VI

Así como el tiempo no parece transcurrir con la misma medida por obra y gracia del Altísimo, del mismo modo aquel momento se extendió por encima y por debajo de ellos, causando honda impresión en sus almas. El terror dio paso a la esperanzadora fe en un milagro entre los amenazados monjes. Widukind parecía transfigurado.

—Angus…, ahora todo está claro.

—No des muerte a estos hombres, ¡te lo suplico! Aquí sólo se ha hecho el bien. Ese obispo al que amenazas es un buen hombre…

—Ahora lo entiendo —murmuró Widukind, sin prestar atención a aquellas palabras, sin apartar los ojos de la mirada de Angus.

Vigi se volvió y escupió sobre los pedazos desgarrados de la Biblia. Ragnar se serenó, y aquel furor asesino que se había apoderado de él pareció abandonarlo poco a poco, dejando a su paso un sentimiento de profunda frustración.

—Levántate… —le pidió Widukind a Angus, y lo alzó tomándolo por un brazo—. ¿Qué haces aquí, aparte de esperarme?

En ese momento, las puertas del fondo resonaron con estruendo. Los escoceses, a caballo, el resto de los daneses, los hombres de Widukind, Haitha, Sif y los niños entraron en la iglesia y atrancaron las puertas con el gran riel. Afuera se proferían amenazas y maldiciones. La guarnición de los northumbrios ya había descubierto su presencia.

—¡No son muchos, pero rodean el edificio! —gritó Sif.

Algunos de los monjes más viejos, al oír la voz de aquella mujer, se santiguaron como si hubiesen escuchado la voz del mismísimo diablo. Otros novicios se volvieron y miraron, aturdidos por lo insólito del hecho. La rubia caminó ferozmente entre los bancos y puso a cubierto a los niños. Los caballos relincharon, bestias que invadían el templo del Señor. Uno de ellos echó sus bostas frente a la pila de agua bendita.

—No creo que lleguen al centenar —gritó ella, adivinando la siguiente pregunta de Widukind.

—¿Cuántos son? —preguntó éste quedamente a Angus, sin tono alguno de amenaza.

—Tiene razón y la niebla la engaña, en estas fechas y dada la boda de uno de los señores de Uriens, no hay más de cincuenta guerreros northumbrios guardando el castillo y defendiendo la región.

—Poco le importas a tu señor —dijo Vigi al obispo, que se había puesto en pie con gran humildad, mas sin perder la dignidad.

—Menos me importa él a mí —respondió Cynewulf—. Esta comunidad se dedica a la espiritualidad desde hace más de doscientos años, y los señores de Northumbria se dedican a desangrarse entre ellos después de desangrar a las pobres gentes que…

—¡Habla cuando te lo pidan! —lo amenazó Vigi, enseñándole su cuchillo—. Deja tus lisonjeras palabras para los tontos aldeanos…

—Espera, Vigi —pidió el sajón.

—¡Este hombre ha obrado un milagro! —gritó Widukind, señalando a Angus—. Pues ha impedido que todos vosotros fueseis despedazados por las hachas de los daneses…

Los ancianos murmuraron. Los novicios se santiguaban sin pausa, aterrorizados por aquella noticia, alabando la gracia del Cielo.

Widukind cogió a Cynewulf por el hombro izquierdo e hizo una señal a Vigi. Éste empuñó su cuchillo y lo puso en el cuello del obispo.

—¡No…!

Un profundo pesar se elevó como un clamor entre los monjes. Para muchos de ellos, aquél era como un buen padre. Suplicaron a gritos por su vida.

—Ahora vas a pedirle a esos northumbrios que hagan lo que yo les diga, y quiero que abandonen la isla antes de que la marea suba; si no lo hacen, ¡os despedazaremos y prenderemos fuego al monasterio!

—No será necesario…

Otra señal de Widukind bastó para que el cuchillo se apartase del cuello del obispo. Éste, escoltado por Vigi y Ragnar, se alejó hacia la entrada de la iglesia. Escucharon el seco intercambio de palabras. Widukind fue hasta allí y se unió a la comitiva después de intercambiar miradas con Angus.

Fuera, iluminados por antorchas cuyos halos se deshacían en la niebla, varias docenas de hombres armados los esperaban. Cuando vieron al obispo guardaron mortal silencio.

