A la llamada del Benedicamus Domino, Parzival abrió los ojos súbitamente. La divisa, pronunciada por uno de los monjes que tocaba la campanilla para despertar a sus hermanos al tiempo que abría las puertas de cada celda de par en par, iba acompañada de un resplandor como de fuego fatuo que, empañado por la incertidumbre del sueño así interrumpido, vagaba unos instantes hasta desvanecerse rápidamente en el corredor.
—Deo gratias —respondió el fraile, incorporándose.
Las sombras se alejaron y escuchó los pasos de quienes, solícitos y medio dormidos, ya vestían sandalias y hábitos y deambulaban hacia la iglesia. No eran pocos los que, sobrecogidos por los acontecimientos de la noche anterior, apenas habían logrado conciliar un sueño ligero, y así, casi despiertos, se levantaron con mayor prontitud de la que era habitual.
Parzival esperó. No le gustaba encontrarse cerca de los demás hermanos. Necesitaba estar lo más lejos posible de los seres humanos, por ser éstos sólo una imperfecta imitación de lo que Dios aguardaba de ellos, y por lo tanto casi siempre corruptos. Distanciado, Parzival obtenía la calma meditativa que había escogido para liberarse del pecado orando siempre a Dios, con la esperanza de serle útil. Ahora ese momento parecía haber llegado. Su noche, en cambio, había sido profunda y negra, sin sueños. Hacía mucho tiempo que no veía al ángel. En su fuero interno, el recuerdo de esa visión era toda la fuerza de la que había dispuesto, considerándose como hombre más cercano al polvo que a la vida. Pero el ángel había sido el fuego. Le había concedido la única fuerza que lo mantenía vivo, una esperanza esplendente y un ardor ignoto.
—Benedicamus Domino —dijo una voz que pareció surgir de las mismas tinieblas, como si en ellas hubiese cobrado forma. No fue capaz de distinguir a su dueño; sonaba con gran autoridad y a la vez con devota humildad.
—Deo Gratias —respondió Parzival sin miedo.
Una figura más negra que el mismo corredor se perfiló en su puerta, como si también ella hubiese adquirido su materia de la oscuridad que la rodeaba. Detrás vino un resplandor que iluminó los hábitos del monje, hasta clarificar vagamente su figura. La sombra, así, contra la luz de una pequeña lámpara empuñada por un novicio de piadoso rostro, se hizo de carne y hueso.
—Hoy seré vuestro guía, hermano Parzival, tal como me lo ha permitido el abad, que es la autoritas entre estos muros.
Parzival vistió sus hábitos y cubrió su tonsura ante la impenetrable y a la vez vacua mirada de Arnauld de Goth.
Con Arnauld cogido de su brazo y convertido en su guía, avanzaron como en confesión, escuchando el joven las palabras del anciano, quien pronunciaba en su oído con aquella extraña voz, que era capaz de dejar escapar notas que se perdían recogidas en ecos por todos los rincones, mientras que las vocales quedaban ocultas por su sabia dicción, como expresa para secretos que ningún otro debía entender por cerca que se hallase.
Así Parzival supo, gracias a su salmodiante conversación, que Fulda había habilitado las casas de curación no muchos años atrás, asunto sobre el cual Arnauld tenía su punto de vista teológico. Según él, la plaga de los maleficios arrojados por los sacerdotes paganos creaba aquellas enfermedades que hacían estragos, y el número de enfermos se había multiplicado en los caminos, hasta el punto de convertirse esto en un problema para las granjas del territorio que convivía unido bajo la paz del rey y las reglas de la abadía.
Durante los últimos treinta años, a medida que las abadías se hacían más poderosas y el Reino se consolidaba, los caminos que lo surcaban como ramilletes de bifurcaciones en busca de todos sus asentamientos fueron llenándose de bandas errantes. Para muchos sólo eran mendigos, y fueron despreciados por su aspecto y condición; para otros, requerían de la caridad según los preceptos cristianos, víctimas del diablo que más tarde habían sido abandonadas a la suerte de la miseria humana por aquellos malos espíritus que los habían poseído, utilizado y exprimido, para ser arrojados al barro de los caminos, donde padecían una especie de infierno en la tierra del que todo el mundo pretendía apartar sus ojos. No era raro ver convivir en esas bandas a hombres y mujeres de diversas edades. Los pobres y honrados, desalojados por infortunios y expulsados de una vida regular, se mezclaban con vagabundos de toda condición, malhechores frustrados o demasiado cobardes para ejercer su oficio, lisiados y mutilados, enfermos de toda clase, leprosos, epilépticos, hidrópicos… Y, junto a ellos, los que se fingían enfermos y no lo eran, y en medio de todos ésos, los criminales de mente perturbada que encontraban en esta nueva clase de horda la tierra ideal en la que germinar y prosperar, violadores, fornicadores, sodomitas, simoníacos, mentirosos, embaucadores y estafadores de toda condición.
