El oeste y el agua. Un inmenso acero desierto. La vastedad solitaria en la que perderse. El fin del mundo que no conoce fin… Ésa era su contradicción, encerrada en una limitación oblicua, más allá de esos círculos luminarios que ningún bestiario o mapa infiel había sido capaz de retratar.
Cada día el sol descendía con una elipsis, extendiendo la promesa del fuego sobre las aguas gélidas. Era una aparición fortuita y los daneses se preguntaban a dónde iba a esconderse. No tenía sentido. Más allá del agua; sin lugar a dudas, no podía meterse en el agua, discutían aburridos los marineros. El fuego y el agua, juntos, no podían convivir. Se devanaban los sesos con esa clase de preguntas mientras el resplandor decrecía y el evanescente sendero de luz se esfumaba, dejando angustia en sus corazones. La magia se acababa, inexplicable, ante sus ojos, y de pronto el mar era otra vez un mar infinito y gris, solitario y gélido, oscuro. Una bestia sin principio ni fin que ronroneaba, hambrienta, soñando con despertar.
Entonces Widukind recordaba las enseñanzas de Angus, y le brindaban cierto consuelo. Todo giraba en torno a la Tierra, pues era centro del Universo. Pero ¿por qué tenía necesidad de dar sentido a las cosas terrenales? Pues bastaba con el filo de una espada; pensaba en el acero, y ahora viajaba hacia el fin del mundo en busca de su secreto.
Al poco tiempo, los sajones padecieron el mal del mar. Widukind esperaba que el mareo lo asaltase mientras sus compañeros sajones, uno tras otro, caían irremediablemente en sus garras. Los daneses se reían de ellos, hasta que algunos también empezaron a padecerlo. Haitha lo sufrió, no así Sif, pero el que peor se encontraba era Welf, el más joven de todos. Al final, Widukind tuvo que admitir que sus aventuras en el mar durante la juventud habían sabido prevenir a su cabeza de mayores sufrimientos.
—¿Qué vamos a hacer con él?
—No podemos hacer nada, no le pasa nada malo —respondió Olaf con indiferencia.
—Es lo normal en un perro sajón… —añadió Ragnar.
—Ya basta —protestó Widukind—. Este hombre está mal.
Miraron a Welf, hecho un ovillo entre los remos. Vomitaba cuanto comía, sus ojeras eran demasiado pronunciadas y la cabeza le pesaba como una piedra de mil libras. Lo habían intentado todo, en la cubierta y debajo de ella, pero no podía comer y estaba demasiado enfermo.
—¡Tenemos que buscar remedio! —exigió Widukind a Vigi.
—¿Quieres rezar? —preguntó el hechicero con malicia—. No hay nada que hacer. Todavía no he visto a ningún hombre morir del mal del mar. Sólo parece estar muy poseído por el demonio de las olas…
—¡Maldición! —Widukind se inclinó ante su joven compañero—. Te recuperarás…
—Hay algo que se puede hacer… —añadió la vocecilla de Éikiskiáldi, que tiraba de unos cordales de pesca, revisando los anzuelos.
Widukind se volvió y clavó sus ojos en él.
—¿Y a qué esperas para decirlo?
—Bien, yo…
—¡Habla!
—De acuerdo —Éikiskiáldi miró de reojo a Olaf—. Yo escuché… Hace muchos años, pasó algo parecido, y había un hechicero de mar en Uruba que dijo que…, que lo atásemos a lo alto del palo.
—¿¿Qué?? —el gesto de Widukind amedrentó al menudo danés.
—¿Lo ves? Por algo no quería decir nada… —Éikiskiáldi dio media vuelta y fue en busca del barril para echar un trago de agua.
—Espera, espera…, ¿vosotros sabíais algo de eso? —preguntó Widukind al resto.
Vigi y Olaf cruzaron una mirada de incredulidad.
—No es muy recomendable —dijo Olaf.
—A veces se hace, pero puede ser peligroso… De todos modos, no creo que se muera —añadió Vigi.
Widukind vaciló unos instantes.
—Si es demasiado duro para un danés será bueno para un sajón, ¡ayudadme! —exigió.
Welf, aturdido, sintió cómo el aire fresco lo zarandeaba a medida que lo elevaban por la escalerilla hasta lo alto del palo, por encima de la vela. Si el mar había dado vueltas a su alrededor, ahora se movía de un modo todavía más extraño.
—No…
—Sí —gruñó Widukind.
