Después de algunos días delirando, volvió entre los vivos. Aturdido, el sajón sintió la mordedura del frío glacial en los huesos. Sus ojos cansados pudieron ver la tienda de pieles que ondulaba por encima de su cabeza. Las imágenes espantosas de aquel sueño no le abandonaban, pero la realidad se sobrepuso a la persistencia del recuerdo. Los cuentos de Angus sobre el fin de los tiempos revivían en su memoria cuando una noche se hacía enemiga y ni siquiera la infusión de valeriana le dejaba conciliar el buen sueño. Le había sucedido desde que muriese su padre, especialmente desde que tuvo lugar la traición de Patherbrun. Había cargado sobre sus espaldas el peso de toda una tierra, Sajonia, y no se había podido librar de esa responsabilidad. Incluso en su resentida marcha, albergaba en todo momento el deseo de volver, y sólo quería convencer a los daneses y lograr su apoyo solidario en una prolongada guerra contra el Reino.
Escuchó voces a su alrededor. Halfdan, el hijo mayor de Ragnar, lo miraba con curiosidad. Cientos de preguntas centellearon en la mente del duque sajón. Llevaba demasiado tiempo apartado de la realidad y necesitaba respuestas para volver a situarse en ella; quería escapar del torbellino de los presagios y de las imágenes de aquellos sueños apocalípticos.
—Tus hermanos…, ¿dónde están…? —fue lo primero que preguntó.
Halfdan, entusiasmado, dejó el cuenco que sostenía en las manos y abandonó la tienda. Oyó los gritos del niño afuera. Varios rostros se asomaron a la tienda. Olaf, Ragnar y Welf lo miraron.
—Mis hermanos están aquí… —dijo Halfdan, agachado detrás de la enorme figura de su padre.
—Nunca imaginé que diría algo así —reconoció Ragnar—, pero me alegro de que hayas vuelto entre los vivos. Más que nada porque estoy harto de verte holgazanear…
Olaf puso su mano en la frente del sajón. —Está mucho mejor, saldrá de ésta. Os lo dije—. No creas que no te he oído…, apestoso danés… —murmuró Widukind.
Ragnar sonrió, satisfecho.
—Pasaste demasiado tiempo en el agua, y los perros sajones no estáis acostumbrados a esa clase de baños —bromeó Olaf.
Widukind hizo un esfuerzo por dar la réplica, pero Olaf puso una mano en su boca, impidiéndoselo. Vigi tomó la palabra. El rostro del hechicero parecía congestionado por el frío, y le daba un aspecto sonrosado, extraordinariamente vigoroso.
—Las fuerzas que tienes en la boca son para masticar y para tragar, no para hablar, ya tendrás tiempo de hacer preguntas y lanzar maldiciones como un caballo suelta bostas. Ahora debes comer cada dos horas, con sol o con luna. Sopas calientes de huevos…
—¡Con ave! No te lo podrás creer…, pero las cacé yo mismo… —añadió Ragnar.
—¡Y yo! —intervino Halfdan, excitado por el recuerdo de su hazaña.
—Debes comer y callar —siguió Vigi—. Hay que meter fuerza en esos huesos y calor en ese vientre.
Sif apareció a la entrada de la tienda. Parecía cansada, pero su rostro continuaba mostrando esa maravillosa determinación con la que se había ganado algo más que el respeto de todos aquellos hombres.
Widukind se encontró con su mirada y asintió. Mientras Halfdan le administraba las sopas y Ubba hacía migas de arenque seco que depositaba en un cuenco a su alcance, el sajón notaba cómo su cuerpo volvía a la vida. Los escalofríos, como un demonio que mordisqueaba sus huesos, lo abandonaron, y empezó a sentirse reconfortado bajo la capa de mantas y pieles. Pasó un día y una noche enteros, y a la mañana siguiente Widukind despertó con gran mejoría.
—Quiero hacer algo…, ya es hora de que sepa qué es lo que ha pasado —protestó, incorporándose.
Sif lo miró fijamente.
—El hijo de Warnakind, el señor de Wigmodia, el duque de los westfalios vuelve a la vida —recitó ella, como si leyese unos versos escritos en su rostro.
—No malgastes tu saliva con chanzas —comentó el sajón, ajustándose la loriga de cuero.
—¡No está suficientemente seca! —Sif se la quitó de las manos con brusco ademán. Así, inclinada junto a su lecho, Widukind vio el inicio de aquellas formas redondeadas que eran su amplio y turgente pecho. Sintió deseo y no pudo dejar de mirarla, dando por perdida la loriga.
—Está bien, a fin de cuentas no hay batalla a la vista —reconoció. Cubrió su cuerpo con la prenda que ella le tendía, una faja de espesa y tosca lana que ciñó a su tronco gracias a la presión que ella se encargó de ejercer. Sintió inmediato calor y una vitalidad inusitada. Estiró sus brazos y se puso en pie. Se aló unas botas de piel con tendones de gamo, se colocó las muñequeras y la cadena en la que colgaba un martillo consagrado a Thor. Vio su propia espada, envainada en el tahalí de cuero.
Después miró a Sil.
—Te agradezco tus cuidados y tu calor —le dijo.
Ella lo miró largamente, pero no dijo nada. El ya tenía una esposa danesa, no podía tener dos aunque hubiese querido hacerlo. Geva era su mujer y la amaba, al margen de que pudiese desear a muchas otras mujeres. Pero tenía intención de entregar la fuerza de su cuerpo y de su pensamiento a los fines que le preocupaban. No podía traicionar a su esposa danesa con otra mujer danesa, y mucho menos en presencia de su primo, del mismo modo que no podía traicionar a su esposa sajona con otra mujer sajona, pues éstas eran las costumbres de la nobleza pagana.
Salió de la tienda y se encontró con el aire fresco. Fue como poner el pie en otro mundo. Varios enfermos se acurrucaban alrededor de una de las hogueras. En otra, se calentaban unas ollas. Una de ellas pertenecía a Vigi, que preparaba sus ungüentos c infusiones, ayudándose de todas aquellas plantas que cargaba en pequeñas bolsas y fardillos de piel. El hechicero danés lo vigilaba, como si hubiese sabido de antemano que estaba a punto de salir de la tienda, y ya lo esperase.
Widukind caminó hasta Vigi y extendió sus manos hacia el fuego, cuya cabellera se agitaba en la brisa. Se saludaron con un breve asentimiento. Entonces el sajón aprovechó la elevación para otear la costa. El mar seguía encrespado. Tenía un color gris perla y se confundía al fondo con el cielo, quizá gracias a una bruma densa que se posaba a medio camino entre ellos y el horizonte. Podía distinguir los afilados dientes que, como una sucesión desprendida del extremo noroccidental de la bahía que abrazaba la playa, jalonaban su entrada. El más grande de ellos estaba en el centro, y le traía malos recuerdos. Ahora lo veía allí, solitario, rodeado por un torbellino de ruidosas aves marinas que manchaban sus escabrosas paredes con excrementos lechosos. Fáfnir, ya enderezado, aguardaba calado en las arenas, casi al comienzo de aquellas dunas tapizadas por breñas salinas.
Los hombres daban voces aquí y allá, desperdigados en diferentes tareas. Se reparaban los daños causados por la tormenta en velas y casco. Cosían redes y capturaban pájaros, algunos a pedradas, como suele ser el uso entre quienes tienen realmente buena puntería en ese arte. Otros eran menos aventureros y se limitaban a robar sus huevos en los acantilados. Un grupo pescaba, otros entraban y salían de la serpiente. Le pareció distinguir la gran figura de Haitha cargando con un hatillo de leña, quien descendía con otros dos compañeros en dirección a las hogueras, a las que alimentarían con la hornija. Los gritos de las aves marinas reconfortaron su corazón y a la vez lo obligaron a pensar en aquel viaje, que no había acabado.
