V

La despedida tuvo lugar a la tarde y fue breve, como es el gusto y costumbre de los daneses. De nada sirve llorar si un guerrero se marcha a la lucha o si un marinero se hace a la mar, es necesario desearle la mejor de las suertes, y así miraba Geva a Widukind, con tristeza y a la vez con alegría, con dolor y a la vez con orgullo. Wigbert estaba muy serio junto a su madre. A Widukind le pareció frágil y hermoso como la mayor parte de las criaturas que habitan junto a sus madres. El duque se hacía preguntas en la soledad de aquellas nemorosas sombras. El viento arreció, Aarhus quedó atrás, los árboles se encresparon y las rachas de vaho cruzaban los campos agrisados. Y las preguntas, carentes de respuesta, sólo señalaban hacia lo desconocido. Un misterio abría sus fauces ante ellos, y se encaminaban a él, sin miedo, pero llenos de dudas.

Al día siguiente, tras varias horas de marcha, el sol apareció como aguja de oro que puntea un telar de raudas nubes. El camino descendió abruptamente en una cañada que atravesaba breñosos herrenales.

La hendidura que ahora cruzaban ocultaba un estanque, al pie del otero. Widukind y los demás sajones de su guardia se dieron cuenta de que se trataba de algún lugar sagrado para los daneses, pues la compañía guardó respetuoso silencio y el propio Goimo encabezó la comitiva. Después, el bosque empezó a espesarse a medida que ascendían. Los árboles eran viejos como la tierra que apresaban en el abrazo de sus raíces. Algunos de ellos, abatidos por una reciente tempestad, yacían tumbados en medio de malezas y helechos.

En la cima, el calvero era largo, verde y tersamente ondulado, tapizado todo de elástica hierba. Widukind contempló el círculo de enormes robles que lo rodeaba. Al pie de éstos, no obstante, una fila de monolitos grises marcaba una senda circular. En el centro del calvero, bajo el cielo, se erguía un gran monumento de piedra, erigido siglos atrás por los antepasados de todas aquellas gentes paganas.

Varios sacerdotes esperaban a la orilla del círculo verde. El sol, que hablaba y descendía, indeciso, como jugando al escondite entre las nubes, brilló en ese momento y su luz transformó por completo la apariencia de aquel escenario.

—¿Quién es Widukind?

Las miradas lo señalaron.

—Yo —dijo el sajón con humildad. Su abuelo lo miró gravemente.

—Ven —le ordenó uno de los gothis.

Goimo animó a su nieto con un gesto casi imperceptible de su cabeza, pero severo, como lo eran todos sus movimientos.

—Los demás esperad aquí, y seguid el consejo de los dioses.

Los daneses vieron cómo la robusta figura de Widukind caminaba por la hierba con decisión, acompasando sus pasos a los de los sacerdotes. Las greñas del sajón colgaban al viento, y su perfil era el perfil de un gran guerrero tocado con la prenda de los sajones, la banda de lana sobre el hombro derecho. La larga espada, colgada a la espalda, hacía guiños al sol de la tarde.

Widukind sintió el viento en sus cabellos y escuchó el susurro de los árboles, como si fuesen el coro de un teatro animado por la naturaleza, o una hueste que agitaba los brazos saludando a su líder. Cuando llegó al centro, entró en la sombra de las rocas. Eran mucho más altas de lo que sugerían desde la periferia del calvero, y, del mismo modo, la pradera que conducía a ellas era ciertamente mucho más larga de lo que parecía a simple vista. Los daneses habían descabalgado y caminaban lentamente alrededor del círculo, y los miraban desde lejos. Allí, al pie de la roca más alta, que señalaba como un dedo al cielo, lo esperaba un anciano de aspecto distraído. Venerable, de barbas ralas que se bifurcaban a la altura del cuello, grandes ojos cerúleos, finos labios, su cráneo parecía conservado en nieve y cera. Lo miró con sorpresa primero, pero después, como si abandonase otro lugar que sólo él podía ver en el delirio de sus visiones, volvió en sí y extendió sus manos de largos dedos en busca de Widukind, que las tomó con gran cuidado, como quien toma las manos de una doncella que está cerca de la muerte.

—¿Ves a esos hombres? —El anciano sonrió—. Todos ellos caminan ahora alrededor de estas piedras. Forman un círculo de animales y piernas que se mueven a nuestro alrededor, y piensan en muchas cosas. Mas lo hacen en un giro.

Widukind miró las lejanas figuras. Se movían despacio, y se daba cuenta de que muchos rostros estaban vueltos hacia ellos. Miró al anciano.