El y Eifióldi lo aseguraron de la mejor manera posible, evitando dañarlo, apoyando sus pies y envolviéndolo en una piel de oso para protegerlo del frío.
Los remeros empezaron a burlarse y a comentar el hecho, mirando hacia arriba. Apostaban cuánto tardaría en morir.
Widukind descendió, se sentó en el puente y esperó. Los lamentos de Welf dejaron de oírse al poco. Widukind trepó por el palo.
—¿Estás vivo?
—Por todas las maldiciones de la tierra, sí. —Welf abrió los ojos. Por primera vez podía enfocar la mirada, pero al intentar mirar a Widukind de frente volvía a sentirse mareado—. Estoy mejor, déjame aquí…
El hertug descendió con una sonrisa. Sin dar explicación alguna, paseó por delante de los rostros expectantes de los marineros.
—¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó Olaf.
Widukind no respondió. Su turno de remar había llegado, se sentó en el puesto de Haldor. Pasaron las horas y Widukind se dio cuenta de que la cabeza de Welf parecía más enhiesta que antes. Dejó el remo en manos de Freyr y, tras estirar los brazos, trepó por el palo hasta lo alto.
—¿Welf?
—Estoy vivo… —murmuró el muchacho.
—¡Tienes mucho mejor aspecto!
—Creo que lo peor ya ha pasado —añadió el joven.
Desde abajo las voces los increparon:
—¿Qué pasa ahí arriba? —gritó Olaf—. ¿Le declaras tu amor?
—¡Welf me pide que te acerques un poco más! —respondió Widukind.
—¿Está vivo…? ¿Para qué acercarme?
—¡¡Para escupir sobre tu cabeza danesa!! —se burló Widukind con una gran carcajada. Los remeros le hicieron el coro—. ¡Os lo dije, perros daneses! ¡¡Si es demasiado duro para un danés será bueno para un sajón!!
Welf, a su lado, se reía con cierto esfuerzo, más satisfecho de la hazaña. Había vencido al demonio de las olas.
Después de aquel hecho, la monotonía se impuso en el viaje, hasta que fue interrumpida por un grito de pánico.
—¡Allí! ¡A estribor!
Los gritos venían de otra embarcación, en la que algunos hombres parecían querer armarse como para una batalla. Los ojos de Widukind se movieron en aquella dirección. Los hombres de Thorvald gritaban haciendo aspavientos.
—Pero…, ¡por la lanza de Odín! —murmuró el sajón al contemplar el cuerpo de una inmensa criatura que, no muy lejos de ellos e interponiéndose en el espacio que separaba ambas naves, surgía de la profundidad como para levantar el vuelo, tan grandes eran las aletas de aquel grueso pez, y después se precipitaba hacia el mar con estruendo atronador.
—Por las barbas de Thor…
—¡Dioses…!
—¿Pero qué…?
—¿Qué demonio nos persigue bajo las aguas? —inquirió Welf, sin dar crédito a lo que veía.
Algunos hombres echaron mano a sus cinturones y empuñaron los puñales, los ojos llenos de terror. Otros, boquiabiertos, no daban crédito a lo que veían. Pero muchos viejos lobos de mar sonreían.
Olaf reía detrás.
—Pobres idiotas, puercos de granja, ¡cómo se nota que nunca visitasteis las aguas profundas! ¿Qué piensas hacer con tu puñal, Eifióldi? ¿Vas a degollar a esa ballena? Ni con el más grande de los arpones podrías atravesar su piel, maldita cabeza de salmón…
—Utiliza tu cabeza de nutria para algo más útil… —se rio Éikiskiáldi.
—Las ballenas son un buen augurio para quienes viajan por mar —anunció Vigi—. ¡Dejadlas tranquilas! ¡Apartaos de ellas! ¡Moved el timón y dejadlas tranquilas!
Widukind miró al hechicero, que le explicó:
—Si es bueno cruzarse con ellas, es de mal augurio que una embarcación choque con ellas, es augurio de naufragio…
Widukind admiró aquellas enormes criaturas, preguntándose qué otras maravillas sin nombre habitaban las profundidades del mar.
Poco tiempo después, unas islas remotas dentaron el horizonte y en una de ellas fueron a desembarcar. La playa parecía desierta, a excepción de un cuerpo extraño y retorcido que rompía la sinuosa línea de las dunas, de una arena gris. Al aproximarse, un millar de gaviotas elevó el vuelo ruidosamente y remolineó inquieto alrededor del cuerpo, a cierta altura, gritando como si hubiesen sido privadas de un grandioso manjar.
