IV

Las estrellas volvieron a guiar el camino invisible de las naves. Pasados algunos días, las aguas se inquietaron y tuvieron la impresión de que entraban en un nuevo país, delimitado por transparentes fronteras que ya habían atravesado sin apenas darse cuenta de ello. Sus valles eran más profundos. Las olas empujaban desde el este y los remeros tuvieron que duplicar su esfuerzo. Widukind pudo constatar, tras su breve experiencia como marino, que navegar contra las olas y contra el viento era más duro pero a la vez más seguro que hacerlo a favor del viento con mala mar. Movía los remos y miraba hacia el timón, donde Erik y Olaf se apoyaban junto a dos hombres, manteniendo el rumbo contra el oleaje. Pronto los penachos de espuma rompieron sobre la cabeza de Fáfnir, que cortaba las aguas, y la repentina lluvia los obligó a cubrirse con capas de nutria. Se trataba de aquella tempestad que los perseguía desde el este, antes de llegar a la Tierra de Hielo. Parecía rastrear la inmensidad del mar, alimentándose de sus vapores. Ahora entraban en sus dominios y la marejada crecía, ascendiendo como un hervor bajo el soplo de las galernas. Al sajón se le antojó que aquella borrasca era como el pasado no resuelto, allá, perdido en el este, la sombra del pasado que nunca abandona al marino, incluso si viaja hasta el fin del mundo, y sobre todo si después tiene el privilegio, o la desgracia, de volver de él. Albergaba la esperanza de que el mar los había arrojado más allá de sus dominios durante un corto intervalo de tiempo. La travesía había sido tranquila, aunque llena de inquietud y miedo, mientras avanzaron hacia el oeste; un desafío a sus propias convicciones. Pero ahora los dioses, decían los daneses, eran conscientes del botín y del poder que llevaban consigo, y el océano los recibía con sus mejores galas. La mar se enturbiaba y ennegrecía, reflejando una inabarcable profundidad.

—¿Cuánta agua hay debajo de nosotros? —preguntó Eifióldi junto a Widukind, cuando Olaf atravesó la cubierta atareado con unos cabos recién desprendidos a causa del viento.

—¿Cuál es la montaña más alta que has visto, Eifióldi? —inquirió Olaf, apoyándose en una cuerda muy tensa—. No he visto tantas…

—Piensa en la más grande de todas, e imagínala tres veces más grande, o cinco: ésa es la distancia que te separa del fondo del mar.

Olaf siguió adelante en busca de la bodega, donde se resguardaban de la lluvia aquellos que no remaban. Widukind se quedó pensando en lo que había dicho el marinero.

—¡Eh, Widu! Es mi turno, ¡levanta!

El sajón soltó el remo y, al enderezarse, sintió todo su cuerpo agarrotado. Los músculos, tensos y duros, parecían haber adquirido nueva forma en espalda y brazos gracias a la constancia y al frío. Se estiró un poco y se tambaleó a causa de un golpe de mar. Se agarró al cabo más cercano y se arrojó a tientas hacia la entrada de la bodega. Descendió y cerró la trampa por encima. Allí abajo, a la luz de una lamparilla que danzaba de un lado a otro entre las costillas de la nave, Widukind descubrió la larga sucesión de barriles cuidadosamente atados, las espesas mantas con las que se protegían del frío quienes descansaban después de un trago y un refrigerio, los almohadones de pluma de ganso. Casi la mitad de la tripulación esperaba allí su turno, echada indolentemente. El casco se movía, pero ya estaban acostumbrados a dormir en permanente zozobra. Los hijos de Ragnar jugaban en su rincón favorito, detrás del macizo kerling, con unas piezas de madera, entretenidos con la presencia de Sif. La joven, sobre una manta, trataba de animarlos, fingiendo voces de animales que hablaban entre ellos. Los niños advirtieron a su tío, y Sif miró a Widukind.

Al verla tan desenvuelta, privada del manto de nutria con el que se cubría casi siempre que estaba en cubierta, al sajón le picó el aguijón del deseo. No era la primera vez, aunque se había acostumbrado a soslayar ese momento de debilidad. Pero los niños alrededor de ella, sin ser capaz de descifrar por qué, establecían una conexión intensa con el más fuerte de los deseos del hombre.