Widukind aspiró profundamente, se inclinó y se sentó en una piedra.
—Conozco esa mirada —dijo Vigi, llevándose cuidadosamente una cuchara de palo a la boca. Saboreó el caldo y cogió un gran bol, que llenó casi hasta los bordes y le ofreció al sajón.
—¿Hay algo que no conozcas? —replicó Widukind, evasivo, tomando el bol. Se lo llevó a los labios. El caldo le supo a gloria. No podía imaginar qué animales se habían disuelto en aquella olla, pero sabía a carne y a verdura y tenía el espesor de las yemas de huevo.
—Sí, hay algo que desconozco. No sé adónde iremos ahora. Todos estos hombres andan muy atareados, todos están convencidos de que, con la recuperación de los enfermos y la calma del mar, nos marcharemos. Nadie lo dice, pero Vigi sabe lo que piensan.
—Tú siempre sabes lo que piensa todo el mundo —insistió Widukind, sarcástico.
—Es mi obligación, ¿no soy acaso un adivino? —replicó el hechicero, burlón.
—¡Ah, sí…! Podrías haber adivinado que una tormenta dispersaría la flota…
—Adivinar no significa anticiparse a los designios de los altos dioses —replicó Vigi con una sonrisa. Widukind se había bebido el caldo, y le alcanzó el bol al hechicero.
Éste volvió a colmarlo, mas esta vez procuró que los pedazos de carne entrasen en su cucharón, hundiéndolo más en la marmita.
—Necesito fuerzas para lo que se avecina.
—¿Acaso una nueva tormenta?
—Una tormenta con Ragnar. —Widukind imaginaba la discusión sobre el futuro del viaje—. ¿No ha aparecido nadie más?
Vigi miró el horizonte lacónicamente.
—Muchas aves, pero ni un solo danés. Fáfnir se ha quedado solo en la costa de los caledonios…, ¿quieres invadir sus montañas con un puñado de hombres y dos valientes mujeres?
—No, prefiero pensar que somos una expedición en busca de los mejores herreros.
—Y, ¿dónde los encontraremos? Además, ¿crees que los hombres que habitan detrás de esas montañas te recibirán con los brazos abiertos…? Insensato.
Widukind escrutó los ojos amarillos de Ragnar, y todas aquellas arrugas que los circundaban, como un telar de araña. Después miró las tierras altas.
—Tierra adentro.
La risa de Vigi fue como el canto de un cerdo, si eso es posible, aunque es bien sabido entre hombres de granja que los caballos, los cerdos y las ovejas, a fuerza de vivir entre hombres y mujeres, llegan a imitar sus ánimos. En este caso era lo contrario: Vigi parecía imitar la burla tal como pudiera entenderla un cerdo.
Aquel acto tan curioso habría pasado desapercibido de no ser porque la presencia de Widukind junto a su hoguera atrajo la atención de los hombres. Vigi masticaba ciertas hierbas que le procuraban visiones, y a veces hablaba solo, o se reía, o amenazaba el viento, todo el mundo lo sabía y estaban acostumbrados a ello. Pero aquella risa delante de Widukind los inquietó.
Sif se acercó junto a Olaf. Ragnar, que volvía de la playa, caminó hacia la hoguera del hechicero.
—Veo que el hijo de Sajonia se repone de sus pesadillas —lo saludó Olaf con una palmada, satisfecho—. ¡Bienvenido!
Vigi empuñó sus boles y los colocó en lila. Después se dispuso a llenarlos con su cucharón, con gran ceremonia. Los hombres los tomaban respetuosamente.
—Ya llegan los señores al banquete de los dioses… —canturreó Vigi.
—¿Dónde están los dioses? —inquirió Ragnar, dando un golpe al hombro de Widukind—. Yo sólo veo a un perro sajón.
—No puedo decir que te echase de menos, primo —dijo Widukind.
—Nosotros sí, siempre es divertido ver cómo un perro sajón realiza un desembarco cuando hay tormenta… —Ragnar arrancó un jugoso coro de risas de entre los hombres que se sentaban alrededor de la hoguera.
—Precisamente por eso no pienso volver a subirme a tu maldito barco, cerdo danés.
Welf y Magnachar se rieron a gusto. Los daneses se miraron, algo confundidos.
—¿Qué has dicho? —preguntó Ragnar, como paralizado por el sonido de una maldición.
—¿Perro danés? —¡No…! Lo otro.
—Que no pienso subirme a tu maldito barco. —Repite eso…— pidió Ragnar, mirando fijamente a Widukind.
—Continuaremos a pie, como buenos perros —explicó el sajón con indiferencia.
Magnachar y Welf dejaron de reír. Halfdan y Ubba se habían incorporado a la reunión. Ivar, arropado con una capa de oso como un príncipe germano, dejó de agitar su espada de madera y moderó sus feroces grititos. Algo sucedía entre los mayores que atrajo su atención de inmediato, sólo tenía que ver el rostro de su hermano, Halfdan, que miraba fijamente a su padre, Ragnar, que a su vez observaba a su tío, Widukind, como todos los demás. Su tío, sin embargo, respondía a la expectación cogiendo con sus propios dedos los pedazos de carne que aparecían en el fondo de su bol, y llevándoselos a la boca con la devota fruición de un muerto de hambre.
—Eso es algo que deberíamos discutir entre todos, ¿no te parece? —inquirió Rangnar. Miró a sus hombres—. ¿O crees que estamos tan locos como tú…? No podemos invadir esta tierra en tan inferior número, por Thor, y…, ¿qué hacemos con Fáfnir? No puede quedarse ahí a merced de las olas y los bandidos y los malditos caledonios…
—Nadie habló de invasión, esto no es una invasión —replicó el sajón.
—¡Claro que no! Sobre todo después de que Thorvald diese media vuelta y cuando Harald desapareció junto al resto de mis barcos en medio de la tormenta —protestó Ragnar, la cólera tiñendo de rojo sus mejillas barbadas.
—¿Dónde están ahora? Posiblemente de regreso en Dinamarca —añadió Bóffur, extendiendo el brazo para que Vigi volviese a llenarle el bol.
—Lo que es necesidad para unos es exceso para otros… —replicó el hechicero—. No puedo darte más de este caldo; demasiado vigorizante, y ya estás lo bastante fuerte y gordo, Bóffur.
Los hombres se rieron.
—Maldición sobre ti, Vigi… —protestó el enorme danés, frustrado.
Widukind miró a Ragnar:
—¿Y qué? El acero de la Tierra de Hielo está con nosotros, eso es un claro designio. Vinimos a forjarlo a la patria de Fingal. Es un ritual grande, una hermandad entre las fuerzas: las aguas nos llevaron hasta la tierra elegida, y ahora el fuego de los héroes dará forma al fruto de la tierra —habló Widukind.
Vigi lo miró con cierta admiración.
—¡Deja los acertijos para los magos! ¿Qué quieres decir?
—Hay que encontrar el fuego en el que consumar nuestro viaje, la fragua que mira hacia el Reino —Widukind hablaba como si estuviese viendo sueños ante él, sueños que se extendían por delante en el futuro y que lo arrastraban por encima de su condición humana, por encima de toda adversidad—. Y en esa fragua forjaremos las espadas, con el acero bendito por los dioses —cerró el puño y lo esgrimió ante el rostro de su primo—: ¡Ése es el propósito de nuestro viaje!
—¡Locura sobre locura…! —protestó Ragnar, confuso.