—¡Marchaos! —les ordenó éste—. Eso os pido. Confío en estos hombres. Tendrán lo que quieren a cambio de preservar nuestras vidas, y respetarán los templos…, ¿es así?

Widukind, que sabía que muchos de aquellos novicios serían hijos de la nobleza northumbria, habló:

—Es así, empeño mi palabra. Pero si volvéis con cientos de hombres y nos amenazáis, si no nos dejáis marcharnos, encontraréis cadáveres detrás de las minas de Lindesfarne. Todos sus moradores serán sacrificados, y el castillo y el monasterio reducidos a cenizas. A ese precio conservaréis la vida.

Los hombres, de gesto torvo y no del todo convencidos, retrocedieron a una orden silenciosa de su líder, dada con la mano derecha.

—Mis hombres os vigilarán. ¡Debéis abandonar la isla! —siguió Widukind.

El obispo tradujo las peticiones al acento de la comarca, repitiendo las palabras del sajón.

Los northumbrios se miraron entre ellos. Uno, el que parecía ser el señor de aquel destacamento, se dirigió a Widukind.

—Como sheriff de esta región, te exijo que cumplas tu palabra.

Aquello era como decir nada, salvo pretender mostrar autoridad frente a sus propios hombres en un momento en el que debía retirarse en lugar de atacar. Después empezaron a retroceder, lentamente.

—No disperses a tus hombres —ordenó el duque.

Ragnar y buena parte de los daneses salieron y persiguieron a los northumbrios colina abajo; mientras tanto, Vigi amenazaba el cuello del obispo con la punta de su cuchillo. Una gota de sangre se deslizaba ya por la piel del cristiano.

La tarde había caído y la marea subía, cubriendo el camino de los peregrinos. A pesar de la niebla, habían visto cómo las antorchas se multiplicaban al otro lado del istmo. Los northumbrios vigilaban Lindesfarne, posiblemente con la ayuda de voluntarios de las aldeas vecinas, y Widukind estaba seguro de que habían enviado mensajeros en busca de refuerzos. Aquel earl, designado sheriff en la región, se sentía burlado, y sabía que los invasores eran un número demasiado reducido como para dejarse amedrentar por las palabras de Widukind. Volvería con muchos más hombres para obligarlos a rendirse, a no ser que decidiesen escapar con los rehenes a hombros.

—Mañana por la mañana, o quizás en dos días o tres, el señor de Uriens se presentará aquí en persona al frente de buena parte de sus hordas, y aprovechará el rapto para hacerse con el poder de Lindesfarne, y eso traerá una nueva guerra en la región… —meditó el obispo.

—Y entonces nosotros estaremos muertos, así que poco me importa —dijo Widukind.

—¡Debimos matarlos a todos! —gritó Vigi.

—No podríamos habernos enfrentado a esos northumbrios, demasiados —siguió el sajón—. Hemos ganado tiempo, tenemos los hornos de Lindesfarne a nuestro servicio, forjaremos espadas y hachas. Eso es a lo que habíamos venido, ¿no? Ascendamos al castillo, que los monjes vayan a sus celdas, dejadlos en paz.

La rabia contenida dominaba el rostro de Vigi, que miraba penetrantemente los ojos de Angus. Éste acompañó a los daneses colina arriba hasta la fortaleza. Las llamas de las antorchas oscilaban en el viento, protegidas en los recodos del muro, donde guardaban la entrada abierta de la fortaleza. Los pocos sirvientes que había en el lugar se inclinaron ante los daneses, y saludaron medrosamente al obispo, cuya presencia les infundió confianza.

—Nada tenéis que temer de estos pobres hombres —dijo Cynewulf—, os ayudarán si yo lo pido. Creedme.

—Si alguien empuña cuchillo o hacha contra uno de nosotros, le abriremos la espalda y arrancaremos sus costillas una a una —amenazó Ragnar.

Los sirvientes evitaban sus airadas miradas, aterrorizados por el sonido de sus palabras, como si fuesen capaces de entenderlas a pesar de desconocer el lenguaje; tal es el poder del entendimiento.

Al poco, llegaron a la cámara que el obispo utilizaba para la administración de aquel lugar. Fue entonces cuando oyeron desgarradores gritos de terror. Las escaleras descendían y un resplandor como de sangre humedecía las paredes. Despensa y cocinas se extendieron ante sus miradas, con los grandes fuegos ardiendo ante ellos. Allí, un hombre apresaba a una mujer por los hombros. La había privado de la ligera túnica y la echaba sobre una de las mesas, en la que se amontonaba el despiece de un animal. Así, entre carne recién muerta, se disponía a sacrificar a la joven, que se defendía inútilmente con manos y piernas, profiriendo las más horribles maldiciones que hembra alguna podría lanzar.

