III

Durante aquellos días, Angus meditó sobre su sino en vano; abandonaron el camino al sortear las lomas azuladas que circundaban ese poblado trabajador, aislado, inhóspito a la fe cristiana, que todavía llaman Emethun. Un sendero poco transitado les ofreció la primera pista de su destino. No muy lejos de esta áspera patria de caballos y vientos, el padre de Frodo, Brodo, había dado muerte al misionero Bonifacio. Angus rezaba amargado por la culpa a la grupa de una fiel mula. La comitiva se introdujo en las ciénagas como quien se adentra en un laberinto tras la huella de una culebra, y después siguieron el curso de un río cuyo nombre no quisieron revelarle, y entonces las selvas crecieron a su alrededor.

Otra vez el bosque germano. Los fresnos encrespados que se erguían enjaulando el aire. De vez en cuando, el paso fulgurante de algún pájaro insolente, que daba un grito de alarma al tiempo que se ocultaba en los ramajes oscuros. Senderos en los que las patas de las bestias se hundían hasta las rodillas en el lecho muerto de hojas y lodos. Nieblas que difuminaban la marcha, el lanceolado perfil de la espesura, los barrancos en cuyo fondo fluía la sangre transparente de la selva mágica. A veces, muros de helechos que descargaban cientos de lágrimas desde sus ojos glaucos, para enderezarse después en cortinas que daban paso a un espacio cerrado y tembloroso. Sin embargo, en aquella densa profusión de vida, a pesar de estar tan lejos de los hábitos del hombre de las aldeas que trata de descubrir y acomodarse a las reglas del buen pastor, Angus creía encontrar en todo momento la huella imperecedera del Creador. Un tronco podrido, al que le crecían orejas de hongos por toda la roída corteza, era como un tesoro en el que anidaba otra vez toda la jerga vegetal de la floresta, dispuesta a convertir la muerte en pasto de nueva vida, y así cuando la serpiente salía rauda de sus entrañas en descomposición era para el benedictino como asistir a la exhumación del espíritu del árbol. A veces, vislumbraba la alta figura de los abetos sombríos, ominosos, asomados en un claro, que se cimbraban en un susurro por encima del bosque y su abismo de barro, murmurando a la espera de una tempestad que pusiese en movimiento la protesta de la Tierra contra el Cielo.

Tras algunas jornadas en las que la niebla confundió todas las horas diurnas, llegaron a las inmediaciones del templo. Hicieron señales con sus antorchas y esperaron a los mensajeros. Después fueron recibidos por varios jinetes vestidos con mantos de espesa lana que cubrían sus rostros, monjes heréticos que colgaban espadas sobre sus hábitos talares. Los escoltaron hasta el santuario a través del bosque silencioso. El Templo de la Espada emergió bajo la bóveda de la selva. Tras descabalgar y algún refresco, las puertas de gigantes se abrieron para ellos y los arcones fueron colocados en el centro del espacio circular, que era parecido a las primitivas iglesias de Rávena, aquéllas que los bárbaros construyeron en siglos anteriores tras su invasión.

Una lámpara ardía en el vértice, y era la única luz, como símbolo del sol en el centro del universo, que arrojaba tinieblas tras los sombríos arcos en circular procesión. Angus esperó, hasta que al fin la negra figura encapuchada, alta, majestuosa, volvió escoltada por dos de aquellos frailes armados.

Remigio el Piadoso echó sus manos hacia los pliegues y descubrió a medias su rostro, los ojos oscuros escrutaron a Angus quedamente.

—He aquí los presentes de Widukind para la Orden —anunció Angus—, por considerarlos de gran valor, los pone en manos de Remigio el Piadoso.

A una señal casi imperceptible del heresiarca, sus ayudantes abrieron los cofres. Trajeron una antorcha a las manos de Remigio. Al agarrarla, su rostro adquirió un resplandor de cinabrio y las sombras se movieron a su alrededor como si fuese su gran príncipe. Sus ojos rutilaron con el ardor de las llamas, mientras examinaba el contenido de las donaciones.