—No partimos en busca de guerra —intervino Sif, y todos la escucharon—. Los daneses y los sajones querían llegar a la Tierra de Hielo. Después deseaban forjar armas sagradas con ese hierro en las fraguas de los caledonios. ¡Hagámoslo! Ése era el propósito de nuestro viaje… Han muerto algunos hombres valientes para que llegásemos hasta aquí, ahora no podemos traicionarlos —Sif recordaba el funeral celebrado en la playa un día atrás, por aquellos que se habían ahogado en el naufragio.
—Pero las cosas han cambiado mucho —la interrumpió Ragnar—. Ése que ves ahí es el knarr del rey de los daneses…, ¿vamos a dejarlo tirado en la playa desierta para ponernos a caminar como montañeses por esas colinas? Es de locos…
—¿Y cómo se supone que vamos a volver a Dinamarca? —protestó la vocecilla de Éikiskiáldi.
—¿Qué opina Olaf? —preguntó Widukind.
—No me fío de tus palabras…, pero tampoco de esas aguas —reconoció el lobo de mar—. Oscuro dilema se me plantea, pues dejaron a mi cuidado el mejor barco de todo Dinamarca, y su estandarte, Hugin, el Cuervo Negro, es el estandarte de mi rey.
—Quiero atravesar a pie la tierra de Fingal —insistió Widukind con determinación.
—¿Y los caledonios? ¿Qué hacemos con los caledonios? —inquirió Ragnar, su rostro enrojecía al mismo ritmo con el que el de Widukind parecía relajarse—. Se supone que deberías contar con ellos… No creo que les guste que crucemos sus montañas con nuestras hachas a hombros.
Widukind miró hacia las cumbres nevadas de las tierras altas.
—Dudo que los habitantes de esa tierra deseen luchar contra nosotros, a no ser que los provoquemos a ello. Campesinos, granjeros y pastores es todo lo que vive en esos valles… Se arman cuando se sienten amenazados, y entonces se defienden como lobos. Sólo queremos atravesar la tierra de oeste a este. No creo que haya nada más que nos lo impida…, ni siquiera sus habitantes, que según mis noticias son poco numerosos en esta parte del país.
—¡Tus noticias! ¡Al cuerno con tus noticias! ¿Y los hijos de Fingal?
Widukind recordó las enseñan/as de Angus. Ahora le parecía tan indispensable cada palabra que era capaz de recordar, como inútil escucharlas en el momento en el que fueron pronunciadas.
—Tal y como me contaron quienes conocen este país, ya no viven aquí sino los nietos de los nietos de Fingal. ¡Despertad! —arrojó el bol sobre la manta del centro, al pie de las ollas—. Las luchas gloriosas de Ossian pertenecen al pasado, y son cuentos de héroes. Ahora en esta tierra los caledonios se defienden de otros reyes que habitan en el sur, como los sajones deben defenderse de Carlomagno.
—¿Vive en el sur Carlomagno?
—No Carlomagno, pero sí reyes ambiciosos que trataran de someter a un pueblo de pastores audaces, los caledonios. Nada hay que robar en esas montañas, sino la gloria de atravesarlas. Vinimos a forjar las armas, nuestro viaje debe continuar.
—No puedo abandonar la serpiente aquí —gruñó Olaf—. Es un juramento, Widukind, un señor de las olas no puede abandonar su barco sin más… Tengo que llevarlo de vuelta, o cuidar de él.
—Entonces navega con él hacia el norte, rodea las montañas y vete a Dinamarca…
—¿Os quedaréis aquí solos? —preguntó Olaf.
—¿Qué otros males pueden asaltarnos? Cruzaremos las aguas y llegaremos hasta los frisios, a los que conozco bien —respondió Widukind—. Si desembarcamos allí sanos y salvos, regresaremos a Dinamarca.
—¿Cómo cruzarás el mar? —Olaf parecía preocupado—. No, rodearé las islas y os encontraré al otro lado.
—¿Al otro lado? ¿Dónde? —preguntó Ragnar. Parecía pensativo y preocupado, dos estados de ánimo totalmente opuestos a su naturaleza.
—Deberíamos volver todos juntos… —dijo Olaf.
—El propósito del viaje no ha sido logrado todavía, el ritual no ha acabado —protestó Widukind.
—¿Y qué dirá Goimo si regreso y le digo que os abandoné a vuestra suerte en esta tierra peligrosa, a sus dos nietos favoritos? No me equivoco si te digo que me colgará de las partes y ofrecerá mis ojos como trofeo a los cuervos de Odín, después de haberme arrancado las entrañas él mismo…, ¡puedes creerme!
—No lo hará —respondió Widukind.
—Para mí es una difícil decisión. Soy un hombre de mar. Un guerrero del mar. Durante más de treinta años he sobrevivido a las más terribles tempestades, y jamás se perdió un barco del rey… ¡Incluso hace unos días, esas malditas olas no lograron arrebatarme a Fáfnir! Ahora me pides que abandone esa magnífica nave en la playa. No puedo hacerlo.
—¡De acuerdo! Haya paz entre los daneses —Widukind los miraba uno a uno—. Que vayan contigo quienes así lo deseen, los demás, que se queden.
Un extraño silencio se hizo entonces. Los gritos de las aves marinas parecieron volver a tomar parte en aquel consejo.
—¡Está bien! Lo acepto, no les impondré una opinión a mis hombres. Corred la voz y que hagan lo que les plazca —se rindió Ragnar—. Olaf rodeará las islas por mar, nosotros las atravesaremos a pie.
—¿Nosotros? —preguntó Vigi con cierta sorna.
—Sí, yo seguiré al perro sajón caminando a cuatro patas, del mismo modo que él ha seguido a los daneses nadando por el mar.
—Vigi los acompañará, pues deberá protegerlo de los malos espíritus —añadió el hechicero.
—Sif va con vosotros —intervino la joven, sumándose al grupo.
—Haitha va con Ragnar y con Widukind —dijo la mujer.
—Está bien, moveré las piernas un poco —ése era Éikiskiáldi.
—Me voy con Olaf —afirmó Bóffur.
—Ni aunque quisieses podrías cargar con esa barriga colina arriba… —se burló Ragnar, y se rieron de Bóffur.
—¿Alguien tendrá que remar, no? —se defendió él.
—Llegemos a la isla y dejemos que los demás decidan por sí mismos —propuso Widukind—. Tienes razón, Bóffur, alguien tendrá que remar. Nos encontraremos al otro lado.
Tal como pidieron, los hombres se pronunciaron y escogieron su destino. Más de la mitad de la tripulación de Fáfnir se quedó en tierra. Como Widukind advirtió, aunque hubiesen querido no todos habrían podido acompañar a Ragnar: Fáfnir era una serpiente larga y requería de un mínimo número de brazos para romper las olas del norte y cabotar alrededor de las tierras altas.
—¡Busca mis barcos! —gritó Ragnar en la playa, cuando el knarr se había deslizado hasta la pradera de olas.
Olaf se asomaba desde lo alto, la mano sobre el dentado cuello de aquella bestia de madera. A Widukind le pareció un héroe perdido que volvía al océano interminable, su verdadera patria.
—¡Los encontraré! ¡Por Thor lo juro!
Los niños vieron con regocijo cómo Fáfnir se balanceaba contra las olas de rompiente, que atravesó sin gran esfuerzo mientras se alejaba. Los vikingos agitaban sus brazos. Ivar correteó con sus frágiles piernas de niño, jugando con un escudo. Sentía, como sus hermanos, una alegría inconfesable al no tener que navegar de nuevo. La tierra firme les parecía una bendición.