Widukind apartó al danés de un empujón. Éste, enceguecido por el deseo y ya dispuesto a consumar su crimen, hizo caso omiso. Se volvió y alzó la mano para golpear el rostro de la joven, ansioso e impaciente, cuando Widukind se la apresó y lo echó de espaldas al suelo. La mujer corrió a esconder su desnudez ante tantas miradas. Éikiskiáldi, pues no era otro el violador, miró furibundo a Widukind. Echó mano de su cinto, pero el arma no estaba allí; entonces el puño cerrado del sajón se descargó sobre la mitad de su cara que carecía de expresión y lo hizo caer, aturdido, pues no era hombre de gran cuerpo. Volviendo en sí, miró al sajón con la sorpresa de quien desconoce la naturaleza del mal.

—¿No has oído que he dado mi palabra?

Éikiskiáldi temblaba de ira.

—¿No lo has oído? No rompas la palabra de tus señores… Ni violaremos ni mataremos a no ser que rompan su pacto, ¿me entiendes?

El danés miró a Ragnar con desprecio y sus ojos se encontraron con los de Vigi, cuya mirada se clavaba en el sajón. Éikiskiáldi profirió una maldición y escupió sobre las botas de Widukind, después abandonó las cocinas. Angus miró a su alrededor. La joven vestía su túnica de nuevo. Era una muchacha de no más de doce años, muy hermosa a pesar de su simplicidad.

—¡Si quieres mantener a tus mujeres a salvo, enciérralas en un lugar seguro hasta que nos marchemos! —exigió Widukind a Angus.

Después de aquel acto, comentado por todos, se hizo el silencio. Los daneses evitaron a Widukind, y Ragnar apenas hablaba. Se preparó un banquete para ellos, antes de turnar las vigilias de la isla.

Widukind y Angus se marcharon hacia el piso superior, donde Cynewulf los esperaba.

—Ha sido un noble acto —confesó el monje a su viejo amigo, encendiendo la lámpara.

—Ha sido malo para nosotros, puedes creerlo… —reconoció Widukind—. Pero ya ha ocurrido y no podemos cambiarlo.

—Cynewulf dice que sois un hombre noble y no un bárbaro, que puede leerlo en vuestros ojos.

—Dile a Cynewulf que no tiente la suerte… —lo amenazó el sajón, frustrado.

La mole del castillo se elevaba, y así, siguiendo el orden de sus ventanas y de sus pisos, pasaba de la Tierra al Cielo como de lo material a lo espiritual. Mientras las cocinas y el fuego lascivo de los pecados terrenales se albergaban en el primer piso, en el segundo se hallaban las cámaras de descanso y los salones donde los señores comían y donde los estudiosos podían intercambiar algunas de sus ideas, siempre y cuando la regla de silencio lo permitiese. Por encima de todo estaba el scriptorium, lugar en el que se desarrollaba una tarea de la que Angus deseaba dar cuenta al sajón. Más allá, la escalera partía de este espacio para entrar en la biblioteca de Lindesfarne.

Al mover la lámpara, cuya llama no era demasiado ambiciosa, Widukind sólo pudo distinguir una serie de extraños aposentos de madera de diferentes inclinaciones y sillas de diversa medida. Por encima, instrumentos que no había visto jamás. Potes con tinturas de colores, plumas de ave, crayones de lignito, cientos de pinceles. Libros abiertos sobre los escritorios. Algunos hechos para gigantes; otros, minúsculos. Los signáculos se entrelazaban en interminables ristras a lo largo y ancho de los folios. Los símbolos jugaban entre ellos, sus punteados detallaban maravillas para las que el pagano no tenía nombre.

Muchos estaban redactados con la letra moderna minúscula carolingia, otros reflejaban la influencia de los monasterios hibernios por usar la letra llamada entre los amanuenses insular, pero había códices con la visigótica, la uncial, la gaélica e incluso la merovingia en sus siete variantes, raras de encontrar en las islas por haber sido prohibidas en el Reino tras el advenimiento de la nueva dinastía carolingia, que exigía en todas las bibliotecas el uso de su propia caligrafía. Enormes capitales se abrían al pie de las rúbricas como rosas cuyos pétalos, tintados de verde pálido y bermellón marchito, se diferenciaban unos de otros en armoniosa confección geométrica, como si tratasen de descubrir en el dibujo la forma perfecta que Dios daba a sus conceptos, ocultos en la imperfecta variación infinita que ofrece la naturaleza, y que los miniaturistas eran capaces de retratar con mucho arte.