—Guardo este sagrado círculo de piedras desde hace muchos años… —le explicó éste—. Las runas escritas en estas puertas son antiguas. Era un muchacho cuando mi maestro, ya viejo, murió, y me dejó al cuidado del lugar, y no he dejado de visitarlo ni un solo día para celebrar los deberes de los dioses. Antes de eso, el rayo me había alcanzado. —Los ojos de Widukind se clavaron en el anciano, que ahora lo atravesaba con aquella intensa y líquida mirada que sólo tienen los hombres muy viejos—. Apenas contaba con ocho primaveras, cuando una tarde entré jugando en la pradera que has cruzado y entre chanzas abría la boca para que el viento entrase en ella. Era un juego muy divertido y estúpido, como suelen ser los juegos de niños… Es hermoso jugar… —el anciano sonrió plácidamente—. Pero aquella tarde los dioses buscaban a un elegido, y oí el chasquido y vi el rayo, antes de caer fulminado. Cuando desperté, estaba en la casa de mi madre, y mi abuelo ponía su arrugada mano en mi frente. Leí temor en su rostro. Encontré miradas que no había visto, y el sabio de esta comarca dijo que yo debía ser instruido en los secretos de Odín… Y entonces aprendí a leer las runas y a invocar los vientos, y a sanar a los enfermos y a atender a las parturientas, y a hacer sagrados los filos de las hachas. Yo soy un hombre-rayo, Widukind, y estas piedras —el anciano puso solemnemente una mano en la más alta de ellas— son mi hogar. Aquí vive mi espíritu, y aquí es donde los espíritus de mis antepasados se reúnen, meditan y me aconsejan.

Hizo una pausa. El viento parecía ulular pálidamente entre las rocas. Widukind recorrió con sus ojos las largas ristras de runas que las tatuaban.

—Debo hablar contigo antes de que partas hacia el fin del mundo, pues así me lo ha pedido el rey de Dinamarca, tu abuelo —siguió el anciano—. Esos hombres caminan ahora a nuestro alrededor, y estas rocas son el centro del mundo. Quiero que cierres los ojos y que pongas tus manos en esas runas. Quiero que sientas el círculo que nos rodea, la naturaleza, los pensamientos de los hombres, sus miedos, las aves, la hierba, las estrellas; pero también la tierra y sus gusanos bajo tus pies, las fundaciones de piedra de esta colina, que otrora fueron montañas… Todo es importante ahora, Widukind…, escucha…, hijo…

El hertug hizo lo que se le pedía. Puso las manos donde le indicaba el santón y cerró los ojos. Respiró profundamente, y trató de imaginar todas aquellas criaturas que se movían por la colina. Entonces la voz del anciano lo rodeó y atendió a su relato sin abrir los ojos:

—Yo cabalgué sobre las olas del mar a lomos de un corcel de madera que tenía treinta y dos patas. Era capaz de galopar por el océano hirviente, y sus cascos batían la espuma. Vi valles que cambiaban de lugar en lo que un hombre tarda en estornudar, más allá de las costas donde se elevan las Montañas de Hierro de los noruegos, afiladas y negras, creando una cordillera que trepa hacia el norte entre viejas cúspides de las que cuelgan rotas barbas de nieve. Perseguimos una tormenta durante días, pues sabíamos que Odín volvía con los suyos en ella. Y así llegamos a la Tierra de Hielo, donde las olas rompen en playas de arena negra. Las cumbres de las montañas mostraban un resplandor rojo anidado entre sus sombras, y supe que las bestias de Múspel y de Loki estaban cerca.

»Sólo unos pocos me siguieron por el desierto de hielo hasta las fraguas. Los ríos bajaban saltando, amarillos y sucios, y no vi ni un solo árbol que se atreviese a crecer en aquella tierra.

»Un rayo arañó el cielo, lo atravesó y estalló en el norte, y vi Vatnagarkull, el Monte del Infierno, más allá del frío desierto. Había un puñal de fuego en lo alto. Los que venían conmigo huyeron de mí, y no los maldije por ello, pues yo buscaba mi muerte. Ninguno fue capaz de obedecerme, y no los culpo por ello…, tal era el peligro y el prodigio que presenciaron.

»Desde aquel lugar caminé apoyado en mi lanza hasta la llanura agrietada, y desde un terraplén elevado sentí el calor y vi, ante mí, la corriente de roca fundida, las entrañas de la tierra, que palpitaban manando por la cuenca rocosa, allí donde la tierra se abre las venas para desangrarse… Ríos de lava y fuego que empujaban rugiendo. Quedé sofocado por el calor, pero me di cuenta de que no podría avanzar más. El río de fuego venía desde el Monte del Infierno, y Loki estaba allí, reuniendo en el oeste las fuerzas que traerían el Ragnarök, el Crepúsculo de los Dioses, conspirando a la sombra del sagrado Asgard, cuya falda se perdía entre las nubes y cuyo resplandor de puro oro desafiaba al sol como mil espejos bruñidos por manos vírgenes.