—Vosotros nunca os aburrís, ¿verdad? —preguntó el sajón a los niños. Estos le devolvieron miradas algo tristes, especialmente el pequeño, Ivar.

—¿Cuándo llegaremos a tierra? —Halfdan siempre hacía esa pregunta a cualquier hombre que descendiese a la bodega.

—Ya falta menos, eso es lo que has de contestarte cada vez que lo pienses: ya falta menos…, verás cómo enseguida llegamos —respondió el sajón.

Sif sonrió y pasó su mano por la cabeza de Halfdan, desordenando sus cabellos.

—Pero mi padre me dijo que tendríamos que haber llegado ayer… —protestó Halfdan.

Ubba los miraba, desesperanzado.

—Tu padre… —Widukind hizo un gesto burlón y se acercó, como si quisiese contarles un secreto que nadie más se hubiese atrevido a revelarles—. Tu padre es un gordo y no se entera de nada…, escuchad a vuestro tío: yo os digo que falta un poco, cada vez menos.

Ivar sonrió ante la mirada burlona de Widukind.

—Pero mi padre dijo…

—¡No hagas caso de lo que dice tu padre sobre el barco!

Sif soltó una risa que tentó el ánimo de los niños.

—No sabe nada de eso —siguió el sajón—, ¿de acuerdo?

—Vale —respondió Halfdan, algo reconfortado.

—Pero, cuando lleguemos a esa tierra, ¿podremos irnos a casa? —preguntó Ubba.

—Pues…

—No quiero volver a subir al barco —interrumpió Halfdan a su tío antes de que acabase.

—¡Yo tampoco! —exclamó Ubba.

—Ni yo —añadió por fin el pequeño Ivar.

—Bueno, creo que cuando lleguemos a tierra haremos un viaje por ese país, así que no tendréis que volver a subir al barco, pero eso es un gran secreto. ¡No podéis decir nada a vuestro padre! —Sif miró a Widukind con gesto interrogante, aunque no se atrevió a formular la pregunta—. La ventaja es que ahora vosotros sois marineros, sois los marineros más jóvenes del mundo, y eso es muy importante.

—Bien… —sonrió el mayor, mirando a sus hermanos, alzando su espada de madera.

—Widukind, ¿cómo están las olas? —inquirió Bóffur.

—Duras como un mar de arena en lugar de un mar de agua —respondió el sajón, recostándose sobre una cabecera llena de plumas de ganso—. Tengo todo el cuerpo entumecido… Olaf, ¿hablando de las montañas?

Olaf volvía del fondo de la bodega.

—Malditos bolardos… —protestaba.

—Olaf —lo detuvo Widukind—. ¿Qué decías sobre el mar?

—El mar es profundo, sajón, mucho más de lo que la gente se imagina, de modo que cuando me preguntan, siempre digo lo que me decía mi padre: imagina una montaña, y después imagínala tres veces, así de hondo es el mar.

—Eso es mucho… —dijo Widukind, tratando de imaginar toda esa agua debajo de ellos.

—Es posible que en algunas zonas no conozca fin…, ¿qué más da cómo es de profundo? Con diez brazas hay suficiente para ahogarse, eso es lo que deberían temer los marineros.

—Claro…

Un sonoro golpe en la cubierta puso en alerta a Olaf.

—Voy arriba antes de que hundan el barco —y diciendo aquello el lobo de mar se marchó hacia la escalerilla—. ¡El tiempo empeora! —escucharon cómo exclamaba. Después la trampa se cerró de nuevo.

Sif le alcanzó unos pedazos de pescado seco, que el sajón tomó sin decir palabra alguna. Widukind entornó los ojos y se dejó arrastrar por el cansancio hacia unos sueños que después no pudo recordar.

