Las naves de Ragnar cabotaron en busca del norte. Después de tres días remando contra la corriente costera, una sucesión de ínsulas solitarias desfiló frente a ellos en el este. El mar se calmó una vez atravesaron la barrera natural que éstas creaban; la tierra despuntó a lo lejos como una paz molida de hierba y arena. Tras Skelinge y Ambla y sus cuatro hermanas menores, las islas más pequeñas, una profunda muesca invadida por el mar daba forma a la desembocadura del río Emesa. Widukind abandonó los remos cediendo el turno a Eifióldi, y observó con detenimiento, sentado junto al largo cuello del dragón. El terrón de la isla de Bant era una conjetura verdosa detrás de una línea de acero hasta el horizonte. La rodearon y vieron la bahía de Federga, al sur de la región llamada Nordendi, y más allá una inmensa playa que se encaminaba hacia el norte. Por encima de ellos, la bruma oprimía la atmósfera con su vapor, y éste, arrastrado por un viento de gaviotas, se deshilachaba sobre el mástil del knarr. En el norte, la calígine se fundía en vacilantes nubes. Éstas se deslizaban con pesadez en busca del oeste, como si se dirigiesen hacia el fin del mundo para cumplir una extraña misión.
Ragnar se acercó. Masticaba un pedazo de carne seca con parsimonia.
—¿Crees que esos frisios dejarán en pie el estandarte del cuervo cuando lo vean en sus playas? Qué optimista… —sonrió torvamente el vikingo.
Widukind no respondió, absorto en el incierto futuro. Angus meditaba en el extremo opuesto de la cubierta. El viento, al barrer los pliegues de su capucha y de sus hábitos, le daba una apariencia fantasmal que provocaba el recelo de los daneses. Vigi vigilaba implacablemente su capucha, esperando el momento en el que sus ojos quedasen al descubierto, para amenazarlos con su penetrante y amarilla mirada. Pero el monje seguía rezando, inclinado, perdido en sus oraciones, lo que enojaba todavía más al sacerdote de Odín. Widukind sabía que, de no estar él allí, Vigi lo habría sacrificado con su propio cuchillo, o Jo habría arrojado por la borda.
Ragnar dio la orden a la vista de la tierra, cuando Widukind extendió el brazo, señalándole un punto del horizonte.
—¡Remad a contracorriente! ¡Hacia el norte! ¡Moved esos brazos, hatajo de nutrias!
La costa comenzó a deslizarse frente a ellos. Incluso en lontananza, el desfile de los dragones vikingos podía verse desde tierra. Pero Widukind no deseaba ocultarse ni tomar a los señores frisios por sorpresa. Quería advertirles de que no se trataba de una invasión. Era más que probable, como imaginaba Ragnar, que recibiesen con armas el estandarte del cuervo, especialmente si no esperaban las naves del rey de Dinamarca; pero conocían a Widukind. Los frisios estaban con los sajones desde hacía muchos años, aunque tampoco faltasen allí los traidores.
Los ojos inquisitivos de Widukind descubrieron las siluetas minúsculas de los caballos, que se movían arriba y abajo por las lomas verdes, emborronadas por la niebla. Nordin ya no estaba lejos. Era la sede de los señores frisios de Emesga, Asterga, Nordendi y Federga. Aquella región, vecina de los ducados sajones de Wigmodia y Ammeria, era la más rebelde entre las tierras frisias.
La playa era un tímido vaivén de embarcaciones pesqueras de poco calado, amarradas al pie de las dunas; otras soportaban el oleaje en primera línea. Vieron pilones y casas, y finalmente la colina de Nordin apareció por encima: empalizadas, un camino que serpenteaba por la alfombra verde, altos pabellones y secaderos de pescado, vallas de granjas costeras. Arriba, Nordin se destacaba como una sucesión de tejados apuntados que dentaba la colina y se deslizaba por su costado hacia el este. Widukind se aproximaba a su patria. Temía las nuevas que pudiesen contarle, pero deseaba ardientemente saber lo que había sucedido durante su ausencia.
Las naves viraron hacia la playa. Los frisios ya se amontonaban allí. Algunas antorchas se agitaban, las trompas sonaban. Estaban armados y parecían desordenados y confundidos, un clamor se elevaba en la costa, desafiando a los invasores. Widukind vio cómo las puertas de la empalizada de Nordin se abrían y varias docenas de caballos descendían al trote hacia la playa. Lo sabía, venían pesadamente armados. Escuchó la llamada de sus trompas. Tocaban alarma. Se creían invadidos, aunque sabía que los señores frisios no estaban convencidos por completo de eso, pues el número de naves vikingas no era el adecuado para llevar a cabo un saqueo inesperado, y la forma como se aproximaron a la costa tampoco lo evidenciaba. Widukind gritó a Ragnar.