Los hombres se replegaron y cargaron con los fardos del campamento. Se dispusieron en fila e iniciaron la pesada marcha. La garganta ascendía y, a medida que lo hacía, podían distinguir la silueta de Fáfnir en el mar, cada vez más pequeña, cada vez más alejada, cada vez más al norte. Finalmente desapareció y el valle angosto se replegó sobre dunas de arena abandonadas por mareas antediluvianas en el origen de los tiempos, y las colinas fueron mostrándoles un paisaje cada vez más angosto, pues era un vertedero de aguas torrenciales y deshielos procedentes de escabrosas elevaciones. Ascendieron montículos redondos como tazones, coronaron un alto y después entraron en un valle. El mar quedó atrás y el viento se hizo más fuerte. La grieta se sumergía en el paisaje, entre faldas empañadas por la niebla.
Caminaron durante todo un día y fue al caer la noche cuando Widukind, siempre ansioso por dar un nuevo paso, que caminaba al frente con Ivar sobre los hombros, divisó las luces de unas granjas perdidas en el valle, a su izquierda. Una nemorosa selva se interponía. Tomaron el sendero que sin duda alguna conducía a las chozas de los campesinos, y atravesaron aquella espesura de robles. Al salir de ella, algunas estrellas parpadeaban y la cinta del camino se agrisaba. La hierba húmeda de los pastos parecía recién roturada por un rebaño de bueyes que mugió inquieto detrás de las verjas. Un perro de guardia ladró y Widukind se detuvo. Las puertas se abrieron y varios hombres salieron de tras ellas. Al advertir la presencia de extraños, se quedaron quietos como piedras encantadas. Algunos volvieron a entrar. Cuando se hubieron armado, los campesinos avanzaron precavidamente hacia los forasteros.
El sajón hizo una señal a los daneses y les pidió que no empuñasen sus armas. Los campesinos parecían rudos y los miraban entre la admiración y el miedo. Vestían con fajines de lana y capas rústicas, y faldas que les llegaban a la altura de las rodillas. Algunos eran bastante altos y de largos cabellos, con trenzas más castañas que rubias. Pero esos hombres no se diferenciaban demasiado de los granjeros sajones, hombres honestos, desconfiados y libres, de los que rara vez podía esperarse la crueldad, salvo si se sentían amenazados. Más bien al contrario, el pueblo llano que Carlomagno y su Reino todopoderoso amasaba a lo largo y ancho del continente era gente sencilla y buena, que sólo quería sobrevivir en un mundo de hielo y sangre, ver crecer a sus hijos y envejecer con dignidad gracias al sudor de sus frentes.
El hecho de que Widukind fuese desarmado y con un niño sobre los hombros debió de confundir la percepción del señor de aquellas tierras. Sus lenguas eran muy diferentes. Por fortuna, uno de ellos hablaba la de los moradores del sur, en los reinos de Anglia y Northumbria, que no eran otros sino los anglos y los sajones, resultado de la mezcla con los clanes escotos al sur de las tierras altas, que eran precisamente sus enemigos.
Tras el intercambio de monosílabos y palabras básicas, quedó claro que no eran emisarios del rey northumbrio, sino que venían del mar. El campesino pidió que lo acompañasen valle arriba. Así lo hicieron, siempre vigilados de reojo por esos hombres y sus hijos, que salieron a caballo, hasta que más arriba apareció la silueta de una tosca fortaleza de piedra en la que debían de vivir los nobles de la región. Era solitaria y oscura, con establos alrededor y pocos hombres a su servicio. Widukind no se equivocaba al pensar que se trataba de un puesto perdido de la baja nobleza de aquellas tierras, si es que existía una alta nobleza con reyes y duques, algo que dudaba. Pero los nobles entendían la lengua de los sajones, y sabían quiénes eran los daneses, aunque jamás los hubiesen visto en esa región con sus propios ojos. Widukind y dos hombres más fueron invitados a la sala principal de aquel señorío; mientras esto sucedía, los demás pudieron acampar a cierta distancia de la fortaleza, vigilados por un grupo cada vez mayor de lugareños armados.
La sala era pobre, de bárbaro esplendor. Una cámara rodeada por muros de piedra, una techumbre algo desnuda; la única luz procedía de una gran hoguera en el hueco de la chimenea, que proyectaba largas sombras de hombres muy altos. Widukind y Ragnar saludaron.
—¿Qué hacen los hijos de Anglia en las tierras de los escotos?
—No somos hijos de Anglia, señor —respondió Widukind— soy un sajón y he venido con mis hombres desde la Tierra de Hielo, desde el fin del mundo. Nada sé de los señoríos de Anglia y nada quiero saber de ellos, sólo deseo encontrar las legendarias fraguas de los caledonios, que antaño forjasen grandes espadas, en una isla sagrada en la costa del este. Mi nombre es Widukind.
El noble avanzó para verlos mejor. Era un rostro ladino, no podía saberse si era hombre de bien o codicioso, si sentía simpatía o si recelaba; bien afeitado, sus cabellos largos y rubios eran algo voluminosos, ostentando pequeñas trenzas que caían sobre los hombros. Se tocaba con la capa de lana, como aquellos habitantes, y con la falda, que ellos llaman kilt, y el bolso, sporran, pero tanto su porte como el aderezo de sus vestiduras y los broches de bronce denotaban su posición en el clan.
—Un sajón venido del mar… —se dijo, revisando la orgullosa silueta de Widukind—. Con amigos daneses… —posó su mirada en el enorme vikingo.
—Es mi primo, Ragnar —respondió Widukind.
—Y con niños… —siguió el escocés—. ¿Es tu hijo?
—Es mi hijo —habló Ragnar.
—¿Debo temer algo de ti, sajón?
—Nada has de temer del que te habla, desarmadas mis manos están. Somos viajeros.
—Bien… —respondió el noble, tras una larga pausa—. Sentaos.
Unos jóvenes trajeron tazas de madera en las que se sirvió, de un barril en la penumbra, una bebida de fuerte sabor que no habían probado jamás. Pudieron ver cómo todas las tazas, incluida la de sus señores, eran colmadas bajo la misma espita, evitando todo recelo de envenenamiento. Después, a una señal del noble y tras un silencioso pero vigoroso brindis, trajeron carne asada del brasero. No hablaron por un tiempo, durante el que se dedicaron a dar buena cuenta de la pierna de cordero, el lomo de jabalí y la tripa encurtida pasada por la brasa, cuya grasa chorreaba generosamente. Aquel hombre miraba las llamas de su fuego, pensativo, como si no le importase que estuviesen allí, o como si se hubiese olvidado de su presencia.
—He oído hablar de Widukindus, el earl[10] de Westfalia —dijo al fin con su extraño acento—. He oído ese nombre antes. Hace la guerra a los francos, allá en la Tierra Grande, ¿eres tú ése, o sólo llevas el mismo nombre?
El sajón se detuvo y cruzó una mirada con Ragnar.
—Soy el mismo: Widukind, hijo de Warnakind, hijo de Wildakind.
—Yo soy Comnachar MacEorl, earl, y no quiero recordar el nombre de mi padre, no se portaba bien con mis hermanos ni con mi madre…, abusaba de esa bebida que has probado, y tuve que empuñar su espada y apartarlo de mi familia —explicó el noble con indiferencia—. Pero eso ahora no importa, hace tiempo que murió… —sonrió. —¿Qué hace Widukind en mis tierras rodeado de daneses, armado, con tres niños y dos mujeres?
Se dieron cuenta de que habían informado detalladamente al señor de aquellas tierras sobre los miembros de la expedición.
—Hicimos un viaje de remos hasta los confines del mundo. Una vez allí encontramos el hierro sagrado, en la Tierra de Hielo, y desde ese lugar volvimos a bordo de nuestra nave, Fáfnir, pues es un veloz dragón…, mas las olas nos echaron a la playa y perdimos el barco. Ahora buscamos las legendarias fraguas de los caledonios, para forjar allí nuestras armas, y después marchar a la Tierra Grande. Ningún daño deseamos a los caledonios ni a sus hijos los escotos.