Aturdido, abrió los ojos y no vio nada. Apartó la manta que rodeaba su cabeza. La lámpara, casi agotada, iba de un lado a otro como loca. El barco se movía de tal modo que lo había arrojado contra los barriles de estribor. Se enderezó. Casi no había nadie allí abajo. Echó un trago de agua y, hambriento, comió salmón seco antes de salir a cubierta. Los hijos de Ragnar estaban asustados, Sif los acompañaba y miraba al sajón sin un solo rasgo de miedo. Esto salvaba a los muchachos de mayores sufrimientos.

—No os preocupéis, pronto llegaremos —les dijo su tío.

Apartó el seguro y el viento empujó la trampilla. Hizo un esfuerzo y salió a cubierta. Los hombres miraban alrededor, preocupados. El cielo había cambiado: casi negro, sus nubes descendían como para combatir las olas, que ahora eran mucho más altas. En medio de aquel escenario, los remeros empujaban con todas sus fuerzas contra el oleaje, que ahora venía del noreste, ayudándolos a avanzar en la dirección deseada. Pero hacía varios días que no veían las estrellas, y eso no era bueno. Se habían extraviado.

—¡Allí! ¡Corceles de mar!

Los peces saltaban como si tratasen de volar frente al casco.

—¡Peces con alas!

Bandadas enteras centelleaban agitando unas aletas con forma de alas. Widukind pudo distinguirlos con claridad en medio del oleaje, especialmente cuando la cabeza del dragón iba a romper contra las crestas de espuma.

—¿Qué es eso, Olaf? ¡Peces voladores!

—Ése es el peor augurio que puedes encontrarte en el mar: si los peces tratan de volar para abandonar el agua, eso es porque se avecina el peor de los oleajes… —gritó Olaf—. ¡Es hora de ser hombres! ¡Que todo el mundo se amarre a un cabo si quiere seguir a bordo! ¡Mirad esas olas…! ¡Por las barbas de Odín!

Mientras Olaf daba órdenes, Widukind apresó el cabo que le ofrecía Éikiskiáldi y se ató a él.

—¡He perdido todos mis anzuelos! —protestaba el pescador.

—Espero que eso sea lo único que pierdas hoy —gruñó Ragnar.

Welf estaba subido al mástil y oteaba el horizonte. Fue en ese momento cuando su voz gritó por encima del ulular del viento, con el brazo extendido hacia estribor.

—¡Tierra! ¡Tierra!

Olaf oteó la distancia. Nadie podía distinguirla desde la cubierta. El oleaje desfiguraba el horizonte.

—¿Estás seguro, perro sajón?

Welf pareció dudar y todos contuvieron la respiración. Pasaron instantes larguísimos en los que sólo se escuchaba el silbar del viento entre las cuerdas.

Welf volvió a gritar, con la convicción de un cazador que se cerciora ante la visión de su presa:

—¡Tierra!

Widukind corrió hacia el mástil y saltó sobre los garfios de acero que hacían las veces de escalerilla, clavados en la madera. Trepó amarrado a su cabo y ascendió hasta situarse junto a Welf, por encima de la verga.

—¡Por la cruz y el martillo! —murmuró el sajón al mirar hacia abajo. La punta del mástil bailaba caóticamente sobre la cubierta, y a veces se asomaba por encima de la borda, sobre el mar hirviente. Era una visión maravillosa y a la vez terrible, pensó el sajón, como asomarse sobre un foso lleno de lobos hambrientos. Las olas eran cargas de escuadrones de caballos blancos que recorrían el mar al galope. Alzó el rostro junto a Welf y escrutó lo que el joven sajón le señalaba.

—¡Allí!

Widukind sintió una bocanada de alegría al descubrir el perfil inmóvil detrás de las olas.

—¡Tierra! ¡Es tierra! —gritó.

Estaba muy lejos. Aparecía y desaparecía con el inquieto vaivén de las olas, pero ya había emergido del océano. La patria de Fingal asomaba en el horizonte, pero las posibilidades de alcanzarla de un modo seguro se esfumaban a medida que el mar se enfurecía.

El temporal arreció y las olas se volvieron violentas a medida que se aproximaban a la costa de los caledonios. El océano parecía más negro que nunca en su cercanía.