—¡Dame el estandarte de Goimo!
El sajón se lo quitó de las manos y se encaramó al cuello de la serpiente de agua.
—¡Aquí! —llamó con fuerza en medio del bramido del viento.
Varias barcas de pescadores remaron en dirección contraria, temiendo encontrarse demasiado cerca de los vikingos.
—¡Ordena a tus naves que esperen! —gritó Widukind.
Ragnar dio conformidad con un gesto despectivo. Olaf tocó su cuerno y los demás capitanes le respondieron; los daneses remaron en contra de las olas, reteniendo el impulso de las naves.
—¡Nosotros remaremos ahora! —ordenó Widukind.
Los brazos se tensaron y el formidable dragón entró en la playa empujado por las grandes olas, cuya hirviente espuma rompía a su alrededor con entusiasmo. Las turbulentas aguas los recibieron y el knarr avanzó con brío hasta que su panza arañó el fondo y comenzó a refrenar. Embarrancado, zozobró recostándose ligeramente a estribor. Los daneses echaron mano rápidamente de sus hachas y espadas y esperaron en la cubierta. Los frisios aguardaban en la playa, con el agua hasta las rodillas, algo alejados. Por detrás, sus jinetes esperaban, empuñando lanzas y espadas. Las demás naves vikingas se mantenían más allá de la línea de rompiente, atentos a la orden de Olaf.
Widukind saltó al agua con el estandarte de su abuelo. Llevaba la espada en el tahalí y no hizo ademán de desenfundarla. Alzaba los brazos enseñando el paño del cuervo como si proclamase una victoria, no como si se mostrase desarmado y rendido. Detrás de él, Ragnar, con la mano izquierda apoyada sobre la cabeza enmascarada de Fáfnir, observaba la escena.
Sólo se oía el rugido del viento en las velas.
—¡Soy Widukind! ¡Soy Widukind! —gritó el sajón, rompiendo el silencio.
Se aproximó a los hombres y lo rodearon con precaución.
Frente a él, uno de los jinetes azuzó a su cabalgadura y entró en el agua. Era un joven muy pálido, de nobles rasgos. Sus ojos mostraron sorpresa fuera de toda medida, y descabalgó haciendo un gesto a los hombres, con el que les indicaba que se detuviesen.
—¿Widu?
—El hijo de Warnakind, tu amigo —respondió el sajón, que ya lo había reconocido.
—¿Qué haces con el estandarte del cuervo en la mano?
Widukind lo plantó en la arena y miró el paño en el que aparecía el ominoso y simétrico símbolo del cuervo.
—Buscaba enemigos para Carlomagno —respondió.
—¿Y qué haces en nuestra playa con una flota vikinga…?
—Busco más enemigos para Carlomagno.
El frisio se echó a reír con el alivio del que encuentra un amigo donde esperaba lo contrario, y puso sus manos en los hombros del sajón. Era tan alto, que incluso en esa posición Widukind parecía ser una cabeza más bajo que él.
—Frodo, hijo de Brodo, te saludo.
—Estás loco…
—Es mejor que estar muerto —repuso el duque de Wigmodia.
El frisio miró las naves vikingas y comentó lacónicamente:
—No sé qué decirte…
Se fijó en la arrogante figura de Ragnar, al frente de aquel impresionante barco, con la mano puesta sobre la cabeza del dragón, como si él mismo le hubiese dado muerte en el fondo del mar y lo hubiese arrastrado hasta la playa tirando de sus orejas.
—¿Y ellos?
—Ése que ves es Ragnar, y todas ésas son algunas de sus naves —respondió Widukind—. Sabes que Ragnar es mi primo y que Goimo es mi abuelo materno, y tengo ahora su promesa de que atacarán a Carlomagno cuando decidamos que ha llegado el momento. No vienen en busca de guerra contra los frisios.
Frodo miró de reojo las serpientes. Un gesto noble y dominante dio forma a sus rasgos.
—Puede que cuanto dices sea cierto…, pero no confío demasiado en la palabra de los daneses.
