—¡Las bestias del abismo emergieron del mar! ¡Cabezas de serpiente y de pez sapo, todas ellas gigantescas, con muchas patas a ambos costados, dientes, garras y orificios! ¡Bocas dentadas con bronce, hierro y plomo…, ojos de quelonio y de comadreja…! ¡Provistos de aletas y alas y garfios, todos salieron de las olas y se detuvieron en las playas de Losch! De ellos surgieron los demonios del norte como en el cuento de Ulises y de Aquiles, ¡de las mismas entrañas de los monstruos…!
Parzival escuchaba inclinado bajo su capucha. El resplandor de las velas se interponía entre los comensales, que asistían mudos pero atentos al relato del emisario. Junto a Parzival, el abad Esturmio de Fulda estudiaba con su mirada la figura del mensajero. Había llegado hacía escasas horas. Con prontitud, se decidió la reunión para atender las maravillas que enumeraba, todas ellas ya advertidas con anterioridad por varios capitanes que cabalgaron desde el oeste. El peregrino había comido el asado de pollo con gran voracidad, y ahora la reconfortante fuerza parecía sublimarse en inagotable fuente de palabras.
—Decís que vinieron del mar, ¿no es cierto? —inquirió Esturmio con paciencia. El abad cruzaba sus dedos sobre la mesa, sin apartar su mirada de los extraviados ojos del peregrino.
—¡Vinieron del mar! —aseguró aquél—. Del mar tempestuoso, como una plaga horrible que invadió la playa. Los vieron desde las verdes colinas. Llegaron a lomos de largos monstruos que se convirtieron en barcos al acercarse a la playa. De ellos salieron aquellos demonios, bestias venidas del norte, legiones de paganos armados con acero y bronce y máscaras de animales que protegían sus rostros…, ¡pues evitan que vean sus rostros para no ser alcanzados por las maldiciones que el buen pueblo cristiano les arroja!
—¿Y qué pasó después? —prosiguió el abad, tratando de detener el febril relato de su interlocutor.
—Los demonios avanzaron y los campesinos huyeron hacia la ciudadela de la costa. Allí se eleva, para gracia de Dios y como bien sabéis, el monasterio de Nuestra Señora de Úrsula. No lejos de sus muros de piedra, que el mar quiere roer con salitre y viento, se elevan las casas de aquella ciudad y de los que allí moran, comerciando en la desembocadura del Rin, y con ellos las guarniciones de nuestro sagrado Reino. Hacia allí corrieron las hordas, como las hormigas que salen de la boca de un animal muerto, corriendo enloquecidos contra el monasterio, pues esas bestias de Satanás sólo deseaban destruir la santísima cruz y todo lo que a su sombra se cobija…
—¿Llegaron a la ciudad?
—Allí llegaron y hubo muchas muertes al principio, mientras los soldados se replegaban, inferiores en número y en rabia, tras los muros del monasterio. Pero varios de aquellos demonios conocían la flaqueza del corazón y… ¡Sí! Sabe el demonio cómo mellar la voluntad del bien…, y amenazaron con despedazar a mujeres y niños ante sus propios ojos, con descuartizar y matar como hacen los porquerizos en su oficio a todos sus prisioneros capturados, que gritaban y lloraban desesperados a los pies de los muros…, si no habrían las puertas del monasterio. El abad dio la voz y pidió ayuda a los hombres de guerra, que se defendieron como pudieron mientras los prisioneros empezaban a ser muertos de la manera más horrible y atroz que pueda ser descrita…
Parzival elevaba su rostro bajo la capucha y clavaba sus ojos en la figura del peregrino, que por vez primera se encontró con la pálida claridad de aquel rostro enhiesto y la penetrante concentración de su mirada.
—¿Visteis sus caras? —preguntó Parzival.
—Cubiertos iban con horribles máscaras, pero gritaban ferozmente y nada podía verse en ellos que recordase a la humanidad de los hombres de Dios…
—¿Qué signos ostentaban?
—¡Un cuervo negro iba pintado en sus estandartes!
—El cuervo… —murmuró Esturmio.
—El símbolo —siguió Parzival— del rey de Dinamarca.
—¡La ley ancestral de Gamla Uppsala une la armada de los paganos en el norte! Se han contado muchos prodigios sobre las reuniones que tienen lugar allí… —apuntó el peregrino.
—Sentina de vicios… —Parzival se santiguó—. ¿Quién no ha escuchado historias semejantes? Pero no las menciones. —El monje, como perturbado por una visión, inclinó la cabeza.
