IX

Ivar mostraba gran mejoría. Vigi se había llevado un auténtico tesoro de la cámara del herbolario, robando al médico de la isla cuanto se había atesorado allí desde hacía más de cien años. Las infusiones, los paños de lana humedecidos en ellas y puestos sobre su frente, los conjuros de Vigi y las oraciones de Angus, así como el calor maternal de Sif, lo arrancaron de las garras de la muerte.

Mientras tanto, la flota se adentró en el mar, que no oponía gran resistencia a su avance. Los remeros empujaron, y perdieron de vista las costas inglesas a su espalda. No muy lejos, dirección sureste, se encontraba el Reino. Las conquistas occidentales de Austrasia estaban ya al alcance de la mano. Widukind clavaba sus ojos en el horizonte, como poseído por el diablo. Su odio era más fuerte que el viento o las olas, y pudieron advertir en él un extraño cambio. A medida que avanzaban, sus palabras eran menos pródigas. Angus sabía lo que sucedía en su pupilo y señor. Aquel rencor largamente guardado en su corazón tomaba el timón de su alma.

—Allí —musitó, encaramado a lo más alto del mascarón.

El sol brillaba, resplandeciendo en el frío cielo. El sabor de la sal impregnaba el aire y las olas eran barridas por una brisa de alta mar.

—¡Carlomagno! ¡Carlomagno! —gritaron los sajones, agitando sus puños. Se inició un canto de guerra danés y los remeros redoblaron su ritmo. La flota entera hizo sonar sus cuernas, como si se tratase de una competición, o como si una bandada de aves de presa hubiesen echado el ojo a sus despavoridas víctimas.

—¿Qué hacer? —preguntó Ragnar—. Prometimos un botín a nuestros hombres.

—Y lo prometido es deuda de sangre —repuso el sajón—. Les dije que tendrían su botín, y está ahí delante. ¡Olaf!

El viejo marinero renqueó por el puente de Fáfnir y respondió con un gesto. Sabía que se avecinaba un desembarco de guerra.

—Eso es el noroeste de Austrasia —respondió el marino—. Ayer mismo hice la cuenta de los días y de las estrellas, y he visto por dónde salía el sol…

—Austrasia… —recordó el sajón—. ¡Hay abadías muy ricas en esa región!

La costa fue acercándose rápidamente, en parte porque las corrientes nórdicas que barrían aquel litoral así lo permitían, en parte porque los daneses se sentían sedientos de batalla y remaban excitados. Angus miraba la aparición del Reino. Una línea verdosa por encima de las cambiantes olas, y detrás, colinas y bosques por encima de largas playas. La desembocadura de un gran río emergió al sur. Ragnar y Thorvald se gritaban desde sus respectivos barcos, que navegaban muy cerca el uno de otro, como en una competición. Se insultaron con blasfemias y malas palabras hasta encenderse, apostando maravillas por el primero que tocase tierra, y en eso Costilla de Hierro llevaba ventaja, pues su langskip tenía menor eslora y era más ligero, y no contaba con la gran carga del saqueo de Lindesfarne que transportaba la bodega de Fáfnir.

Aun así, los hombres de Ragnar se enfurecieron y vibraron como un solo cuerpo. Widukind, encarado a la cabeza del dragón, gritaba desafiantes palabras que enardecían los corazones de los guerreros. El barco de Thorvald fue quedándose rezagado, a lo que el jefe danés, frustrado, respondió dando puntapiés a algunos de sus hombres, hasta que uno de ellos se puso en pie y le dio un puñetazo, iniciando una de esas reyertas que tan comunes son entre los daneses, acostumbrados a la invasión rapaz y al pillaje. Al volverse atrás, Angus contempló la flota danesa cortando las olas hacia la costa, seguro de que se avecinaban grandes desórdenes para las gentes de aquella región.

Al poco tiempo, la costa apareció con una gran playa al pie de solitarias colinas y Fáfnir enfiló contra las olas, dejándose llevar por el rompiente, hasta que entró en terreno de poco calado y arañó la arena con su roda antes de embarrancar. Los hombres de Ragnar saltaron al agua, echaron los cabos y tiraron de Fáfnir hasta que su roda quedó encallada en la playa. Poco después y no muy lejos, el mascarón de Thorvald cortaba la arena, y detrás de él venían treinta y dos naves más, que se alinearon invadiendo la playa. Las cuernas tocaron y un gran clamor se elevó. Una vez aseguradas las naves y echadas las anclas, la horda se reunió y corrieron desordenadamente hacia las colinas. Angus, junto a los más viejos, y al cuidado junto a Sif de los hijos de Ragnar (excepto Halfdan, que obtuvo permiso de su padre para participar en la redada), se quedó en la cubierta de Fáfnir.