—Hermoso cuento… —exclamó—: Pero no podrás atravesar las Tierras Altas, donde reinan los pictos, sin un guía que los conozca, y no puedes recorrer estos señoríos sin pagar un tributo.
Ragnar miró a Vigi. Éste miró a Widukind con una sonrisa.
—¿Qué podemos ofrecer a los nobles señores por su hospitalidad y por su guía?
—El hierro es valioso si es sagrado, no lo dudo…, pero el oro nos ayudaría más en este rincón de la tierra —Comnachar cruzó una larga mirada con sus compañeros. Rostros duros, curtidos por aquel mal tiempo en una tierra que no era rica, siguieron cerrados a las miradas de los daneses—. Sólo el oro nos serviría en este valle. A cambio, seríamos vuestros guías.
Fue Widukind el que miró a Vigi ahora. Si hubiese consultado a los daneses, sabría que nunca se habrían desprendido de su oro a cambio de guías, pero ahora tenía el poder de la palabra, y sería capaz de empeñarlos con ella.
—¿Cuánto oro?
MacEorl tomó una copa y la elevó.
—El que cabe en esta copa. Con eso bastará para comprar caballos, tenemos pocos, y otros muchos enseres que harían bien en nuestras granjas.
Vigi asintió con una torva sonrisa.
—De acuerdo, tendrás ese oro —dijo Widukind.
—La mitad me la pagarás mañana, y se quedará aquí con uno de mis hijos. La otra mitad, cuando os hayamos conducido al final de nuestro viaje.
—Así se hará.
—Pero habéis de saber que no arriesgaremos nuestras vidas, a no ser que así nos lo parezca —advirtió MacEorl, mirando lacónicamente las llamas, y estaba ausente, lo que otorgaba a su presencia un encanto desconocido para todos ellos—. Cuando la meta aparezca en el horizonte, seremos libres de abandonaros. Seremos guías, no guerreros, salvo cuando las circunstancias amenacen nuestras vidas, en tal caso aunaremos armas con los extranjeros.
—Así sea —añadió Widukind.
—Os guiaremos hasta Medcaut, hoy llamada Lindesfarne, la Isla Santa.
—¿La Isla Santa? —preguntó Ragnar. La idea de pagar oro danés por ir a una isla cristiana terminó por hacerle sentir cierta exasperación.
—Si… —habló Vigi por vez primera, y sus ojos se abrieron mostrando aquellos anillos bermellón que tenía por pupilas—. ¡Oh Medcaut! He escuchado leyendas y cuentos… ¿No es allí donde los pictos se congregaban para celebrar sus festividades y sacrificios, en una isla en el oeste que no es una isla?
—Lindesfarne es la Isla Sagrada de Northumbria —explicó Comnachar—. Los cristianos se establecieron allí hace años cuando los northumbrios ya dominaban esas tierras. Sus monjes, guiados por el clérigo Aidan, fundaron una abadía, pues lo consideraron un importante lugar, y el castillo de Lindesfarne fue cedido por los señores de Northumbria al nuevo obispado.
—Cristianos… —murmuró Ragnar, defraudado.
—La Isla Santa era un lugar de culto desde hace muchos años —aclaró el escocés—. Antes de que Aidan decidiese evangelizar Northumbria y de que los monjes se estableciesen en la costa desde Lindesfarne hasta Durham, protegidos por la nobleza northumbria, Medcaut era conocida por sus plantas medicinales y por sus fraguas.
—¿Sus fraguas? ¿Están allí los herreros?
—La isla queda en el mar según las mareas, y sobre un diente de roca, por encima de los edificios de la abadía, mira el castillo de Lindesfarne. Era allí donde antiguamente se encontraban las sagradas forjas que los northumbrios se disputaron junto al emplazamiento de la roca y su bahía, hasta que los pictos se marcharon. Pero ¿quién desearía utilizar esas forjas?
—Los northumbrios nos dejarán hacerlo —dijo Ragnar.
Comnachar se echó a reír con gran sarcasmo.
—Podéis intentarlo…
—¿Nos guiarás? —insistió Widukind, algo incrédulo.
—Será sencillo, siempre y cuando obréis el milagro de utilizar sus fraguas… Desde que esos santos calvos gobiernan Lindesfarne, las fraguas se convirtieron en cocinas, y los northumbrios se han olvidado de los antiguos hornos de sus antepasados. Ahora los señores de Northumbria viven en discordia y son pobres, y los monjes cristianos evangelizan las aldeas en muchas millas a la redonda por todo el país… A los señores les interesan las sagradas hierbas que crecen en las islas, para sanar sus enfermedades, y protegen la región con el olvido, eso es cierto… Son tiempos oscuros…
—¡Mañana mismo nos pondremos en marcha!
—No tardaremos en llegar —anunció el escocés—. Así que no hay prisa, ni tampoco pausa. Y el mal tiempo juega en vuestro favor. No hay caballo más veloz que el espoleado por el frío…, y encontraremos poca gente en el camino. Pasaremos desapercibidos.
Cerrado el trato entre Widukind y Comnachar, pernoctaron afuera, en su improvisado campamento, envueltos en las pieles de oso. A la mañana siguiente, la helada ya hacía crujir la hierba bajo sus botas. MacEorl prestó mulas en buen estado a la expedición, aliviando así sus cargas, pero ningún caballo, pues éstos siempre han sido escasos y valiosos, y no se ha conocido a señor alguno con cabeza útil sobre sus hombros que empeñase sus caballos en aventuras poco seguras.
Se habían alejado y ya ascendían las faldas en el este del gran valle, cuando divisaron el comienzo de un largo lago. Widukind pensó en el mar que se extendía al otro lado, y en la isla mágica que tan a menudo era mencionada en las leyendas anglosajonas.
—Ese sagrado lugar, Medcaut, ¿está en el este? —preguntó Widukind a Vigi, mientras caminaban vigorosamente colina arriba.
Los escoceses, que no eran más de diez aventureros, con MacEorl a la cabeza, iban delante, cantando canciones que no entendían. Comnachar se volvió desde lo alto de su caballo:
—Deja que hable el que no camina…, para no fatigar el paso de los que se sirven de sus piernas, Widukindus. Los herreros todavía viven allí, en el monasterio, pues sus forjas son codiciadas en las abadías de Lodo el país… —respondió Comnachar—, hace años que los mejores herreros de aquella región mueven allí sus martillos.
—¿Por qué?
El escocés pensó por un momento.
—Un peregrino recorrió las Tierras Altas hace mucho tiempo. Hablaba en las aldeas a cambio de pan, y lo escucharon. Se decía que obraba milagros. Beda el Venerable, ése era su nombre. Retrocedió hacia el oeste cuando las cruces de madera se erigían en las aldeas de Northumbria, mientras sus señores se peleaban entre ellos, como puercos en una piara. Los anglos y los sajones los amenazaban desde el sur. Allí, Beda inició la construcción de un gran edificio de piedra. No sólo los hombres acudieron para ayudar a levantarlo, también se requería mucho trabajo de hierro, y la mayor parte de los herreros fueron atraídos por Beda, reclutados en los remotos valles al norte de Northumbria. Las fraguas de las montañas son buenas para arados y aperos, pero casi nadie hace espadas en ellas…, es demasiado difícil y costoso.
—Guiadnos hacia ese lugar.
El rostro de Ragnar se iluminó con malicia.
—Saquearemos esa roca, por Odín…
—¿Por qué no forjar las armas en las montañas? ¿Desde cuando los daneses no son capaces de forjar su propio acero? —inquirió Éikiskiáldi.
—¿Y los secretos de la tierra? —inquirió Widukind—, ¿acaso hemos recorrido medio mundo por mar para forjar nosotros mismos esas armas? Para eso más habría valido que hubiésemos vuelto a Dinamarca… Necesitamos hacerlo en el lugar más sagrado de las Islas Verdes, en la Isla Santa. ¡Y algún día los daneses volverán!
