III

Se desplegó en el horizonte como se desentraña un enigma: surgiendo de la niebla, poco a poco, desvelándose con el celo de una virgen de los mares. Primero parecía ser una isla, pero no lo era, no en el sentido que ellos esperaban: lo primero que vieron fue una gran isla, como un bote de gigantes encallado en un bajío, o un fragmento de la historia de la tierra, y a su vez, un pedazo de tierra verde elevado sobre una plataforma de acantilados, abandonado en medio del océano. Pero la bruma se desplegó al aproximarse a ella y la verdad, envuelta en un sublime hálito de grandeza, apareció detrás. Una franja que se propagaba hacia el horizonte. Algo inmenso. Montañas de nubes sobre montañas de hielo. Por debajo, al acecho, una larga costa. Inhóspita y áspera. Salvaje.

Widukind, sorprendido, escrutaba la aparición. Como quien contempla la llegada de un espectro. Las aguas estaban tranquilas, grises, negras si uno se lijaba en ellas, demasiado hondas, acaso expectantes, como si el mismísimo mar contuviese el aliento en presencia de un milagro capaz de extender su beatitud sobre las profundidades, gobernando sus ominosas intenciones.

Widukind se dio cuenta de que los ojos de Vigi lo observaban; pues su mano había hecho el signo de la cruz sobre su pecho, tal como le enseñase Angus y después su mentor, Remigio.

Angus…, ¿dónde estaría aquel fiel hombre? Pero el pasado se desvaneció ante la aparición de aquel presente glorioso. La costa se aproximaba como se acerca un gigante que avanza inexorablemente en medio de las brumas de un mundo desconocido. Se desplegaba en todo su rocoso esplendor ante ellos. Un ciclo congelado tendía su bóveda pensativa hasta el horizonte. La costa, una línea de arena negra detrás de la cual los latigazos verdes trepaban trabajosamente entre abruptas pendientes montañosas. Las elevaciones parecían haber sido cortadas con hachas, tan pronunciadas eran sus aristas. Detrás, muy lejos, el espectro de una altísima cordillera seguía asomándose entre nubes tormentosas.

—No estoy seguro de que sean montañas —musitó Vigi, y todos escucharon su voz, pero nadie quiso hacer comentario alguno.

Gigantes que se reunían en el horizonte, sentados a horcajadas sobre aquellas colinas como quien se sienta sobre una vulgar piedra, eso fue lo que todos pensaron. Widukind contenía la respiración del mismo modo que los demás. Nadie se atrevía ya a tocar los remos, por miedo a despertar la atención de criaturas tan ominosas como inmensas… ¿Y si habían abandonado los círculos del mundo conocido? ¿Y si los confusos relatos del adivino los había arrojado más allá, mucho más allá…? Niflheim, el mundo de hielo, el reino de los gigantes… ¿Estaban allí, sentados entre las nubes?

La corriente los atraía poco a poco hacia la costa. En sus proximidades, las olas se encrespaban ligeramente y ya no pudieron evitarlo. El sol despuntó a lo lejos, con timidez, mientras descendía de las nubes, como una joya de oro engarzada en un collar elíptico, y su luz iluminó una gran montaña, aislada y dura, que se elevaba partiendo el paisaje. La luz avanzó en la bruma y un gran arco iris apareció en la costa, tendido sobre tierras desconocidas como una advertencia benigna, o una señal de bienvenida.

La nave avanzó entre las olas y por fin una larga explanada arenosa recibió a los viajeros. Erik, el timonel, sostenía la caña con dos ayudantes, sirviéndose de la fuerte corriente. Poco después, escucharon el choque de la roda contra la arena y saltaron a la espuma, mientras la quilla se arrastraba encallada. Fáfnir escoró a estribor con un crujido procedente de la carlinga. Halfdan dio un grito y sus hermanos lo imitaron. Alrededor, los marinos tiraron de los cabos y aprovecharon las olas para sacar las naves, arrastrándolas sobre una inmensa playa de arena negra.