Estas hordas, creadas por el nuevo modelo y orden al que se sometían las tierras del Reino, cada vez más controlado por el brazo secular, eran las ovejas negras apartadas del rebaño guardado y custodiado por los pastores de las abadías, de las iglesias y de los monasterios, bien por la mala fortuna de unos, bien por la baja condición humana de otros, bien por razones que sólo el Altísimo era capaz de juzgar. A fin de cuentas, todos acababan en el mismo rebaño, el de los perdidos, el de los penitentes, y, sin saberse muy bien el motivo en muchos casos, la cuestión es que a los ojos del pueblo llano y sus siervos, éstos eran los que habían sido castigados con mayor prontitud por el Señor, hasta el punto de excluirlos de sus miserables pero honradas pobrezas, quizá para ejemplo de quienes tenían la oportunidad de sentirse afortunados al verlos pasar.
De este modo y mientras esta conversación se extendía entre Arnauld y Parzival, llegaron al servicio de oración y la iglesia ya estaba ocupada por el canto. El abad, en pie en el centro del altar, había dado la orden tras leer el versículo. Ahora las voces del coro se unieron en un terrible sonido que brotó como de las profundidades del cosmos. Y esta música causó la impresión de un ingente poder.
Así se arrodillaron y meditaron cuanto habían oído, cuando las voces se elevaban sobre los sonidos más hondos, sostenidos en una armonía abismal que advertía los terrores de la tierra y los peligros insondables a los que se arroja el alma humana, mientras por encima de ella se alzaba una sonora arquitectura de intervalos perfectos de los que brotaban armonías bellas y líquidas, rápidas y mudables como los hechos de la vida de los que son símil. Se transfiguraban unas melodías en otras para dar lugar a dibujos que en la imaginación recordaban a los elaborados trabajos de los miniaturistas, los cuales se licuaban en gráciles construcciones que no tardaban en caer como una lluvia para desvanecerse con el cambio de una vocal en el terrible y omnipotente acorde sobre el que se aposentaba el invisible edificio musical, pilares de un mundo hecho sonido, metáfora alelúyica de la que surgía el expansivo gozo de ciertas vocales que más tarde cayeron de nuevo hasta disiparse unas en otras tal como habían llegado a juntarse, separándose y extinguiéndose, del mismo modo que la vida termina por apagarse en el pozo sin fondo de la eterna y callada divinidad.
Cuando ese largo silencio fue interrumpido por la partida de los hermanos, participaron del desayuno siguiendo la regla benedictina. Tomaron escudillas de leche caliente en las que mojaban migas de pan blanco. Después abandonaron la protección de aquellos muros.
Afuera, el frío era más intenso y la niebla se extendía más cegadora que la noche, ocultando la llegada del sol.
—Malos augurios son éstos. No me gusta esta bruma…, no me gusta… —murmuraba Arnauld casi entre sollozos al sentir la humedad de la opresora atmósfera, pues la música había sobrecogido tanto su corazón que éste se había encogido, encorvando todavía más su ya de por sí maltrecha espalda. Sin embargo, era capaz de respirar aquella densa niebla.
Parzival miró el espacio entre los edificios, una extensión incierta de la que entraban y salían algunas sombras de vaho, que al poco se desvanecían. El novicio que los esperaba y que era su lazarillo en los asuntos diarios, a una señal del anciano, se puso en marcha, y ellos lo siguieron.