—Pero hay algo que no entiendo —Ragnar se interpuso ante Widukind, tirando de las riendas de aquella mula sobre la que se sentaban Ubba e Ivar. Al otro lado, Sil escuchaba—. ¿Son los herreros los que te interesan, o ese templo de la Cruz…? Porque si es así no contarás conmigo para llevar a cabo la forja.
—La forja —dijo Widukind, y elevó su mirada hacia las montañas—. La forja ha de ser sagrada.
—Escucha ahora lo que voy a decirte, hijo de Warnakind —lo amenazó Ragnar—, no me es desconocida la leyenda. ¿Lo sabes? Claro que si… Me refiero a esa leyenda, al negro sacerdote que te acompañaba y que ha desaparecido misteriosamente, y también a su señor, ese santurrón que habitaba en los bosques del suroeste de Westfalia, empeñado en construir su templo en medio de las grandes ciénagas de Teutoburgo, donde todas las piedras se hunden en el barro…
El semblante de Widukind cambió al recordar al maestro de la orden.
—Hablas de Remigio el Piadoso.
—¡Ese viejo cuervo! —se burló el vikingo.
—Hablas de asuntos que no te incumben, primo, hablas de cosas que sobrepasan tu entendimiento. Y si Remigio es un cuervo, es un cuervo de la tempestad —respondió Widukind, asociando a Remigio con Odín y con los cuervos de Odín.
Ragnar miró de un modo extraño a Widukind, y muchos percibieron el peligro de aquella mirada.
—No sé si me estás llamando idiota, pero no me importa. Tampoco me importa que me sobrepasen en lo que sea… Sólo sé una cosa… los daneses no veneran al Dios Traidor.
—Remigio el Piadoso sólo desea la victoria de la libertad sobre la tiranía —respondió Widukind, armándose de paciencia—. Ama a nuestras gentes y a nuestros hijos, y no existe el dios traidor, pues el dios traidor es sólo el mismísimo Odín aparecido en otras tierras más lejanas para convencer con su astuto disfraz a otros hombres y mujeres. Remigio luchaba para que los sajones y los hijos de los señores sajones estuviesen preparados frente a lo inevitable… Problemas que a ti no te incumben, claro —se burló despectivamente Widukind—, por supuesto, son cosas que no deberían interesarte, pues tú eres un danés. Vives rodeado de agua por tres costados, con tu muro al sur, separando la península de Jutlandia, con Carlomagno muy lejos, y el Reino, el Gran Reino, lejos de tu frontera… porque los sajones la contienen con sus carne y con su sangre. Pero cuando la carne de los sajones haya sido descuartizada por los ejércitos francos y sus pedazos devorados por los buitres, cuando su sangre se haya agotado en las tinajas de esos porquerizos que son los soldados francos…, entonces te tocará a ti, Ragnar Lodbrok, y a tus hijos, y entonces…, ¡entonces te acordarás de mis palabras!
—¡No es a eso a lo que me refiero, maldita lengua de serpiente…! —estalló Ragnar sin habilidad dialéctica alguna, confuso en realidad ante la certeza de la exposición de su primo.
—¡No! Claro que no… —Widukind no apartaba sus ojos azules, ahora implacables, de la mirada desconfiada del jarl vikingo—. Te refieres a una creencia cerril, a una idea que está en tu cabeza, por la cual todo debe ser de un modo y no de otro… Te refieres no a tu cabeza, sino a tu cabezonería…
—¡Widukind, escucha lo que…!
—¡Escucha tú ahora lo que tengo que decirte! —estalló Widukind, deteniéndose, y mirando desafiante a su primo—. Remigio es un guerrero, y la Orden de la Espada es la Orden de los Señores de la Tierra. Jamás renegué de Odín, y, sin embargo, he aquí el arma —se llevó la mano sobre la nuca y cerró sus dedos alrededor de la empuñadura— ésa es la única ley de Dios que me fue enseñada, pues las espadas que Dios bendice para la guerra son sagradas, y encierran un vengativo y justo poder.
Widukind dio la espalda a Ragnar, encendido, y siguió caminando por el sendero. Los escoceses, que se habían detenido para observar la discusión, sonrieron, e hicieron comentarios que ninguno de ellos entendió. Los guijarros rodaron tras los largos trancos del duque. Welf lo siguió, decidido. Los hombres miraron a Ragnar, fieles. Ragnar se quedó observando a su primo largamente. Aquel ascendía como loco por el sendero, seguido de sus sajones, que de vez en cuando se volvían para arrojar miradas de curiosidad y desafío hacia los daneses. Una larga pendiente en la que Widukind no era más que una mota parda en movimiento frente a la frágil cinta de la senda, que se retorcía entre montículos de hierba y grandes cabezas de roca, ascendiendo hacia un velo de niebla. Detrás, la montaña se vestía de misterio.
Al fin Ragnar, sin decir palabra alguna, mas meditabundo como pocas veces en su vida, se puso en movimiento tras los pasos de su primo, y los daneses lo siguieron estoicamente, sin mirarse los unos a los otros, absortos en extraños pensamientos a los que no estaban acostumbrados.
La primera barrera montañosa, después del valle del lago, parecía infranqueable hacia el norte y hacia el sur, ofreciéndoles un angosto paso hacia el este, como les señaló Comnachar. La perspectiva desde la que podían juzgar el paisaje no les daba pistas sobre la mejor elección. Las uñas afiladas de aquellos mojones gigánteos los obligaban a seguir una accidentada ruta hacia el noreste. Por en medio, al menos, el sendero era capaz de sortear las peores rocas y ribetear enormes pedregales que parecían haber sido canteras excavadas por el implacable punzón del hielo esgrimido desde el cielo, invierno tras invierno.
No había un alma. El crujido de la nieve interrumpía la quietud del aire cargado de bruma que velaba todo alrededor. Sus capas estaban húmedas. La mejor forma de protegerse de aquel clima era mantenerse en movimiento la mayor parte del tiempo, y encender fuegos cuando se detenían.
Los días pasaron y sortearon aquellas montañas. Los escoceses hacían sonar sus cuernas en la niebla, para avisar del desprendimiento de piedras cuando las bestias trastabillaban en su ascenso. Luego la ladera se prolongó hacia el sureste, y descendieron una larga pendiente jalonada por burbujeantes arroyos. Widukind podía sentirlo en su corazón: el destino de la aventura se aproximaba a un nuevo desenlace.
En el fondo, por debajo de una estela de niebla que se deslizaba casi imperceptiblemente hacia el oeste, el valle era una sucesión de árboles, prados y vallas. En el centro, en la parte más profunda, humeaban los tejados de una pobre aldea picta. Detrás, la forma de un nuevo lago se extendía cubriendo una larga distancia, acunada por colinas y montañas. Su superficie aparecía rizada por el fiero soplo de los aquilones, como un espejo helado.
Mas el infortunio, que es caminante inseparable de todos los aventureros, hizo acto de presencia cuando Ivar enfermó. Se había comportado frente a las inclemencias de aquel viaje mucho mejor de lo que nadie hubiese esperado en toda su familia. Ragnar decía que habían sido los excesivos mimos de su madre lo que lo habían vuelto tan débil. Sin embargo, el frío y el rigor de la marcha fueron demasiado para un niño como aquél. Ubba era robusto, y Halfdan ya casi era un hombrecito, pero Ivar era demasiado pequeño. Todos se preocuparon, menos su padre. Sif cuidó de él y Vigi le procuraba infusiones, procurando que aquellos demonios de la niebla, que él aseguraba ver alrededor de la expedición, como guardianes conjurados por los hechiceros pictos para expulsar a los extranjeros, no hiciesen mella en su pecho y se alejasen de la criatura, a la que acosaban por ser la más débil.
