Aquella noche se encendieron las antorchas bajo las pieles que coronaban la nave de Ragnar. Rodeando el mástil, del que pendía una vela en la que el viento parecía insistir con serena paciencia, empujándolos hacia el oeste, las pieles les daban cobijo bajo la humedad de la noche. Los jarls permanecieron en sus naves hasta caída la oscuridad, cuando se aproximaron y saltaron sobre los remos de Ragnar para reunirse en círculo alrededor de las antorchas. En esos momentos era cuando más echaban de menos la carne. El resplandor de las llamas les hablaba del rumor de la grasa que goleaba, o el sabor de una cacería recién pasada por las brasas, o incluso de hornos que cocinaban empanadas rellenas de sangre de oveja y otras delicias que en aquel momento eran inalcanzables.
Widukind miraba la luna. Nubes negras vagaban en el este, indecisas, y el resplandor caía sobre el mar, ligeramente ondulado hasta donde alcanzaba la vista, como la presencia de un fantasma. El oeste era infinito. Cuando todos estuvieron reunidos, Widukind entró en la tienda y tomó una de las pieles de oso, con la que se cubrió los hombros.
—Aquí estamos al fin reunidos —empezó el sajón—. Thorvald hace semanas que dio la vuelta, y ahora nos toca a nosotros decidir si lo hacemos o no. He estado pensando en todo. Voy a ceder la palabra a Olaf, el jarl del mar entre los hombres de Ragnar, para que nos dé su consejo sobre vituallas y agua.
Olaf miró gravemente a su alrededor, y habló con tranquilidad.
—Ya no queda agua para regresar a nuestras costas, aunque diésemos la vuelta ya mismo, o incluso aunque la hubiésemos dado hace una semana y Odín nos concediese el privilegio, poco habitual, de dejarnos navegar en línea recta hasta las radas de Dinamarca sin encontrarnos con ninguna tormenta.
—Lo de la tormenta lo dudo… —añadió Éikiskiáldi con un torvo y desinteresado gesto hacia oriente—. Mira y dime qué es eso…
Olaf sacudió la cabeza.
—No hace falta que mire ahora, pues llevo varios días espiando esas nubes —asintió—. Es una gran tempestad que se interpone entre nosotros y las montañas de los noruegos.
Harald guardaba silencio, pensativo. No parecía preocupado, sólo un semblante sumamente grave y concentrado.
—¿Qué dice Barbazul? —preguntó Ragnar.
—Que la misma decisión de seguir hacia delante cuando Thorvald dio media vuelta sigue siendo válida ahora. No quiero regresar. Es necesario que naveguemos hasta el fin del mundo.
—¿Navegaremos hasta el límite, o navegaremos hasta la muerte? —la pregunta de Olaf atrajo la atención de todos sus pensamientos—. No penséis de más ni de menos. Eso es lo que hay que tener en cuenta. ¿Navegaremos hasta el límite de una posibilidad a nuestras espaldas? ¿O navegaremos hasta la muerte, hasta que nos quedemos sin agua y muramos de sed, o hasta que nos volvamos locos en medio del mar? Quiero dar mi opinión. Yo haré lo que deseen los jarls y la mayoría de los hombres. No quiero alterar el destino de este viaje… Sólo considero que debo decir lo que estamos haciendo, dónde nos encontramos, cuál es nuestro destino.
—¿Y dónde estamos? —inquirió Welf, que no entendía el lenguaje del marinero ni las distancias del mar. A menudo tenía la desesperante sensación de que no se movían y de que seguían parados en medio del agua.
—Estamos navegando hacia el oeste, la dirección es la correcta, de eso no me cabe la menor duda. La Tierra de Hielo no puede estar muy lejos, a no ser que los dioses deseen extraviarnos, y que las estrellas nos engañen, y podría ser, pero ésa sería la voluntad de Odín…
—Odín no puede desear nuestro extravío, nos recibiría con mil tormentas —arguyó Haitha. Se habían acostumbrado a las intervenciones de aquella mujer, que ya era como uno más a pesar de su género.
—Navegamos hacia el oeste —siguió Olaf, tratando de mantener el rumbo de la conversación, como buen navegante que era—. Éste es el momento en el que podríamos dar media vuelta en dirección hacia la más occidental de las Islas Verdes, Eyren.
—¡Eyren…! —murmuraron los hombres.
Sif observaba el semblante sombrío de Widukind.
—¿No es ésa la tierra de las colinas verdes, donde habitaban los escotos?
—¿No hay allí guerreros que devoran carne humana y reinas despiadadas que se beben su sangre…?
—¿Quién no ha oído relatos sobre Macha Mong Ruad, la esposa de Nemed y de Cruinniuc; ¡Macha, la hija de Ernmas!? ¿O de Medb y de su aciago hijo Mórgór? —preguntó Vigi a los presentes, estimulando su imaginación.