—¡Has de creerme! —insistió el sajón con entusiasmo—. Hemos navegado juntos hasta Thule, la Tierra de Hielo…
Frodo hizo un extraño ademán, como si hubiese escuchado algo imposible de creer y sospechase que quien lo decía había bebido demasiada cerveza.
—… y desde allí fuimos a las Islas Verdes, la Tierra Estrecha —siguió Widukind—. Atravesamos las Tierras Altas y sus montañas, recorrimos Northumbria, atacamos Medcaut, forjamos espadas, cruzamos el mar hasta Austrasia y saqueamos la tierra de los francos que allí se extiende bajo el dominio de un monasterio, en la Baja Lotaringia… Después nos dividimos, y una parte está aquí, otra ataca Amberes y la otra va al encuentro del Señor del Cuervo. Ahora Goimo me debe su palabra…
Frodo respiró profundamente, puso las manos en los hombros de Widukind. Se volvió con realeza, e hizo un gesto mirando la mar. Miró a su amigo.
—Está bien, que desembarquen; pero no puedo permitir que entren en Nordin, nadie me creería.
—¡Dicho y hecho, Frodo! Los daneses acamparán en la playa, como es su costumbre.
Widukind se volvió con gran energía y movió el estandarte, haciendo la señal. Ragnar dio un grito indolente y Olaf sopló su cuerno. Las naves comenzaron a moverse con decisión hacia la costa, respondiendo a la llamada. Frodo retrocedió, hablando a sus nobles, jarls y capitanes, a los pescadores y a todas aquellas gentes que esperaban expectantes, y mandó que trajesen su estandarte, un paño teñido de azul gracias al óxido de cobre sobre el que se elevaba una elipse verde, símbolo de la Colina de Nordin, y encima la figura de un halcón pescador pintado de rojo.
El y Widukind caminaron hacia una duna, donde clavaron ambos estandartes en señal de amistad. La multitud seguía congregándose. La gente se asomaba sobre las empalizadas de Nordin. Era un extraño acontecimiento. La fama de los vikingos era grande, y no había habido problemas con ellos desde tiempos inmemoriales, pero tampoco les unía una gran amistad. La desconfianza de los habitantes de la costa hacia ellos era natural, pues se contaban oscuros relatos sobre sus saqueos e invasiones.
El aire húmedo azotaba sus rostros. Frodo y Widukind conversaban sin apartar la mirada de aquella multitud de guerreros que se había arrojado por la borda del soberbio knarr. Ragnar daba órdenes a sus hombres, que tiraban de las cuerdas para atraer a Fáfnir hasta la playa sin perder de vista a los frisios, quienes, a su vez, se agrupaban y se apartaban de nuevo, indecisos por si se trataba de una extraña maniobra del enemigo, de una traición. Las voces de los daneses se elevaron como un coro a la par que tiraban de las cuerdas. La terrible figura de Fáfnir, ladeada, salió del agua hasta esa zona que las olas barren ya sin fuerza en su ir y venir. Ocho naves más se aproximaron a la playa y repitieron la misma maniobra. Casi doscientos vikingos se gritaban unos a otros en la playa al pie de la colina de Nordin, mientras aunaban esfuerzos para sacar las naves del mar y ponerlas a salvo de las mareas. Los frisios, que se contaban ya por muchos centenares, esperaban en las crestas de las dunas, junto a las vallas. Los daneses murmuraban inquietos ante la visión de los arqueros. La gente se asomaba desde lo alto y presenciaba el desembarco de los daneses con expectación, miedo y curiosidad.
Ragnar avanzó como una montaña hacia Widukind y los ojos de Frodo se quedaron quietos en la figura del vikingo. Varios de sus hombres lo protegieron y el danés se detuvo, indolente. Widukind se interpuso. Sin que Widukind tuviese que decir nada, Ragnar clavó su hacha en la arena dejándola caer, y se cruzó de brazos.
—Sé que estoy en la tierra de un amigo de mi primo —dijo el danés—. Sagrada sea tu playa, que nos recibe después de un largo viaje.
Widukind se sorprendió ante aquel comentario.
—Bienvenido seas, Ragnar —respondió Frodo. Tenía un oscuro recuerdo. Lo había conocido en Wigaldinghus, cuando acompañó a su padre Brodo en una visita al duque sajón Warnakind—, no desconfío ni de ti ni de tu gente, pero no quiero hablar como boca de todos los que me rodean…, que son muchos. Te aconsejo que os quedéis en la playa, donde podéis encender fuego y hacer fiesta, sólo ahí aseguro la vida de tus hombres. Pero te advierto: que ninguno se acerque a la empalizada a no ser que haya sido invitado, y que tus armas se queden en tus barcos, donde debe estar tu gente. Si necesitáis agua o comida, se os dará en la medida de nuestras posibilidades.
