Wigaldinghus ardía a sus espaldas cuando el ejército retrocedió hacia el sureste. Se sintieron vigilados y no se detuvieron ni siquiera durante la noche, cuando atravesaron una gran arboleda. Al alba, el canto de las manadas de lobos quedó atrás y llegaron a las proximidades de Osnabrugge, ciudadela vigilada por guarniciones carolingias.
Parzival ordenó que se detuviesen en la plaza y que reuniesen a la población, sin importar edad o condición alguna. Cuando esto hubo ocurrido, el sacerdote pagano fue traído de una de las casas y conducido, para espanto de aquellos hombres y mujeres, hasta el centro de la plaza, donde fue exhibido por los soldados francos. El monje benedictino se aproximó a ellos, y miró largamente al cautivo.
—¿No es éste aquel al que muchos conocen como pastor de brujas? ¿No es él?
La multitud guardó silencio.
El anciano fue torturado, hasta ser convertido en un guiñapo de sangre y huesos. Su rostro parecía estar partido, y cuando varios niños lo contemplaron se echaron las manos a la cabeza y las madres tuvieron que retroceder. Muchas mujeres conocían al anciano, era un sacerdote amado en la región desde hacía largos años. También los niños lo recordaban. Helglum, a diferencia de otros gothis, no era soberbio ni autoritario. No eran pocas las mujeres que habían recibido sus brebajes de fertilidad docenas de primaveras atrás. Ahora tenían que asistir a su quebranto.
Helglum estaba completamente desnudo. Encorvado sobre el costado izquierdo, el anciano mostraba la mordedura de los hierros candentes por todo su cuerpo. Costaba encontrar un solo pedazo de su piel que no hubiese sido martirizado de ese modo. Los pliegues colgaban lacios sobre las costillas.
Su faz parecía abierta, tan larga era la herida que atravesaba su cabeza, mas en medio de aquel desastre aparecía su ojo derecho, reventado; el pálpito de sus venas en el cuello, la leve agitación de su respiración, obligaban todavía a guardar respetuoso silencio entre quienes lo conocían. Muchos ya deseaban que acabase el suplicio. La soldadesca reía, humillando el mutismo de los sajones. Sangre y carne abierta, cansada de sangrar a causa del ardor del hierro al que había sido sometida, embadurnaban monstruosamente la otra mitad de su rostro. La boca, entreabierta, mostraba el ensangrentado rastro de las tenazas con las que habían arrancado buena parte de sus escasos dientes.
Helglum, el sacerdote de Odín, era ahora juzgado por los emisarios de un dios todopoderoso.
—¿Es éste el hechicero? ¿El conjurador de magias? ¿El maestro de las brujas? ¿Es él?
Un montón de leña había sido acumulado allí donde se celebraban las fiestas del Beltaine, la loma que retrocedía como un túmulo real en el hombro derecho de la quebrada sobre la que se asentaba Osnabrugge, el corazón mismo de la aldea. Un gran astil, extraído de un árbol muerto al que habían privado de ramas, se erguía en el centro. Los secuaces de Parzival elevaron con indiferencia el cuerpo del anciano y lo izaron hasta lo alto de la pira.
—¡A la hoguera! —gritó algún soldado entre chanzas. Otros secundaron su petición en medio de la atónita población.
Helglum fue atado al mástil. Las cuerdas de las que pendía fueron clavadas para evitar que el cuerpo sin vigor se derrumbase. Allí estaba, ensangrentado y oscuro, murmurando.
—¿Aún tiene fuerzas el espíritu diabólico que en él habita? ¿Todavía habla el demonio que lo posee?
Los soldados lo increparon, y Parzival le exigió, acercándose a él:
—Confiésate, encantador, todavía estás a tiempo de obtener la salvación de tu alma… Revélame el camino a Remigio, llévame hasta el Misterio de la Lanza y te daré penitencia para salvar tu alma, no dudes de mi palabra, pues soy un hombre de bien…
Por toda respuesta, haciendo uso de sus últimas fuerzas, el anciano apartó el rostro evitando la mirada del monje.
—Has renunciado a la salvación de tu alma, ¡vuelve pues, demonio, al infierno!
Parzival tomó la antorcha y la empuñó con decisión. Sintió el poder que emanaba de aquella llama. Se aproximó solemnemente a la pira y extendió el brazo, dejando que el ambicioso fuego se propagase a la hornija, que comenzó a replegarse en centelleante danza hacia las ramas más pequeñas; el ardor anidó y prosperó hasta elevarse ávido con un zumbido de satisfacción.
Las llamas se alzaron y comenzaron a tocar el cuerpo de Helglum. Parzival miraba con ansiedad el creciente resplandor, pero el rostro de Helglum continuaba vuelto hacia el costado, derruido como una estatua clásica esculpida en el más dionisíaco de los delirios. Quizá ya estaba muerto, lo que llenaba de frustración al predicador. Era necesario que las torturas fuesen profundas y continuas, pero jamás definitivas. La vida debía pender de un hilo, para permitir la presencia del alma y del entendimiento. Sólo de ese modo el condenado podría salvarse. Le habían pedido que acabase con toda clase de encantadores, brujas y agitadores del pueblo, pero él era misericordioso, y les daba la oportunidad, aunque los altos cargos se lo habían prohibido veladamente, de reconocer su culpa y obtener la salvación eterna. Él, Parzival el Arrepentido, él mismo había recibido la iluminación con la penitencia de Girárd, hasta que lo vio morir a manos de un traidor. Tarde o temprano lo encontraría. Alfredo… ¿Dónde estaba ese traidor?
De pronto un grito lo sacó de sus funestas elucubraciones. Tuvo que retroceder ante el creciente calor y energía emitidos por la hoguera. Pero algo mucho peor había sucedido: Helglum había esperado, oculto en algún oscuro rincón de su alma, hasta el momento final, guardando su aliento para arrojar un último soplo de magia: el aire crepitó con una cabellera llameante y se oyó el grito cavernario. Después su corazón estalló y sus pulmones languidecieron. Las runas, pronunciadas con claridad, los maldecían, y la maldición, abandonando el cerco de sus labios en último hálito de vida, pareció agitar el fuego y tocar los hábitos de Parzival.
—Oh, santo Dios… —murmuró el predicador, retrocediendo de nuevo.
La multitud se dispersó, aterrorizada por lo ocurrido. Sólo los soldados contemplaban ya el espectáculo, en silencio. Parzival miró la hoguera y vio el cuerpo del anciano, consumiéndose lentamente en medio de las llamas.
No mucho después, un montón de ceniza humeaba en la penumbra de la noche, hasta que la luna emergió para mirar de perfil el lúgubre sacrificio de uno de sus más devotos adoradores.
Las luces se habían extinguido en todos los hogares de la aldea y en las granjas de los alrededores. La llama de la muerte había dado paso al silencio y la oscuridad. Los francos festejaban en las casas de los señores de Osnabrugge, que habían quedado desiertas, convertidas en sus propios cuarteles.
Los bucelarios, habiendo rendido pleitesía a Carlomagno, obtuvieron el perdón de los capitanes, salvándose de una oleada de raptos y violaciones a cambio de la entrega de muchas de sus mejores provisiones. Parzival sabía que si el miedo no era capaz de sofocar la rebelión entre los sajones, entonces sería necesario recurrir al castigo y la tortura.