Un grito atroz desgarró la noche. La luna, tras un velo de tinieblas, asomó al escucharlo. Volvió a tener lugar el horrible prodigio, y los perros ladraron en los alrededores. Parzival se santiguó y corrió hacia las escaleras. En el patio, varios vigilantes miraban el convento, alarmados. Parzival se aproximó a las puertas del cercano edificio. Algunos de los soldados ya se acercaban. A pesar de lo desesperado y violento de aquellos gritos, que fueron respondidos por un coro de risas estridentes y despiadadas, nadie se atrevió a irrumpir en el convento, cuyas puertas continuaron cerradas. Se había hablado demasiado de los extraños prodigios y de la presencia del demonio, y no era propio del brazo secular entrometerse en los asuntos del diablo.
El puño de Parzival golpeó el portalón. Pasos apresurados corrieron detrás y el rostro de una de las monjas más jóvenes apareció al entreabrirse la puerta. Sus labios, sensuales y aterrorizados al mismo tiempo, susurraron al monje:
—Están aquí… Ahora…
—¡Abrid!
Parzival empujó con decisión la puerta e irrumpió en el interior. Después de que aquellos episodios empezasen a tener lugar, se le concedió la venia para intervenir. Altas rejas de hierro velaban la entrada a la capilla, cerrando el paso a un territorio dedicado a los sagrados connubios del Señor. Pero Parzival casi podía oler el pestífero rastro dejado por el paso de la Bestia.
—¡Abrid! —ordenó el sacerdote—. Abrid ahora o será demasiado tarde…
Las monjas se miraron y dudaron por un momento, pero obedecieron. Parzival entró en el sagrado espacio. Los soldados quedaron atrás. Los gritos continuaban atormentando la noche, resonando en los ámbitos del convento. Una de las hermanas lo seguía, aturdida por el espanto.
—Es en el segundo piso, por aquí…
Parzival avivo el paso y empuñó el crucifijo que colgaba de su cuello, como un arma. Poseído por la fuerza de su fe, su sombra se movió ominosamente al tiempo que se escurría entre las antorchas. Llegaron al segundo piso del edificio y los gritos se intensificaron, duros como un acero que raya el mármol.
Las hermanas se santiguaban al contemplar lo que allí sucedía. Una de ellas, semidesnuda, intentaba montar sobre una de las más jóvenes interinas como si fuese una mula. La joven, aterrorizada por el acto, trataba de escapar en vano, más derribada por la vergüenza que por el daño que aquélla le causaba. Sus hábitos, esparcidos, habían sido pisoteados por la loca persecución que allí había tenido lugar. Extrañas palabras eran pronunciadas por la poseída, al tiempo que se levantaba los hábitos, acariciándose las partes pubendas, o apresaba a su víctima y le hacía lo mismo.
Parzival entró en la sala con implacable decisión. Lo que vio estaba fuera del alcance de quienes lo rodeaban, pues él, así lo creían todos después de aquellos años, podía ver cosas vedadas a muchos de sus hermanos.
En pie, erguidos sobre sus patas de chivo, meneando las colas de serpiente, tensos cuerpos de demonios de piel ennegrecida y largas orejas, afilados rostros de lascivas miradas por las que brotaba la oscuridad y el terror, dedos de uñas manchadas con sangre, apresaban codiciosamente la carne de las dos mujeres. Uno de ellos le susurraba palabras malditas al tiempo que fornicaba a la mayor, que profería los gritos más agudos, mientras que otro, enfurecido, trataba de violar a la más joven, que se oponía a la humillación. Un tercero, más bajo y de grueso vientre y con piernas de sátiro, corría por la sala aterrorizando a las demás, pues les mostraba su falo con obscena insistencia, ofreciéndoselo a todas y saltando sobre sus camas.
Pero lo único que las monjas vieron fue cómo Parzival corría hacia la mayor y la apartaba con un violento gesto del cuerpo de la joven. Gritó horrorizada, histérica, tratando de echarse a los brazos del monje, y recibió un fuerte golpe en la cara con el crucifijo. Algunas monjas se echaron las manos al rostro. La sangre salpicó la pared, y al verlo otras se desmayaron. La mujer dejó de gritar tras el golpe, pero seguía mugiendo como una gata en celo, mientras se arrastraba por el suelo, suplicando los placeres de la carne. Parzival la apresó por los cabellos y tiró de ellos.
—No… —pidieron las hermanas a la entrada. La poseída se arrojó a los brazos de Parzival y lo apresó con sus piernas abiertas y desnudas.
—¡No! —gritó Parzival—. ¡Apártate!
