Los caballos entraron en Wigaldinghus. Las voces de los francos hicieron trizas aquel sagrado silencio como un acto obsceno consumado en las sombras de un santuario. Helglum los recibió con toda la serenidad de la que era dueño.
Las patas de los caballos se detuvieron y sus jinetes se burlaron del anciano. Dos de ellos descabalgaron. Las cadenillas tintinearon al ser apresadas por sus manos enguantadas. Se aproximaron al anciano desde extremos opuestos, confiados, pero con la precaución de quien se acerca a una serpiente cuyo veneno es desconocido. Los rostros vigilaron la figura del sacerdote. Otros, desde sus cabalgaduras, esperaron el desenlace. Uno de ellos avanzó repentinamente hasta situarse frente al anciano, mientras los otros aguardaban, inseguros. Helglum alzó la mirada y contempló el rostro implacable del que lo vigilaba desde lo alto. El caballo, a una orden, piafó ante él, y al alzarse sus patas arañaron el aire como si fueran a pisotearlo, pero Helglum ni siquiera pestañeó, sin apartar sus ojos de los ojos de aquél que así lo amenazaba. Esto pareció provocarlo todavía más. Acostumbrados a sembrar el terror, no había cosa que les importunase más que la indiferencia de sus víctimas.
—¡Alto! —gritó una voz por detrás.
Una cabalgadura de menor tamaño y sin ningún brío se abrió paso entre un numeroso grupo de jinetes. Allí, a su grupa, iba un hombre algo encorvado, de llameantes ojos claros. Miraba hacia todas partes como poseído por el miedo que él mismo sembraba. No era un guerrero, como podía verse en sus hábitos negros. La capucha colgaba sobre su frente como la garra de un buitre. Le faltaban varios dientes y tenía la boca medio abierta, como si fuese a decir algo en todo momento, sin decidir el qué.
—Un sacerdote… —dijo al fin, con la fascinación de un niño que ha encontrado un raro insecto en su camino por la pradera. Y con la misma a veces cruel inocencia estaba dispuesto a escrutar sus entrañas, arrancando al insecto sus alas y sus patas, una tras otra. Un gothi, un sacerdote de Odín, era algo demasiado alejado del concepto del ser humano… No sólo sus rasgos eran diferentes. Profundas y demacradas marcas en el rostro, labios severos; los ojos, de un azul oscuro casi negro, fijos y atentos, enterrados bajo el túmulo arrugado de los párpados, irradiaban una persistencia de la memoria que intimidó al que lo juzgaba desde lo alto.
Helglum lo miró sin mover un solo músculo de la cara.
—He aquí un brujo… —añadió el guía espiritual de aquel negro ejército—. He aquí uno de los soberbios enemigos de Dios. ¡Miradlo! Ni siquiera tiembla… El diablo le da fuerzas para elevarse por encima de los hombres y mujeres que luchan por el pan de cada día, sirviéndose de ellos… Helo aquí: un maestro de maleficios, un sacerdote de las tinieblas… ¿Cuántos años creéis que tendrá? Viejo debe de ser como esos árboles, quizás él mismo plantó las semillas de los que veneran y en los que se concentra el culto de los ignorantes paganos… Su pacto con el demonio le ha dado una vida de doscientos años… No importa lo mucho que lo torturásemos, ¡no moriría! Quebrantaría su cuerpo, pero el espíritu ya sabio en las artes del mal que en él se cobija huiría por la sombra del mundo en busca de un nuevo cuerpo en el que arraigarse… Sólo el sagrado fuego puede consumir esas almas y eliminar el mal que en ellas conspira. —Parzival se volvió y elevó la voz, nervioso; mientras tanto, el círculo de caballeros rodeaba completamente la boca del pozo—. ¡No bebáis de las aguas de ese pozo! Estarán envenenadas para vosotros… ¡Quemad la aldea entera! No debe existir el perdón ni la compasión para las poblaciones en las que se dé cobijo a esta clase de espíritus. Ellos son el gran mal que amenaza al Cristianismo.