La costa se recortaba abruptamente y no distinguieron rada alguna en muchas millas, sólo aquel perfil anguloso de angostas paredes verticales, y, detrás de él, altas montañas recubiertas de blanco, como si hubiesen espolvoreado una fina capa de cera sobre ellas.

El desembarco de los daneses se antojaba una aventura peligrosa.

—Esperaremos… —ordenó Olaf, oscuro.

—¿Estás seguro?

Olaf miró a Widukind. Ragnar fruncía el entrecejo.

—No…, ¡no lo estoy!

Widukind volvió su rostro a tierra y tuvo un mal presentimiento. La sucesión de acantilados parecía infranqueable al norte y al sur. Era como si aquella tierra, poblada por gentes más acostumbradas a tratar con el cielo que con la tierra y conscientes del poder del mar, se hubiese armado ante su belicosa presencia durante miles de años, construyendo una muralla de farallones. Habían atravesado el océano hasta el fin del mundo y ahora se desesperaban ante una costa conocida. La patria de los caledonios y de los escotos parecía una fortaleza inexpugnable.

—Hemos ido a dar con la peor parte de ese maldito país… —protestó Éikiskiáldi, ajustándose su capuchón de piel de nutria.

—¡Esperaremos! —insistió Olaf.

Los daneses se inquietaron. Remaron contra la corriente y siguieron avanzando mientras la luz abandonaba el cielo. Algunas de las naves se dispersaron y las perdieron de vista. Otras chocaron entre ellas, hasta que los cuernos de Harald ordenaron que se abriesen y se separasen unas de otras. Fue entonces cuando Welf, desde lo alto del mástil, dio un alarido de terror contra el rugido del viento.

—¡ALLÍ!

Se volvieron en busca de la señal que aquel brazo indicaba, como una flecha suspendida por encima de ellos.

Con un empujón de mar la cabeza del dragón rompió una cresta espumosa y descubrieron lo que Welf temía: una playa desierta, remota, protegida al norte y al sur por salvajes rocas, cercada por un circo y una garganta naturales que se volvían grises en la luz evanescente.

—¡Eso es lo que buscaba! ¡Remad! —ordenó Olaf—. ¡Que todos los hombres salgan de la bodega! Si la serpiente fuese tumbada por una ola los que se encontrasen ahí abajo morirían ahogados… ¡Todos fuera!

—¡He perdido de vista las serpientes de Harald! —gruñó Ragnar, que ataba a sus hijos a un largo cabo. Ivar lloraba desconsolado. Halfdan y Ubba se aferraban a las manos de Sif, aterrados.

—La tempestad nos dispersa…, ¡oh, que los dioses los acompañen! No había visto olas semejantes desde hacía más de treinta años… Ahora tenemos que pensar en esta nave.

—¡Preparad los cabos! ¡Trataremos de alcanzar tierra! —gritó Ragnar.

La mar se encrespó como nunca antes, dando un redoble de misterio y furia. Widukind tenía la sensación de que un monstruo que anidaba en sus profundidades al fin había dado con ellos, después de mucho vagar hambriento por una solitaria vastedad, y ahora se aproximaba con ira de los infiernos, agitándolo todo a su alrededor, removiendo el agua de los ignotos y ciegos abismos. El sajón se acordó del cuento de Jonás, pero también de las historias de Angus, que hablaban de criaturas inmensas que vivían en el mar abierto, y que a menudo eran confundidas con islas por incautos navegantes.

Las olas se levantaron, con tanta soberbia como pueda ser la de un monstruo del infierno cuyo orgullo ha sido mancillado. Detrás, desde el oeste, una nebulosa negra había oscurecido los confines. La tempestad ya se hacía anunciar, y sus emisarios zarandeaban los barcos como hojas suspendidas en un torrente. Delante, la línea de los acantilados se elevaba cada vez más amenazadora. Las olas gigantes avanzaban por delante en procesión, alzándolos y dejándolos caer en valles que cambiaban de lugar, arrastrándose hacia las rocas con vengativa cólera, dejando tras de sí largas pistas de espuma que alternaban su rastro con abismales estrías. Fáfnir mantuvo el rumbo y una cresta lo empujó por delante del vendaval. De pronto lo vieron, a estribor, a través de la lluvia que comenzó a golpearlos casi horizontalmente: un peñón de roca velaba la entrada a la rada, aislado en medio del océano, como una avanzadilla, una señal puesta allí por gigantes que en otro tiempo desafiaron al mar, para advertirles del comienzo de su reino. Las olas, al estrellarse contra él, reventaban en inmensas columnas de vapor que los vientos huracanados se encargaban de dispersar.

