Se balanceaban en las olas, que rompían con sus cabezas de dragón. Tocaban los cuernos. Los remos bailaban a ambos costados. Las velas se alzaban hinchadas de viento. La flota danesa se cernía alrededor, como a la espera de una última señal, para invadir aquel sagrado reino del Señor y arrasarlo por los siglos de los siglos.
—¡No puedo reconocer los estandartes!
Podían ser suecos, noruegos o daneses, pero hasta que no estuviesen más cerca y la niebla se disipase, no saldrían de dudas.
—A fin de cuentas mis barcos tenían que navegar alrededor de las islas… —murmuró Ragnar, pensativo—. ¡Y desconocemos la suerte de Olaf!
Widukind trataba de contar las naves, pero la visión era confusa.
En ese momento, Magnachar gritó escaleras abajo. Venía corriendo.
—¿Qué sucede, por Odín? —pidió Ragnar, furioso.
—Esos northumbrios se han apresurado, ¡se cuentan por centenares las antorchas en la otra orilla, y la marea no tardará en bajar!
Widukind miró a Vigi. Fue hacia los aposentos del obispo y los abrió. Angus estaba despierto en su celda, en actitud meditativa.
—Será mejor que dejes los rezos para más tarde —ordenó el sajón—. Hace unas horas estábamos solos, ¡pero quieren los dioses que dos ejércitos se den cita al amanecer y nos hallamos en medio! ¡Ocúpate tú de todos los monjes y procura que no entren en la iglesia!
—¿Por qué? Estarán rezando de prima…
—¡Una flota vikinga viene hacia nosotros, y de ser noruegos no podremos detenerlos! Lo primero que hacen es quemar las iglesias, lo sé por experiencia: y si hay monjes dentro, ¡lo celebrarán con hidromiel! ¡Así que haz otro milagro y desaloja la iglesia! Y de paso dile a los sirvientes que se reúnan en el castillo y que abandonen los demás edificios.
Aturdido, mas siguiendo las órdenes y oteando la niebla, Angus descendió en busca de la iglesia y de sus hermanos. Cynewulf quiso acompañarle, pero se lo impidieron, pues era un cuello demasiado valioso si querían coaccionar a los northumbrios. Cynewulf les aseguró que lo que los nobles northumbrios secretamente deseaban es que los vikingos le diesen muerte, para eliminar su influencia sobre aquella costa, pero nadie le hizo caso.
La bruma retrocedía, y una de las embarcaciones vikingas se aproximó a la isla por el este, en busca de una rada arenosa. Ragnar y Widukind fueron a recibirla, acompañados de los escoceses. A medida que los remeros empujaban y la forma crecía sobre las olas, los colores de la vela se volvieron más claros, así como el mascarón.
—¡Ésa es una nave de Thorvald! ¡Mira el estandarte! —gritó Ragnar.
Widukind descubrió las costillas con forma de alas, y junto a ellas ondeaba un mugriento cuervo en nombre de Goimo. Alzó los brazos y aulló como un lobo, entrando en el agua. Los guerreros de Thorvald, listos para el asalto, lo amenazaron, cada vez más confundidos a medida que se aproximaban. La nave entró en el bajío y atrancó en la arena. Por detrás, dos langskips se movían hacia la costa.
Los daneses saltaron al agua cubiertos con sus máscaras, listos para el asalto. Widukind retrocedió y Ragnar levantó el hacha, gritando:
—¡Malditos chotacabras! Decidle a vuestro señor que lo despellejaré vivo si se atreve a poner un solo pie en esta roca buscando guerra. ¡Que traiga sus barcos y acepte el mandato del rey de Dinamarca!
Los daneses lo reconocieron y un nuevo clamor hirvió en la playa. Algunos volvieron al barco, a informar a su jefe. Alguien tocó el cuerno con una llamada completamente diferente. En la niebla, las trompas de caza se comunicaban. La orden de asalto se repetía, y aparecieron más naves.
