enterrar su mirada en las llamas, como si de un hierro demasiado frío se tratase que de nuevo debiera ponerse al rojo.
—Es un buen principio…, ¡sin duda! Pero tenemos que pensar en las consecuencias de cada movimiento, porque es una guerra, no una batalla… No quiero ganar una batalla, quiero ganar la guerra. ¿Lo entiendes?
—Bah… —rezongó Ragnar, frustrado y harto. Se levantó y fue en busca de un pedazo de madera, que arrojó con desdén a la hoguera. Las chispas saltaron y varios hombres lo injuriaron sin éxito. Ragnar pensaba en voz alta—: Entonces no me preguntes lo que opino sobre tus asuntos. Yo soy un danés y vivo rodeado de agua, tengo una sola frontera en el sur, ¿y qué? No necesito romperme la cabeza con Carlomagno…
Ragnar se acomodó de nuevo entre los fardos.
—Siempre y cuando no llame a tu puerta —añadió Widukind con sarcasmo—. Creo que después de conquistar Sajonia deseará evangelizar a los daneses… Me pregunto cómo te sentaría un collarín con una cruz carolingia…
Los ojos de Vigi centellearon.
—Siempre puedes arrodillarte frente a su cruz y besar la hoja de su espada desenvainada ante tus ojos cerrados, y confiar en su clemencia, confiar en que en ese momento no la mueva y no te corte la boca para que no hables nunca más…
—¡Ya basta! ¿Quieres pelea? ¿Es eso? —Ragnar se levantó repentinamente con los puños crispados, con ganas de golpear a su primo. El espíritu del hidromiel fermentado ya nublaba ligeramente su mente.
Widukind le respondió con una afable risa que lo desarmó en un momento.
—¡Reserva tus fuerzas para Carlomagno y sus armaduras… oh Ragnar, Rey de los Mares! —Widukind no le prestó la menor atención y volvió a mirar las llamas con aquella estoica ataraxia que era propia de la más profunda de las abnegaciones— no entiendo por qué te enojas cuando trato de hablar contigo o cuando pienso en voz alta…
—¡Porque estás loco! ¡Eso es! Me enfurecen los locos —rugió con desprecio el danés—. Soy yo el que no necesita conocer tus raras ideas, estoy harto de tener que exprimirme la cabeza con tus idioteces… ¡Quiero sangre! Eso es lo que me apetece… Quiero aplastar armaduras francas con mi hacha, quiero quebrar escudos, partir piernas, caminar por encima de sus cabezas… ¡y nada más!
—¡Sagrados daneses! —Widukind elevó su cuerno, se apartó de Vigi y pareció brindar con los dioses, poniéndose en pie. Se volvió a sus compañeros y dijo—: Siempre envidiaré esa alegría… Qué fácil es pensar en el combate cuando no hay que esperar consecuencias… Subirse a un drakkar, recorrer el mar y asaltar las Islas Verdes… Eso es, ¡ése es el futuro de los vikingos! No me equivoco si te aseguro que algún día tus hijos conquistarán tierras desconocidas, serán aventureros insaciables, victoriosos, llenos de gloria…, porque nadie podrá devolverles el golpe en el corazón. —Widukind se puso en pie, y sintió que la bebida había tenido su efecto, nublándole las razones. Se apartó de Vigi y giró sobre sus talones: su semblante se arrugó amargamente, y sus ojos azules, antes gozosos y locuaces, se volvieron de pronto fríos como el acero los mares—. Pero yo tengo que pensar en millares de familias, en gente que no sabrá dónde esconderse cuando tú muevas tu hacha y camines sobre las cabezas de los francos. Entonces esos niños tendrán que ir a alguna parte, ¿no habías pensado en eso? Y sus madres, abuelas, primas, hermanas, y los heridos, los ancianos…, ¿qué harán ellos? Cuando sus tierras hayan sido arrasadas, cuando sus puercos, ovejas y vacas hayan sido robados o sacrificados…, cuando sus casas sean montones de ceniza… ¿Qué harán, Ragnar? ¿Marcharse a los bosques? Los bosques de Sajonia, especialmente en la frontera, están llenos de mendigos… ¿Lo sabías? Gente que había vivido allí durante centenares de años y que, tras la dominación de los francos, y ante la acusación de vecinos traidores, tiene que ocultarse… En esos bosques sólo hay hambre, caza furtiva, escasez, cuevas mal habitadas, frío de muerte y ciénagas heladas en invierno… Tengo que pensar en un pueblo entero antes de iniciar una guerra, un pueblo obstinado y tenaz, pero un pueblo en el que no sólo hay jóvenes aventureros ansiosos de sangre y venganza. Y me he dado cuenta de que tengo que consultarlo primero, tengo que estar seguro de que ellos quieren esa guerra a cualquier precio, y sólo entonces pediré las hachas danesas. Porque si lo hago sin estar seguro, seré igual que los bastardos hijos de bastardos que ahora han vendido su paz a Carlomagno a cambio de privilegios.