Algo alejada de las cuadras y detrás de los grandes huertos que servían sólo para alimentar a la congregación de los monasterios, si bien eran cultivados en gran parte con la ayuda de los sirvientes laicos, se extendía la tierra de los difuntos. Las lápidas se elevaron a cierta distancia unas de otras. Las cruces salían súbitamente de la bruma como hombres de brazos abiertos que habían quedado así postrados ante los cielos para toda la eternidad. La llama de la lámpara se había extinguido, agobiada por la opresora humedad. Poco después, se extendió un prado desierto poblado de matorrales incultos, y más allá llegaron a los establos, y más lejos la colina descendía por una pendiente en la que se acumulaban los detritos y residuos de los edificios del complejo religioso, pues eran vertidos por una grieta que en aquella parte se precipitaba colina abajo. Teniendo en cuenta que la aldea de Fulday sus casas de artesanos con todo su dédalo crecía al amparo de la abadía al otro lado de la colina, parecía lógico que los restos fuesen arrojados en la dirección contraria. Además, el arroyo se alejaba en el sentido opuesto por un valle pedregoso en el que los campesinos no cultivaban y al que los pastores no llevaban jamás a sus rebaños. Los árboles asomaron sus ramas desnudas, como si en vano tratasen de atrapar los errantes vapores. No muy lejos, en aquella dirección, se encontraban las casas de curación.
Las escucharon antes de verlas. Parzival fue como atrapado por los gemidos, de los que surgieron poco a poco sonidos que lo obligaron a detener su paso. Así, después de haber escuchado el prodigio de la música de los orantes, su orden armonioso en el que se retrataba también el orden de los círculos de Dios y la numerológica aritmética sonora que revela los órdenes intemporales del orbe, una grieta parecía haberse abierto en ese orbe, una brecha atonal que descendía a las telúreas profundidades, y lo que allí antes había sido el eco contenido de esas fuerzas monstruosas y neptúnicas, amenazadoras sólo como advertencia, pero encerradas y sometidas por la devota fe, aquí era el ruido desconcertante de su presencia, a punto de escapar de sus entrañas para invadir el orden y destruirlo: gritos salvajes despuntaban como cuchilladas, mientras que el gemido de la muchedumbre era como la respiración de un gran animal herido y rabioso, el sufrimiento de las almas torturadas se mezclaba con el placer de los que vivían la vida libre, de los locos, los mendicantes, los renegados y los ácratas.
—Debéis tener valor, Parzival, y venir conmigo. ¡Guiadme ahora, pues tenéis los ojos y disponéis de las fuerzas que a mí me faltan! No reneguéis de los designios ni de las pruebas que nos impone el Señor… —le exigió el ciego.
El novicio saludó a algunos de los guardas, que vigilaban las miserables chozas con desgana desde un puesto un poco elevado. Detrás, siluetas de árboles en la niebla. Descendieron y se aproximaron a una de las casas. Carecían de puertas. Al asomarse, el hedor de todos aquellos cuerpos enfermos, hacinados para obtener calor, casi los aturdió. Entraron sorteando piernas y brazos y enseguida se elevó un gimiente clamor de peticiones. Agua, pan, vino querían unos; mantas, paja, mujeres querían otros… Sus rostros, algunos medio cubiertos, otros mostrando sus descarnadas y horribles secuelas, les enseñaban el aspecto de la lepra, cuya garra había dejado sus huellas en la mayor parte de ellos.
—Así se lo advertí a Carlomagno…, ¡mira a tu alrededor! ¡Mira y no temas, que si Dios te quiere para algo en la Tierra Él te protegerá! El castigo se acerca, los tiempos negros ya se avecinan… —Arnauld de Goth se aferró a Parzival y tiró de él, como cetrero a cuyo brazo hubiese ido a posarse un águila imperial que ahora lo arrastraba por los aires hacia su reino—. ¡Se lo dije a Carlomagno! «Mirad, gran Señor de los Francos, mirad, rey electo ante el cual me postro, he venido a advertiros». Y así le hablé de los códices del cronista Procopio de Cesarea, y el gran valor que tienen para nosotros precisamente ahora, cuando la Iglesia de Roma se siente amenazada por los presuntuosos de Oriente: allí describe ese sabio la Peste de Justiniano, castigo a este emperador bizantino de cuya dinastía procede la sentina separatista e iconoclasta de nuestros días, cuando por todo el Mediterráneo occidental, viniendo de Egipto hasta Constantinopla, la plaga del mal se abrió paso haciendo estragos por toda la Tierra, atacando a hombres y animales, devorando el rebaño cuando los perros guardianes se descuidaron… Allí el sabio da cuenta en su obra, la Historia Secreta, de la cueva de vicios en la que se había convertido el cuerpo de la emperatriz Teodora, ¡mujer usurpadora del poder que ahora esté descamada en el infierno y chupada por mil sapos de afilados dientes…! Así se lo dije, pues en los senderos del Reino se multiplica y crece la plaga, y los renegados atraen el dominio del diablo, y de este modo, cuando los campos se corrompen, salen de ellos las ampollas hinchadas hasta reventar vertiendo por sus caminos, que son venas y arterias en el cuerpo del Reino, el veneno de un millar de escorpiones que ya va camino de las ciudades…
Parzival trató de retroceder, pero no pudo librarse de la fuerza del anciano, que lo obligaba a permanecer en medio de aquel clamor creciente a su alrededor. Las caras deformadas por la afección y sus olores espantosos se multiplicaron, suplicantes, exigiendo una redención imposible. Incapaz de entender sus palabras, sintió cómo algunos se aferraban a sus hábitos, que trataban de besar con sus labios abiertos, bocas mordidas por la enfermedad.
