Se había hecho mediodía sobre la niebla cuando llegaron a Fulda. La enrarecida atmósfera se dispersaba. Tras aquella conversación siguieron en silencio, en busca del buen camino. Al situarse en la bifurcación vieron los letreros en la bruma y, como peregrino que ayuda a su vetusto hermano, tomaron el camino real. Una vez en él, se cruzaron con varios guardas, y después con una familia que, con todas sus pertenencias a mano, peregrinaba hacia la abadía. Iban algo rezagados por culpa de una niña de unos diez años, que estaba agotada. A pesar del espesor de su túnica, no era difícil darse cuenta de que debajo se movía un cuerpo muy delgado. La madre, que acarreaba sus dos ollas a la espalda, llevaba, además, un bebé en brazos. El padre, hombre de gran talla que destacaba por su robustez, era el que cargaba con los fardos más pesados.
—Buen hombre, ¿qué te trae a las tierras de la abadía?
La voz de Arnauld parecía tan cansada que le costaba atravesar la bruma. Parzival se dio cuenta de que el anciano había reconocido a la familia por las voces y los pasos. El hombre se volvió hacia los monjes y los saludó con una respetuosa reverencia. No tendría más de cuarenta años, pero bien llevados, como solía ser rasgo común en los hombres ajenos al vicio, devotos de su familia y muy trabajadores.
—Voy en busca de jornal para sustentar a mi mujer y mis hijos.
—¿De dónde vienes? —preguntó Arnauld.
—Hemos pasado por muchos sitios —el hombre miró furtivamente a su mujer—. Estuvimos en Baviera pero con mala fortuna, está siendo un mal año. Si no tengo suerte aquí seguiremos hasta Colonia antes de que nos sorprenda el invierno.
—¿Cuál es tu oficio? —inquirió el anciano.
—Calderero, pero allá por donde paso todos los talleres están cubiertos. Soy maestro y me conformaría con hacer de aprendiz si me ofreciesen el sueldo.
—La injusticia no es mi divisa. Deja que hable con el abad, es posible que pueda ayudarte.
—¡Por el cielo os estaría agradecido, en el nombre de toda mi familia! —el hombre se inclinó ante Arnauld.
—¿Cómo os llamáis, buen calderero?
—Adalbert me llamaron mis humildes padres.
—Síguenos con tu familia, hijo.
Acompasaron su paso al del anciano y siguieron hacia la ciudadela. Se cruzaron con mozos que venían cargados con fardos y fueron superados por varios carros que traían piedra para las reparaciones y ampliaciones de ciertos recintos, o bien mercaderías para los talleres que se elevaban allí adentro, detrás de la empalizada que rodeaba formando un anillo el pie de la gran colina. Un foso no demasiado profundo, sobre cuyos puentes de madera sin barandillas traqueteaban las bestias empujando sus carros bajo el apremio de sus amos, daba lugar a las puertas de Fulda, abiertas de par en par. Por encima, los centinelas vigilaban indolentemente la actividad de la muchedumbre. La humedad y el agua procedente de las chozas se mezclaba en limo con la paja. Tras un primer tramo embarrado a causa de la presencia de rudas, la fuerte pendiente se prolongaba por la calle principal en busca del muro de piedra. Las corralizas más humildes apoyaban sus fatigadas espaldas contra aquel parapeto, que era como un segundo anillo, más arriba, el cual cerraba las casas de los artesanos y sus talleres, contando con espaciosos almacenes en los que se acumulaba mucho de lo que sería servido en invierno y que allí se conservaba, tras los muros, para mayor seguridad de las autoridades eclesiásticas. Allí los casalicios eran de dos y tres pisos, los dibujos de sus armazones de madera trazaban ángulos recorriendo sus fachadas. Las ventanas plomadas ocultaban con cortinas las luces que ardían en el interior, por ser un oscuro día, la niebla no se amedrentaba y así mientras avanzaban había menos gente y más ruido de trabajadores que iban y venían ocupados en asuntos particulares. Cruzaron la plaza y después llegaron a un tapial bajo, atravesado por un arco con una inscripción. La entrada, sin custodia, dejaba claro que nadie podría adentrarse en las tierras del Señor sin un motivo digno y justificado. Detrás, hazas verdes y desiertas ascendían hacia lo más alto del alcor.
Sobre el altiplano, despejado en parte de árboles años atrás en los tiempos de su fundación, los edificios de la abadía aparecieron vagamente en la niebla.