—Está bien, hermano, id a buscar descanso y dormid a la espera de un nuevo día —acabó Esturmio de Fulda con benevolencia. El peregrino cedió la palabra humildemente y se marchó en silencio, contraído de hombros, aunque sus labios seguían gesticulando, tal era el arrebato de su verbo. Cerró la puerta al salir.
El abad miró a Parzival, quien murmuró:
—El demonio posee a los paganos, los posee y los envía contra la Misión de Dios.
—Es hora de que me sigáis —anunció el abad. Con la diligencia que mostraban todos sus movimientos, se puso en pie y animó al monje. Abandonaron aquella sala y descendieron por la escalera de caracol. Atravesaron la oscuridad de un amplio corredor y, cuando alzó sus ojos, Parzival se encontró con la sala capitular y los arcos de la iglesia. Había seguido a Esturmio de Fulda como quien camina por un sueño, aletargado por el recuerdo de horribles visiones. La pesada oscuridad de la iglesia, su silencio, la sucesión de arcos en majestuosa procesión, cual hombros de gigantes que cargaban con las bóvedas de misterio en las que habitaba el privilegio de la contemplación celestial, tuvieron un efecto redentor en él. Respiró con menor dificultad y se dio cuenta de que su camino había acabado cuando casi tropezaron con un bulto que no era otra cosa sino un ser humano, un hermano que se arrojaba con piadoso arrobamiento a los pies de una virgen de piedra cuyas formas eran bellísimas, sosteniendo al niño en brazos. El rostro del que rezaba en un murmullo de devotísima cadencia permanecía inclinado bajo los hábitos.
—Se volvió al sentir su presencia y los buscó con las manos.
—Arnauld de Goth, nuestro buen hermano, es Esturmio quien os visita en compañía de Parzival de Maguncia, al que muchos llaman El Arrepentido.
—¡Esturmio de Fulda! Aquí estáis. Hermano, dejad que bese vuestras manos…
Al volverse para acoger en las suyas las manos del abad, Parzival vio por fin los ojos del Ciego de Montsalvat. El blanco se había propagado de la esfera al iris, dándole el aspecto a la vez celestial y temible de un hombre sobrenatural que no pertenece a este mundo. Sin embargo, su piel delicada, su cráneo blanco en el que apenas destacaba una tonsura sin ya fuerza para crecer, aumentaban el aprecio que por lo general siempre debe tenerse hacia una persona tan desvalida y anciana. Sus manos heladas, cargadas de ramos de venas, apresaron la mano derecha de Parzival y la apretaron. Así, sosteniendo su mirada vacía en una busca que pareció por un momento desesperada, se dio por vencido y retrocedió para ponerse en pie lastimeramente, ayudado por Esturmio, que lo socorrió con solicitud.
El anciano persignó el aire y sus ojos vagaron hacia las tinieblas, como si fuese capaz de ver allí lo que ningún otro hombre habría podido percibir.
—Sólo en este lugar me atrevería a hablar, pues los tiempos son negros… —murmuró lentamente.
—Hemos escuchado la nueva en boca de esos viajeros, tal como me pedisteis. La abadía entera ha sido abrasada por el fuego de los demonios del norte —comentó Esturmio.
—Una más…, sólo una mala nueva más… —se quejó el anciano, como atormentado por un gran dolor—. Sin embargo, me sorprende la inverecunda sorpresa de los que se muestran sorprendidos. He aquí una señal del poder que nos amenaza desde el norte…, también desde el profundo mar, patria de monstruos. Al amparo de sus negros poderes, los paganos pueden atravesar los mares y atacar el Reino. Una guerra terrible ha dado comienzo, una guerra en la que las armas de Cristo deben ser esgrimidas en busca de la Justicia y de la Verdad. No hay mayor peligro para el Reino que la rebeldía de los paganos. No hay mayor peligro para ellos que ser poseídos por las mentiras del demonio, de quien, sin saberlo, son devotos esclavos. La posesión y el maleficio se extienden a nuestro alrededor con la persistencia de una plaga pestífera; las trompetas suenan y los sellos se desatan…
Se acercaron unos a otros y así, como en susurros, Arnauld habló de secretos conmovedores y les refirió el plan con el que había viajado por los caminos tras recibir el consentimiento de autoridades superiores en la iglesia del Reino.