Los habitantes de las aldeas costeras ya habían sido advertidos de la llegada de los daneses por unos pescadores, y huyeron en tropel, amenazados por el miedo de legendarias invasiones, hacia los edificios del recinto abacial, o bien tierra adentro, tan rápido y tan lejos como sus fuerzas se lo permitieron. Los daneses robaron el fuego de las fraguas y las antorchas volaron sobre los tejados. El dédalo de chozas de aquellas pobres gentes ardió como hornija ante el hálito de un furente dragón. Mientras el fuego crecía a sus espaldas, pisotearon los huertos que rodeaban los edificios, rumbo a la abadía. Hicieron prisioneros, los llevaron hasta las puertas del monasterio, y gritaron a los centinelas francos que si no las abrían los despedazarían ante sus ojos.

El abad asintió, dado que tampoco contaban con fuerzas para resistir un asedio y serían muertes crueles que pesarían sobre su alma, y los daneses fueron conducidos hasta la cripta del tesoro, que contaba con gran cantidad de joyas, cruces, camafeos, marfiles, cascadas de perlas y muchas otras orfebrerías cristianas forjadas en oro. Se lo llevaron todo y después saquearon las despensas. Se cometieron muchos actos violentos contra aquellas gentes que no pudieron huir a tiempo. El abad, hombre sabio, prefirió ceder cuanto pedían a cambio de mancillar el honor de Carlomagno y salvar su monasterio. Pero tan pronto como los daneses se hicieron con el tesoro, Vigi, que los acompañaba, encendió las antorchas de venganza que prendieron fuego a los armazones de madera y a los paneles y pinturas de las paredes, al altar, a las santas imágenes, y en poco tiempo el abad corría como loco alrededor del monasterio, mientras los novicios, huyendo de la lluvia de ceniza y chispas, trataban de ponerse a salvo. La ira de los sacerdotes daneses, empujados por Vigi, llevó a extender el fuego a cuanto se alzaba alrededor. Las llamas treparon rápidamente y todos los edificios de aquel recinto abacial fueron pasto del fuego. Caía la noche cuando regresaban, ebrios de gloria y sin embargo todavía sedientos de ella. La fascinación del tesoro los había apartado de una persecución de la población, y lo lamentaban, porque echaban de menos a las mujeres. Pocas habían sido raptadas y violadas, para lo que ellos necesitaban, después de tantos meses en el mar.

Widukind observaba el resplandor rojo que se reflejaba en las nubes. El fuego ardería durante días. Les advirtió de que los mensajeros a caballo habían viajado a los puestos circundantes, y que los francos no tardarían en presentarse con una fuerza mucho mayor.

Los daneses tenían un botín, Widukind había provocado a Carlomagno y Thorvald, siempre independiente, insistía en avanzar por el río hasta Amberes, ciudad muy rica en el corazón de Austrasia, para saquearla.

—Necesitaríamos una flota mayor para atacar Amberes con éxito —le advirtió el sajón—. Conozco Austrasia mucho mejor que tú, y no querrás sacrificar hombres y barcos sólo para dejarte llevar por una loca aventura. Si todos los daneses se uniesen podrían sitiar París…, pero hoy son pocos ante Amberes.

Thorvald gruñó algo en un dialecto de su tierra y se apartó de los jarls.

—¿Y adónde iremos ahora? —preguntó Ragnar.

—A visitar a los frisios, quienes quieran seguirme —dijo Widukind—. Es hora de que las hachas danesas entren en Sajonia. He cumplido mi palabra, y Goimo tendrá que enviar un ejército tarde o temprano.

Thorvald se volvió, acariciándose el bigote.

—Os seguiremos, pero antes atacaremos Amberes —aseguró—. ¿Y tú, Harald?

Harald miró a Ragnar, y respondió:

—Yo volveré a Dinamarca para entregar esta máscara a Goimo —señaló una de las forjas realizadas en Lindesfarne— y para decirle que Dinamarca tendrá que unirse a Sajonia y atacar a Carlomagno desde el mar.

Widukind se burló de Thorvald y le aconsejó que lo mejor que podía hacer si deseaba oro era adentrarse en el Rin y remar río arriba en busca de Trajectum, pero también le advirtió de que no conseguiría gran cosa viajando él solo.

—¡Bah! ¡La cruz contra mi martillo! —besó con devoción el amuleto del dios tenebroso que colgaba de su cuello—. Dile a Goimo que prepare sus arcas, pues Thorvald va en su nombre a saquear los ricos cofres francos —y diciendo aquello, Costilla de Hierro se separó de ellos y subió a la cubierta de su langskip.

Widukind siguió su figura con la mirada. No le importaba que el danés actuase con independencia: le satisfacía el hecho de que los vikingos lanzasen un ataque relámpago contra el corazón de Austrasia, aunque no resultase victorioso.