—Tu hospitalidad nos honra y te doy las gracias en nombre de todos mis hombres y de mi abuelo, Goimo, rey de Dinamarca, a quien pertenecen estas naves —repuso Ragnar.
Tras un rudo gesto, Ragnar empuñó su hacha y dio media vuelta en busca de Fáfnir.
—¡Adúlf! —gritó Frodo. Un guerrero pelirrojo que se tocaba con un yelmo de bronce se aproximó a su señor—. Di a todos que hay paz con los daneses y que les damos cobijo en nuestra costa. Retiraos de la playa a las dunas. Dejad a los daneses que hagan fuegos y fiesta, si así lo desean. Dile a los pescadores que vuelvan a sus menesteres, que nada hay que temer. Di a todo el que te pregunte que Goimo ha enviado a Widukind, el duque sajón, y a Ragnar, el jarl danés, para luchar contra Carlomagno. Eso bastará. ¡Y nuestros arqueros, que se retiren!
El pelirrojo asintió tras lanzar una extraña mirada a Widukind. Había escuchado ese nombre muchas veces, unido a leyendas que procedían de tierra adentro, pero nunca había tenido la ocasión de asociarlo a una persona de carne y hueso.
Por la noche, las hogueras ardían en la playa. Frodo había ordenado que se atendiesen las necesidades de agua de los daneses y había obsequiado a cada barco con el sacrificio de un ternero en nombre de Odín. Vigi y los sacerdotes de Nordin presenciaron las ofrendas en improvisados altares. Las antorchas llameaban en círculos en la arena y los daneses festejaban a la salud de Thor y de Frodo junto a sus naves. Un extraño ambiente de festividad se había extendido por la ciudad, cuando la embajada de Widukind cruzó la alta empalizada. Caminaron escoltados por una docena de altos lanceros y jinetes, y fueron recibidos a las puertas de la Casa de Nordin, un noble thing tallado en roble. La agradable luz se derramaba sobre el umbral. La hoguera ardía en el centro, y los nobles de la región se congregaban en la bancada de madera que servía de thing a los jarls de muchos territorios alrededor de la región llamada Nordendi. Alzaron los cuernos y los saludaron. Widukind, Ragnar, Vigi, Magnachar, Welf y Sif ocuparon el banco que se les reservaba. Frodo los recibió con honores. Una gran capa compuesta con pieles de zorro colgaba de sus hombros, abrochada con dos finas piezas de oro en las que habían sido engastados dos olivinos. Sus cabellos rubios eran Finos como los de un recién nacido y caían en mechones a ambos lados de su rostro.
—Dime, Widu, ¿quién es esa mujer? —preguntó Frodo a su amigo, cuando pudieron encontrarse a solas.
—Es Sif.
—¿Sif…? —repitió Frodo.
—Tiene el mismo nombre que la diosa, así es, y te puedo asegurar que ha sido uno de nuestros mejores compañeros de viaje. Es una auténtica valquiria. Maneja el arco y el puñal, sabe coser las velas y echar los anzuelos, tiene el coraje de tres hombres y la belleza de siete vírgenes. ¡Ésa es Sif! —explicó Widukind.
—Sin duda una mujer… ¡Gloria a Sif! —añadió Frodo, sin apartar la mirada de ella.
Bebieron alegremente. Widukind sintió una liberación al entrar en contacto con la tierra y separarse al fin del mar.
Las arpas tañían y el fuego palidecía en el hogar.
Frodo se levantó y, caminando a la luz de las llamas, elevó su copa al cielo y propuso, observando su propia sombra, que se alargaba por el tejado como si de un gigante se tratase:
—Brindo por Goimo y por sus nietos.
—¡Brindo! —repitieron los frisios, como era su costumbre.
—Brindo por los sajones, nuestros primos.
—¡Brindo!
Alzó la copa y bebió hasta vaciarla. Después, tambaleándose ligeramente, se sentó junto a Widukind.
—Ahora, Widukind, ahora que tienes al thing de Nordin reunido ante ti, ¿por qué no nos hablas de la guerra contra Carlomagno?