Las tierras de Northumbria eran más bajas, y sus pendientes ocultaban bosques en los que un camino podía permanecer, en época invernal, abandonado durante meses. Los pastores no se desplazaban en aquella época del año. MacEorl aseguraba que los granjeros se habían apresurado a matar el ganado excedente, pues con la llegada del invierno los pastos empeoraban y eran escasos. Ahora, la tierra permanecía como dormida bajo la nevada. Bastaba con evitar aquellas rutas para avanzar inadvertidos por Northumbria. La expedición de Widukind avanzó hasta esos límites, día tras día, manteniéndose alejada de las rutas conocidas. A veces, una zanja oculta en la nieve, una estela con desgastados signos elevada junto al camino, un árbol especialmente viejo con ciertas marcas, anunciaba la división de una frontera entre señoríos que, según los relatos de los escoceses, estaban enfrentados desde hacía siglos. Los earls northumbrios, como había ocurrido con la mayor parte de los jarls sajones, no entendían la necesidad de la unión. Mientras visitaba aquel país, Widukind lo comprendía mejor que nunca: aquellos hombres habían sido educados para ser señores de la tierra, pero la estrechez de sus enseñanzas se convertía en la mejor defensa de sus grandes enemigos, los reinos que pujaban desde el sur, Carlomagno en el continente, y los anglo-sajones en las islas. Los northumbrios soñaban con el dominio de una tierra detrás de cuyas zanjas, piedras y árboles fronterizos sólo se extendía un yermo de legendarios dragones y gigantes, una vaga noción del mundo basada en el cuento y la leyenda, tan sólo habitada por monstruos que nunca aparecían, o bosques en donde moraban sus pobres pero libres pictos. Se entregaban así a encarnizadas luchas intestinas que terminaban por debilitarlos, hasta que se volvían demasiado vulnerables ante sus verdaderos enemigos. Los señores de la tierra se mataban entre ellos, para ser a su vez absorbidos por señoríos mucho mayores, defendidos por ejércitos cuyo poder y organización era casi imbatible. Tal era la consigna de Carlomagno y de sus pesadas armadas, sus escuadrones, sus caballos de batalla, de altísima cruz, guarnecidos de acero y educados para saltar sobre las hordas y aplastarlas sin miedo. Todo aquello cobraba forma en la imaginación de Widukind y el paisaje cambiaba lentamente. La nieve crujía bajo sus botas, mientras Ivar, convertido en una bola de piel de oso, colgaba sobre sus hombros o caminaba a trechos lastimeramente. El viento sopló, el cielo extendió una mano en señal de castigo, y las rachas de nieve comenzaron a azotarlos desde el norte.
Los árboles eran viejos. Sus ramas desnudas se entrelazaban por encima de ellos. El valle, punteado por aquellos mudos habitantes caídos en el letargo del invierno, se prolongaba suavemente y desaparecía en la nívea bruma de la ventisca. Hicieron fuegos al amparo de una granja abandonada, de la que sólo quedaban dos muros en pie que los protegieron del aquilón.
Dos días más tarde, el vendaval había dejado mucha nieve y apenas pudieron avanzar. Los caballos abrieron el paso y William, uno de los sobrinos de Camnachar, les advirtió de que detrás de la colina la nieve era mucho menos densa.
—Estamos cerca del mar —aseguró el earl.
—¿Cómo lo sabes, tío? —preguntó William en su lengua.
—La presencia del mar deshace el conjuro de las nieves, sobre todo en el este. Estamos cerca.
Alentados por aquella noticia, se abrieron paso. Sif cuidaba de Ivar, mientras que Ragnar se encargaba de Ubba junto con Widukind, por turnos. A veces, Halfdan necesitaba que le echasen una mano, y muy a menudo los niños iban a la grupa de algún caballo escocés, pues MacEorl se había apiadado de ellos. Sif temía por la salud de Ivar; su aspecto había empeorado y no sólo fue ella la que miró al pequeño pensando que su vida corría peligro. Las últimas noches habían agravado el estado del niño. Ahora parecía profundamente enfermo. Vigi inspeccionó sus ojeras y les dijo que tenían que llegar cuanto antes a Medcaut si querían salvarlo. Sólo entonces Ragnar guardó silencio, preocupado.
Decidieron no dormir aquella noche, pues ya estaban seguros de su destino. A la mañana siguiente, casi a mediodía y por sorpresa, emergió a lo lejos, destacándose por encima del paisaje invernal y de las nieblas bajas que se posaban sobre la Tierra, la silueta de una roca aislada en medio del horizonte. Se detuvieron para admirar la aparición.
—La Isla Santa —dijo MacEorl.
Welf oteó la distancia. Parecía obra de gentes más acostumbradas a tratar con las nubes que con las olas. Surgía de la niebla suavemente, como si se apoyase en ella con cimientos etéreos, no con la pesadez propia de las moles rocosas sino con la gracilidad de un junco que flota en un estanque mágico. Por encima y por detrás, el cielo era gris.
—Las hierbas de esa isla son famosas por sus propiedades curativas entre los hechiceros y curanderos —dijo Camnachar—. Quizás ellas salven a tu hijo.
Ragnar miró a Ivar con una mezcla de temor e incomprensión. Widukind, conocedor de las peligrosas fantasías danesas, ordenó con un grito que avanzasen. No había tiempo que perder.
Poco después, la forma de la fortaleza se esfumó detrás de la niebla, que era baja y se deslizó de pronto sobre aquel paisaje como un piadoso manto de misterio. La luz decreció, pero hacía menos frío. Sin embargo, la bruma era densísima, y tuvieron que avanzar muy cerca unos de otros. Un litoral de arena y barro, delatado por gritos de aves marinas, se extendía más allá de los ribazos de hierba. Finalmente llegaron al lugar donde la tierra descendía con suavidad y ya no había hierba ni camino alguno.
—Los dioses quieren que lleguemos en el momento oportuno. A esta hora las mareas están lejos y podemos alcanzar la isla andando —anunció MacEorl.
—«Caminando sobre el mar llegarás a una isla de la que nunca más saldrás, sino volando…» —murmuró Vigi junto a Widukind. Se miraron, al acecho, como aves de presa que se descubren demasiado próximas, y recelan.
—¿Dónde están los centinelas? ¿No hay guardianes? —inquirió el hechicero danés.
—Los encontraremos, puedes estar seguro, pero la niebla nos está protegiendo y es posible que se hayan replegado a la fortaleza y al monasterio. Tampoco creo que sean demasiados, el obispo de Lindesfarne es un señor poderoso en Northumbria —dijo William.
—Los obispos son poderosos entre los señores cristianos porque toman partido entre sus riñas… —explicó el hechicero maliciosamente.
—Escúchame, Vigi —pidió Camnachar—. Es posible lo que dices, pero no por casualidad los misioneros se establecieron en este lugar. Es sagrado. ¿No lo ves? Caminad con cautela hasta llegar a la isla, después de pagarnos.
En ese momento Widukind comprendió que sus caminos se separaban. Apenas había abierto la boca para pedir a Vigi que desembolsase el pago, cuando los cuernos sonaron en la niebla, detrás de ellos.
MacEorl se inquietó y maldijo en su lengua.
Vigi sonrió de un modo malévolo. Extrajo la bolsa del erario danés y la abrió, mostrando los anillos de oro que habían pactado terminarían por saldar la deuda.
MacEorl tendió la mano y tomó la bolsa, revisando su contenido. Contaba los anillos, cuando aquellos cuernos sonaron de nuevo a sus espaldas. Parecían más cercanos.