»Rodeado de ásperos desiertos, más allá de los ríos de lava, está el Monte Solitario. Ni siquiera los cuervos de Wotan se atreven a visitarlo, porque el aire está enrarecido y los ponzoñosos vapores de las emanaciones subterráneas enturbian el cielo. Allí hay una morada de negra piedra volcánica, con cuatro puertas orientadas hacia las cuatro esquinas del mundo, para poder huir convenientemente, según un enemigo viniese de éste o aquel lado. La Morada del Monte Solitario es la Casa de Loki; un pedregal todo lleno de culebras y cerastes lo custodia alrededor. Hay dragones en las cuevas de la colina que se pelean unos con otros, y el mismo Loki los alimenta con cuerpos de traidores y de cobardes que recoge por los nueve mundos. Con los escudos rotos de estos miserables, Loki se ha cubierto el techo de su morada después de bañarlos con sangre de ballena para que huelan mejor. Hay un agujero en el centro del Monte Solitario, y la grieta mira a los abismos por donde fluye la roca líquida, y ese calor sirve de hogar al as maligno, cuando el frío arrecia en sus páramos. Allí él mismo forja anillos malditos de gran poder, espadas traicioneras, así como yelmos que sólo causan locura e infortunio a quien él los regala.

»Así fue como vi el Monte Solitario y en lo alto, ¡descubrí la Morada de Loki! Entonces traté de huir porque supe de inmediato que un nuevo mensaje traían los dioses a los hombres: yo me había marchado con las cenizas de mi vida hasta los confines más remotos del mundo, para encontrarme con un fuego abrasador, y así volví como un incendiario con su antorcha entre hombres mortales que nada saben del fuego que abrasará el mundo de los hombres en su último día…

»Cuando llegué a las playas, huyendo de Loki, que no reparó en mi presencia sólo gracias a la intervención de algún as benigno que me guiaba, vi los ríos de lava entrando en el mar: se precipitaba así la sangre de la tierra por los acantilados, bramando en un mar cuya profundidad hervía. Me eché en la arena y las frías aguas rodearon mi cuerpo. Vi las olas gigantes a lo lejos y las nubes se movían… ¡Si llegáis a la Tierra de Hielo, buscad el hierro de sus montes, cargadlo en vuestros barcos y forjad armas con él! Pues ese hierro es el más sagrado de todos, y traerá victoria a cuantos empuñen sus armas. ¡Hazlo! Y ten buen viaje, Widukind Mano de Hierro, duque de los sajones y nieto de los daneses. Ahora, recuerda lo que te he dicho, y siente cuanto hay a tu alrededor, y después vuelve con los tuyos.

Cuando acabó el éxtasis de aquella visión, el duque abrió los ojos. Buscó al anciano, pero no había nadie. El sol proyectaba largas sombras al tocar las rocas. Separó las manos de las runas y sintió como si una fuerza desease mantenérselas unidas a ellas. Un graznido atrapó sus oídos y miró a lo alto, donde un cuervo hacía un lazo jugando con el viento. Se alejó lentamente del sagrado círculo y volvió entre los suyos. Magnachar le alcanzó las riendas de la montura.

No muy lejos, a la grupa de un caballo blanco, lo esperaba Goimo. Cuando estuvo frente a él, se miraron de un modo extraño, pero nadie se atrevió a interrogar al sajón, y éste guardó silencio.

—¿Dónde están esos barcos? —inquirió.

—Ya estamos cerca —respondió su primo, que llevaba a su hijo menor, Ivar, sentado a horcajadas casi en el cuello de su enorme cabalgadura.

Sin decir palabra alguna, el sajón saltó sobre su caballo y siguió el camino que los dejaría a escasa distancia de la bahía de Argalund.

Al caer aquella misma tarde llegaron a las playas.

Desde lo alto de la loma vieron las serpientes de agua en la rada, y la agitación que reinaba alrededor. Un centenar de hombres y mujeres hormigueaban, entrando y saliendo de ellas. Los caballos tiraban de carros cargados con diversas vituallas y objetos de gran valía para la travesía, toda clase de repuestos recién forjados para la marinería, velas enteras bien plegadas y recién cosidas, listas para ser reemplazadas en caso de tempestad. Disponían de media docena de embarcaciones: tres eran alargadas y poco anchas, los langskip; las otras tres eran de tamaño medio, los knarr, pero de diferente forma, contaban con más calado y con bodegas que Goimo había ordenado cargar con gran cuidado. Algo apartado de aquellas seis, esperaba con la larga quilla encallada en la arena una bestia de madera de más de cien pasos de eslora, que se destacaba del resto por el hermoso trazado de su cuello y la preciosa talla de su cabeza de dragón. La verga llevaba recogida una gran vela de vadmal[6] Los caballos lo rodearon, mientras Goimo lo inspeccionaba con orgullo. Con la espadilla de timón todavía sin ajustan unos carpinteros daban sus últimos toques a las filigranas que adornaban el codaste de la nave.