—Esa campana está rota, y hace tiempo que su voz quedó muda —dijo Arnauld—. Si el rey decide bendecimos con su riqueza, algún día será forjada una campana de bronce para Fulda.
Cuando llegaron hasta la iglesia, el anciano pidió a Adalbert que esperase con su familia junto al pórtico, pues él hablaría con el abad y le recomendaría sus servicios. Al despedirse, el calderero casi lloró ante la fortuna que había tenido ese día.
—No me des las gracias, hijo.
Se saludaron y caminaron hacia el monasterio.
—Necesito entregarme a mis rezos, hermano Arnauld —dijo Parzival, que había atravesado aquella mañana como quien camina por un sueño profético plagado de revelaciones, de la mano de un ángel custodio.
—Ve, hermano. Te buscaré más tarde. Tu misión se acerca —le respondió el ciego.
Parzival se marchó cuando Arnauld quedó en manos de dos novicios que lo guiaron, desapareciendo en la niebla. Parzival buscó de nuevo la capilla y allí, en uno de los bancos de madera, se postró en pos de inspiración y consuelo. No se sentía capaz de llevar a cabo el cometido y, sin embargo, ya había dicho que sí. A través de aquellos acontecimientos no hablaba mortal alguno, sino el mismísimo Dios. Estaba siendo requerido a un servicio en la Tierra, y no podía negarse a la voluntad divina satisfaciendo la cobardía del hombre.
Se inclinó y rezó intensamente, tratando de olvidar, para sosegarse. Luego se sometió a la silenciosa regla de las horas y de los oficios, y acudió a la iglesia en vísperas y completas, sin embargo no se encontró con Arnauld. Luego volvió a sus aposentos. La tarde se cubrió de oscuridad y llegó la noche. Debía de ser una hora intempestiva, cuando el relincho de un caballo lo sobresaltó interrumpiendo su ligero sueño. Después sólo rumores, pero había bastado para sugerirle dudas. Se incorporó y vistió los hábitos, y salió de la celda, que carecía de ventanas por ser un sitio en el que el monje devoto debía mirar sólo a Dios. Cruzó el pasillo y escuchó confusos sonidos en las sombras, a lo lejos. Éstos parecían proceder de otro lugar diferente. Fue hacia las escaleras, en cuyo descansillo sí existía una ventana y allí se puso de puntillas para poder mirar. A través del grueso vidrio, forjado así adrede por ser más resistente al frío, pudo distinguir una constelación de fuegos titilantes que ardían confusamente. Quizá varios centenares de antorchas que recorrían como un río el paso de oscuridad entre el monasterio y la iglesia, hacia la parte de la colina en la que se hallaban los establos, detrás del camposanto. Aunque parecía que acampaban en ese terreno despejado, resguardado por los que concibieron Fulda precisamente para dar cobijo a ejércitos francos de paso, o a guarniciones que debieran permanecer temporalmente en la abadía.
Parzival retornó a su celda y se tumbó en el lecho, pero, incapaz de dormir, se ató el cilicio y volvió al pasillo. De nuevo ese extraño sonido lo asaltó. Se movió en dirección contraria y prestó atención. Sus voces apagadas y gemidos sofocados procedían de una de las celdas del fondo. Lo que allí sucedía era pecado de sodomitas, no le cabía duda alguna… Retrocedió, una vez más reprimiendo un terrible impulso, y sus sospechas se confirmaron por completo, cuando el pecado hedía incluso en los dormitorios de los monasterios benedictinos, asumiendo que no había mejor vida en la tierra que la obediencia a los designios del Señor, por duras que fuesen sus pruebas y espinosos sus caminos.
Poco antes de maitines, Parzival ya oraba en la iglesia desierta. Se hizo el momento del oficio y los monjes, medio dormidos, fueron postrándose en los bancos de madera, todos ellos cubiertos con sus hábitos, indistinguibles los unos de los otros, todos ellos versiones más o menos parecidas del monje ideal. Sin embargo, pensaba Parzival, qué diferentes eran, y cómo ensuciaban aquel santo lugar con la inmundicia de sus pecados quienes convertían los monasterios en nidos de sodomía.
El abad tomó su puesto y leyó una de las homilías de san Gregorio, después el versículo y por último se inició el canto reparador. Cuando se dispersaban, Parzival volvió a quedar solo, y Arnauld atrajo su atención, guiado por Esturmio, quien dijo:
—Es hora, hermano.