Ragnar se quedó mirando a Widukind, harto. Quienes lo conocían sabían que aquellas palabras no tenían ningún efecto en él. Seguía a su primo porque era su primo, un vínculo familiar, que iba mucho más allá de las razones a las palabras, argumentos a los que en general los daneses no prestaban atención alguna. Hizo un gesto de desprecio y esquivó la mirada enardecida del sajón, que se quedó clavada en el vacío cuando su primo movió su enorme cuerpo y se inclinó ante las llamas, donde fue en busca de un espetón humeante.
—Bastardo hijo de un bastardo… Sí, ¡maldito sea!: —murmuró el danés—. ¡Por las barbas de Goimo y las alas del cuervo!
Vigi, que no había podido acabar su tatuaje, asistía como una estatua sedente a la conversación, extremadamente atento, como un perro de caza a la espera del ave que se oculta en el matorral. Y entonces interrogó a Widukind:
—¿Qué me dices de ese sacerdote tuyo, «el hombre de las sombras»?
Widukind no le dio importancia. Estaba harto de la inquina que el hechicero danés sentía hacia su maestro y amigo.
—No es un sacerdote, y tampoco es mío —repuso el duque—. Fue mi instructor cuando niño, lo sabes, me enseñó muchas cosas que he aprendido a apreciar con el tiempo. ¡Y no ejerce liturgia cristiana entre nosotros!
—¿Por ejemplo? ¿Qué «cosas» te enseñó? —preguntó Ragnar con desprecio, cruzando una mirada con Vigi.
—A contar a millares y a cientos con la cabeza, sin tener que chuparme los dedos, como haces tú… —se burló Widukind con una sonrisa que iluminó su rostro fugazmente.
—Bah…
—¿Te parece poco? —insistió Widukind.
—El hombre de las sombras —la atiplada y vibrante voz de Vigi detuvo una nueva e interminable retahíla de amenazas e insultos entre el sajón y el danés—. ¿Está ahora contigo por voluntad propia, o lo obligaste a venir?
—Así es…, ambas razones son ciertas. Como siempre desde que nos conocemos. Si le dejásemos elegir, se quedaría en un monasterio encerrado, haciendo vida de recluso. Eso es lo que estaba haciendo en Lindesfarne, pero lo encontramos, y eso sólo puede ser una señal de los dioses.
Vigi hizo un extraño gesto y recordó la silueta del sacerdote.
—Allí estará, solitario, mirando la luna en alguna pradera… Es un loco, como los bardos, los arpistas y los cuentacuentos cristianos…, un loco que piensa en verso y que no suelta más que sandeces por la boca… —se burló Ragnar.
—Él ve cosas que tú nunca podrás imaginar, y tú ves cosas que él nunca podrá entender, primo —replicó Widukind—. Del mismo modo, Vigi ve cosas que nosotros nunca podremos ver. Por eso nos ayudamos unos a otros.
—Está bien… Déjalo ya… —cortó Ragnar.
—No me gusta —declaró Vigi misteriosamente. Su mirada llameaba, absorta en el fuego, como si lo traspasase, y un indescriptible gesto de desprecio dominaba sus facciones.
—El tiempo cambia a las personas… —añadió Widukind.
—¡Hasta convertirlas en un saco de huesos! —rio Ragnar, y Vigi le hizo el coro.
Widukind volvió a sentarse y no hablaron durante un rato. Era como si Vigi no soportase que ellos ya no fuesen niños. Recordaba el día en que lo había visto por vez primera, cuando llegó a Wigaldinghus y Ragnar era sólo un chiquillo. Su presencia era amenazadora y dominante. Años después, Vigi era el mismo. El hechicero danés finalizó el trabajo del tatuaje.
—Y este signo que has tatuado en mi hombro, ¿de qué servirá?
—Te dará muerte violenta y vida gloriosa, ¿no es bastante?
—Sí, es mucho —respondió Widukind, pensativo.
—¿No has visto nunca el valknut tallado en las orlas de madera donde Sleipnir mueve sus ocho patas? ¿No lo has visto en las piedras rúnicas del lejano norte? Es el signo que traba las palabras, más que el pacto; es el poder con el que el Dios supremo ata la lengua de los necios y desata la boca de sus elegidos… —Vigi miró su hombro, fijándose en la obra que había trazado allí con maestría—. Lo verás tallado en las urnas funerarias de los anglos, junto a lobos y cuervos, que traen mensajes para Odín desde las cuatro esquinas del mundo. Es el símbolo de la unión y de lo inabarcable, la trenza que teje interminablemente la abuela con el mismo uso que aquél que utilizan las nornas para hilvanar el destino de los hombres y mujeres… Es infinito como un círculo, pero no tan suave como él, pues goza de puntas que cortan y dan muerte…
—Lo he visto —reconoció Widukind—. ¡Ahora lo recuerdo! Lo he visto en otras ocasiones, pero no… así.
—Quieres decir —Vigi se movió rápidamente hacia el sajón, que miraba meditabundo su hombro, tratando de recordar con exactitud—. Quieres decir que lo has visto antes…
—¡Sí!
—¡Dónde!
