La hora de la forja se acercaba.
Ya era tarde aquella noche. La marea había subido y el monasterio había quedado aislado en medio del mar. Widukind caminó en la oscuridad. Rojas antorchas ardían a ambos lados del corredor principal. Al fondo, un estrecho paso llevaba al despacho del abad. Widukind lo abrió sin llamar y encontró allí a Angus. Miraba hacia el este por la ventana apuntada.
El rielar de la luna tintineaba en el cristal de la noche, propagándose hasta el horizonte.
—Los barcos de Thorvald Costilla de Hierro se han replegado —dijo Angus—. Los daneses respetan a Widukind.
El sajón se sentó en una de las sillas.
—No lo creo. Thorvald teme a Goimo, y se ha dado cuenta de que Ragnar está de mi parte. La llegada de sus naves ha sido decisiva. Jamás se enfrentaría a Ragnar.
Angus miró a Widukind.
—Debo seguirte. No podría quedarme aquí después de lo que ha sucedido —anunció el monje.
—Has librado a muchos de una muerte segura. No ha sido fácil convencer a los daneses, pero la palabra es la palabra. A menudo las personas olvidan sus propósitos… El fin de este viaje era la forja de esos yelmos y armas sagrados, la conquista del acero en la Tierra de Hielo: la hazaña está hecha. Esta noche coronaremos el viaje. Después, dejaremos que los daneses descarguen su furia sobre los francos —con un gesto, Widukind señaló hacia el este, más allá del mar.
Angus miró el horizonte; en algún lugar remoto, Magatha vivía rodeada de sus hijos. Había sido una dura prueba olvidarla. No sabía cuál sería su destino, pero ya se entregaba a él sin remedio. Ante todo, quería salvaguardar aquellos libros, así como el santuario.
—¿Has cargado con los códices que deseabas? Hazte la cuenta —siguió Widukind— de que es posible que mañana este lugar arda. Si quieres salvar algo de valor, mételo en esas arcas y se lo entregaremos a Remigio.
—Ya está hecho, ¡hay libros que no pueden ser sacrificados! —protestó el monje.
Magnachar entró en la sala y anunció que todo estaba listo. Widukind se puso en pie y abandonó a Angus en sus pesares, como poseído por un demonio, y descendió las escaleras.
La cocina había sido convertida en una fragua. Leña y carbón se amontonaban a la derecha en grandes cantidades. Un fuego rojo ardía en el centro. Donde antes se asaba la carne y se cocía en calderos, ahora se preparaba la brasa. Arrastraron yunques y tases hasta el lugar. Martillos, tenazas, petos de cuero para protegerse de las chispas, guantes, todo lo necesario aguardaba la hora sagrada. Los viejos herreros de Lindesfarne esperaban, absortos ante las llamas.
Sus rostros vigilaban pacientemente el fuego. Un sofocante calor inundó la sala y algunos tuvieron que retroceder, mas otros disfrutaban de aquella sensación, tan diferente del crudo invierno que habían tenido que atravesar por tierra y mar. Se quitaron las capas y sudaron, arrebolados por el crepúsculo del hierro. Otra de las hogueras, menos ambiciosa, preparaba un asado en la sala de al lado, donde los hijos de Dinamarca bebían en silencio el escaso medhu que quedaba en sus barriles, que habían vuelto a llenar al norte, después de invadir algunos pueblos costeros.
Algunos esperaban que el hierro robado en la tierra de los dioses, a los pies del Asgard, produjese alguna clase de sortilegio durante su fusión. Nadie quería perderse un solo instante, por si acaso una bendición fuese esparcida por el acre vapor, una bendición que sólo aquellos que lo respirasen podrían disfrutar de por vida.
Colocaron buena parte de las menas en un gran caldero y éste fue puesto sobre las llamas. El aparejo del fuelle, instalado durante el día anterior, comenzó a ser empujado por vigorosos brazos. En pocas ocasiones un fuelle había contado con semejante impulso, pues eran docenas de hombres las que esperaban para sustituir a los que se apartaban exhaustos, y seguir arrojando aire sobre el brasero con renovado ímpetu.