Dos centinelas con los rostros cubiertos para protegerse de los contagios los arrastraron hacia el exterior. Varios de aquellos enfermos los siguieron, pero no se atrevieron a enfrentarse a los amenazadores soldados. Parzival apenas logró volver en sí. La faz de Arnauld permanecía elevada, semejante a las esculturas de los venerables patriarcas sedentes que custodian los soportales de las catedrales, cuando han sido esculpidos en mármol de Ferrara sobre nobles sarcófagos.
—¿Qué hacíais allí dentro…? —preguntó uno de ellos, mientras se alejaba.
—Mirar cara a cara a pesar de ser ciego, y tú, ¿qué hacías allí dentro, con el rostro cubierto por ese paño?
El centinela se inclinó ligeramente, intimidado por la presencia de ánimo del anciano, que parecía capaz de irradiar energía como lo hace una hoguera. Para ellos, era evidente que un hombre así sólo había llegado a edad tan avanzada por contar con una protección extraordinaria que no era común a todos los hombres.
—Buen señor, no deberíais entrar… —lo advirtió el otro centinela, conciliador—. Las casas de curación están infectas, nos ha costado mucho reunir a todos los enfermos limosneros que vagaban por estas comarcas.
—Hijo, no temas la infección si tu fe es verdadera, eso he de decirte —ahora el tono de Arnauld era seductor como la voz de un buen padre.
Hizo el signo de la cruz y tiró del brazo de Parzival colina abajo, hasta que llegaron al arroyo que cargaba con todos los desperdicios generados por la actividad de la abadía. Los centinelas se quedaron mirándolos, con la pena de quien ve a dos peregrinos descender al infierno. Más adelante, bajo los árboles, se extendían chozas de la peor calaña. Allí no vivían los enfermos, sino todos aquellos que habían sido excluidos de las aldeas, las abadías y las ciudades circundantes, una corriente siempre en circulación. Se les había concedido la gracia de vivir allí temporalmente, pues iban y venían y rara vez permanecían demasiado tiempo en un mismo sitio. No tenían comida pero tampoco podían robar, salvo entre ellos. Así, miserables entre miserables, se volvían cada vez más demacrados y viles. No podían practicar el crimen, se creía, pero a nadie le importaba que lo practicasen entre ellos. Violaciones, peleas a muerte, hurtos, se producían a diario, pero nadie los juzgaría por ser proscritos de un modo u otro. No estaban censados en población alguna, eran habitantes de los caminos y súbditos de la errantería. No se conocían sus nombres, ni si habían llevado o no vida cristiana. Los caminos que conducían a la abadía marcaban claramente que los vagabundos debían seguir hacia la ladera, rodeando la colina y sin entrar en Fulda. Les estaba prohibida la entrada a los leprosos y a los demás enfermos, advirtiendo que la gracia del Señor les había concedido un espacio de penitencia y de caridad al otro lado. Allí se detenían durante poco tiempo, y seguían vagando en otras direcciones. No todas las ciudades, desde luego, eran tan estrictas como Fulda, donde el poder del abad Esturmio era grande.
Parzival deambuló entonces junto al ciego entre buhoneros, mujeres de baja condición que le ofrecieron su cuerpo, sin duda alguna un grupo numeroso de hombres jóvenes y viejos que no podían ser sino sodomitas, también ajusticiados por robo u otros crímenes y que mostraban las secuelas de dichos ajusticiamientos en el rostro, cicatrices en labios o nariz, o les habían cortado las orejas, por ejemplo; también enanos deformes de voces gangosas, hombres perturbados que se dejaban arrastrar por estas bandas errantes, siempre hablando a solas con personajes imaginarios, desterrados o bien siervos de la gleba fugitivos, y también muchachos sin padre y sin madre, o que vagaban con ellos.