Las aves gritaban. Variedades de pájaros que nunca habían visto volaban en torbellinos y enjambres, quizás excitados por su presencia. Detrás, un acantilado poblado por todas aquellas criaturas aladas se interponía a sus miradas.

—¡Huevos! ¡Mirad! ¡Miles de huevos! ¿A qué estamos esperando? Antes que nada hay que recoger huevos… —gritaba Ragnar, soñando con la comida.

—Haremos un fuego allí, al amparo del acantilado, ¡que no se pueda ver desde las colinas! —ordenó Vigi— no creo que nos espíen desde el mar, pero no confío en esas colinas…

Desde que pisaron tierra, una extraña transformación se había obrado en el ánimo de aquellos hombres. Vencidos los miedos sobrenaturales, Widukind sintió que no era el único que experimentaba aquella sensación. Desde el más viejo hasta el más joven, se sentían señalados por la lanza de Odín, todos se sentían hijos predilectos del dios que protegía a los hombres mortales, del Padre de la Guerra, del Señor de la Victoria y del Peligro. Tras asumir el riesgo, la conquista de la tierra desconocida los convertía en semidioses… Como si sólo unos elegidos fuesen capaces de pisar aquel mundo, pues no se podía acceder a él sin el favor de las altas divinidades, a las que veneraban.

Una extraña fuerza empujaba el latido de sus corazones. Se sentían fuertes y preparados para todo. No encontraron dificultad alguna al emprender sus primeras aventuras, y cuando se habló de ir en busca del sagrado hierro, todos quisieron seguir los pasos de Vigi, de Widukind, de Ragnar y de Harald.

Cuando miraban la playa desierta, tenían la sensación de que aquel mundo podía pertenecerles. No eran pocos los que ya soñaban con establecerse en esas colinas con sus familias. Widukind imaginaba cientos de barcos transportando a los sajones hasta aquella tierra, en el caso de que Carlomagno decidiese acabar con su patria y no fuesen capaces de hacerle frente. Aquel paisaje los hacía sentirse libres.

Todo parecía posible. Era la euforia de los aventureros que, después de jugar con su propia vida, descubrían el preciado tesoro y el regalo que se oculta detrás de toda decisión afortunada y audaz.

Haitha y Éikiskiáldi preparaban enormes tortillas con los huevos de aquellas aves. Se llenaban barriles de agua en un río cercano, cuyas aguas, después de haber sido saboreadas por Vigi, resultaron puras y limpias. Parecían atravesar largas praderas verdes y surgían no muy lejos de un territorio accidentado que filtraba la esencia del sempiterno hielo de aquellas sagradas montañas. Las bodegas de los drakkars se llenaban de vituallas, pues el salmón era abundante, y Eifióldi había construido un rudimentario secadero para preparar el pescado. Sif, convertida por vocación en la madrina de los hijos de Ragnar, recorría la playa con ellos, en busca de conchas y cangrejos, que más tarde cocían en la olla de Vigi. Los niños disfrutaban haciéndose la comida. Los jarls habían decidido dejarlo todo listo para la partida, por si acaso se encontraban tierra adentro con algún peligro del que tuviesen que huir precipitadamente.

Una mañana ventosa se pusieron en camino. Tras una larga marcha, los paisajes que el anciano druida le describió a Widukind se hicieron realidad. No muy adentro, remontaron el curso de un agua que se precipitaba con una gran catarata cuyo rugido ensordecía el cielo. Después, el terreno se agrietaba en una larga y desierta planicie como de piedra desmenuzada, sin apenas verdor, en la que destacaban dos o tres crestas aisladas y roqueras.

Un río bajaba rugiendo sobre un lecho de espuma y piedras. Su agua parecía sucia, como si se hubiese disuelto en ella el detrito de una cantera. Arrastraba aquel limo túrbido y ocre que tatuaba la tierra hasta las lejanas faldas heladas de los primeros volcanes. Se retorcía sobre sí mismo con un torbellino y después rompía hacia el oeste contra una pared de residuos volcánicos. El paisaje se arrugaba detrás, como las entrañas petrificadas de una monstruosa criatura surgida de las profundidades. El agua rodeaba con un gran meandro una montaña aislada que se interponía en su ascenso.