Mientras tanto, muchos de los libros fueron depositados en tres enormes arcones y conducidos hasta la cubierta de Fáfnir. Además, el tesoro de la iglesia fue saqueado y puesto a buen recaudo por Widukind. No había grandes piezas, pero el sajón se repartió con Ragnar el botín, seleccionando para sí todo aquello que tenía forma cristiana, y entregando al danés todas las monedas de oro de los infieles, que estaban guardadas en un mugriento cofre. Como Ragnar se mostró insatisfecho, le advirtió de que a cambio él no tomaría parte en el botín de Austrasia, que prometía grandioso, salvo las piedras preciosas, que repartirían como iguales. A su vez, hubo una nueva bolsa de piel llena de monedas de oro para Camnachar y sus hijos. Fue menos de lo que pretendían, y en realidad demasiado poco, pero Ragnar se amparó en el hecho de que nunca concretaron la cantidad que les pagaría, y además les advirtió de que dependían de los daneses para ser transportados con sus bestias hacia el norte y dejarlos partir de vuelta al oeste de las tierras altas.
Mientras tanto, los martillos forjaban y los moldes recibían la hirviente colada. No se obraron prodigios, pero el hierro fue alabado por los herreros, que lo trabajaron cuidadosamente. Crearon casi una veintena de máscaras, diez espadas, veintidós puñales, catorce cuchillos y trece hachas, número que se le antojó importante a Vigi, no consintiendo que se forjase ni una de más ni tampoco una de menos. Camnachar, como habían pactado, recibió dos de aquellos puñales por orden de Widukind, uno para él y otro para su hijo.
Cuando todo eso hubo sucedido, se acercaba la mañana. Los barcos se separaron de la Isla Santa y desaparecieron mar adentro. Uno de ellos se alejó con Camnachar y los suyos, que fueron llevados a tierra muchas millas al norte. Aquella nave, no obstante, perteneciente a la flota de Harald, seguiría después viaje hacia Dinamarca sin volver con ellos, para informar a Goimo del éxito de sus nietos.
Widukind se despidió del lacónico escocés con un sincero abrazo. Se miraron a los ojos y se trataron con respeto. Estaba casi seguro de que no volverían a verse nunca más.
—Eres un buen padre de tus hijos, earl —dijo el sajón.
—Tú eres un gran señor de los sajones. Vuelve sobre tus pasos —empuñó su espada— y transmite mis bendiciones a Carlomagno.
—¡Así lo haré!
Widukind los vio partir, satisfechos con el resultado de aquella aventura, en la que ni siquiera habían perdido sus caballos y mulas, que mantenían bien atadas a pesar del pánico al agua, sobre la cubierta de aquel knarr que los dejaría en tierra muchas millas al norte de la costa de Northumbria.
Poco tiempo después, las señales de las antorchas advirtieron a los northumbrios de que los daneses se habían marchado. Cuando la marea cedió, los ligeros caballos trotaron hasta Lindesfarne, donde los jinetes se encontraron con los monjes y sirvientes, que les relataron entre la maravilla y el terror todo lo sucedido. Más arriba, el obispo de Lindesfarne les recibió con la dignidad de siempre, sentado en su propia sede. No les dijo nada sobre el saqueo de los libros ni sobre las pérdidas del tesoro, y los northumbrios respetaron desde ese día mucho más la autoridad de Cynewulf, acrecentando todavía más la leyenda de aquel lugar y el poder que la Iglesia católica y la orden benedictina poseían en el Reino de Northumbria.
Sin embargo, después de que el peñasco desapareciese de su visión, Ragnar hizo un juramento y señaló con el puño hacia la Isla Santa. No pasarían demasiados años antes de que Lindesfarne supiese cuál había sido la promesa que el danés había hecho al viento, aunque ésa es otra terrible historia y debe ser escrita e iluminada en otra parte.
Ragnar estaba seguro de que algún día sus hijos serían los señores de aquel mundo, de que existía un vínculo ineludible entre los daneses y las islas del oeste. Amenazó el Reino de Northumbria en nombre de todos sus vengativos dioses, jurando que lo convertiría en su propiedad. Vigi le aseguró en secreto que las armas que habían forjado en Lindesfarne para sus hijos serían las que los convertirían en legítimos conquistadores y dueños de toda aquella tierra.