Siguió a los nobles dignatarios y salieron al aire frío de la noche. Dieron la vuelta a la abadía y entonces vieron las antorchas, que ardían difusamente. A medida que se acercaban a ellas, Parzival distinguió formas negras como de enormes animales agazapados en la sombra, y no pudo sino acordarse de las criaturas descritas en los bestiarios. Las llamas brillaron en lo alto de las picas y las siluetas oscuras se convirtieron en tiendas de campaña como suelen ser propias en los ejércitos. Mas a juzgar por su aspecto, tan bien parecido y a la vez terrible, con los escudos carolingios recién bruñidos y los estandartes clavados en la hierba, Parzival supo que se trataba de una caballería especialmente querida por el rey. Sus monturas relinchaban en improvisados establos de tela, pues eran tantos que no habían podido albergarlos todos en las cuadras del monasterio. Los guardias circulaban. Se encendían lumbres en círculos de piedra, donde la soldadesca preparaba comida, bromeaba en voz baja o se calentaba las manos. Lo que Parzival vio fue un ejército, un ejército terrible que dormitaba a la espera de un nuevo día.
Cuando llegaron ante la tienda más grande, los centinelas apartaron las espesas cortinas y los dejaron entrar. En el centro ardía una hoguera cuyo calor escapaba por el techo de la tienda, abierto a tales efectos. Había sillas alrededor, una mesa, varios enseres, bacines colmados de agua. Los capitanes se volvieron y miraron a los monjes. Uno se puso en pie y saludó a Arnauld, pues lo conocía. Respondía al nombre de Sargant Rosa negra. Otro llamó la atención de Parzival por la forma como se sentaba, poco natural en un hombre. Al parecer, una de las piernas era de madera. Junto a ellos, venía un señor de confianza de Carlomagno, un comandante de grandes ejércitos llamado Hartunc el Calvo. Los demás observaron en silencio.
—Tomad asiento.
Así lo hicieron, y Parzival escuchó el itinerario que había seguido aquella hueste hasta llegar a Fulda con la mayor prontitud, y como el propio Carlomagno enviaba sus saludos al abad Esturmio, a quien agradecía su hospitalidad. Entonces supieron que Fulda sería uno de los campamentos de aquella caballería, junto con ciertas dependencias de Colonia, desde donde se dispondrían a entrar en la Marca de Sajonia. Arnauld examinó las cartas de Carlomagno, y los permisos y órdenes concedidos al Portador de la Llave.
—La Llave de Oro —susurró el anciano, al tiempo que aceptaba de manos de Hartunc el Calvo una bolsa de piel cuidadosamente cerrada que había estado guardada en una modesta caja de madera—. Tal como él prometió. Ha cumplido su palabra.
Parzival vio cómo el venerable abría la bolsa y extraía una llavecilla de pequeño tamaño, semejante a una cruz con ciertas inscripciones y un anillo en su extremo, por el que pasaba un cordel. Arnauld de Goth habló a Parzival al oído, de tal modo que nadie pudo oír sus palabras:
—La Llave tiene una inscripción signada por los herreros de Aquisgrán, con la que se concede a su portador un símbolo de sus poderes secretos —explicó Arnauld—. Esta Llave es el símbolo de todos esos salvoconductos y, a su vez, y lo más importante, y lo que nadie sabe salvo nosotros y el mismo emperador…, es una copia de la cerradura de aquel cofre que encerraba la Lanza del Destino. Aquel que se convierta en portador de esta llave será el verdadero señor de ese ejército, que ha sido puesto al servicio de los padres de la Iglesia para proteger al mundo cristiano de la barbarie de la herejía y sus perniciosas plagas, y para ir en busca del Misterio de la Lanza. Inclinaos, Parzival.
Después de acariciar la llave con sus dedos, el anciano tomó el cordal y Parzival se retiró la capucha. Guiado por el capitán, Arnauld dejó caer el cordal rodeando el cuello de su elegido. Parzival volvió a cubrirse, se santiguó y la llave ya había desaparecido junto a su escapulario.
—Es hora de que busquéis de nuevo a Remigio, y de que traigáis de vuelta la Lanza de Longinos —susurró Arnauld, y Parzival comprendió que su misión evangelizadora acababa de empezar.