La niebla se había apartado barrida por el vendaval y los barcos de Thorvald flotaban alrededor de Lindesfarne. En ese momento, en tierra, los northumbrios gritaron insultos a los daneses y agitaron sus antorchas. Las aguas ya retrocedían lentamente, descubriendo el istmo. Pronto los caballos podrían correr hacia Lindesfarne e iniciar el asalto. Widukind sabía que tenían poco tiempo para llevar a cabo el plan.
—Si hay algo que detiene a esos northumbrios es su obispo, por más que se empeñe… ¡Traed a Cynewulf! —ordenó Widukind—, Magnachar: acompaña a Angus con varios hombres y ocúpate de que carguen con todo cuanto os encomiende. ¡Welf! Junto a Ragnar, ve a por el tesoro de los cristianos… —Widukind volvió el rostro hacia el obispo—, enviad a tres de vuestros monjes remando a jurar ante los northumbrios por la santísima cruz que estáis con vida —le ordenó el sajón.
Los tres novicios designados se alejaron remando miserablemente en un bote en el que brillaban dos antorchas, recorriendo el istmo hacia los northumbrios. Vieron cómo se reunían junto a los grandes caballos de los señores. Señalaban hacia la isla y hacían señas con las antorchas. La señal era la esperada. Los señores northumbrios aguardarían mientras no viesen señales de fuego que delatasen la destrucción del castillo o del monasterio. Sin duda, los tres monjes les estarían hablando de los milagros obrados por Angus y por el obispo, y del deseo de los daneses de utilizar las fraguas de la Isla Sagrada.
En ese momento, el cuerno de Ragnar emitió una llamada y desde lejos alguien le respondió.
—Ése no ha sido Thorvald… —murmuró el vikingo.
Aparecieron más barcos, moviéndose con regularidad. Serpientes de agua que avanzaban sin miedo. Saludaban festivamente a Thorvald, pues reconocieron las insignias de los mástiles, y los hombres de Thorvald, confusos por la situación, respondieron.
—¡Harald! Por las barbas de Odín, ¡ése es Harald!
Éikiskiáldi había saltado a bordo de una de las naves de Thorvald, y desde allí había extendido las órdenes. No tardó en interceptar la primera de las naves de Harald, con la que casi rompe. Una vez a la par, saltó sobre los remos y llegó al puente, donde anunció del peligro northumbrio. Entonces las naves de Harald y buena parte de las de Thorvald se unieron y remaron sin remedio al encuentro de los northumbrios. Uno de ellos se aproximó al langskip de Thorvald. Se hacían los saludos, pues los jarls no tardarían en hablar.
—De momento Harald ya sabe que estamos aquí y se dirigen hacia los northumbrios… —dijo Widukind—. Éikiskiáldi ha triunfado.
—¡Vamos! —gruñó Ragnar—, Thorvald no se atreverá a desobedecer mis órdenes… Harald no sólo lleva sus barcos, sino también los míos, los de Goimo, los de nuestro abuelo, ¿qué crees que harán mis hombres cuando me vean aquí y les grite que le corten el cuello a Thorvald? Yo sé lo que harán, Widukind…
—Está bien… —Widukind vio cómo una docena de naves se dirigía hacia el istmo: la isla de Medcaut fue rodeada por un clamor de guerra—. Esto ya no tiene remedio. ¡Vosotros! ¡Venid conmigo a la playa, todos! Erik, coge el estandarte.
—¿Los cuernos? —gritó un danés.