—Lo vi, de otra manera —Widukind movió la cabeza—. Sí, lo vi… invertido, al revés…
Vigi rompió a reír violentamente. Widukind y los demás daneses lo miraron, sin compartir su burlona risa, pues sabían cuándo el brujo se reía de ellos, y no con ellos. Vigi disfrutaba de aquellos momentos de ignorancia en que ningún hombre mortal parecía capaz de seguir los oscuros caminos por los que trepaban sus pensamientos hacia los dominios de los dioses.
—Hermoso detalle… Un valknut invertido es un valknut valioso y terrible. Como lo es tu nombre. ¿De dónde sino crees que saqué tu destino? ¿Crees que llegué a esa conclusión por mí mismo y sin consultar a tu padre?
—¿Mi padre…? —Widukind abrió los ojos, sorprendido, tratando de seguirlo—, ¿has hablado con mi padre?
—¿Quién escogió tu nombre? —al inquirir aquella pregunta toda sonrisa desertó del rostro de Vigi y sus ojos se clavaron en el sajón.
—Él.
—Tu padre escogió tu nombre. ¿Y quién escogió el nombre de tu padre?
—Warnakind hijo de Wildakind…
—¡Wildakind! Oh, empezamos a entendemos… —sonrió Vigi como una víbora—. Y ahora dime, ¿quién escogió el nombre de Wigalding?
—Wigalding, el fundador de la estirpe…
—El padre del padre del padre del padre de tu tatarabuelo…
—No lo sé…
—Todos ellos llevaban el valknut invertido en su nombre. Ésa era la primera runa de tu identidad, W, ésa es la esencia de tu sangre, y no podrás cambiarla —declaró Vigi. Volvió a sus mantas con parsimonia, dejando los enseres de tatuaje cuidadosamente. Widukind pensaba, confundí— do, los ojos perdidos en las llamas. Vigi siguió hablando: —Ése es mi cometido, encontrar la unión entre la naturaleza y las personas, entre pasado y futuro… Esa comida de hoy, ¿la recordaréis? ¿Recordaremos el sabor de la carne? ¿Recordaremos a esos animales que fueron sacrificados para contentamos? ¿Y la cerveza de esos barriles? ¿Quién la recordará? Nadie… Todo eso nos mantiene en movimiento, sólo es comida, pero ¿adónde vamos?, ¿de dónde venimos? ¿Es eso lo que importa? Es posible… ¡no! —sus ojos desterraron un misterioso pensamiento antes de pronunciarlo—. Lo que quiero preguntar a todos es: ¿dónde estamos ahora?
Se quedaron pensando, confundidos.
—¿Cuál es el momento? ¿Dónde está? —Vigi movió los dedos por el aire como si tratase de atrapar algo invisible.
Widukind miraba a Vigi, creía entender a medias la duda del adivino danés.
—Quieres decir que desde nuestros antepasados se muestra el camino y no podemos cambiarlo… apuntando hacia el futuro…
—Podemos cambiarlo, pero, a la vez, no podemos cambiarlo.
Ragnar apoyó la cabeza en la palma de su mano derecha y se recostó, incrédulo. Intentaba perseguir los pensamientos de Vigi. Se pasó la mano izquierda por el vientre, satisfecho, pensando en la carne asada que acababan de comer, y prefirió no decir nada, convencido de que sería inconveniente. Como muchas otras ocasiones, aquella conversación versaba sobre asuntos que él no quería entender.
—Nuestras decisiones nos pertenecen, y de ellas dependen muchos otros hechos…, pero no podemos olvidar el pasado, el más remoto de todos, pues desde allí viene apuntando la flecha del destino —explicó Vigi.
Widukind se cruzó las manos en la nuca y se echó. Miró el cielo. La columna de favilas centelleaba desde la hoguera, sumergiéndose en una espiral de humo en la oscuridad de la noche. Todos ellos eran como esas favilas, puntos de luz que se extinguían en la vastedad del tiempo y en la muerte. Mas antes de desaparecer, debían arder con fuerza, consumirse con dignidad. Todos aquellos puntos de luz eran cientos, miles de piras funerarias que, en honor del Dios supremo, ardían por los confines de la tierra consumiendo los cuerpos de hombres libres y nobles que morían y que eran enviados como humo y ceniza hacia los círculos angélicos y divinos.
A la mañana siguiente, Vigi le mostró a Widukind los cabellos de un danés, indicándole que ése era el peinado que le correspondía. El duque asintió. El hechicero partió las greñas del sajón en dos mechones y los reunió en su espalda, donde trenzó los ásperos cabellos rubios a partes, imitando así en la coleta el mismo dibujo que insinuaba el valknut invertido que había tatuado en su hombro. Cuando el ritual acabó, Widukind partió solo hacia las pedregosas colinas del noroeste.
Halfdan, que esperaba para iniciar una nueva cacería alejado del campamento, persiguió la imagen de su tío hasta que desapareció en la espesura desde el apartado arroyo donde llenaban con agua fresca los odres. Cuando volvía bajo los árboles, escuchó un ligero trote y descubrió un jinete a caballo que se adentraba en los bosques. Estaba seguro de que el jinete era Vigi. Y Halfdan pensó que el hechicero era ahora la sombra de Widukind, para garantizarle su protección frente a males desconocidos.