Pero Parzival creía ver la verdad y se enfrentaba a ella. Así, vio cómo el demonio, furioso por la interrupción de su placer, se encaramó ante él. El sacerdote miró dentro de los ojos de la bestia. Era soberbio y grande, de talla más que humana, fuertes brazos, velludo cuerpo y facciones tan marcadas y cuadrangulares como negra su piel y amarillos sus ojos. Sus dientes, filas de puñales coronados con sangre, lo amenazaban decorando una gran sonrisa en la que se escondía una larga lengua, antes de convertirse todo él en una negra e informe sombra.
—¡Maldita bestia de Satanás! —lo amenazó Parzival, furioso, al reconocer al demonio. Una fuerza extraordinaria se reveló en su interior—. ¡Apártate, Asmodeo!
El demonio puso sus manos en sus hábitos y pareció atravesarlos, como si fuese a entrar en su cuerpo, y su rostro amenazó los ojos del sacerdote.
—¡No! ¡Esta vez no me poseerás! —ordenó Parzival.
La voz del diablo entró en sus oídos como una lengua pegajosa que tuviese la virtud de acomodarse a la forma de estos órganos internos y fluir cual humor maligno hasta el cerebro.
—Encural satorum eclecticamus! Norribili sotum ertae empanorum glosaertico… ¿no?
—¡Cállate! —gritaba Parzival al escuchar la corrompida lengua del demonio penetrando su mente.
La risa de Asmodeo lo atormentó. Después, un aullido brotó con la fuerza de cien vírgenes seducidas por el terror.
El sacerdote cayó al suelo cuando los otros dos demonios lo apresaron por la espalda y lo empujaron contra la ventana. Uno de ellos agitó las alas, y al hacerlo fue como si un huracán de oro y una jungla de sangre girasen a su alrededor, y el torbellino quiso arrastrarlo hacia el abismo. Empuñó el crucifijo y lo blandió contra ellos, mientras recitaba:
Pater noster, qui es in caelis,
sanctificetur nomen tuum.
Adveniat regnum tuum.
Fiat voluntas tua, sicut in cáelo, et in térra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie,
et dimitte nobis debita nostra
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris.
Et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo.
Quia tuum est regnum, et potéstas, et gloria in saecula…
Su voz languidecía con los últimos versos. Al abrir los ojos, se encontró con las miradas de las hermanas, que rezaban a su alrededor confusamente, como enjambre de espantadas abejas en el corazón de su colmena, después de sufrir el codicioso zarpazo de la garra del oso. Parzival, aturdido, sangraba a causa del golpe que había recibido en la ceja izquierda al caer contra una de las camas. Delante, un cuerpo había sido cubierto con una amarga sábana, sobre la que la muerte pulverizaba arrugados paisajes rojos.
Parzival se miró la mano derecha, en la que empuñaba el crucifijo, ahora bañado también en sangre, como sus dedos. Las hermanas habían visto cómo el sacerdote, en su afán de expulsar al diablo que sólo él veía pero cuya presencia todas sintieron, había sido atacado por sus invisibles sirvientes, y quiso la mala fortuna que uno de los frenéticos mandobles fuese a parar en la frente de la hermana poseída, que sólo así fue liberada de su vergonzoso calvario.
Parzival cerró los ojos, se encogió sobre su vientre y tembló. Le pareció que la luna lucía de nuevo, rodando por encima de los edificios para llorar junto al convento, donde unos pájaros cubiertos de ceniza se posaban entre las lápidas.
Fulda era una de las abadías más poderosas erigidas en aquel territorio sajón que había conquistado Carlomán durante el tercer cuarto del oscuro siglo. Éste, tiempo atrás, había entregado al Concilio Germánico una amplia extensión de tierra que ocupaba muchas millas a la redonda. En los restos de un antiguo palacete destruido por los sajones varios decenios atrás, Esturmio de Fulda, con la bendición de su predecesor, el santísimo Bonifacio, inició la construcción de lo que más tarde sería el cuerpo central de una nueva abadía benedictina, que había obtenido del Papa la exención, siendo así independiente de los arzobispados y de todos los poderes eclesiásticos que se disputaban el señorío de aquellas tierras. Fulda, que se había convertido en la sede de los secretos propósitos del Concilio, también daba cobijo a aquellos que habían sido elegidos para la ejecución de la nueva Misión.
Ahora Parzival esperaba la hora anunciada por los padres de la Iglesia, el momento en el que la Misión partiría de nuevo, armada por Carlomagno, hacia el corazón de las tinieblas, para acabar con la plaga del paganismo.