—Hazlos bramar hasta que echéis el pulmón por la boca… Y tú, Thorvald… —Ragnar amenazó con un puño la flota—, espera a que te meta tus costillas de hierro por el trasero…
Las cuernas vikingas comenzaron a emitir una y otra vez la llamada de Goimo. Widukind, desde aquella privilegiada posición, observó el espectáculo. Al principio no recibieron respuesta. Captó la confusión de aquellos hombres que miraban a tierra desde sus serpientes de agua. Incluso en la distancia, podía distinguir los movimientos en las cubiertas, los hombres se asomaban por la borda oteando el monasterio frente a ellos. Ahora Thorvald tendría que dar alguna explicación, y la reacción no tardó en llegar. En la playa, Ragnar agitaba su estandarte y movía los brazos. Entonces uno de los knarr avanzó hacia la costa. Los remeros empujaron. Los hombres de Ragnar entraron en las olas y recibieron con vítores la llegada de sus compañeros. Widukind vio cómo otras embarcaciones iniciaron el camino, hasta que todos los hombres de Ragnar y sus barcos tocaron la arena de la playa. Ahora superaban en fuerza a Thorvald y a Harald juntos. Y la embarcación de Harald avanzó hacia la costa, seguida de sus dos compañeras. Se festejaba el encuentro en la playa.
Widukind miró hacia las nubes, y más allá, hacia el horizonte en el este. En algún lugar debía estar su propia tierra… ¿Qué hacía Carlomagno, aparte de servirse de la discordia entre la nobleza sajona para llevar a cabo sus propios planes…? Allí tenía el ejemplo una vez más, Thorvald se habría enfrentado a Ragnar. ¿Qué habría sucedido si no hubiese llegado el resto de la flota? Nunca lo sabrían.
El aire gélido cortaba su rostro. Se arrebujó en la manta.
—Oscuros son los caminos del Señor —dijo la voz detrás de él.
Widukind se volvió para descubrir el rostro de Angus.
Strandhögg![11]
El clamor se levantó con el grito invasor de los vikingos. En ese momento, las naves de Harald embarrancaban en el istmo y sus hombres saltaban por la borda, proferían el nombre de Thor y corrían contra los northumbrios, cuya caballería retrocedió para dejar que los daneses perdiesen ímpetu. Después, el choque del acero afiló el aire en un combate desigual y poco decidido. Los northumbrios volvieron tierra adentro a caballo, al tiempo que los daneses, satisfechos, se dividieron. Unos volvían caminando hacia los barcos y la isla, en busca de botín. Otros avanzaron hacia la aldea, para saquearla. Fue en ese momento cuando aquellos que venían se encontraron con los hombres de Ragnar, que los pusieron al día.
Thorvald aseguraba ahora que las órdenes de Ragnar habían sido confusas, y por eso había animado a las embarcaciones a proteger el istmo. La imprecisión del plan de Widukind fue soslayada rápidamente, a pesar de que Ragnar amenazó a Thorvald con encerrarlo en un nido de víboras en varias ocasiones. Cuando se supo que Lindesfarne no sería saqueado ni incendiado, reinó nuevo desconcierto y los daneses estuvieron a punto de enfrentarse unos con otros. Vigi cruzaba palabras con Thorvald. Ragnar logró convencerlos de que el propósito de aquel viaje no era el saqueo sino la forja de las armas sagradas, utilizando los hornos ancestrales que se ubicaban en las entrañas de aquella fortaleza desde tiempos inmemoriales. Ésa era la promesa que le habían hecho a Goimo. Además, recordó el voto a Odín en nombre de Thor, si salvaba a su hijo de la muerte, y debía defender el juramento al dios con su propia vida si quería conservar la de su hijo. Una vez forjadas las armas, la proximidad de un ataque en la costa de Carlomagno calmó los ánimos belicosos de los vikingos, y Widukind vio cercana la hora de llevar a cabo su plan. Al fin había logrado canalizar aquella energía contra el litoral del reino. Después de una sucesión de asaltos en el litoral de Northumbria, los daneses habrían preferido volver con el botín a Dinamarca. Así, al marcharse con las manos en general vacías, eran como hambrientos lobos de mar que se dirigían a calmar su sed de sangre y de oro hacia las ricas abadías del Reino.
Widukind deseaba salir de allí cuanto antes, y no desperdiciar un solo mandoble danés. Si había un lugar en el mundo en el que debían entrar a sangre y fuego, y donde no tendrían piedad alguna, ése era la costa noroccidental del Reino de los Francos.