Después de cruzar aquella zona, abandonaron el asentamiento y llegaron al bosque y al buen camino. Continuaba adelante, apartándose del lugar. No tardaron en darse cuenta de que uno de los locos los seguía, entre amedrentado y curioso. Pero no mostraron miedo alguno y Parzival se volvió para mirarlo fijamente. El loco comenzó a hablar con alguien que no existía, sostuvo una discusión y se alejó en dirección contraria.
—Cuando los simples caen en desgracia, nada hay más peligroso que un falso predicador. Éste es el pecado que más justamente debe ser castigado por los guardianes —dijo el anciano—. Así, entre estas bandas errantes, no dejan de existir los falsos monjes, los impostores, los vendedores de reliquias, los sacerdotes renegados y simoníacos… Nos parecen un limo sucio que se derrama por los caminos y nadie los teme, si bien su mal es mucho mayor de lo que se cree… Pero ¿qué sucede cuando un predicador se erige como heresiarca, como pseudoapóstol entre los paganos?
Parzival sabía a quién se refería. Un torrente de recuerdos emergió de su interior. Su viaje de penitencia, la muerte de Girárd de Montsalvat, revivieron sus memorias.
—Cuando esto sucede, cuando un evangelizador se aparta de los poderes de la tierra y utiliza toda la sabiduría que generosamente la orden y el Reino le han concedido para volverse contra ellos, entonces estamos ante el mismo execrable acto, sólo que las consecuencias son fatales. ¡Remigio es un heresiarca, tú lo sabes…! Lo que ha hecho no conoce el perdón, y cuando el inmerecido perdón le fue concedido y aquella última misión fue en su busca, tú mejor que nadie sabes lo que sucedió. ¡Renegó y utilizó el mágico poder de la Lanza! Mi buen Girárd cayó asesinado, y nada menos que gracias a ese northumbrio, Alfredo de Durham, un traidor cuyas manos están teñidas de sangre… Nuestro destino está unido, unido por las manos de Dios y por los acontecimientos oscuros que nos empujan hacia delante. La rectitud nos obliga a ser quienes somos, Parzival… Cuando se quiere ser un mal hombre hay muchas opciones, cuando se quiere el Bien sólo hay un camino.
El anciano parecía cansado.
—¿Qué hacer ahora…?
El rostro de Arnauld se volvió en su busca.
—Encontrar la mala hierba y arrancarla, no basta con cortarla, y para ello el Señor nos ha concedido la gracia real. Carlomagno ha puesto a nuestro servicio un brazo secular cuya fortaleza es indudable. Los capitanes cuentan con cartas y sellos firmados de puño y letra por Carlomagno, gracias a los cuales podrán moverse a placer sobre la tierra hasta las fronteras de Austrasia y más allá. Esos hombres saben que deben ejercer la ley, y sus capitanes os obedecerán hasta la muerte… Vuestros ojos, Parzival, ven lo que yo no puedo ver. Tenéis la juventud y la bendición, pero yo dispongo de la sabiduría para guiar vuestros pasos. Obedezcamos el mandato del Señor, seamos valientes, asumamos las difíciles pruebas que nos impone el Altísimo. ¡Es hora! El Misterio de la Lanza está ante nosotros, como lo estuvo ante mí el Misterio del Santo Grial. Sólo un hombre purísimo puede encaminarse en su búsqueda y desafiar la malicia de quien empuña ahora la reliquia de Longinos… Ahora entiendo: Girárd había sido iluminado por la Gracia cuando decidió darte un nuevo nombre y, redimido de aquel demonio, te llamó Parzival. Redime la Lanza del Destino y tráela de vuelta al corazón del Reino, y entrégasela al Concilio, y prende después fuego al herético templo en el que Remigio se oculta, entregado día y noche al pecado, prende fuego a ese nido de arañas. Si la Providencia lo permite, tráenoslo vivo, para que lo podamos juzgar y dar ejemplo con su juicio; pero si ello no es posible, ejerce tú mismo la pena capital y, si muere en lucha armada, quema su cuerpo, pues es recipiente de horribles brujerías e instrumento del Maligno.