—¡Remad a estribor!

Los vikingos se echaron a los remos de estribor a la orden de Olaf, y en la cola dieron el golpe de timón. La fuerza de los remeros cambió el rumbo de la nave. Una colisión contra aquella roca haría trizas el barco entero. Se alejaron de su ominosa presencia cuando una de aquellas olas gigantes clavaba sus puños blancos contra el islote, haciendo estallar una corona de vapor que se convirtió en mil ráfagas de lluvia y polvo de agua. Pero el golpe de timón había sido demasiado fuerte y el cambio de alineación del casco respecto a la corriente sumió a la embarcación en el caos. Una ola los empujó a traición y la cabeza del dragón dejó de apuntar a la costa. Fáfnir escoró fatalmente. Ésa era la peor señal que podía esperar un vikingo en un desembarco con mala mar. Aquel piélago era demasiado fuerte, demasiado grande, demasiado abierto. El islote había quedado atrás, pero las fauces rocosas que velaban al norte y al sur de la rada natural emergieron fantasmalmente, por encima de la bruma y el vapor. Las olas se encrespaban y los gritos de Olaf no servían de nada, casi inaudibles en medio del rugido del viento. Erik había perdido el control del timón. La vela se había desgarrado y colgaba como un ruinoso estandarte. Uno de los garfios voló al desprenderse y atrapó a Welf por la pantorrilla, hiriéndolo.

Widukind no pudo ir en su auxilio, pues sintió la embestida del mar; esta vez una ola los abordó por estribor. La embarcación zozobró aturdida. El mástil casi tocó las aguas en su loco oscilar. Welf quedó colgando de lo alto y recibió un fuerte golpe en la caída; sin embargo, Widukind y algunos otros acabaron en el mar.

La serpiente recuperó su posición. Los timoneles hicieron un milagro y la suerte quiso que la nave virase hacia una alineación más segura.

—¡Hombres al agua! ¡No toquéis los remos! —ordenó Olaf—. ¡No toquéis los remos o les partiréis la cabeza!

Eso fue lo último que oyó en boca de sus compañeros: Widukind se aferró al cabo. La espuma hervía y una gelidez de muerte envolvió su cuerpo, al tiempo que la corriente, indecisa, trataba de succionarlo y de escupirlo con igual ímpetu. El drakkar fue embestido de nuevo y el casco avanzó hacia sus cabezas. Widukind extendió los brazos y sintió bajo el agua el impacto de la nave: el paso de la furente ola lo arrastró al fondo. Fue entonces cuando sintió cómo el cabo tiraba de él en la dirección contraria y se dio cuenta de que se ahogaría si no ponía remedio.

Preso por aquella fuerza, se llevó la mano a la pantorrilla y desenfundó su cuchillo de caza. Lo empuñó y cortó aquella cuerda. Entonces el mar se adueñó de su cuerpo. El casco se movió por encima de él y el drakkar avanzó. Al sacar la cabeza del agua le pareció que el barco se alejaba hacia la costa a increíble velocidad, tal era la fuerza que lo arrastraba. ¿Cómo podía haberse alejado tanto de él en lo que parecía un solo instante…? Pero al fin el mar había vencido. El drakkar del rey de los daneses mostraba su quilla al cielo. El naufragio había sido inevitable.