—Malditas gaviotas… —protestó Ragnar.
—Son odiosas…, ¡apartaos! —Olaf agitó la espada.
Eifióldi empuñó una piedra y la arrojó contra la bandada, que se dispersó gritando, mas sin alejarse demasiado, ansiosa por volver al festín. Lo que codiciaban hedía de un modo infernal.
—¡Santos dioses…! Mirad esto…
—Es un pulpo…, ¡un pulpo gigante…!
—Malditos perros de tierra —blasfemó Olaf—. ¡Es un kraken! Por las barbas de Odín, podemos dar gracias de que nos lo hayamos encontrado muerto…
—¡Fijaos en esos tentáculos!
Éikiskiáldi saltó por encima de una de las muchas patas en descomposición.
—Por allí está medio podrido —gritó Widukind, tan asombrado como Halfdan, que preguntó:
—¿Es ésa la boca?
—Sí, ¡ésa es la boca del kraken! La corriente lo ha arrastrado hasta la costa —respondió Olaf—. No sería la primera vez que una nave danesa se hunde atrapada por los tentáculos de un kraken. Yo he visto lo que hacen. ¡Éste es pequeño! Con esa boca que tienen absorben toda el agua y crean un remolino, y con los tentáculos tiran del casco hasta hundirlo… Después devoran a todos los hombres. Oh dioses, es posible que la madre de este demonio no esté lejos, acechando nuestros barcos… Se hizo un lúgubre silencio.
Los remeros miraban anonadados el cuerpo de la bestia de los abismos. Habían escuchado leyendas y cuentos sin fin desde que eran niños. Las historias sobre los kraken eran numerosas…, pero jamás habrían imaginado que llegarían a ver uno con sus propios ojos.
—Deberíamos llevarnos un pedazo…
—¿Estás loco? ¿Quieres atraer hacia la nave las peores tempestades que hayas visto jamás? —gritó Vigi—. La mala suerte se pegará a la madera en cuanto esa carne horrible la toque, y puedes estar seguro de que el padre o la madre de esta bestia vendrán en busca del olor. ¡Alejaos, insensatos! —gritó de pronto a los que curioseaban demasiado cerca, golpeándolos y dándoles patadas—. ¿O creéis que los kraken no son capaces de oler bajo el agua? Pues habéis de saber que pueden hacerlo, y desde mucha distancia… No debería sorprenderos que de las profundidades del mar surgiese la peor bestia que hayáis soñado en la más horrible de vuestras pesadillas… Y las olas, y los torbellinos…, ¿no sabíais que muchas veces son luchas que tienen lugar bajo las aguas, entre las peores y más grandes de esas bestias? No, desde luego que no, ¡no toquéis nada! Apartaos del cadáver o estaremos en serio peligro, ¡así os lo juro por mi nombre!
Y mientras escuchaban los gritos del hechicero corrieron de vuelta a los botes, y se marcharon de allí llenos de miedo, y remaron durante días con todas sus fuerzas y en silencio, vigilando las negras profundidades del mar.
Después del encuentro con el kraken, los días pasaron cada vez más lentamente. La costa noruega había quedado atrás. Olaf prestaba atención a las estrellas, que debían guiar su camino con precisión. Cuando se nublaba y el viento arreciaba, entonces el silencio ocupaba sus corazones. Cada vez estaban más lejos, lo sabían. Más y más lejos, y más perdidos, pensaban, en el seno de una inmensidad sin retorno. ¿Hasta dónde y hasta cuándo? Ésa empezaba a ser la principal preocupación de casi todos ellos.
Llegó, poco a poco, el día que esperaban en silencio.
Ragnar se aproximó a Widukind y se lo dijo:
—Hemos llegado a la mitad del viaje según nuestros bodegueros.
—¿Qué quieres decir con eso?
Ragnar hizo un gesto de impaciencia, como casi siempre que trataba de explicar al sajón algo que versaba sobre el mar, pues en eso era aquél un ignorante.
—Significa que hemos comido la mitad de las provisiones —añadió Ragnar, tan frustrado que Widukind le respondió con su habitual sarcasmo.
—¿Ya te lo has comido todo? Pues será hora de que te olvides de la comida —respondió con indiferencia.
Ragnar cruzó una mirada con Olaf.
—No es una broma, perro sajón… —se esforzó Ragnar—. Significa mucho en el mar.
—¿No podemos pescar?