—Es una patria de oscuros héroes, creedme. He escuchado relatos acerca de ellos… —siguió Magnachar, para sorpresa de Widukind—. Helglum nos relataba sus historias.
—Rara vez las oí… —reflexionó Widukind.
—Tú pasabas mucho más tiempo con Angus, y él no prestaba atención a esos relatos —replicó Magnachar.
—¡Es cierto! —recordó el hertug—. Pero si mal no recuerdo, Angus me contó que los tiempos de esos relatos son muy antiguos…
—¿A qué te refieres, sajón? —inquirió Vigi con gran interés.
—Los misioneros de la orden de Angus habían pasado largos años en las Islas Verdes, y Angus hablaba de un tiempo más cercano. Según su palabra y la de aquellos misioneros, los tiempos de esos reyes que has mencionado ya habían pasado como las hojas de un otoño, y sus nombres estaban ya marchitos y enterrados en túmulos de hierba… En Eyren ya no habitan esos héroes, es posible que sean los hijos de sus hijos, pero ya no son esos de los que hablan los oscuros cuentos del oeste.
—¿Sugieres que Eyren es una tierra desierta? —preguntó Ragnar.
—No… —respondió Widukind, indeciso—. No me la describieron de ese modo. Hay hombres bravos en esas tierras, y ellos fundaron el reino en las tierras de los caledonios, después de invadirlos, pero no es tal el poder que ostentan, aunque hay algo que deberíamos tener en cuenta —los ojos del sajón se iluminaron al decir aquello—: En esas tierras habitan los mejores herreros de la tierra. ¡Angus me habló de sus maravillas!
—Yo también lo he oído —añadió Olaf.
—Ahora, si obtuviésemos ese mágico acero, ¿qué mejor destino que el escogido para las forjas?
Olaf frunció el entrecejo.
—Para eso nos hemos reunido —dijo—. No nos alejemos más del destino de nuestra reunión antes de tomar una decisión. Las estrellas siguen en su sitio y las naves avanzan en su rumbo… Ahora bien, si seguimos adelante ya no habrá posibilidad de volver atrás. Nuestra última oportunidad, según puedo calcular por los días navegados, se escapa para volver ya directamente impulsados por viento y corrientes hacia las Islas Verdes… con las reservas de agua que tenemos. La comida no es tan grave problema, siempre podemos pescar…
—¡Estoy harto de pescado! —protestó Eifióldi.
—¡Todos estamos hartos de pescado, así que no hace falta que nos lo recuerdes! —rezongó Ragnar.
—La pesca no faltará, pero el agua sí —acabó Olaf—. ¿Qué haremos?
Se miraron unos a otros, y se hizo un largo silencio. Al principio fue incómodo, pero después se acostumbraron a él. Todos necesitaban pensar, todos tenían dudas.
Widukind tomó al fin la palabra.
—Yo deseo seguir hacia el oeste. Pero creo que deberíamos consultar a los hombres, y que cada cual escoja su destino…
—¡Los hombres de Ragnar harán lo que Ragnar diga! —gruñó el danés.
—Siempre pueden cambiar de serpiente —siguió el sajón.
—¡Por Loki! ¿Qué palabrería es ésa? No consultaré a mis hombres…, ellos desean seguirme… —argumentó Ragnar.
—¿Y los jarls?
Los señores de cada nave se miraron. Harald recordó las palabras de Thorvald.
—¡Estamos cerca…, sé que estamos cerca! —gruñó entre dientes—. Yo me quedaré, y mis hombres y mis naves se quedarán conmigo.
—¡Así se habla! —la voz de Ragnar fue respaldada por otras voces de hombres que espiaban el consejo sentados a horcajadas sobre las verandas de la nave.
—Está bien…, ya es tarde para retroceder, seguiremos.
—Sí, seguiremos, no se hable más…
—¡Celebremos este momento en el nombre de Odín! —gritó Ragnar, y los demás siguieron su consejo. Sacaron los últimos barriles de hidromiel y celebraron la última fiesta. No deseaban acabar con la sagrada bebida de un modo cobarde, sorbo a sorbo, y lo derramaron sobre sus barbas con desenfreno hasta el amanecer.
Los siguientes días pasaron rápidamente. La borrachera había adormilado a los jarls, abstrayéndolos de una realidad que habían decidido ignorar a cambio de un sueño. Pero Widukind había estado sentado junto a la cabeza de la serpiente de agua, arrebujado en su capa de oso, mientras el cielo se agrisaba y la tormenta avanzaba a sus espaldas. Las marcas de los días seguían sumándose en la madera. A ambos lados, dispersa entre el suave pero profundo oleaje, la flota seguía remando. Las cabezas de los drakkars asomaban arriba y abajo, las velas de coloridos tatuajes eran empujadas por un viento favorable. Widukind había ordenado insistir con valentía y los hombres remaban en turnos. Ya estaban muy lejos, demasiado lejos, perdidos en medio del mar, como para sucumbir a la tentación y dar media vuelta.