En uno de los arcones había un tesoro cuya portentosa belleza podría nublar la razón del hombre más casto de la Tierra. Cofres cuajados de zafiros y espinelas, forjas de exquisita forma, paramentos de oro ribeteados con turmalinas y crisopacios, relicarios historiados con filigranas finísimas que hacían pensar en el trabajo de orfebres durante meses, piezas damasquinadas, cascadas de perlas trenzadas en redes de hilo de oro o cadenillas cuyos eslabones sólo podrían ser ensamblados por ojos agraciados con ese don de la visión que sólo pertenece a las águilas, de las cuales se dice pueden distinguir el paso de una liebre entre los matorrales de un lejano monte desde lo más alto del cielo; pues así, como águila aposentada en el cielo, se decía era el ojo de Dios, y sólo con la bendición de ese ojo tenía que haber sido posible componer algunas de las maravillas y miniaturas metálicas allí guardadas. El mirífico resplandor de aquel oro se elevó reflejando la luz, como si tuviese el poder de multiplicarla, y pareció crear una desordenada constelación de estrellas y líneas que cambiaban de sitio, con colores que procedían de las magníficas pedrerías, por toda la bóveda central del templo, envolviendo la gigantea sombra de Remigio. Angus se fijó en las encuadernaciones de los áureos evangelarios, a las que habían sido fijadas placas de lapislázuli y alvéolos de blando y puro oro con la forma de cálidos arcángeles. Las cruces eran todas pesadas, para ser empuñadas como se empuñan los cetros, y contaban con docenas de acuosos, fieros adamantes y cristales de hielo incrustados en ellas como el cuerpo del redentor, con granates especialmente grandes situados allí donde se simulaban los tres puntos sangrantes de la crucifixión. No faltaba entre las maravillas un raro cetro dorado, todo él rodeado por una larga inscripción que se desenvolvía de un extremo a otro. Remigio tomó el orbe y lo alzó ante las llamas, tocando las letras, que sin duda él podía leer. Después lo dejó donde había estado y caminó hacia los demás arcones.

Cuando fueron abiertos, su mirada recorrió aquellos códices que habían sido robados en la biblioteca de Lindesfarne, y una satisfacción relajó sus imperturbables facciones. Sus ojos se abrieron, y miró por unos instantes a Angus, consciente del valor de su decisión a la hora de elegirlos. Examinó los volúmenes uno por uno, leyendo en voz baja, aunque audible, cuanto allí estaba anotado en las rúbricas, hubiesen sido redactados en latín con letras carolingias o bien merovingias, unciales o góticas, pues todas ellas parecía dominarlas, inclusive los trazos de las caligrafías de las islas, que eran utilizadas por los monjes ivernios y northumbrios. Así, devotamente, recorrió con sus manos aquel tesoro de sabiduría seleccionado por Angus bajo las órdenes de Widukind. Como éste lo había amenazado con quemar la biblioteca si no escogía los más valiosos libros, y como además le advirtiera de que podrían ser incinerados por otros invasores, Angus, tratando de rescatar aquel tesoro, tomó todos aquellos códices que según su criterio pudiesen representar gran valor para la cristiandad y el conocimiento.

Remigio alzó la antorcha.

—Magnífico tesoro el que traes, Angus de Metz. La Orden te está agradecida por tan valiosa entrega. —Se volvió a sus devotos compañeros—. Ahora, llevad los libros a la biblioteca, donde todos ellos faltan… Y traed el tesoro a la sagrada fragua.

Angus se quedó mirando, mientras los cofres eran cerrados. Los libros fueron llevados hasta una abertura en la parte trasera del altar, donde, al pie de robustas columnas, se abría una escalera que descendía en las tinieblas, igual que las catacumbas romanas. Amargado por la melancolía mientras esto sucedía, sin embargo, Angus fue obligado a seguir el cortejo que portaba en cestos aquellas joyas cristianas de incalculable valor antes descritas por esta misma mano y sus torpes palabras. Aledaña al final del templo, se abría una gran puerta que daba a la fragua, lugar consagrado que prolongaba, por así decir, los símbolos del altar herético en el que las leyendas de Odín y de Cristo se abrazaban en una columna de árbol tallado, donde el Crucificado Cristiano se convertía en el Crucificado Nórdico, y viceversa.