Las nieblas se dispersaban cuando la caballería partía de Fulda. Hartunc el Calvo se quedaba al servicio de Carlomagno y desde allí Sargant Rosanegra se convertía en la mano derecha de Parzival, y era una mano de hierro. Guarnecido con cuero y acero de pies a cabeza, con el casco que se decía al «estilo carolingio», provisto de una visera cónica y afilada, Sargant guardaba silencio al frente de aquel ejército. Poco antes de la hora litúrgica de laudes, los caballos invadían el camino detrás de las casas de curación. Parzival, a la cabeza con los capitanes y rodeado de tres novicios escogidos por Arnauld para ser sus amanuenses y ayudantes, escuchó las voces de los desgraciados que pululaban por esa parte de la colina. No hacía tanto tiempo que él mismo, bien lo recordaba con gran culpa, había pertenecido a las bandas que vagaban en busca de la apetencia y del crimen. Había sido librado del castigo por gracia divina a cambio de asumir sus culpas, y el camino de la penitencia lo había guiado hasta los umbrales de los hombres santos, hombres como Arnauld de Goth, que habían depositado en él el tesoro de su confianza. ¿Quién mejor que él conocería las bondades del remordimiento? ¿Quién sino él, que había sido con su cuerpo y su mente hogar y pozo de demonios, podría rescatar a otros de las tentaciones demoníacas? Mas Remigio, el instigador y heresiarca que prosperaba entre los sajones, era un enemigo terrible y difícil de descubrir, y custodiaba la Lanza sirviéndose de sus poderes. Tendría que recorrer el camino de su penitencia de nuevo, seguir la ruta de las tinieblas para encontrar el nido de víboras donde el pseudoapóstol, según había llegado a decirse, había erigido un templo para glorificar su propia mentira. ¿Qué hacer? Durante horas habían hablado a pecho descubierto sobre cuanto sabían, contrastando las ideas de los capitanes, las noticias de los espías y de los falsos espías, los recuerdos de los misioneros y sus visiones, las cartas de Remigio, todas ellas terribles invectivas… No llegaron a ninguna conclusión definitiva. El camino era oscuro y la bruma lo cubría. No imaginaban dónde podría encontrarse aquel templo ni tampoco el nigromante que lo regía.
Caviló durante esos días que los condujeron desde Colonia hasta las fronteras. Entraron en Sajonia, donde se dispusieron a visitar la ruta más segura habilitada hasta entonces en el corazón de lo que se había convertido en una marca tras el tratado de Patherbrun. Una vez allí, se detuvieron en los asentamientos del sur, no muy lejos de Eresburg, donde Carlomagno había iniciado su ataque contra el paganismo, destruyendo uno de los más conocidos templos que aquellos sacerdotes tenebrosos habían erigido en sus bosques.
Widukindus.
Ese nombre visitaba los pensamientos del sacerdote día y noche, pues era el líder rebelde y al parecer actuaba bajo los auspicios de Remigio. Había tardado poco tiempo en averiguar el nombre de su aldea natal. Los paganos mentían con habilidad, e incluso cuando se mostraban dóciles, los sajones rehusaban revelar el paradero de ese poblado. Parecía ser temido por muchos nobles. Lo había sentido en sus miradas. Los advenedizos de Carlomagno, después de agasajarlo a él y a los capitanes de su ejército, vacilaban y se fingían confundidos cuando hablaban de la tierra natal del duque westfalio. Widukind había nacido en una aldea al norte, en una patria verde rodeada de páramos cuyas fronteras estaban bien delimitadas entre los gauen del oeste. Extirpar el mal era una razón, pero eliminar el mayor peligro resultaba prioritario. Si se adentraba en el oeste corría el peligro de que su ejército fuese vigilado y asaltado por una horda numerosa. Sin embargo Parzival no temía el filo de sus enemigos, dispuesto a llegar hasta el final. Widukind y la Orden de la Espada aguardaban próximos, lo sabía, no podía ser de otro modo, y si quería acabar con Remigio tendría que dar primero con su brazo armado.
Por ésa y otras razones el ejército de la Orden se movió rápidamente hacia occidente y, gracias a sus informadores, Parzival conoció la localización de la aldea. Antes de adentrarse en el norte de Westfalia, pidió refuerzos que le fueron concedidos en varios puestos avanzados francos de Minden y Patherbrun, y desde allí, cuadruplicando sus fuerzas, fue en busca de Wigaldinghus con objeto de sorprender a su enemigo. Una idea comenzó a cobrar forma en su mente, una idea cuyo valor parecía incalculable si conseguía llevarla a cabo, pero estaba seguro de que no sería fácil.