—Desde hace más de cincuenta años he luchado como miembro del Concilio Germánico contra el peor de los demonios: la idea que se asienta en el seno de nuestra orden y devora el más preciado de nuestros bienes, el cual requiere además de la humildad devota, que es el don que nos ha sido concedido de la intercesión entre Dios y la Tierra. Allí, muchos se opusieron a la defensa cuando los ataques fueron gravísimos…
»Pero se ha hecho la luz poco a poco, igual que la lanza de fuego de un ángel termina por penetrar las tinieblas e impregnarlas de su vigor extático, volviendo luz lo que era sombra, haciendo bueno lo que era malo, tal es su poder: así empuño yo este pensamiento que también se ha hecho de fuego, corporeizado al fin, como rayo que habrá de liberar la Tierra.
»Dicen que los señores son los perros con los que los pastores conducen a sus rebaños. Pero si esos perros no hacen caso a los pastores, ay, ¿qué será de los rebaños…?
Parzival no encontraba el sentido, todavía oculto, de aquellas frases, pero creía entender cuanto se representaba ante sus ojos. La devota palabra del anciano se volvía ardorosa como el fuego y casi iracunda, para retomar de nuevo al tono de misterio con el que desvelaba y a la vez ocultaba sus intenciones, a las que se refería repetidamente como «El Designio».
—Un brazo secular ha sido puesto al servicio de este designio, y los miembros que hayan de ejecutar este brazo nada tendrán que contar acerca de lo que lleven a cabo, pues yo seré su único confesor y a su vez su guía en ese viaje.
—¿De qué nos habláis, venerable padre? —inquirió Parzival.
—Os hablo de un sagrado misterio… Os hablo de la Lanza de Longinos, que también ha sido conocida como la Lanza de José de Arimatea: os hablo de la Lanza del Destino. Robada hace años del santuario en el que Carlos el Martillo la escondió, yace en poder de las tinieblas… y su misterio alimenta diabólicas intenciones. Pero al fin he conversado con Carlomagno, pues tuve audiencia secreta con el Rey, para poner remedio a este gran dolor. Allí me postré frente al digno señor de los francos con la oportunidad de llorar todas mis penas, contenidas en mi pecho por decenios, y al verter amargas lágrimas con estos ojos secos tal fue la inspiración que me pareció un milagro. Y ante él vacié mi corazón y le dije cuanto temía, y así le hablé de los rebaños, como un pastor más que soy, al que da de comer a los perros de este reino.
»“¿Qué será del mundo si los desórdenes continúan azotándonos, Carlomagno? Oh, no, no lo consintáis, gran señor”, le pedí, y le supliqué que escuchase mis palabras. Así, inclinado y ya marchito como estoy, le hablé de las sombras de este mundo, y de cómo sus enemigos y los nuestros son los mismos, y de cómo amenazan con fauces de lobo, insaciables, la carne de los pueblos, de esas masas de simples que por ignorancia defienden su paganismo sin ser éste otra cosa que el imperium diabolicus, la garra de la bestia y el presagio del Anticristo, que se acerca empujando los tiempos y arañando la Tierra con invisibles uñas cuyo poder, sin embargo, es tan evidente como el sol que se despierta lo quieran o no los gallos perezosos que se obstinan en negarlo… Pero el monje devoto de nuestra orden debe despertar en la oscuridad muchas horas antes, e iluminar esas impenetrables tinieblas de la razón con la esplendorosa llama de la fe.
»Entonces le comuniqué el ignominioso secreto que los hermanos benedictinos ocultaban. Le hablé del dolor de los Guardianes de la Lanza, y de cómo su cripta antiquísima había sido violada por las vulgares garras del diablo a través del que había pactado con él, Remigio. El heresiarca y renegado de Dios fue desenmascarado ante los ojos de Carlomagno, y supo de la pérdida de la sagrada reliquia, cuyo poder va más allá de lo que muchos imaginan. Poder sin límites confiere en la guerra a su portador, le dije, pues es el acero de los romanos bañado en la sangre y en el agua del Encarnado, cuyo pecho pérfidamente atravesó… Sus ojos se abrieron llenos de inconfesable miedo, y entonces supo del creciente poder que el heresiarca Remigio tiene entre los señores de los paganos, donde promulga el Evangelio de la Espada, una corrupta interpretación del cristianismo que combina sus mentiras con las de los paganos del norte… Todo ello, unido a su posesión de la Lanza del Destino, representa un peligro aún mayor, y así lo entendió, como buen cristiano que es, nuestro señor Carlomagno. Pues los enemigos de Dios son los enemigos del Reino, y los enemigos del Reino son los enemigos de Dios. Somos uno, y como uno debemos luchar por la Verdad en la Tierra, amenazada por las estrategias del Maligno.