—Hay muchos langskip, sheids y drakkars, pero éste es el mejor knarr del mundo. ¿Ves esa cabeza? Ésa es la cabeza de Fáfnir, y, ¿ves esas runas? Ahí, ignorante sajón… —le habló Goimo a su nieto.

—¡Está escrito el nombre de Fáfnir! —lo interrumpió Widukind, deslizando su mano por la superficie recién pulida del casco.

—Suave como el pecho de una virgen, ¿verdad? —siguió su abuelo—. ¡Duro como sus nalgas!

Widukind devolvió la mirada a su abuelo, traspasándolo con sus ojos de zafiro.

—Se llama Fáfnir —reveló el danés, alzando los brazos nervudos al cielo—: ¡En honor al Gran Dragón!

La cabeza de Fáfnir, que coronaba el mascarón de proa, vista desde la playa parecía perfectamente alineada con los costados de la nave, un poco escorada a babor. La cabeza ostentaba dientes de bronce y ojos de ámbar, labrada con el detalle de una joya orfebre.

Los costillares de la nave, ahora expuestos a la vista, mostraban largas ristras de runas cuidadosamente grabadas incluso allí donde ningún ojo humano podría ya verlas, una vez la embarcación entrase en el agua y por lo tanto por debajo de la línea de flotación que dicta la ley natural.

—¿Crees que Fáfnir se protege de los kraken?[7] Para ellos, esas runas y símbolos son maleficios. Prevendrán al barco de las oscuras profundidades —explicó Goimo, extasiado.

El viento jugaba con los cabellos de Widukind. Unas muchachas reían en la playa, mirándolos de reojo. Los bondi[8] de la región traían regalos a Goimo, para que celebrase su cena.

—No falta de nada en las reservas del reino, y es mi deseo que vuestras serpientes de agua tengan las tripas bien llenas, para que os alimentéis con prudencia pero sin miedo. No quiero que desembarque una jauría de perros famélicos en las costas de la Tierra de Hielo, ¿qué pensaría Odín de Goimo Manoslargas? Las bodegas ya están siendo colmadas con quesos de la mejor leche, grandes piezas de carne seca al frío, pescado ahumado… Aguantaréis mucho tiempo en el mar sin sentir la garra del hambre o de la sed.

Widukind miró a los ojos a su abuelo, y dijo:

—Tus barcos no retrocederán hasta que no lleguen a su destino, y si no llegan, ya no volverán jamás…

Ragnar escuchaba a su primo. Era como si al fin hubiese descubierto en él al gran compañero de la aventura de la vida. En cierto modo, hasta se alegraba de su desdicha en Sajonia, pues había hecho posible aquella expedición.

Cuando, algo apartados, los sajones se reunieron, Welf miró de soslayo a Gilbrandt. Widukind entendió lo que sucedía.

—Me habéis seguido hasta aquí y no es poco, compañeros, pero no tenéis que haceros a la mar conmigo.

Su amigo de la infancia vio llegada la ocasión de hablar.

—¡Widu, por las barbas de Donnar! ¿Te has vuelto loco? No eres un marinero…

—Lo sé.

—¿Y te vas a ir con ellos?

—Yo mismo propuse la expedición.

—A fin de cuentas él es medio danés… —añadió Welf.

—Sí, pero yo no soy medio danés —protestó Gilbrandt, un poco desesperado.

—No tienes por qué venir.

—Widukind —su amigo hablaba de corazón—, tengo mujer y cuatro hijos…, quiero volver a protegerlos.

—Yo también —añadió Widukind, con una extraña sonrisa—. Tengo dos mujeres… y a día de hoy no creo que tú quieras más a tus hijos de lo que yo a los míos…

Un oscuro silencio siguió a aquellas palabras.

—Entonces, ¡por los colmillos de Loki…!, ¿por qué te vas?

—Porque ése es mi destino, ¿no lo entiendes? Porque me he dado cuenta de que debo hacerlo, porque posiblemente es la única forma de conseguir lo que anhelo…

—¿Y Sajonia? El pueblo te quiere, no lo olvides, te seguirá hasta la muerte…

—Lo sé, pero no deseo su muerte.

—¿Y Wigaldinghus? ¿Y tu tierra, tu propia tierra?

Widukind miró a su amigo con una extraña fijeza, y sus ojos celestes, casi grises, contrastaron con los duros rasgos que poco a poco se posaban en las facciones de su rostro.

—Necesitamos a los daneses. ¿Me entiendes ahora? Tengo un plan, un plan loco y difícil, pero un plan.

Se hizo un silencio. Después el duque los instó de este modo:

—Volved a la tierra de los antepasados, y cuidad de mi madre, y de Swanhild, y de mi hija y de mi hijo con ella. Que no crean que los he abandonado. Sé mi brazo cuando alguien deba apoyarlos, y mi hombro cuando alguien deba consolarlos. Sé mi palabra y sé mi recuerdo. Harás algo muy valioso para mí. Nadie te juzga por no venir. Hazlo por mí. Soy yo el que ahora os pide a vosotros tres que os quedéis.