Fue entonces cuando aquel caballero de orgullosa mirada que, sin embargo, se sentaba en su silla de montar con la ayuda de dos escuderos, atrajo la atención de Parzival. Hacía tiempo que se había percatado el monje de la invalidez de aquél. Le faltaba la pierna izquierda y el brazo derecho. Aun así, por lo demás era un guerrero vigoroso y de gran valía al repartir sus órdenes y administrar el movimiento de la tropa bajo el ubicuo mando de Sargant, incluso cuando debían formar en escuadrones, algo que ejercitaban a menudo para no permanecer ociosos. Eran más de trescientos caballos pesados, de los mejores que pudieran verse en aquellos tiempos, caballos de batalla adiestrados para embestir y galopar, si era necesario, sobre las cabezas de sus enemigos.
—El templo debe esconderse en algún paraje del suroeste de Westfalia —dijo el caballero durante la reunión nocturna.
Parzival, siempre meditabundo e inclinado, se había acostumbrado a ocultar su rostro y huir de la presencia humana.
—¿Conocéis ese enclave? —preguntó el monje.
—Según las descripciones que habéis hecho de ese viaje, pocas conclusiones pueden sacarse salvo la cercanía de las grandes ciénagas. En primer lugar, es una zona ajena a nuestros puestos más avanzados, por lo que está bajo el control de los duques sajones de aquella región, que son rebeldes. Y en segundo lugar, ese paisaje es arduo de recorrer. Es fácil perderse en sus bosques, y las ciénagas extienden sus trampas por doquier.
Parzival recordó las ciénagas durante su viaje de vuelta, cuando Remigio lo dejó libre y desnudo en medio de los barrizales.
—No llegaremos allí sin un guía —terminó el caballero.
—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó Parzival.
—Mi nombre es Chrodobert de Orchand.
—¿Qué os causó tanto mal? —inquirió Parzival.
El caballero echó un trago de la fuerte bebida y se miró la pierna con desprecio, debajo de cuyas placas sólo había un mecanismo de hierro creado con gran destreza para que, con la ayuda de sus escuderos o de muletas, pudiese moverse con facilidad.
—Éste es el precio de una batalla. Eresburg. Acompañaba a Carlomagno vestido de acero y tuve que lidiar en una de las aldeas con un sajón. No era uno corriente… Empuñaba la larga espada y no el sax, como suele ser común en ellos. Logró cortarme una pierna con el filo de su acero.
—La espada larga sólo es empuñada por los señores de los señores sajones; los daneses no usan la espada —añadió Sargant.
—¿Sabes el nombre del que te hizo frente?
—Lo conozco, como muchos otros. No sólo se vanaglorió de nuestra lucha, sino que también ha causado más males a Carlomagno en las pasadas campañas… —Chrodobert hizo una pausa para beber.
—Widukind —dijo Sargant.
Parzival guardó silencio. No era un secreto que el nombre del duque sajón estaba maldito para muchos francos, y era particularmente odiado en la frontera noroccidental de Austrasia. Era el cabecilla de la mayor parte de los westfalios y había apadrinado una invasión poco tiempo atrás tanto en las cercanías del Rin como en el oeste, donde se levantaban los puestos avanzados frente a los frisios.
—Los duques sajones guardan pactos secretos, y circulaban leyendas sobre Remigio, pero nada está claro… —explicó Chrodobert—. Lo que sí se supo es que Carlomagno reunió a muchos nobles en Patherbrun para hacer la paz y que todos ellos crearon la Marca de Sajonia, pero no sirvió de mucho.
—Widukind no asistió a esa reunión —apostilló Sargant—. Maldijo a los nobles que firmaron el tratado y algunos de ellos han muerto a manos de hordas errantes de seguidores de Widukind. El pueblo está de su parte. No sólo no aceptan a los francos sino que además no respetan a los misioneros. Creen en sus dioses salvajes, y desconocen el orden.
—¿Dónde vive Widukind?
La pregunta causó cierta risa entre los caballeros, que ya se mostraban más en confianza ante los monjes.