—¡Poneos en marcha! —gritó Ragnar—. ¡A remar!

La flota abandonó la playa y volvió mar adentro. A medida que se alejaban, el cielo, como un telar desgarrado y empapado en sangre, se deshacía al paso del sol herido de muerte: al otro lado, en el este, detrás del negro perfil de la costa, el fulgor de los incendios causados por la invasión vaciló en las nubes hasta desaparecer detrás del círculo del mundo.

Aquella noche, Angus y Widukind conversaban en la cubierta como hacía años que no lo hacían.

—¿Qué es la fe, Angus? —preguntó el sajón, pensativo—. Al final te das cuenta de que todas las matanzas y todos los campos de batalla dejan el mismo hedor en el viento. Sucede de tal modo que después de un tiempo no te das cuenta de ello. ¿Sabes cuánto me ha costado reconocerlo? Demasiado… Al final entiendes que no es la victoria lo que importa, sino la memoria de la lucha. —El sajón se encaramó a la angulosa cabeza de Fáfnir—, ¿Qué es lo que recuerdas de las batallas del pasado?

—No… No sabría responder… No quisiera rememorar nada —admitió el cristiano.

—En mi caso, quizá sea un gesto de alguien que estaba a punto de morir, la mano que suplicaba perdón, o la voz que clamaba por quedarse entre los vivos cuando ya estaba entre los muertos… Déjame recordar… Quizá sea a la mañana siguiente, cuando todo ha pasado… Un terrible cansancio, la sensación de que la espada pesa como mil martillos…, el escozor de las heridas combinado con el olor de la hierba, el recuerdo de que has sobrevivido a la muerte, de que has sido elegido…, para continuar existiendo, para volver a luchar… Una mujer te venda las heridas y sientes que todo tu cuerpo se tensa al encontrarte con sus ojos… La vida, de nuevo, desafiante… No sé, Angus, pienso que al morir nos arrepentimos de todas las cosas que deseábamos hacer y que no hicimos… Pensamos demasiado en nuestra propia dignidad, en el sentido de la victoria, sin tener en cuenta que sólo es un engaño, un medio para alcanzar el fin… Pero el fin no existe. Que nuestros hijos mueran degollados, eso nos tortura día y noche, que nuestras tierras sean quemadas nos da miedo… Pero, si están lejos, de todas esas cosas, ¿cuáles pueden tener lugar realmente? No todas, no, ninguna. Durante todo este tiempo me he planteado la vida, Angus. ¿Qué es la vida? Mirar hacia atrás… o mirar hacia adelante… Y entonces… ¿dónde está el instante que domina el mundo?

Angus se quedó pensativo, aturdido por aquel elogio del momento, que era como una herejía frente a la noción del alma inmortal y la transcendencia del pecado.

—El instante es… inaprensible, es incontrovertible, como los inescrutables designios de Dios —respondió el encapuchado. Los ojos de Angus, heridos por el gélido aquilón, estaban rojos. El sacerdote trataba de recordar algo que había escuchado muchos años atrás—. El instante es la creación de Dios, pues sólo su aliento es capaz de repetirlo infinitamente y de darle movimiento, estando condenado el tiempo, como todas las cosas, a quedarse quieto…

—El tiempo no está quieto, buen amigo, cambia como el viento.

—No es eso lo que digo, sino al contrario, la fuerza de Dios es lo que le da el impulso… ¡Él es el viento!

—¿Y qué somos nosotros en medio del tiempo? Nada…, ¿para qué tomar nuestras vidas en serio…? Cosas…, ¿para qué codiciarlas? No somos nada ni nadie…

Por primera vez en su vida, Angus tuvo la sensación de que se encontraba a solas con Widukind en un lugar al que sólo ellos eran capaces de acceder, una habitación de cuya puerta sólo ellos dos tenían la llave.

—La fe, Widukind, es la fuerza misma que mueve el tiempo, es Su Aliento, del mismo modo que mueve el mundo y empuja el sol, la luna y las estrellas, del mismo modo que el tiempo gira sobre sí mismo, para volver a repetirse y ser creado, del mismo modo el hombre tiene la oportunidad de sentir la fe, que es la fuerza que puede tocar su corazón y mantenerlo en movimiento.

Widukind parecía atravesar con sus ojos cerúleos a su amigo. Angus se fijó en aquel rostro transfigurado. Había algo extraño en él, un cambio terrible en las profundidades de su alma que, como una fisura en las entrañas de la tierra, producía nuevas arrugas en sus rasgos, trocándolo en otro hombre.

—He encontrado mi fe, Angus, en el Evangelio de la Espada, en las enseñanzas de Remigio —confesó el sajón—. La he encontrado, y es hora de que volvamos a ella. Sólo allí está la Verdad, y ahora más que nunca Sajonia necesita esa Verdad para dar el impulso final a mi lucha.