II

Angus, que había permanecido en la playa aquella noche, meditaba observando las estrellas a la luz de un fuego moribundo. Concilio un sueño ligero poblado de extrañas visiones. Una de ellas le mostraba a Magatha rodeada de sus hijos, que se quedaba sola en el Arca de Noé después del gran Diluvio. La barcaza tocó tierra y Magatha desapareció en un país de maravillas: el mundo parecía yacer al revés y también todas sus criaturas hacían lo contrario a cuanto Dios les hubiese incitado. Así las liebres perseguían a los cazadores, los perros eran acosados por los gatos, y los gatos, a su vez, huían de los ratones. Estaba a punto de abrir una puerta ante sí y hacia la que caminaba de espaldas, oyó la voz de ella, que lo llamaba desesperada y le decía que Job lo requería, y fue entonces cuando lo despertaron.

Voces de daneses que se gritaban unos a otros fue lo primero que escuchó, y al abrir los ojos descubrió un día parecido al anterior, nublado y ventoso, quizá más oscuro y amenazador. Había dormido hasta bien entrada la tarde. Sintió hambre, mas cuanto ocurría a su alrededor le provocó una curiosidad capaz de hacerle olvidar el vacío de su estómago. Realizadas las maniobras, la mayor parte de los hombres cargaba con el botín de Widukind.

—¡Levántate, holgazán!

Olaf lo amenazaba con darle un puntapié. Angus retiró la capa de oso, se levantó y se sacudió la arena de los húmedos hábitos.

—¿Qué sucede?

—Pregúntaselo a tu señor, no tengo ganas de conversación contigo, hombre de las sombras.

Angus recogió sus cosas y caminó hacia lo alto de las dunas. Detrás de ellas se reunía un numeroso grupo de daneses y de frisios. La horda se preparaba para una partida inminente. Widukind fue a su encuentro y se distanció de los que lo seguían. Frodo apareció con docenas de caballos. Varios de sus hombres guiaban rocines que tiraban de carretas; los daneses comenzaron a colocar en ellas los pesados baúles del saqueo de Lindesfarne. Había algo terrible, incendiario, en los ojos de zafiro de Widukind, como si una llama se hubiese encendido bajo las aguas.

—¿Qué sucede?

—Te marchas —respondió el sajón, poniendo sus manos en los endebles hombros del monje.

—¿Adónde?

—Remigio. Irás y le llevarás los tesoros de Lindesfarne. Magnachar y Welf te guiarán hasta el santuario, que no está tan lejos. Ellos conocen el camino. Yo me pongo en marcha con Ragnar y sus hombres hacia Wigaldinghus.

Angus leyó preocupación en el rostro de Widukind. El monje creyó que una especie de hacha invisible había caído en medio de estos acontecimientos, que algo había ocurrido que no estaba en los planes de aquellos hombres.

—¿Y las naves…?

—Se quedan al mando de Olaf, que vuelve a Dinamarca llevándose a los hijos de Ragnar. Los demás, no muchos, seguirán a Ragnar tierra adentro, con los caballos de los frisios.

Angus miró a Widukind.

—¿Qué ha sucedido?

Widukind miró fijamente a Angus.

—Escuadrones francos han llegado hasta Wigaldinghus y quemado la casa de mis antepasados, ¡mi casa…! —exclamó el sajón sin aparente dolor, pues así era la naturaleza de aquellos hombres del norte. Era como si durante todo aquel viaje hubiese estado temiendo que un hecho así tuviese lugar, y ahora se confirmaba tan pronto ponía un pie en tierra.

—¿Y Gunilda? —preguntó el cristiano, preocupado por la madre de su amigo.

—No lo sé. Todo lo que los caminantes dijeron es que Wigaldinghus estaba desierto a excepción de un hombre…, Helglum. —Widukind se detuvo y miró el horizonte—. Fue llevado a Osnabrugge y torturado por aquellos soldados; después, quemado en una hoguera. No sé nada más.

Angus agachó la mirada, consternado. Sentía pena por cuanto oía, pues conocía a Helglum desde hacía muchos años.

—Lo llamaron hechicero, brujo y muchas otras cosas que las gentes no entendieron, pero tuvieron que bautizarse y acceder a las peticiones de aquel sacerdote cristiano que guiaba el ejército invasor… ¡Espera…!

Widukind dio un grito y atrajo la atención de unos jóvenes mensajeros. Uno de ellos vino a su encuentro. El sajón lo apresó por el hombro, con apremio.

—Dinos, ¿viste a ese cristiano?

—Lo vi con mis propios ojos en Osnabrugge. Cuanto os relato sobre Wigaldinghus es lo que oímos, ¡pero en Osnabrugge lo vi con mis propios ojos! Habían torturado al gothi antes de enviarlo a la hoguera, y aquel hombre… iba vestido…

—¿Como yo? —preguntó Angus.

—Sí…, iba vestido con esas mismas ropas, sólo que cubría su rostro con gran celo, como una sombra. No deseaba que lo viesen, quizás ocultando sus ojos para evitar las maldiciones de aquellas gentes, que lo increpaban en silencio…

—¿No oíste su nombre? —insistió Angus.

—Hubo un momento, cuando los soldados lo reclamaron, que dijeron algo como Parsif, o Parfal… no sabría decirlo.

—¿Parzival…? ¿Pudo ser ese nombre el que oíste? —preguntó Angus con un escalofrío, sin acabar de dar crédito a aquel recuerdo.

—Sí…, podría ser, pero no os lo puedo asegurar —repuso el joven, con el miedo de quien ha pronunciado una maldición.

—Os lo agradezco.

El joven se retiró al darse cuenta de que nada más querían de él.

—¿Conoces ese nombre? —inquirió Widukind, dominado por una ira gélida.