—Podemos, claro que sí, y aguantaremos mucho más —añadió Olaf—— Pero el agua es un problema. El pescado fresco y el pescado seco dan sed. Un viaje así requiere pensamiento; es menester que sepas que a partir de ahora vamos hacia el fin del mundo. No sólo ahí delante… —Olaf hizo un gesto y sus ojos miraron desconfiadamente aquella inmensidad que ondulaba con secreta ansiedad. El sol brillaba ese día—… también aquí: el fin de las vituallas es una señal clara. Los dioses así lo quieren…, ¿qué haremos entonces? Los señores tendrán que encontrarse y deliberar.
Algunas horas más tarde, los cuatro barcos que cargaban con los jarls de aquellos hombres lograron reunirse y avanzar al unísono, como los pájaros que vuelan en el cielo en busca del sur. Un oscuro silencio rodeaba a sus tripulantes. Los señores del mar se reunieron en la cubierta de Fáfnir.
—Yo deseo seguir adelante, ¿quién me seguirá? —inquirió Widukind.
—Yo seguiré al hijo de Warnakind, hijo de Goimo —era la primera vez que Widukind se sentía mencionado de aquel modo. Warnakind no era el hijo de Goimo, sino de Wildakind, pero en cierto modo, después de casarse con Gunilda, hija natural de Goimo, sí se había convertido en ahijado de Goimo, quien además era su abuelo por parte materna. Era hora, lo sabía, de encontrarse consigo mismo. De navegar hacia lo incierto, de aceptar el designio de los dioses, fuera cual fuese—. Yo te seguiré, Widukind, pues tu corazón está cerca de ellos, siempre lo supe. —Ragnar puso su mano derecha en el poderoso brazo del sajón y se aferró a él como si fuese la tierra conocida.
Thorvald se mostraba indeciso.
—Ya no estoy seguro de que sea la mejor solución… —dijo Harald.
—¿Tan seguro estás de que tocarás la Tierra de Hielo? Pocos son los que han llegado a la patria de los dioses… —siguió Thorvald.
—Te mentiría si te dijese que lo sé, pero ya no quiero otro destino, ésa es mi elección —añadió el sajón.
Harald no parecía tan seguro; sin embargo, dio su palabra.
—Mis serpientes seguirán a Fáfnir.
—Thorvald, eres libre de dar media vuelta si así lo deseas —dijo Widukind.
Ragnar miraba de un modo extraño al gran jefe danés. Éste se acariciaba el bigote, perdido en pensamientos.
—Daremos media vuelta, Widukind —los ojos de Thorvald miraron sin miedo. Eran grises y fríos, estaba seguro de su decisión.
La reunión finalizó y el drakkar de Thorvald, junto a los siete langskips que lo escoltaban, dio media vuelta. Lo vieron retroceder y lo persiguieron con la mirada, hasta que desapareció en el horizonte, como si fuese la última señal del mundo conocido, la marca de una frontera invisible que ya quedaba atrás. Era tarde para vacilar.
Y los días pasaron. Eran largos y silenciosos. El mar parecía calmarse más y más, como para hacer más insoportable la espera. Muchos de ellos habrían deseado grandes olas o incluso una tormenta. Algo que agitase sus vidas, y que les diese sentido. Una fuerza contra la que enfrentarse. Pero nada. Ahora todo era quietud. Una gris monotonía, y, como para propiciar los misteriosos propósitos del mar, el cielo se oscureció.
Widukind meditaba que los días ya tocaban a su fin. Empezaba a pensar en volver. Pero…, ¿qué sentido tenía eso? Retroceder, eso era como rendirse. Las estrellas marcaban el rumbo sin lugar a duda alguna. Podían regresar, aunque ya no estaban a tiempo para rehacer el mismo camino de vuelta.
Un día, Olaf mantuvo una conversación con Éikiskiáldi, que sostenía los anzuelos en la borda, y luego habló con Ragnar, cuyo talante era más silencioso y taciturno. A menudo miraba a sus hijos con su rostro sombrío. Widukind sabía que se arrepentía de su osadía. Temía por sus vidas mucho más que por la propia.
—Ya no podemos regresar a Dinamarca —les dijo Olaf a Widukind y a Ragnar—. No hay agua ni para la tercera parte del camino. ¿Qué haremos?
Ragnar y Widukind se miraron. Por primera vez encontraron algo en sus ojos que les resultaba como una nueva revelación. Y así, sin saber qué responder, se apartaron el uno del otro, como si huyesen de algo que jamás habrían querido ver.