Mientras Parzival escrutaba de nuevo los ojos fijos del sacerdote odínico, dos soldados, algo amedrentados, lo pusieron en pie y ataron sus manos a la espalda. Helglum, sin embargo, había asistido a las palabras de Parzival prestando atención y sin mostrar en momento alguno ningún rasgo que delatase miedo.
—¡Hijo del diablo! Te sientes muy fuerte, ¿no es cierto? —lo increpó Parzival—. ¡Ahí lo veis! Cree que sus maleficios y tretas lo salvarán una vez más y nos observa con indiferencia… Pero esta vez el fuego te consumirá y no será el fuego amigo, sino el enemigo, el más sagrado de todos, la llama de los padres de la Iglesia, que ha de ser esgrimida para salvar el mundo antes de que el Anticristo proclame su triunfo sobre la Tierra…
Helglum iba a ser atado a una mula, cuando Parzival alzó la mano derecha con imperioso gesto.
—¡No puedo arriesgarme! Esos brujos son capaces de hablar con los animales… ¡Aquí! Atadlo a mi caballo.
Wigaldinghus comenzó a ser incendiada. Aquella aldea fue castigada con mayor severidad que ninguna otra. Alejada en el país de las colinas verdes, en medio de un páramo con escasos bosques, Wigaldinghus los había recibido con un silencio de muerte. Ni uno solo de sus habitantes se había quedado a mostrar pleitesía ante los emisarios de Carlomagno ni de la Iglesia. Parzival lo interpretó como una ofensa, pero también como una señal clara de que, hacia el norte, los sajones eran más salvajes y seguían decididos a oponerse a la evangelización y al predicado del Reino.
Helglum fue conducido a uno de los graneros, y atado a uno de los pilares de madera. Parzival desmontó y se acercó al gothi, que lo miraba fijamente. A una señal suya, uno de los soldados inició el interrogatorio.
—¿Cuál de estas casas es la del rebelde al que llaman Widukind?
Helglum comenzó a reírse tranquilamente. Y al fin respondió con su bronca y profunda voz:
—El viento es la patria del libre. ¡Buscadlo en el aire antes de que él os encuentre!
El soldado miró a Parzival.
—¿Dónde está su familia?
—En la corte de Goimo Manoslargas, rey entre los vikingos daneses por la ley ancestral de Gamla Uppsala —respondió el anciano—. Si queréis prenderlos rehenes, tendréis que cabalgar hacia el norte y cruzar el Muro de los Daneses… y después enfrentaros a las hachas de Goimo.
—Widukind es un cobarde —murmuró el capitán entrando en el granero—. Así es como defiende sus tierras… Siembra la discordia y luego se lleva a su familia bien lejos… ¿por qué no está hoy aquí, defendiendo la casa de sus antepasados…?
Toda sonrisa se borró del rostro de Helglum. Entornó sus ojos e inclinó la cabeza. Su boca se abrió de un modo extraño y sus palabras brotaron en la lengua antigua:
Do lettum se askim scritan,
Scarpen scurim, dat in dem sciltim stont.
Do stoptum to samane staim bort chludun,
Heuwun harmlicco huitte scilti,
Unti im iro lintun luttilo wurtun,
Giwigan miti wabnum…
Parzival comenzó a ver el verdadero rostro del que allí se ocultaba. A medida que pronunciaba el encantamiento, el cristiano se fijó en sus ojos y descubrió el ardiente resplandor amarillo que, según sus visiones, delataba la presencia del diablo en los paganos.
—¡No…!
Parzival golpeó la cabeza del gothi con el puño de su bastón. Las palabras se interrumpieron y el rostro del anciano se descompuso. Una muesca roja había quedado tatuada en el delicado cráneo, sobre los mechones de cabello blanco.