Nadie quería hablar. Se entretenían con redes y anzuelos, cosiendo telas, reparando enseres, recontando y repartiendo los víveres. Especialmente los jarls, mostraban semblantes más aciagos. Sus hombres los seguían, convencidos de que acertarían. Era fácil encaminarse así hacia la muerte, pensaba el sajón, confiados como lo hacían aquellos hombres; sin embargo, era mucho más difícil hacerlo con el peso de las decisiones sobre los hombros. Y él se sentía responsable por todos ellos.
Las aguas se rizaban alrededor de la cabeza del dragón, que rompía las olas. Los remos empujaban. Los hombres recitaban alguna canción casi sin entonarla, para mantener a ritmo brazos y piernas. Widukind permanecía allí, los ojos fijos en las invisibles profundidades. De vez en cuando, algún pez saltaba junto al casco. Éikiskiáldi dejaba caer una red al final de la cubierta. A veces gritaba enloquecido, con una alegría irreprimible, al sacar del mar una pieza especialmente grande. Widukind detestaba secretamente esta costumbre, porque al oír el grito pensaba que se trataba del descubrimiento de la anhelada tierra, y tenía que ver con decepción cómo el pez agonizaba dando aletazos por la cubierta.
Entonces, una vez más después de cientos o miles de veces…, volvió sus ojos hacia el horizonte, y en ese momento la nave descendió un valle especialmente profundo, entre los hombros de dos grandes olas. La siguiente onda los elevó y, al mirar hacia los confines occidentales, creyó distinguir una silueta gris, alargada, por encima del océano. Trepó al cuello de Fáfnir, excitado. La capa cayó a sus espaldas. Pero la nave descendió de nuevo. Miró hacia atrás y se dio cuenta de que en el mástil no había nadie. Corrió por la cubierta, atrayendo la atención de algunos hombres. Como esa suerte de situaciones ya se había producido en otras ocasiones, nadie mostró demasiado interés. Ragnar miró a su primo con desgana. Widukind se encaramó a las cuerdas y trepó por detrás de la vela hasta lo alto del mástil, por encima de la verga; una vez allí, oteó el horizonte.
Era cierto. Ahora estaba seguro. Su corazón le golpeó las costillas y los pulmones como si volviese a la vida, y sus ojos se abrieron desmesuradamente. ¡Estaba allí! Tierra. Pero reprimió el grito, y no dejó escapar el aire. No quería dar una falsa nueva. Volvió a mirar, una y otra vez. Después analizó el perfil por si acaso se movía, por si eran olas gigantes, por si era hielo a la deriva…, sí, podrían ser grandes témpanos de hielo.
—¿Qué demonios haces ahí arriba? —Ragnar se había puesto en pie y observaba a su primo, intrigado. De hito en hito, clavaba una mirada desconfiada en el horizonte, pero no veía otra cosa que no fuese el oleaje.
—Tierra… —murmuró Widukind. Y después gritó furiosamente—: ¡Tierra! ¡TIERRA!
Ante la llamada del sajón muchos afianzaron sus remos en los guindastes y se pusieron en pie.
—¿Se puede saber de qué estás hablando, hijo de mala madre? ¡Si nos estás gastando una broma te juro que morirás ahogado por mis propias manos, maldito perro sajón…! —y mientras Ragnar maldecía de ese modo trepó aparatosamente las cuerdas del mástil en busca de lo más alto. Mas cuando casi llegaba arriba, Widukind, con demoníaca alegría, empezó a darle patadas, impidiéndole subir.
—¡Déjame ver lo que pasa, maldito bastardo!
Widukind reía y daba coces con todas sus fuerzas.
La vela impedía toda visión a Ragnar.
—¡Maldito…! —en ese instante el danés atrapó una de las piernas de Widukind y recibió una patada en la cabeza. Eso no bastaba para disuadirlo, ni siquiera para detenerlo, y siguió subiendo aparatosamente hasta situarse junto a Widukind, al que empujó con violencia. Éste cayó de espaldas al vacío; tuvo el tiempo justo para agarrarse a uno de los cabos que cruzaba el palo horizontal de la vela y se alejó bamboleándose en el aire, por encima del mar. Las olas y los remos crepitaban junto al casco por debajo de él, una hirviente confusión de espuma y madera, y allí, en el horizonte, la Tierra de Hielo crecía poco a poco.
—¡TIERRA! —gritó furibundo Ragnar, alzando victoriosamente su puño derecho, como si desafiase al viento, al cielo, al mismo mar y a todos los dioses.
¡TIERRA!