Angus puso la lámpara en otro lugar, acercándola, y la luz iluminó un gran códice.

—Ésta es la Historia ecclesiastica gentis Anglorum, parte del tesoro de Beda el Venerable, una de las copias más bellas que pueden encontrarse en los monasterios de las islas. Aquí se ocupa del período anterior a la misión de Agustín de Canterbury. Consta de una recopilación de escritores como Orosio, Próspero de Aquitania, Gildas, las cartas del papa Gregorio I y otras, con la introducción de algunas leyendas y tradiciones propias de estas tierras.

Widukind quería interrumpir a su amigo y maestro, pero el entusiasmo que lo dominaba era tan febril, era tal la pasión que sentía por aquel lugar, tanto el ímpetu que lo impelían a comunicarle aquellos asuntos, que no logró detenerlo, en parte porque fue seducido por la información que el monje le facilitaba, información que, en su mayor parte, le era ajena y perteneciente a un mundo desconocido.

—¡Y ésta es De Temporum Ratione, la obra maestra de Beda! Es su libro más importante, en cuanto trata el divino ámbito del tiempo… ¡No es un libro propiamente de hechos y dichos, sino de acontecimientos y cosmología! En él se plantean los problemas de los calendarios, y Beda intenta establecer una sucesión que los relaciona… Su propuesta es la cronología a partir del Nacimiento de Cristo, después de analizar todos los calendarios. Beda también se plantea otros problemas, como los derivados de las fechas litúrgicas cristianas. Su principal problema radica en la Semana Santa, que se debe celebrar en la primera luna de primavera, ya que la tradición sólo conoce la fecha a partir de la Pascua Judía. También se plantea la dificultad de hacerlo en la luna llena o en el domingo siguiente. Esto, que a primera vista es un problema sin importancia, cobra relevancia si recordamos que el resto de las fiestas litúrgicas derivan de la fecha en la que se celebre la Semana Santa…

—Detén tu lengua, Angus.

El monje guardó silencio bruscamente y miró a Widukind.

—¿Qué es lo que quieres mostrarme?

—Este lugar es de un enorme valor…, aquí se guardan los manuscritos de un sabio, y él mismo trabajó en este lugar durante años.

—¿Por qué habría de importarnos a nosotros…?

—Lo que oyes es valioso, Widukind. Ahí arriba… —Angus apresó la lámpara y caminó hacia las escaleras, que empezó a subir ante la atenta mirada del duque—, ¡sígueme!

Los peldaños recortaron sus ángulos hasta dar con el siguiente plano del edificio: tan lejos como la luz podía ir, que no era mucho, grandes armaría con plúteos atestados de libros se prolongaban creando pasillos en un espacio no muy ancho, que sin lugar a dudas era la antesala a otras cámaras llenas de libros. Olía de un modo diferente, como a una indescifrable mezcla de hierbas, todas ellas rancias a pesar de benignas en otro tiempo. Angus atravesó aquella sala y recorrió un pasillo polvoriento, después torció a la derecha y se detuvo. La mesa del centro, al pie de una gran ventana cerrada donde los cristales plomados sólo dejaban asomar el rostro de las más impenetrables tinieblas, estaba llena de libros.

—Todos ellos colocados de manera ordenada —explicó Angus, maravillado—, sin duda alguna respondiendo a una voluntad por parte del bibliotecario, como suele ocurrir en todos estos casos, a no ser que la desidia, el descuido o el desprecio desbaraten el sagrado orden en el que deben permanecer los libros, por ser éstos como lenguas dispares que, si se desatan, hablan todas a la vez y pierden todo el sentido de la unidad, que es la esencia de la sabiduría universal…

—¡Loco Angus! ¿Acaso los has leído todos? —inquirió el sajón.

—No puedes quemar este lugar —dijo Angus entonces, y su rostro mostraba una severidad que nunca antes el sajón había advertido en él.

Widukind vaciló.