»Así le hablé del peligro que representan los paganos del norte protegidos por el poder creciente de Remigio, de cómo los diablos penetran en la piel de esos hijos y sobre todo de esas mujeres, que pervierten a tantos hombres, seduciéndolos a toda clase de orgías siniestras y sangrientas, de ritos funestos y devociones malditas, hasta que las legiones de Satanás entran en ellos y los convierten en un pueblo pagano… ¡Mas yo os advierto que esto es mentira! No son un pueblo pagano…, son un pueblo de herejes, y mala hierba es la que crece a sus pies y de la que esos rebaños se alimentan, incautos e ignaros como son los simples, pastorean campos de ruibarbo que los llevan a visiones espantosas y bajo cuyo efecto se enfrentan a la misión evangelizadora, a la verdad de Dios, que es única e inmutable, a sus designios, que son incontrovertibles y que nosotros, orden benedictina, devotos emisarios de su voluntad y humildes mediadores, propagamos por la faz de la Tierra para ruina e ira del diablo.
Arnauld de Goth pareció tan conmovido por lo que decía que buscó asiento, agotado, de modo que se retiraron a uno de los bancos de la nave occidental. Cuando el anciano se hubo sentado, Esturmio atendió en pie a sus palabras, cogiendo su mano derecha, que sostenía dándole apoyo, mientras que Parzival se arrodilló ante él, sin apartar la suya de aquella mirada perdida y blanca que en las sombras se convertía por momentos en los ojos de una escultura sedente, de uno de aquellos ancianos que acompañaban, esculpidos en piedra, la llegada del Altísimo el día del Juicio Final en las representaciones del Apocalipsis que suelen ilustrar las portadas de algunas iglesias, trocado por obra de un milagro en ente de carne y hueso. La luz de la única antorcha, cuyo resplandor ya era débil, apenas tocaba a aquel rincón de tinieblas.
—Así, Carlomagno me cogió por los hombros y entendió mis palabras. Dijo, «¡escuchadlo!», sintiose indigno y lleno de pecado al ostentar esa guardia personal cuando sus enemigos se abrían paso a lanzadas, tiñendo de sangre las blancas ovejas de sus rebaños… Dijo que la mala hierba debía ser quemada. Dijo que los piadosos hombres de nuestra orden, hombres demasiado buenos sobre los que recaía la pesada losa de un deber de piedra, debían ser respaldados para poder llevar a cabo la mediación de Dios en la Tierra, poniendo a su servicio brazos capaces de alzar esas piedras. «He aquí una división de capitanes de Carlomagno, una guardia personal convertida en el brazo secular de esos designios. ¡Trae de vuelta la Lanza del Destino!». Dijo sentirse deshonrado por su propia ceguera, y confesó que mis ojos veían aún más lejos de lo que él había sido capaz de vislumbrar en todos los campos de batalla que había visitado…, pues yo luchaba en un campo de batalla en el que él, aún rey, era sólo ciego.
—¡Qué grandeza…! Alabado sea el rey de los francos —celebró Esturmio.
—Y alabado sea el Cielo por haber traído a la Tierra hombre tan justo y a la vez tan humilde, tan cristiano… Una bendición es Carlomagno para las tierras codiciadas por el diablo, y el fruto de su dinastía es un bien entregado a nuestros pueblos, pues, ¿qué sería de todos nosotros si un tirano se hubiese sentado en ese gran trono? Ay de nosotros, de nosotros… Pues vagaríamos bajo el desorden y la avaricia como sucede entre los italianos, que convierten el Caput Mundi en una sentina de intrigas… No, Carlomagno une la tierra aunque también sabe que ésta ha de ser reflejo pálido pero fiel de la armoniosa potencia angélica que mueve y configura el rostro del Cielo…
Arnauld se serenó, puso su mano en la cabeza de Parzival, y acarició al monje.
—Son tiempos oscuros… He escuchado muchos relatos, y entre ellos oí hablar de vos. Yo soy la mano blanca que os escribía, yo soy el que os esperaba. Yo consentí, con Girárd de Montsalvat, en enviaros a la penitencia junto a muchos otros, pues creo en la redención del hombre y en el castigo del demonio. Otros muchos murieron, pero volvisteis a ser un hombre digno. Y aquí estáis, sois la prueba viviente de que cuanto pensé era cierto. Aquel negro poder abandonó el cuerpo y desde entonces os sentís culpable por cuanto hicisteis…, sin hacerlo, instigado por la horrible posesión del diablo. Ahora…
Esturmio se dio cuenta de que Parzival lloraba amargamente.