No tuvo tiempo para preguntarse por el resto de las naves ni por los demás compañeros. A diferencia de los langskipsy drakkars, los knarrs maniobraban más ágilmente en aguas agitadas, pues eran de mayor calado. Widukind, arrastrado por la corriente, sintió elevarse hasta el cielo, y al volverse con una brazada vio la cresta de espuma como una cabalgata de corceles blancos, el escuadrón de un vibrante ejercito, que galopaba a la carga. Después la ola lo sumergió y lo arrastró. Al salir de nuevo, casi sin aliento, había procurado soltar el cuchillo de caza antes de que una de aquellas olas consiguiese clavárselo mientras lo empuñaba. Escuchó voces, pero no vio a nadie. Distinguió una de las naves, pero estaba demasiado lejos y remaba contra las olas: retrocedían. Era la decisión acertada. El mar se enfurecía, y aquella costa estaba maldita. El desembarco se había hecho imposible para el resto de la ilota.

Nadó hacia la costa hasta quedar exhausto. Cada aliento le parecía el último. Pronto sería despeñado contra las rocas. Era imposible imponerse a la corriente. Tendría que aceptar su destino. El oleaje rugía en sus oídos. De pronto la línea de salvación se aproximó y una de aquellas olas rompió sobre él y sintió cómo era volteado mil veces hasta que golpeó el fondo arenoso. Salió a flote al límite de sus fuerzas y una nueva ola lo atrapó y lo envolvió en el torbellino de espuma. Sintió de nuevo la cercanía del fondo. Luchó con todas sus fuerzas y huyó hacia delante. Al fin, arrastrándose, Widukind llegó a la playa desierta.

Dispersos a lo largo de aquella desolación, otros vikingos avanzaban hacia las dunas, como perros que huyen de un mal amo. Los daneses entraban en Caledonia de rodillas: sólo de ese modo los recibiría la tierra de los héroes, la patria de Fingal: no como conquistadores, sino como vagabundos del mar.

Widukind se echó sobre la arena abriendo los brazos cuando al fin se sintió a salvo y se volvió, tiritando, al cielo. No tenía ni un gramo de fuerza en sus músculos, tensos a causa del frío. Sus greñas estaban enredadas de algas y arena. Trató de gritar y de pedir auxilio, pero la voz no acudió al cerco de sus dientes y pensó que posiblemente los demás podrían estar mejor que él. El rugido del mar era ensordecedor, amplificado mil veces por las paredes rocosas de aquellos acantilados. ¿Dónde estaba Sif? ¿Y Halfdan y Ubba? ¿Y el pequeño Ivar…?

Pasó un tiempo sin medida alguna. La oscuridad se cernió sobre él. Se enderezó con gran esfuerzo. Trató de apartar la sal y la arena de sus párpados. Sus ojos ardían a causa del escozor. Se levantó trabajosamente y no vio nada. El viento seguía rugiendo. Las rachas de lluvia y vapor daban latigazos sobre su espalda, mientras intentaba avanzar por la playa como lo hace un perro apaleado.

El resplandor de un relámpago en medio del mar envió un instante de claridad para crear una imagen espantosa que quedó grabada en su mente: no muy lejos, delante, la nave de los daneses aparecía tumbada en la arena, como el cuerpo de un náufrago. Fáfnir, el rey de los mares, derrocado. Objetos que no había sido capaz de distinguir jalonaban el espacio como manchas oscuras. Le pareció que había hombres subidos al casco. Detrás, una larga extensión se prolongaba hasta el confín de la playa, confundida con un hálito cárdeno de vapor que ascendía desde el océano, como demonios a hombros del viento. Más allá, alrededor, la luz había tropezado con las formas rocosas del acantilado, retratando su hostil perfil.

—¡Aquí! ¡Aquí! —comenzó a gritar. Pero su voz apenas tenía fuerza, y sus labios estaban tan ateridos que los sonidos parecían los de una alimaña herida de muerte.

Algo llamó su atención pero no pudo distinguirlo, hasta que tropezó con él. Se inclinó y descubrió el cuerpo de un hombre. Lo zarandeó sin fuerzas. Sus miembros estaban inertes. Puso los dedos en el cuello. Carecía de pulso. Y no sería el único; muchos podrían haber muerto ahogados, si no la mayoría de ellos.