—No es necesario quemarlo… —repuso. Ahora entendía el apasionamiento y las intenciones de su mentor—. Pero si la situación se complica, tendré que hacerlo. No dejaremos nada en pie si…

—¡No puedes quemarlo! —gritó el sacerdote, interrumpiendo sus amenazas. Y miró fijamente a Widukind. Éste pensó que su amigo había pasado demasiado tiempo entre lecturas.

—Te propongo un trato —dijo el sajón—. Aun si las cosas se complican, faltaré a mi promesa de prender fuego a este lugar a cambio de prendas…

—¿Qué prendas?

—Las que yo elija con tu consejo…

—Oh, pecado sobre pecado… —se lamentó el monje.

—Llevaremos algunos de estos libros al templo de Remigio…

Angus pareció muy contrariado.

—… así como otras prendas que considere valiosas. Este lugar está lleno de misterios de gran valor que Remigio y sus monjes sabrán apreciar, sin duda. ¡Y tú vendrás conmigo!

—¡Otra vez…! ¡No!

—Nuestro destino está unido, lo vi claro cuando te encontré en la iglesia. Detuviste el hacha de Ragnar y salvaste muchas vidas…

—No fui yo, sino la voluntad del Señor.

—¡Tú mismo lo has dicho! —los ojos del sajón se encendieron en el resplandor de la lámpara—. Todo ha sido voluntad del Señor. Desea algo de nosotros, eso me ha dado fuerzas en horas oscuras, y eso ha guiado una aventura imposible hasta los confines del mar infinito, y eso nos ha unido, ¡su voluntad!

Angus, confuso, dejó la lámpara y se apoyó sobre la mesa con ambas manos. Sus ojos divagaron de idea en idea, como si su vida fuese un torbellino de hojas secas que el viento hacía girar en el resplandor.

—No puede ser cierto…

—¡Lo es!

—No iré contigo.

—Irás, o enviaré a la hoguera todos estos libros. Y tú mismo entregarás los preciados tesoros a Remigio el Piadoso, completando el templo con estas prendas que viajarán a la oscuridad, y me acompañarás hacia la Gran Guerra, y salvarás de la ruina este monasterio, esta biblioteca y a todos esos monjes…

Aturdido, Angus retrocedió hacia la entrada de la cámara. Widukind empuñó la lámpara y lo siguió. El monje daba la vuelta para entrar en el pasillo cuando se encontró con un rostro que, en la penumbra, lo llenó de espanto.

—Cynewulf… —lo saludó Widukind, en quien los fantasmas de los difuntos provocaban poco pavor.

—Os buscaba, sajón.

—Te pedí que esperases en tu cámara y aquí estás… —recordó Widukind, desconfiado. Cynewulf miraba a Angus, y éste agachaba el rostro, avergonzado por su pasado y por la ocultación que había hecho del mismo desde que llegase a Inglaterra.

—No te castigues de ese modo, hermano. Misteriosos son los caminos que el Señor escoge para nosotros. —Miró a Widukind y le respondió—. He subido a por ciertas hierbas que se ocultan en un armario de la biblioteca. Su poder es tan benefactor, que siempre se ha creído que cuidan de modo especial a nuestros libros con su aroma. Por ser raras de advertir y dado que no siempre crecen donde fueron encontradas, se reservan para asuntos importantes. Pero ya he visto que varios de tus compañeros están enfermos. Y especialmente ese niño requiere de su uso. Aquí están —el obispo mostró una pequeña bolsa de piel—, subí a por ellas cuando escuché vuestras voces, pero son ellas las que me atrajeron por bien de ese niño.

Widukind dio consentimiento y se marcharon. Angus, apesadumbrado, se retiró a una de las cámaras; Cynewulf, tras entregar la bolsa de hierbas a Vigi y darle algunos consejos, fue encerrado junto a muchos de sus sirvientes en su propia cámara, que debía servir de dormitorio. Los daneses habían renovado el turno, y algunos sajones se habían marchado con ellos a vigilar el istmo cubierto por la marea. Cuando Widukind entró en la cámara, buscó a Ragnar con la mirada, pero no estaba allí. Vigi, en cambio, volvía de las cocinas con un espeso caldo. Sif velaba el cuerpo del pequeño Ivar, tendido sobre un lecho de lana, cubierto de sudor y convulso, como poseído por algún demonio. Lo habían lavado con agua caliente y secado después. Respiraba con dificultad, parecía congestionado por humores malignos. Vigi se aproximó a Sif y le entregó el cuenco. Ella incorporó al niño con la ayuda de Halfdan. Mientras el hermano mayor lo sostenía, Sif lo despertaba y lo obligaba a beber aquel líquido y a respirar aquel vapor. No llevaba ella ninguna de sus prendas de cuero con las que se vestía como un guerrero. Las formas de su cuerpo se delataban tras la túnica, ceñida con un cinturón, y el pesado martillo de Thor de su torque de plata marcaba la división de su generoso pecho. Sus cabellos, desordenados y rubios, eran recogidos por una diadema poco ostentosa, que los obligaba a recorrer su espalda. Así, bajo la amenaza de la muerte, Widukind sintió una vez más el deseo. Ella elevó los ojos verdes y se encontró con la mirada de él. Luego volvió su rostro hacia Ivar.