Una vez en el sagrado recinto de la fragua, Angus contempló las grandes llamaradas, cómo los herreros apresaron aquel tesoro para desmantelarlo. Los trípticos criselefantinos, con escenas de la vida de Cristo, fueron despojados de las placas de marfil. Los clavos de piedras preciosas, desarmados. Las tenazas libraron las piedras con maestría, sin dañarlas, y las ubicaron en un bacín de plata, donde resplandecían como ojos que hubiesen sido arrancados de las cabezas de un ideal rebaño del Señor, que ahora era desmenuzado por orfebres herejes. Y así, sin dejar un solo diamante en su sitio, sacando las perlas una a una con tenazas provistas de paño que no las rayasen, así como las turmalinas y los rubíes, los crisopacios, olivinos, la pasta de vidrio, los granates y las aguamarinas, las esmeraldas de denso color y las amatistas de destellos purísimos, el gélido cristal de roca, los ligurios y las amatistas, los jacintos de Compostela, las turquesas y las sardónicas…, brillando como con el poder de todas las virtudes que se atribuyen a las piedras y sus radiantes auras, quizá cargadas de beatitud después de tantos años acompañando aquellas obras de arte lapidario, donde se retrataba la devoción de los más creyentes orfebres, quizá regalos de reyes y señores desde hacía siglos, tras saberse súbditos del Señor y convertirse al cristianismo y a los padres de la Iglesia… Así, digo, tras este ultrajante despojo, finalmente, el oro quedó desnudo de sus santos adornos.

Y entonces todas las piezas de metal fueron encerradas en un gran crisol.

Angus se sentó y contempló cómo la llama, comprimida en su tobera por el soplo del fuelle, se proyectó como un chorro ígneo que acaso los demonios impulsaban desde los cimientos del templo. Pronto el crisol mostró un resplandor aureorrojizo y después todas aquellas maravillas, las filigranas, las partes que mostraban la vida de Cristo, los bajorrelieves ilustrados, los detalles finísimos, los tabernáculos cimbrados con santos símbolos, los frontones de imágenes figuradas a base de buril, todo aquel arte empezó a chorrear, descomponiéndose como se descompone la cera al calor de una llama, goteando y desplomándose como se desploma una iglesia en dos días de incendio tras dos siglos de arduos trabajos, hasta que los siglos de existencia de aquellas joyas se derritieron en nada, para crear una masa ardiente como un sol, como la lumbre de una crisopeya primitiva en el centro del pecador vientre de la Tierra, una rubedo como la descrita por los alquimistas en sus oscuros manuales, primigenio fulgor esplendente en el que el recuerdo de la beatitud se sublima y desaparece para convertirse de nuevo en el carnal fuego del metal puro, que es todo codicia sin medida, ajeno a toda intención humana y carente de forma, de transmutación y de virtud.

Ayudándose de un molde, los orives iniciaron el goteo del oro, y con cada gota acuñaron una pequeña moneda en la que no imprimieron divisa alguna. Y así, mientras los frailes orfebres seguían con esta tarea y el tesoro resultante iba acumulándose, todavía ardiente, sobre un gran tablero de secado el que asperjaban agua, Angus fue llamado al descanso por uno de los hermanos. En silencio, lo guiaron al exterior.

Lejos de la fundición, el aire de la sala tocó su rostro como una mano helada. La llama de la lámpara se había debilitado en la bóveda del templo, trocada en tímida brasa. La noche y las sombras del bosque le parecieron más negras que nunca, quizás a causa del ígneo resplandor que había contemplado durante horas, cegando sus ojos. Remigio había desaparecido, y dos de aquellos hermanos armados lo guiaron hasta el dormitorio, donde le ofrecieron una celda que no cerraron. Junto a su camastro, en una sencilla mesa, había buen queso, una escudilla de leche templada, pan de miga blanca, un tarro de miel, una bandeja con conejo al asador caliente y un bacín lleno de agua. Angus dio cuenta de los alimentos, dio gracias al Señor y se echó a dormir, no sin poder reconciliarse con los sentimientos de profunda culpa que sentía tras la extinción del tesoro cristiano, y, al mismo tiempo, admirándose ante el valor que Remigio concedía a los códices, y haciéndose preguntas sobre asuntos que no tenían respuesta.