—Ahora no os torturéis, mas sentid el látigo en vuestra alma sin miedo y con devota persistencia, pues eso nos lleva a la pureza, que es inalcanzable ya que no hay fin para lo que no tiene principio —siguió el anciano—. Vuestras visiones, Parzival, coinciden con muchas otras profecías que tuve la oportunidad de estudiar cuando mis ojos aún veían del mismo modo que mis dedos, ahora, se conforman con tocar… Parzival, necesito un alma fuerte que cabalgue día y noche junto a ese ejército. Seréis como el confesor de una armada carolingia, pero en realidad sus capitanes os obedecerán como los perros a su señor, en busca del Misterio de la Lanza.
Parzival elevó el rostro, reteniendo su llanto, que calmaba.
—Seréis señor de perros y, a la vez, perro de otro señor, el Único y Verdadero, que os guiará en vuestra misión, cuyo fin es evangelizar, mas haciendo frente a la persistente y negra presencia del diablo entre los paganos. ¿No es acaso cierto que podéis verlo?
Parzival miró los ojos blancos de Arnauld, las facciones pálidas y succionadas de aquel rostro de leche a punto de derramarse bajo los pliegues de la capucha.
—Sí, para ruina y perdición a veces, para justicia otras… Puedo verlos, pero son demasiados, padre… No puedo enfrentarme a ellos. Veo…, veo demonios por doquier…
—Habladme de vuestro tormento, pues no olvidéis que el tormento de unos es la santidad de otros.
—Los demonios me asaltan, puedo verlos al mirar un rostro, en los pasos de cierta mujer puedo ver su presencia, puedo olerlos…, olerlos de tal modo que su hedor a azufre me hace vomitar… Sé cuándo han estado en un lugar, cuándo han fornicado entre mujeres y entre hombres sodomitas… y también cuándo se han marchado y si hace poco o mucho tiempo que se han marchado… Pero ¿qué hacer…?
—¡Defendernos! Defender la fe con la fuerza de un brazo armado, dejar que los perros hagan su trabajo en el rebaño, ser buenos pastores… Yo no puedo acompañaros, mas puedo confesaros y guiaros, pues otros miembros de la orden, como Esturmio de Fulda, me apoyan en esa difícil misión evangelizadora, la menos gloriosa en renombre quizá, pero la más importante de todas por su secreta trascendencia. —Arnauld se inclinó ante el pálido monje—. Es hora de informar a aquellos que me entregaron las credenciales. Nada puedo hacer sin los poderes de los padres de la Iglesia, Parzival, pero para ello necesito vuestra decisión… ¡Es más! Os la imploro, hermano.
Parzival miró al abad con resignada entrega. Asintió levemente, como en sueños, y Arnauld apresó sus manos y se las besó.
—Remigio… ¡él es el mismísimo diablo encarnado! —musitó el anciano—. Combatiremos su orden, la encontraremos como cazadores que buscan una madriguera de alimañas, ¡y le prenderemos fuego! Sé que puedo contar con vos, este encuentro ha sido clave de bóveda en los designios secretos de la Orden. Visteis al hereje y contemplasteis su crimen. Hora es de que extirpemos el mal. —Buscó en vano a Esturmio con un gesto imperioso, y en sus cejas se posó la ira—. Enviad la misiva que os entregué.
—Hoy mismo —respondió Esturmio de Fulda con devoción.
Mientras tanto, se había hecho la hora canónica de completas, y los monjes, más de cuarenta, ya se habían ido sentando en los bancos de madera del coro. Se alejaron de aquella parte, cuando el cantor entonó un Te Deum. Después, todos profirieron un Aeterna fac cum sanctis tuis. Entonces tuvo lugar el canto de los salmos.
Desde el fondo de la nave central, los tres tomaron asiento asidos por las manos de Arnauld, uno a cada lado. En ese momento, el canto de las voces del coro se hizo uno, pues todas las voces de aquellos hombres que lo formaban se habían acostumbrado, con la disciplina y los años que requieren el arte sonoro, a representar a la perfección la unidad.
Gloria in excelsis Deo,
et in térra pax hominibus bonae voluntatis.
Laudamus te,
Benedicimus te,
Adoramus te,
Glorificamus te,
Gradas agimus tibi propter magnam gloriam tuam,
Domine Deus, Rex caelestis, Deus Pater omnipotens.
Domine fili unigenite, Jesu Christe,
Domine Deus, Agnus Dei, Filius patris,
Qui tollis peccata mundi, miserere nobis.
Qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram.
Qui sedes ad dexteram Patris, miserere nobis.
Quoniam tu solus sanctus,
Tu solus Dominus,
Tu’solus Altissimus, Jesu Christe,
Cum Sancto Spiritu in gloria Dei Patris.
Amén.