—¡Aquí! ¡Aquí!

—¿Quién va? —gritó al fin una voz. Sombras de niebla se aproximaron a él rápidamente y lo cogieron a hombros, mientras caía de rodillas—. Widukind… ¡Widukind!

—¡Maldito perro sajón! —gritó una voz de trueno frente a él. En medio de las rachas de lluvia, un rostro conocido comenzó a cobrar forma.

—Ragnar…

—¿Creías que esas olas son lo bastante grandes como para acabar conmigo…? Aunque a ti te dábamos por muerto…

—Allí… —Widukind se volvió trabajosamente.

—Otro más… ¡Éikiskiáldi y Fióldur! —gritó Ragnar—. ¡Erik! ¡Por allí! ¡Vamos, moveos! —después volvió su rostro hacia Widukind, a quien ya arrastraba por las piernas—. Casi todos los que cayeron contigo en el primer golpe de mar se han ahogado, o al menos los que hemos encontrado hasta ahora… Debieron de morir bajo el casco, amarrados como iban. ¡Ha sido Loki…, ése as maldito! La mayor parte de ellos siguen ahí, atados a la nave, las nornas cortaron sus hilos… Dime, maldito sajón, ¿cómo hiciste para librarte de las anguilas de Loki?

—Mi cuchillo de caza…, él me salvó la vida. Corté a tiempo…

—Fuiste rápido…, ¡lo celebro!

—¿Y la nave?

—¿La nave? Ahí la tienes…, lo bueno es que casi todas las provisiones están intactas, mojadas pero intactas. Ésa es la ventaja de amarrar todo en la bodega, siempre y cuando el barco no quiebre casco; en ese caso las amarras importan un cuerno…

Widukind trató de reponerse, pero las piernas le fallaron.

—Has debido de tragar mucha agua… —siguió Ragnar, compasivo—. Será mejor que vayas adentro. Vamos a improvisar un campamento en cuanto tengamos lo indispensable, después ya veremos si podemos encender un fuego, aunque lo dudo…, y si no quemamos algo vamos a morirnos de frío, por los colmillos de Loki…

Widukind creía ir a desvanecerse de un momento a otro, pero luchaba por mantenerse entero. Ragnar seguía hablando, aunque él era incapaz de prestar más atención. Titiritaba como si lo hubiesen poseído los mil demonios de Salomón.

—Una cueva…, buscad una cueva… —escuchó una voz femenina.

—¡Ya estás con tus ideas! —protestó Ragnar.

Sif se acercó a Widukind y rodeó su cabeza con protectora pasión. Ragnar se quedó callado, en parte molesto, en parte herido por los celos. Sif se había comportado como uno más durante todo el viaje, pero a Ragnar le había gustado que se ocupase de sus hijos, algo que ella recompensaba con toda clase de comentarios tan terribles como los hubiera podido pronunciar cualquier otro hombre de su horda. Ahora Sif miró a Ragnar con tal determinación, que el jarl se sintió intimidado.

—¿Crees que es tan fácil buscar una cueva…? Está bien, no es mala idea, lo intentaremos… —Ragnar se puso en pie y gritó—: Esta playa huele a porquería de gaviota y a pulpo muerto… ¡Llevadlo allí, apartadlo del viento mojado!

Las tareas que siguieron a aquel caos empezaron a ponerse en marcha con el riguroso orden que caracterizaba a esos hombres de mar. Ragnar y los demás vaciaron gran parte del cargamento. Tendieron largos cabos atados unos a otros y amarraron a unas peñas la cabeza de la serpiente y su casco, para evitar que una crecida de las corrientes se la llevase y la destrozase contra las rocas. La lluvia amainó, pero la tempestad siguió relampagueando sobre el mar, enviando cárdenos fucilazos para iluminar el desolador paisaje. Si el desembarco en la Tierra de Hielo había sido glorioso y lleno de misterio, la llegada a la patria de Fingal había resultado desastrosa. Tendieron pieles y crearon un campamento tierra adentro. Recorrieron las dunas y detrás de ellas siguieron por la hierba hasta un lugar más resguardado en el páramo que avanzaba hacia el interior. Otearon el pie de los acantilados, pero no había cuevas. Tensaron las cuerdas. Después fueron en busca de leña, mientras otros desnudaban a sus compañeros y los frotaban y los envolvían en nuevas pieles de nutria, que eran las más impermeables y las que antes se secaban. El estado de algunos empeoró, aunque la mayor parte de los que habían salido maltrechos del mar mejoraba. Sin embargo, el que peor aspecto presentaba era Widukind.