—Habladme primero vosotros, pues he estado demasiado tiempo en el fin del mundo, recorriendo el mar.
Frodo retrocedió, pensativo, algo aturdido a causa de los vapores que aquella bebida era capaz de disolver en el espíritu.
—Está bien, Widukind. ¿Qué podemos contarte que no hiera tu orgullo? —y al decir aquello el frisio se volvió hacia él con una gran compasión escrita en el rostro.
—Hiere mi orgullo si has de herirlo —pidió Widukind, serio y a la vez sereno.
—Carlomagno está en Sajonia y está en Frisia. Ya sabes que Sajonia es una marca, y Frisia, bien —se burló con un gesto—, Frisia no se sabe muy bien lo que es. El mismo problema que en Sajonia: nobles que permanecen fieles a la tierra, y nobles que se venden a Carlomagno… Y sus ejércitos son demasiado grandes. Frisia no resistirá, caerá antes que Sajonia si Sajonia no se levanta en armas. Porque las tierras junto al mar son llanas y aquí los ejércitos pesados de Carlomagno arrasarán cuanto se opone a ellos. No podremos enfrentamos a él, de modo que… tendremos que rendirnos si no nos queda otro remedio armado. ¡Pero los sajones podrían presentar lucha, y si lo hiciesen los frisios estarían con ellos!
—Y ahora cuéntanos cómo está Sajonia —pidió Widukind—. Nadie lo sabrá mejor que tú.
—Acobardada. La firma del tratado, la división entre los nobles y la desaparición de… Widukind, dejó a Sajonia primero sin corazón y después sin cabeza.
—¿Qué ciudadelas han caído bajo la sombra de Carlomagno?
Frodo contó con los dedos respondiendo a la pregunta de Magnachar
—Thrutmanni, Susat, Patherbrun, Milden, Quitilienburg, Hildineshaim, Halberestad y Magathaburg. La línea que une esas importantes poblaciones sajonas te indica la posición de los francos. Y esas ciudades están controladas por Carlomagno. Sus nobles o se han vendido o se han rendido, o han sido depuestos y asesinados. Hacia el norte, la situación es más confusa, pero Carlomagno envía secciones de su ejército constantemente, para extender el terror y evitar que la rebelión crezca.
Widukind se quedó pensando.
—¿No tienes nada que decir, duque? —preguntó Adúlf.
—No hay grandes cambios, y eso es bueno. Podrían ser mejores nuevas, aunque también podrían ser mucho peores —respondió aquél.
—¿Qué vas a hacer? —siguió el pelirrojo, y los hombres del consejo miraron al sajón.
—Voy a hacer la guerra.
En ese momento, Frodo se rio, abrumado por el alcohol.
—Pensé que dirías, ¡voy a hacer el amor!
Los hombres rieron. Los asuntos de guerra derivaron en chanzas y risas. Frodo se apartó de ellos y se sentó junto a Sif, que había escuchado junto a las arpas, cuyos sones ahora se desprendían como hojas de un sauce en otoño.
—¿Qué ha de hacer un hombre para conquistar un corazón como el vuestro? —le preguntó Frodo.
—Para eso tendría que tener corazón, ¿no es cierto?
—¿No lo tenéis?
Sif sonrió maliciosamente.
—Ha de tener más coraje que yo, de lo contrario, ¿de qué me serviría?… ¿Ves a todos esos hombres con los que he viajado? Pues no me casaría con ninguno, a pesar de haber cruzado el ancho mar en medio de tormentas hasta la isla de Thule…
—Difícil parece la captura… —murmuró Frodo, mareado.
Vigi se aproximó al frisio y lo cogió por el hombro.
—Si conquistar la valquiria quiere, sin miedo debe el hombre morir en la lucha.
Frodo se sintió confundido y burlado por el hechicero.
—Y si muere, ¿de qué le sirve conquistarla?
—Ahora lo has entendido, ¿de qué sirve conquistar a una valquiria si se es mortal?
—De nada…
Vigi se rio junto a sus oídos, ordenando que llenasen sus copas.
—Así es el consejo de un sabio gothi: olvida a las valquirias mientras puedas yacer con mujeres, pues unas te darán sólo dolores de cabeza, y las otras, placer —añadió el hechicero.
Como si entrase en un sueño, abrumado por la bebida y las palabras del gothi, Frodo cayó dormido ante la visión de Sif, que se reía de su debilidad. Sus ojos brillaban como zafiros, y su sonrisa era una gran espinela cuajada de perlas.