—Es posible que sí, pero también es posible que esté equivocado… —respondió Angus.

—¿Quién es? ¡Busca en tu memoria! Cuanto digas puede ser de ayuda…

Angus hizo un esfuerzo, y habló mientras deambulaba entre las imágenes de sus más oscuros recuerdos:

—La misión que nos llevó hace años ante Remigio, antes de que me convirtiese en tu maestro, estaba compuesta por varios monjes, misioneros y expedicionarios. Algunos eran penitentes de ominoso pasado. Uno de ellos soportó terribles penas durante aquel camino. No tenía nombre, hasta que fue bautizado como Parzival, por sospechar que tenía extrañas visiones que… fueron consideradas proféticas…

Se detuvo.

—¿Qué más puedes decir de él? —inquirió Widukind, apremiándolo—. Piensa…

—Poco más, aparte de que no era un buen cristiano, sino un loco —añadió Angus, convencido—. Era un perturbado de confusa mente que había estado en el seno de esas bandas de vagabundos que erran por los caminos cometiendo crímenes, hasta que, descubierto, fue juzgado y reconoció cuanto había hecho. —Widukind miraba fijamente al monje, cuyos ojos vagaban ahora por los recuerdos del pasado—. Después se le permitió formar parte de la expedición cristiana, la Misión del Norte, donde soportaría una terrible penitencia. Allí, uno de los hermanos, persuadido de que el demonio había poseído a ese hombre, decidió extirpárselo, y así lo hizo, con los métodos más horribles que podáis imaginar, Widukind. Luego de esto, Parzival fue portado como un enfermo convaleciente y su carácter parecía haber cambiado… Poco después, llegamos ante Remigio. Y entonces Alfredo…, Alfredo de Durham asesinó a Girárd, y Parzival quedó en poder de Remigio, y no sé nada más de él.

—Para salvar la vida a Remigio, Alfredo mató a ese cristiano endemoniado —añadió Widukind.

—Sí… ¡pero ya no sé nada más de Parzival! Después fui tu instructor durante años. A tu marcha hacia Dinamarca, me fui a las islas y recorrí Anglia, refugiándome en varios monasterios. Al fin llegué a Lindesfarne, atraído por la vida de Beda el Venerable, y tratando de leer sus obras, que me daban consuelo.

—Parzival… —murmuró Widukind. Los zafiros de sus ojos vagaban por el horizonte marino.

—¡Widukind! Me parece improbable que ese hombre sobreviviese al trance, y que además ahora esté al cargo de un ejército… ¿Qué clase de clérigo es ése…? Lo desconozco. No entiendo cómo puede estar al mando de un ejército carolingio. Además, Parzival es un nombre venerado por las leyendas del Grial, podría ser cualquier otro siervo de Dios —a pesar de todo, la duda embargaba el espíritu del cristiano. Había una extraña coincidencia bajo aquellos acontecimientos.

—Pues ese fraile está al mando de un ejército, así me lo han referido.

—¡Ningún benedictino se prestaría a ese ejercicio! —protestó Angus, convencido de lo que decía—. La regla lo prohíbe…

—Era una fuerza distinta, no vestía al uso de los ejércitos carolingios. —Widukind recordaba las explicaciones que le habían dado, como si él mismo pudiese verlo.

—¿Divisiones asentadas en sus castillos de estacas, protegiendo los nuevos burgos que quieren crear a imagen y semejanza de las ciudades francas? —preguntó Angus.

—No… —respondió Widukind— éstos ostentaban el estandarte de Carlomagno, sólo que el águila bicéfala allí no era oro sobre azul, sino negro sobre blanco; su caballería contaba con varios escuadrones de hombres de hierro, cubiertos de pies a cabeza, pues es costumbre entre los más altos señores francos…, pero no izaban pendones ni mostraban las armas de otros nobles, salvo el símbolo de la cruz, como si su único señor fuese el Dios en el que creen. ¿Quiénes son?

—No puedo contestarle, Widukind —reconoció finalmente Angus, abrumado por la vehemencia del sajón.

El duque se retiró bruscamente; poco más tarde llegó la hora de la despedida. Bajo una antorcha llameante, Magnachar hizo la señal como si los bendijese con su fuego; la comitiva que iba en busca de Templo de la Espada se puso en marcha. Vigi observaba torvamente a Angus. Se pasaba la mano por la cabeza calva, plagada de pliegues y arrugas a la altura del cuello, en actitud pensativa. El cristiano se fijó una vez más en aquel pendiente de oro y en los ojos amarillos del sacerdote. No supo por qué, pero tuvo un extraño presentimiento al encontrarse con su mirada. Vigi había sido humillado por Widukind durante aquel viaje, ahora lo sabía, y con él, sus dioses. Su autoridad como sacerdote de Odín había sido cuestionada, y sus vengativas pretensiones se habían visto frustradas en el episodio de Medcaut. Lo peor de todo fue la salvación de Ivar gracias a las hierbas suministradas por el obispo de la Isla Santa. La muerte de Ivar habría traído una matanza por parte de los daneses, y la supremacía de los dioses paganos frente a la intercesión del verdadero Dios. Sin embargo su cura había dado más ímpetu al liderazgo de Widukind, quedando Ragnar en segundo plano, quien además se dio por satisfecho a regañadientes, pues su hijo había escapado de las garras de la muerte.

Angus no habló más con Widukind, pero contempló cómo la horda de daneses se perdía en la oscuridad. Constató que Ragnar permitió a su hijo mayor, Halfdan, permanecer con ellos en su viaje tierra adentro. En la noche clara, vio centellear las luces de los daneses hasta que por fin se extinguieron en el mar de hierba de las colinas de Asterga. Entonces buscó consuelo en las estrellas.