—Lo haré, Widu. Maldito loco…, lo haré.

—Yo iré contigo —añadió Welf—. No tengo que pensarlo más, iré contigo hasta el fin del mundo.

—Yo también —aseguró Magnachar, para sorpresa de Ingelbert.

Widukind sonrió al joven aventurero.

—Si así lo deseas, hazlo. Los demás, volved. ¡Haréis mucho bien allí! Defendeos y esperadme; quiero volver con las hachas vikingas desde la costa del Rin, después de atormentar Austrasia desde el oeste.

Ingelbert y Leutfrid se miraron, incrédulos, pero asintieron. Después no hablaron más del asunto y Widukind los invitó a festejar aquel momento con la alegría de los temerarios, pues ellos, según todos los sabios, eran los favoritos de los dioses.

Las gentes que habitaban en la rada eran marineros. Los daneses de la costa eran los más fieros, según se decía. Estaban acostumbrados al mal tiempo, se hacían a la mar incluso con tormenta, y combinaban la pesca con la caza.

Ragnar, finalmente, se había salido con la suya después de llevarse a sus tres hijos. Ivar ya no lloraba, al contrario, jugaba con sus hermanos. Para ellos, todo aquello no era más que un nuevo juego. Widukind tenía la sensación de que para su padre era lo mismo. Ragnar tenía un grado de inconsciencia y de irresponsabilidad que rayaba con la locura, unido a una temeridad tan brutal como obstinada.

Durante aquellos días, Widukind trabó conocimiento con algunos de los que se convertirían en compañeros de aventura. Éikiskiáldi era menudo, pálido, enjuto y de cabellos casi blancos. Dedicaba mucho tiempo a trenzar su bigote, aunque por lo demás se mostraba muy desaliñado. Tenía grandes dotes para la pesca, se decía, y un don extraordinario y poco común para saber qué era lo que se movía bajo el agua sin verlo. Lo más extraño era su rostro: debido a una pelea a edad temprana, la parte izquierda del mismo, incluido el párpado, apenas gozaba de la virtud del movimiento, por lo cual gesticulaba exageradamente con la otra mitad para contrarrestar este desafortunado hecho. Era curioso para Widukind mirar su cara y ver cómo sonreía con la mitad de la cara. Afortunadamente, tenía un cordial sentido del humor, porque se realizaban muchísimas chanzas a su costa, hasta que amenazaba con destripar a alguien y entonces habitualmente se hacía silencio.

Boffur, al contrario, era demasiado grueso y grande incluso en comparación al robusto Ragnar.

—¿No hundirás mi serpiente, verdad? —le preguntó el propio Ragnar.

—¿Quieres sangrar por nariz, boca y ojos…?

—No ahora…

—Pues entonces cállate —respondió Boffur. Y eso daba una idea de su huraño carácter.

Los hombres se reunían tranquilamente alrededor de un fuego de playa cuando la voz de Ragnar se elevó con un bramido al descubrir la figura de una mujer de prodigiosa robustez y largas trenzas que caminaba con su fardo de viaje y su hacha a la espalda.

—¿¡Mujeres a bordo!?

—Así es: se llama Haitha y es más dura que un roble, puedes creerlo —le respondió una voz.

—No te hagas ilusiones, loco Ragnar… En ese barco ya hay dos hombres enfermos a causa del rodillazo —se burló otro de sus compañeros.

—¿Qué rodillazo? —inquirió el líder vikingo.

—¡Cabeza de arenque…! El que ella les dio cuando se le acercaron de noche. Así que olvídala.

Un coro de risas se mofó de Ragnar.

—Tampoco es que sea demasiado hermosa… Los del rodillazo estarían borrachos cuando se le acercaron en busca de calor, ¿verdad? —gritó otro.

—Sólo le falta el bigote… —añadió un marinero.

Pero se hizo el silencio cuando ella misma ya estaba suficientemente cerca, y vino a prestar juramento.

Widukind la analizó. Era rubia, y no puede decirse que hermosa. Salvo por algunos rasgos de las vestiduras, su gran pecho y sus largas y algo desaliñadas trenzas, era en todo parecida a un hombre de recia constitución. Su osamenta era pesada; su cuerpo era fuerte, aunque un poco redondeado. Como hombre de guerra, Widukind estaba seguro de que, empuñando un hacha, pocos serían los que lograrían enfrentarse a una mujer como ésa sin verse en apuros. Era un auténtico guerrero. Hasta el sonido de su voz tenía algo andrógino.

—Haitha —respondió lacónicamente a la pregunta de Ragnar, que la miraba con ojos incrédulos y desconfiados.

—¿Qué haces en el barco de Harald? —inquirió Ragnar.