—Bien —Sargant dio un bocado a su carne—, eso no es del todo un secreto. He participado en todas las empresas de Carlomagno en Sajonia y algo te puedo decir: Widukind es el señor de Wigaldinghus y el duque de Wigmodia. No es más que una aldea en el oeste, donde las colinas descienden en busca de las praderas de los frisios. Se sabe que es de allí.
—Los puestos francos, ¿están cerca de Wigaldinghus?
—Hay una ruta segura que se introduce en Westfalia y la recorre. A lo largo de esa ruta Carlomagno ordenó construir castillos de estacas. Widukind asesinó a muchos de nuestros hombres durante la última invasión. Los sajones se reunieron y salieron de todas partes y mataron y quemaron y después destruyeron algunas de vuestras iglesias, como la de Fritzlar. Pero se ha restablecido la ruta. Es la única forma de dar a entender que el dominio franco de la marca sigue en vigor. Widukind no ha vuelto a atacar, y muchos nobles sajones se han plegado a nosotros desde el acuerdo de Patherbrun.
—Necesitamos informadores —dijo Parzival—. Nos acercaremos a Wigaldinghus por la ruta más segura que conozcáis, y después os diré —añadió enigmáticamente.
Sargant miró al monje.
—Entonces, abandonamos el plan inicial. ¿No iremos a buscar a Remigio?
—No vamos a encontrarlo y eso nos hará perder el tiempo —explicó Parzival— necesitamos una certeza. Widukind está en contacto con Remigio, eso es seguro, pues comparten ideas y deseos, de modo que lo mejor será buscar a Widukind o a los suyos.
Chrodobert cruzó una mirada con Sargant.
—¿Iremos a Wigaldinghus?
—Por sorpresa y preparados para hacer justicia —respondió el fraile. Después se levantó y se alejó del fuego de campamento, en busca de su tienda.
Siguieron el itinerario prescrito y para ello debieron cambiar el rumbo. Recorrieron el boscoso paisaje por un camino que conducía hacia el norte. Cuando los puestos francos los vieron aparecer, siempre festejaron su llegada, pues se trataba de una gran fuerza, pero nunca revelaron cuáles fueron sus objetivos, tal como Parzival y Arnauld habían exigido. Las misiones de aquel brazo secular permanecerían en absoluto secreto incluso en el seno de los ejércitos francos. Era un ejército cristiano, una espada en manos de los padres de la Iglesia, que sería blandida para mayor gloria del Imperio, y sus designios eran ignotos.
Se desplazaron desde el oeste y el camino los condujo entre bosques hacia las extensas praderas. Las aldeas los recibían casi abandonadas, temerosas de su presencia. El monje, encorvado a la grupa de uno de aquellos caballos, recorría con su mirada las casas de madera de los sajones. Interrogaba a hombres y mujeres cuando éstos se lo permitían, y como no deseaban hablar sobre Wigaldinghus, el señorío de todos ellos y morada de los duques de Wigmodia, los amenazaba con llevarse a sus hijos para siempre si no respondían a sus preguntas. Así supo que un importante sacerdote de las sombras disponía de gran influencia en aquella región. Su nombre era Helglum, nombre pagano que significaba algo tan engañoso como «Luz de la Oscuridad».
Parzival se percató de la relevancia de este «maestro de maleficios», que ellos llamaban gothi, en quien las mujeres depositaban confianza para atender sus partos, del mismo modo que los hombres lo mencionaban con reverencial respeto en los rituales relacionados con la guerra. Parecía haber sido durante muchos años la mano derecha de los duques de Wigaldinghus, y representaba la clase de poder religioso que el cristianismo deseaba eliminar. Parzival miraba con aprensión hacia el oeste desde la grupa de su caballo, cuando ordenó que trajesen a aquel gothi para interrogarlo sobre sus prácticas.
Y entonces les habló de Cristo y de la Santa Iglesia Católica y del inabarcable poder de Dios en la Tierra, que enviaba ejércitos cada vez mayores contra los infieles y contra los paganos. Y les advirtió de que si seguían practicando sus ritos, sufrirían castigos que ya estaban cerca. Y les advertía del Anticristo y de sus numerosas artimañas, de cómo se disfrazaba de niño inocente y de joven virgen para seducir el corazón de los que deseaba atar a las tinieblas, y de las muchas tentaciones que usaba para destruir la fe cristiana y la obra del Redentor, y de los tiempos oscuros que se acercaban a causa de los pecados cometidos en nombre de falsos dioses.