—Ragnar ha hecho una promesa —anunció Vigi sombríamente.

Widukind se volvió, sin preguntar nada.

—Ha hecho una promesa a sus dioses siguió el hechicero, y sus ojos amarillos ardieron. —Ha jurado en el nombre de Thor a Odín, que si su hijo muere en este lugar y las plantas no lo sacan del trance en el que se halla, lo arrasará y no dejará una sola piedra en pie. Eso ha dicho y así me ha pedido que te lo diga, Widukind, hijo de Warnakind.

Sif miró a Widukind, cuyo rostro impenetrable no movió un músculo. El sajón fue junto a Ivar y puso su mano suavemente sobre la frente del niño. Después volvió a mirar a Sif, hasta que ella se sintió perturbada por aquella insistencia, casi apremiante, del deseo. Widukind fue a la mesa y cogió un pedazo de carne, pero estaba demasiado frío; luego se marchó a las cocinas. Mientras la situación empeoraba, la necesidad de poseer a Sif crecía como un fuego en su interior. Allí, los sirvientes se hacinaban junto a uno de los hornos. Los sacos en los que se acumulaba el hierro de la Tierra de Hielo ya esperaban para la forja. Widukind tomó carne de un espetón recién castigado por las brasas y comió lacónicamente. Después se apartó y, del mismo modo que aquellos hombres caían dormidos, sentados en espera del incierto desenlace de sus destinos, él recordaba el cuerpo de Sif, desnudándolo una y otra vez, y no podía apartar aquella idea de su cabeza del mismo modo que su preocupación crecía.

El toque de una cuerna lo despertó. Se puso en pie bruscamente y descubrió a su alrededor a algunos de los sirvientes, amedrentados. Tomó una escudilla de leche caliente con miel, se la bebió con prisas y ascendió al nivel superior. Algunos dormían, pero otros se habían despertado y daban patadas a los más perezosos. Ragnar salía del letargo como un enorme oso que abandona su caverna. Al fondo, Sif, que había dormido abrazando a Ivar, abría los ojos y lo observaba.

—¿Cómo está? —preguntó Widukind.

—Mejor. Las bondades de las plantas que crecen en esta isla no son falsas, parece que se salvará —reconoció Sif.

Widukind y Vigi se miraron, como dos águilas que caen al vacío desde el centro del cielo. Pero en ese momento un nuevo clamor crecía alrededor y todo el mundo quería ver el mar.

—¿Y ese cuerno? ¿A quién llama? —preguntó el sajón a los que corrían escaleras arriba.

—¡Abrid esa puerta y dejadme mirar! —gritó Ragnar.

La pesada puerta, que permanecía atrancada durante casi todo el invierno, fue abierta y el pequeño espacio del balcón almenado les ofreció una extraordinaria visión.

Por debajo, un mar de pesadas nieblas se deslizaba ocultando la base del peñón y el resto de la isla. La fortaleza parecía flotar sobre el mundo en virtud de un encantamiento. Más allá de esos cimientos etéreos, la bruma se deshacía y la bahía era azotada por galernas furiosas.

—Por los dientes de Loki —escuchó el duque sajón.

—¡Allá! —gritó Welf.

—¿Qué veis?

—¿Te refieres a eso?

El muchacho señaló la bahía: allí, suspendida en medio del vendaval cuando el viento parecía querer arrancar las olas del mar y llevárselas por los aires convertidas en rachas de lluvia o demoníacos espíritus marinos, detrás del cendal de bruma que protegía Lindesfarne como un escudo mágico…, allí en medio aguardaba una flota vikinga de al menos veinte naves.