Haitha, con la indiferencia de una morsa, mostró el mínimo respeto que debía al nieto del rey de Dinamarca y respondió con desgana:

—Me he unido al cortejo. Harald pidió voluntarios y yo le seguí. El sacerdote de la aldea me dio la bendición, y me encomendó una misión.

—¡Sacerdotes…! ¿Qué sucede en las tierras de Harald? —Ragnar gesticuló con vehemencia, tratando de intimidarla, y acercándose a su rostro preguntó a gritos—: ¿Acaso los hombres ordeñan ovejas y las mujeres se hacen a la mar con sus hachas? ¿Las liebres persiguen a los perros, los quesos caen de los árboles y los niños a/.otan a sus padres…?

Las risas alrededor fueron sofocadas rápidamente por la respuesta de Haitha.

—No me he casado y las leyes de mi tierra me permiten embarcarme. —Después añadió con desafiante gelidez y cierta sonrisa—: Goimo respeta las leyes de Gamla Uppsala.

Ragnar se sintió incómodo. La sola mención de su abuelo bastaba para cerrarle la boca. Widukind sabía que las mujeres tenían muchos derechos entre los daneses y vikingos, y uno de ellos era el de empuñar armas si así lo deseaban. Existían leyendas, apoyadas en hechos, que mostraban la fiereza y rebeldía de las mujeres del norte. También en Sajonia era habitual ver cómo las mujeres se defendían mediante el uso de la violencia y de las armas no sólo contra los francos.

—Está bien…, pareces fuerte, seas bienvenida —dijo Widukind, rompiendo la tensión que flotaba en el aire.

Ragnar se volvió, y miró al sajón de reojo.

—Pero has de saber que no serás tratada sino como un hombre en esta empresa, que el viaje será largo y que no quiero doncellas a bordo… —insistió Ragnar.

Haitha se quedó mirando a Ragnar de un modo tan obstinado y desafiante, que éste repuso:

—Puedes marcharte a tus quehaceres.

Haitha mantuvo la mirada a Ragnar.

—¿Tienes algo más que decir? —insistió éste, y Widukind pudo percibir el intenso deseo que su primo tenía por golpearla como habría hecho con cualquier hombre.

—No tiene nada más que decir —intervino Widukind, caminando entre ambos con indolencia, reconciliador.

Haitha se marchó con un gesto que puso al rojo el rostro de Ragnar. Al dar media vuelta, ella escupió sonoramente. Varios hombres empezaron a reírse. Cuando la mujer se hubo alejado, Widukind sonrió, burlándose de Ragnar.

—Creo que vas a tener un rival muy duro…, y no me estoy refiriendo a ninguno de nosotros…, ya sabes… —sugirió el sajón con malicia, cosechando algunas risas más.

—¡Apuesto lo que quieras a que bebe tres veces más cerveza que tú…! —añadió Éikiskiáldi.

—¡Hatajo de perros pulgosos! —rugió Ragnar—. ¿Os creéis muy graciosos, verdad? Si vuelves a decir algo así te romperé la cabeza, Éiki… ¿Quién sabe? A lo mejor así té pongo la otra mitad de la cara en su sitio…

Al caer la noche, los fuegos llameaban en la playa. Vigi, al que no habían visto hasta ese momento, ocupado al parecer en asuntos de hechiceros, vino a bendecir el casco de Fáfnir. Pero no iba solo. Junto a él caminaba una silueta cubierta con un manto y una capucha. Incluso de ese modo, algo en sus movimientos delataba que la figura era femenina. Su forma de andar, la ligereza de sus pasos, sin ser delicada, no tenía el desgarbo propio de los marineros. Cuando estuvieron frente a la hoguera, la cabeza calva de Vigi pareció brillar y sus ojos amarillos los saludaron, estriando aquella malévola sonrisa con la que hacía escarnio de todos los peligros del mundo.

—¿He llegado a tiempo?

—¿Dónde te habías metido? —lo increpó Ragnar.

—Pesarosos son a veces los quehaceres de los hechiceros, otras, divinos, y en general no se habla de ellos —repuso Vigi.

Ragnar y los demás clavaban sus miradas en la figura que lo acompañaba. Ésta se retiró la espesa capucha y los cabellos dorados de la joven, ahora aurerrojizos en el resplandor del fuego, se derramaron junto a su rostro pálido y sus ojos llenos de vida.

—Sif, te saludo —dijo Widukind.

Ragnar miró a su primo, contrariado.

—¿Sif?

—Sif —respondió el sajón.

Sif — se dijo a sí mismo Ragnar—. ¿Quién se supone que es Sif y qué hace aquí? Sólo conozco a una Sif y es venerada en las fiestas de la cosecha, con el Freyfax, ¿es ésa la que viene a bendecir las fauces de Fáfnir?

—Muchas son las olas que las fauces de Fáfnir deberán devorar sin prestar atención al viento ni a la sal… —recitó Vigi.