El sajón perdió la conciencia poco tiempo después de que Sif, que lo miraba como si pudiese leer sus pensamientos, le tendiese un cuenco de caldo preparado por Vigi. Contenía infusión de orozuz, que es bueno como pectoral, de fárfara, adecuada para la tos, y de enebro, que mejora y potencia las bondades de todas las demás plantas que participen en una infusión. Tratando de darle calor desesperadamente, Sif lo abrazó y se apretó a él con fuerza, restregando con sus manos todo su cuerpo. Widukind empezó a sentir aquel fuego vigorizante, pero su cerebro, como si hubiese expulsado demasiados humores, se sumergió en una confusa visión, y dejó de percibir su entorno.

La imagen de un puño de hierro que ardía al rojo rusiente y que se fundía, su ardor insoportable, como sol enterrado en el vacío de los mundos, dominó su espíritu. Después vio cómo aquel sol se hinchaba en el cielo, absorbiendo el agua de todos los océanos. El azul cerúleo que envolvía el orbe, semejante al escudo de un caballero cósmico, se sublimaba en espirales, como lo hacen las sustancias en los laboratorios de los alquimistas, hasta deshacerse en la nada. La tierra, desecada y enferma, se extendía como a merced de una plaga infinita que emergía de todos los confines del condenado mundo; el vapor se convertía en ardiente torbellino. La luz lo inundaba, esplendente. El rayo cruzaba el cielo, vengativo. Como de la oscuridad y al redoble de mil tambores divinos, de los extremos de aquella profecía Widukind creyó ver surgir al galope a cuatro jinetes sobre caballos de diferente color. Uno era rojo, y su señor, un lugarteniente que echaba fuego por los ojos, empuñaba una larga espada, pues era la Guerra. Otro era negro, de cabeza huesuda como momia conservada en leche agria, y el Hambre lo perseguía creando una estela de pestilente vapor deletéreo. Otro era amarillo, y lo montaba la Muerte, y traía la ruina sobre aquel mundo devastado por el poder del sol. Detrás iba el caballo blanco, montando el Hombre que vence sin piedad todas las cosas, extendiendo el castigo de los jinetes, empuñando, como esto sólo puede ser posible en el lenguaje de los sueños, un omnipotente y a la vez tonante rayo, cuyo eco era inagotable y cuyo resplandor no cesaba. Vidrio fundido y fuego, pez ardiente y llamas, corrían en anchos ríos, tatuando la superficie del mundo. Sus entrañas barbotaban purulentas en las heridas abiertas por todo el pecho de la tierra, derribando ciudades y abrasando bosques. Su sangre era piedra fundida. Bestias sin nombre conocido salían de aquellos abismos y atormentaban sin piedad a los supervivientes. Y detrás de ellas, comandándolas, venían legiones de demonios. Algunos tenían aletas de pez por manos, otros, bocas de murciélago; los había que parecían insectos gigantes. Capturaban a los condenados y los pastoreaban despiadadamente, conduciéndolos a la tortura en grandes ollas, donde los cocían, o sobre enormes parrillas, donde los quemaban. Muchos eran empujados a calderas hirvientes, otros, arrojados al fuego de las entrañas de la tierra. Había demonios con cabeza de león que troceaban doncellas; otros, rugían en corros alrededor de glotones a los que arrancaban la piel en tiras para después cortar la carne de sus michelines. Y así, de horror en horror, el mundo fue sumiéndose en sombras, hasta que la visión se desvaneció lentamente, cerrándose en un círculo que giraba eternamente hacia sí mismo.