Montículos de azufre y sucias menas de hierro dejaban un rastro rojizo en la falda de la montaña, por detrás.

—¡El hierro de Thule! —gritó Ragnar.

Atando varias cuerdas, improvisaron una soga de la que se sirvieron para salvar la corriente. Vigi les advirtió que no bebiesen de aquellas aguas, pues era seguro que Loki orinaba río arriba. Los más fuertes, con Ragnar y Bóffur a la cabeza, se arrojaron al agua y pelearon con brazos y piernas por llegar al otro lado. Widukind imaginó lo fácil que hubiese sido sortear el río si hubiesen dispuesto de una ballesta o un arco de gran tiro. Pero los daneses no se tomaban demasiado en serio esa clase de armas. Una vez ante el torbellino más furioso, Ragnar arrojó una pica a la que habían atado el extremo de la cuerda. Ésta, desde aquella distancia, fue capaz de caer entre las piedras. Ragnar tiró de ella. La cuerda se tensó.

Confió y cruzó los torbellinos con cuidado de no golpearse las piernas con alguna piedra oculta bajo la espumosa y túrbida corriente. Una vez al otro lado, amarró la cuerda y dio un grito. Los demás lo siguieron. Uno a uno, atravesaron aquel río y la expedición continuó hacia las elevaciones desérticas, donde los filones de hierro dejaban aquel rastro rojo. La marcha les resultó mucho más pesada de lo que habían imaginado, pero finalmente llegaron, y gritaron como locos cuando pudieron escoger con sus propias manos los bloques ricos en hierro que se acumulaban por doquier, deslavazados por la humedad y roturados por el hielo.

Los cargaron en fardos y descendieron de nuevo, despidiéndose de aquel mundo inhóspito y extraño que se prolongaba a sus espaldas. Una columna de humo negro empezó a elevarse en el horizonte, quizá los hornos de Loki se encendían de nuevo para calentar la morada del as perverso. Widukind se preguntaba si los dioses realmente habitaban en aquellas cumbres borrascosas a sus espaldas, si tierra adentro se elevaba el Asgard.

—Ahora necesitamos una fragua en la que forjar nuestras armas —sugirió Widukind.

—¿Qué mejor fragua que la de los escotes y los caledonios? —propuso Olaf.

—¡La patria de Fingal y Cuchulainn! —gritó Ragnar. Éikiskiáldi, Bóffur y Eifióldi aullaron como lobos.

Sif, que los había acompañado junto a Halfdan hasta la orilla de aquel río, saludó a Widukind agitando los brazos al verlos regresar cargados. El viento sacudía los mechones de pelo que se le habían separado de las trenzas.

—Tal y como prometimos a Goimo antes de iniciar nuestro viaje, forjaremos las armas en la patria de Fingal, encontraremos un sagrado lugar en el que dar forma al hierro —anunció el duque sajón, sin apartar sus ojos de la mirada de ella.

Tardaron casi dos días en volver con aquella carga, que era para ellos más preciada que el oro. Mientras tanto, por la noche, una llama roja se encendió en la cima de una de las montañas que habían empezado a humear, y vieron las vetas de fuego descender por el horizonte, y comprobaron que poco después el agua de aquel río bajaba caliente.

Cuando llegaron al campamento, ordenaron sus vituallas y llenaron sus odres y barriles, terminaron las reparaciones en telas, remos y cascos, recogieron el pescado seco y empujaron las naves por la playa hasta que flotaron en la bahía. Los remos acariciaron las olas y la flota de Ragnar Lodbrok y Harald Barbazul navegó hacia el este. Mientras se alejaban, pocos eran los que podían dejar de mirar aquel enigma suspendido en medio del mar, abrazado por tormentas. La niebla surgió de pronto y la Tierra de Hielo se desvaneció como si nunca hubiese existido, o como si aquellos dioses la hubiesen apartado de nuevo de los círculos del mundo.