—Ya lo sé, pero estoy hablando de Sif… —insistió Ragnar.

La joven puso en el suelo el fardo que cargaba sobre su hombro derecho.

—¿Es ése tu ajuar de viaje? —preguntó Ragnar, rudo—. No, es el de Vigi —repuso ella.

—Así que tienes voz… Eso me alegra, así podremos escuchar tus gritos cuando caigas al agua…

Sif respondió a Ragnar con su poderosa sonrisa. Empezó a sacar varias bolsas de piel que depositó encima de un mantel que el hechicero, sin prestar atención alguna a Ragnar, había extendido sobre la arena.

—No hace casi viento, la bendición será hermosa —dijo Vigi.

—¿Más mujeres a lomos de Fáfnir? —insistió Ragnar—. Goimo me dio permiso para ir con vosotros —explicó ella.

—Y Widukind se lo dio antes que Goimo —añadió Vigi.

El sajón se encogió de hombros ante la mirada asesina de su primo.

—¿Desde cuándo tienes un problema con las mujeres? —le preguntó Widukind a su primo.

—Vigi —Ragnar se aproximó, tan grande como era, e interrogó al hechicero—. ¿No es cierto que las mujeres pueden traer mala suerte?

—Tanta como puedes traerla tú… No es cierto.

—¡Yo lo oí cientos de veces! En pocas ocasiones he conocido mujeres de mar…

—Te olvidas de Helga de Hultar, por ejemplo —comentó Éikiskiáldi con su vocecilla de aguijón.

—Y de Rauta la Vieja: navegó hasta que se hizo muy mayor —añadió Olaf, el viejo lobo de mar—. Yo mismo estuve a sus órdenes cuando era joven. Se contaba que había espantado a un kraken atizándolo con un remo en la cabeza…

—¡Bah! ¡Cuentos de abuelas! ¿Y desde cuándo los kraken tienen cabeza…? Aunque posiblemente más que vosotros… —bramó Ragnar, imponiéndose al coro de risas—. Éste no es un viaje normal…, no vamos en busca de pescado, ni a visitar a los frisios ni a los suecos, ni es un desembarco de pillaje por el sur… Es…, es una misión de los dioses. Vamos hacia Thule, la Tierra de Hielo, y ni siquiera sabemos si está ahí, donde algunos creen… Si Odín es contrariado, entonces esas naves desaparecerán en medio del océano, ¡y nosotros con ellas!

Vigi se había sentado sobre sus piernas cruzadas, bendiciendo el blót. Echó algo al fuego y una columna de favilas chisporroteantes trepó burlonamente junto a Ragnar.

—Quienes sienten en su corazón que deben venir, deben venir, Ragnar. Porque ése es el único viento que puede impulsarnos hasta la Tierra de Hielo —declaró el hechicero.

Ragnar se dio por vencido. Mascullando, volvió a tomar asiento.

—Está bien, pero si los dioses deciden destruir las naves por culpa vuestra, antes de ahogarme empuñaré mi hacha y te la clavaré en la frente, apestoso Vigi… ¡Y a ti también, maldito perro sajón!

Sif sonrió con gran confianza, intercambiando miradas de bienvenida con los que se sentaban en el círculo de aquella hoguera. Los hombres, a pesar de su rudeza, eran cordiales. Sif era hermosa, no parecía conocer el miedo, y bastaba con ver su sonrisa para confiar plenamente en la suerte que los dioses habían depositado en ella.

El ritual dio comienzo. El veturnætur coincidía con la partida, y el ciclo del invierno se iniciaba esa noche. La luz de las antorchas iluminaba desde abajo la cabeza del dragón enmascarado. Finamente labrados en la madera, los detalles de su monstruosa figura parecían terribles signáculos gracias a aquel resplandor. En particular sus ojos, fieros, en los que habían sido tallados con forma de estrella unas pupilas de ámbar que miraban hacia abajo. Había algo perverso, amenazador en aquella cabeza, como si un demonio hubiese sido encerrado en ella gracias a los conjuros del hechicero.

Vigi asperjó la madera con aceite. Tenía los ojos entornados, canturreaba antiguas runas. Los hombres aguardaban en dos largas filas, en pie a ambos lados de la nave, sosteniendo las antorchas.

A una orden de Vigi, los tambores empezaron a sonar con un ritmo pausado y profundo, que se repetía hasta el infinito. Widukind sintió la misteriosa energía, como conjurada a partir de todos sus corazones, como extraída de ellos por un acto de magia ancestral. El tamborileo era como sus latidos, que comenzaban a acompasarse. La mirada de Fáfnir el Terrible brillaba con un esplendor amarillo, semejante a los ojos del hechicero danés.