—Si te marchas ahora te quedarás sin hierro forjado en Medcaut —anunció Vigi, recordando la promesa que Widukind había hecho al escocés—. ¿Quién sabe? A lo mejor no podéis disfrutar de vuestro bien ganado oro… —comentó, burlón.
Widukind sabía lo que pensaban sus guías.
—Si os quedaseis con nosotros, podríais acrecentar las ganancias —dijo.
El rostro de Vigi se transformó.
MacEorl escrutó largamente los ojos de Widukind.
—Forjaremos armas en Medcaut, y echaremos un vistazo a su tesoro. Juntos seríamos más fuertes.
—¿Y cómo saldremos de allí? —se preguntó en voz alta. Sin embargo, los cuernos resonaban demasiado cerca. Las posibilidades de ser descubiertos y capturados en la huida eran elevadas.
MacEorl se volvió y pidió con un gesto a sus hombres que lo siguiesen. Los cuernos volvieron a sonar. No parecían muy lejos de allí. Al fin decidieron.
—Iremos con vosotros —anunció MacEorl—, pero nos marcharemos cuando queramos.
—O cuando podáis —se rió Vigi.
—Adelante —rugió Widukind.
Se abrieron paso como sombras de vaho en busca del barro arenoso del istmo. Como el cordón umbilical de las criaturas al nacer, que traza un vínculo entre la madre y el hijo, así les parecía que se introducían en el mar sin mojarse, más a sabiendas de que el monstruo marino tarde o temprano volvería sobre sus huellas, anegando aquel paso. Una hilera de largas estacas clavadas profundamente en el barro marcaba el camino de los peregrinos. Al cabo de un rato los charcos eran cada vez más hondos. Tímidas lenguas de agua se movían en dirección contraria y la marea se acercaba. Al mirar hacia atrás, antes de desvanecerse en la bruma marina plagada de gritos de aves, las huellas ya empezaban a llenarse de agua. Con los pies helados, subieron por un ribazo hasta la línea de hierba. Un muro bajo mostraba signos cristianos y una especie de pequeña capilla. Vigi escupió sobre la cruz al pasar. Detrás, ascendía un camino empedrado. Nadie salió a recibirlos. Ni siquiera allí los esperaban guardianes o centinelas. Llegaban en una hora perdida en el devenir de aquel mundo.
Lo recorrieron vigorosamente, y entonces Widukind alzó sus brazos y desenfundó su espada. En medio de la niebla, los edificios del monasterio se destacaron en la falda de la montaña. La aldea de sirvientes laicos había quedado a la derecha, oculta en la bruma, y la sencilla iglesia apareció a su vista. Widukind hizo una señal y los daneses empuñaron sus hachas y vistieron sus máscaras de bronce. Como aletargados por aquel largo viaje, con los instintos aparentemente entumecidos, habían parecido una compañía de vagabundos. Pero a la señal de sus señores los daneses se arrojaron hacia las puertas de la iglesia poseídos por aquel furor terrible que daba leyenda a sus desembarcos.
El canto resonaba en el recinto. Dos puertas como hechas para gigantes se abrían ante la portada cargada con imágenes que auguraban el final de los tiempos. La iglesia, que era un túnel tenebroso en cuyo fondo se erguía la única llama sobre un trípode de bronce, aparecía tan sólo iluminada por vitrales en los que se retrataban las figuras de los fundadores del santuario cristiano, cuando dejó de ser un santuario pagano.
Las puertas se abrieron con sigilo y Widukind escudriñó los rincones. Una serie de arcos de medio punto en solemne procesión delimitaban la estrecha nave central. Se dividieron, ocultos tras las columnas. Uno de los monjes, que velaba soñoliento por la puerta, al volverse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó como un muñeco, sin poder distinguir entre la realidad y el sueño. Unos treinta monjes se arrodillaban, encapuchados, frente al altar. En él, iluminado por la llama del trípode, alguien de cierta importancia en la congregación leía el versículo y su voz, que era armoniosa y a la vez autoritaria, venía retumbando con su advertencia entre los arcos del siguiente modo:
—Me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos: en sus cuernos tenía diez diademas, y sobre sus cabezas, nombres de blasfemia.
»La bestia que vi era semejante a un leopardo, sus pies eran como de oso y su boca como boca de león. El dragón le dio su poder, su trono y su gran autoridad.
»Vi una de sus cabezas como herida de muerte, pero su herida mortal fue sanada. Toda la Tierra se maravilló en pos de la bestia, y adoraron al dragón que había dado autoridad a la bestia, y adoraron a la bestia, diciendo: “¿Quién como la bestia y quién podrá luchar contra ella?”.
»También se le dio boca, con la que hablaba arrogancias y blasfemias, y se le dio autoridad para actuar por cuarenta y dos meses.
»Y abrió su boca para blasfemar contra Dios, para blasfemar de su nombre, de su tabernáculo y de los que habitan en el Cielo.
»Se le permitió hacer guerra contra los santos, y vencerlos. También se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación.
»La adoraron todos los habitantes de la Tierra, cuyos nombres no estaban escritos desde el principio del mundo en el libro de la vida del Cordero, que fue inmolado.
»Si alguno tiene oído, oiga:
Si alguno lleva en cautividad,
a cautividad irá.
Si alguno mata a espada,
a espada será muerto…
Poco antes o poco después de aquellos versos, Ragnar se abalanzó contra la congregación. Recorrió el pasillo central con el hacha en alto y avanzó hacia el mismo altar. Allí, el lector de los versículos retrocedió y cayó de espaldas, aterrorizado, mientras la iglesia se llenaba de un clamor gimiente y gritos de pánico. El hacha de Ragnar cayó sobre el atril y el hermoso manuscrito de la Biblia fue partido por su filo. El hacha se quedó allí clavada. Su señor la alzó de nuevo, el atril salió despedido a sus espaldas, hiriendo a varios novicios al caer. Los daneses amenazaron a los congregados, que se sintieron presas por el mismo diablo, al tiempo que Widukind lanzaba un aterrador grito con el que se alzaba sobre el altar empuñando la larga espada.
—¡Cynewulf! —gritó el sajón—. ¿Eres tú?
El obispo, que vestía sencillos hábitos y que no se distinguiría en nada de un abad convencional, respondió temblorosamente, reponiéndose:
—Yo soy Cynewulf…, obispo de Lindesfarne por la orden que así me ha concedido ese favor…, ¡no sacrifiquéis a estos hombres! ¡Matadme a mí si eso calma vuestra sed de sangre…!
Ragnar, como poseído por un odio inexplicable, esperaba para descargar su hacha sobre el obispo, cuyo terror ya se había borrado del rostro, invadido por una extraña paz. La mano de Widukind detuvo el hacha de Ragnar, con un imperioso gesto.
—¿A qué esperas? —gritó una voz vengativa y llena de sarcasmo.
Vigi corrió hacia ellos, apartando a los monjes a puntapiés.
El hechicero miró con aquella malévola sonrisa a Ragnar y a Widukind. El sajón leía los ojos del obispo. No había miedo en ellos, sólo una extraña comprensión. Había visto esa mirada antes, mas cargada de celestial desafío, en los ojos de Remigio.
—¡Acabemos con ese horrible sacerdote de las sombras! —gritó Vigi, y sintió placer al escuchar su propia voz alejarse por el recinto de la iglesia, imponiéndose a las súplicas y ruegos de los monjes.
En ese momento uno de ellos se arrojó de rodillas a los pies del duque sajón y se retiró la capucha, alzando las manos entrelazadas en señal de plegaria.
—¡Detente, Widukind! ¡Angus así te lo suplica!
Los rostros se volvieron hacia él. La tensión abandonó el hacha de Ragnar. Los ojos amarillos de Vigi se inyectaron en ira. Widukind, como transfigurado por la aparición de un fantasma, se fijó para descubrir el rostro de su instructor y maestro.