Sif seguía los pasos de Vigi, empuñando la vasija en la que el hechicero mojaba sus dedos antes de salpicar las ristras de runas talladas a lo largo de aquel lomo en el que el ensamblaje de las maderas imitaba las escamas de una serpiente. ¡Qué hermosa construcción y qué grande arte el de los carpinteros de barcos! Pasaban meses, incluso años, hasta que una embarcación era rematada en el más minucioso de sus detalles, y Fáfnir era el favorito de Goimo, y la joya de la corona danesa.

Se hizo un profundo silencio y todos los fuegos se apagaron a una orden de Vigi. Las hogueras se desvanecieron, las antorchas fueron ahogadas en el agua de la playa. Llegó la hora más negra de una noche sin luna. Widukind se recostó en la fría arena y se envolvió en una piel de oso. Reconfortado, respiró el aire gélido, y sintió aquella fuerza extraña y primitiva que alentaba en el pagano corazón de los daneses. El conjuro de Vigi ya estaba dentro de ellos, pensó. Y al mismo tiempo le pareció que los racimos de estrellas salpicaban la bóveda de cristal oscuro, soplado por ángeles ignotos gracias al hálito imperturbable del Creador.

La llamada de una trompa de caza lo despertó súbitamente. El horizonte era una franja de luz, más brillante sobre las colinas del este. Las estrellas soñolientas parpadeaban en lo alto. Las sombras de los hombres se movieron y se animaron unos a otros con gritos y otras rudezas propias de marineros. Por docenas se reunieron alrededor de Fáfnir. Las cuerdas se tensaron. Las piernas entraron en la playa y tiraron de sus cabos. La pesada silueta negra de Fáfnir comenzó a retroceder. Poco a poco, entró en la playa, hasta que una gran ola vino a rescatar el último esfuerzo.

La cabeza del dragón se movió a un lado y otro al entrar en el líquido elemento que sería su reino. Las olas rompieron contra sus costados, mojando la madera por vez primera, como en un bautizo matinal. Sólo Vigi sostenía una antorcha, y caminaba solemnemente frente a la cabeza del dragón, que cedía como amedrentado ante su fuego, metiéndose en el mar.

Entonces muchos cayeron de espaldas cuando el knarr del rey flotó y retrocedió pesadamente hacia la línea de rompiente, y un clamor de bienvenida se elevó todo alrededor. Cientos de hombres corrieron por la playa en busca de las demás embarcaciones, que esperaban varadas en la arena mojada. Ahora que Fáfnir había sido bautizado, era hora de poner en marcha la flota entera.

Docenas de hombres saltaron a la cubierta de Fáfnir.

Widukind corrió hacia los remos con el agua hasta la cintura, trepó de un salto y recorrió la cubierta. Miró a tierra. La nave ya se balanceaba. Las cuerdas que la mantenían fija se habían tensado hasta el límite. Docenas de antorchas comenzaron a puntear la playa, moviéndose rápidamente de un sitio a otro. Pero el resplandor del alba ardió entonces, restando importancia a todas las luces.

Antes de que el astro omnipotente se asentase en el trono del horizonte, la flota entera empujaba hacia adentro. El kerling[9] de Fáfnir crujió cuando la vela, desplegada, recogió un viento que los empujaba mar adentro. Las figuras de cientos de bondi que vinieron a despedirlos se confundieron, en la distancia, con las dunas de la playa, hasta desaparecer ellos mismos como si también fuesen granos de arena. Las quijadas de piedra que cerraban la rada se movieron a ambos lados, y la costa, tan amplia como era, se extendió hacia el norte y el suroeste.

Habían zarpado. Los remeros se movían, enérgicos, contra la voluntad de las olas. El sol de pronto ardió como rusiente fundición detrás de ellos, y su luz derramó un agua de oro inundando los confines de la Tierra, tiñendo el cristal de las infinitas bóvedas que aquel día, más que nunca, les parecieron tan claras como cóncavas.

Widukind descendió a la bodega y echó un vistazo a la gran sucesión de barriles de agua y cerveza que servían de reserva sobre los paneles de la base del mástil. Olaf consultaba allí una piel llena de garabatos, aparentemente tan intrincados e indescifrables como un laberinto rúnico. Widukind se inclinó, lleno de curiosidad.

—Las estrellas, sajón, eso es lo que ves.

Los ojos azules de Widukind se movieron entre puntos unidos por rayas. Le costaba creer que podrían orientarse merced a semejante galimatías. Era como el dibujo en una piedra rúnica, gastada por el tiempo.

—Espero que a ti te sirva de algo.

Los hijos más pequeños de Ragnar, Ubba e Ivar, esperaban allí abajo. Ivar jugaba con unos muñecos de madera que Vigi le había tallado, pero era evidente que estaba inquieto.

—¿Por qué no salís conmigo a ver el sol? ¡Es más divertido! —Widukind miró desenfadadamente a sus sobrinos. Ubba le hizo caso, pero su hermano menor no estaba convencido de que salir a cubierta fuese una buena idea. Había llorado bastante, le pareció al sajón, a juzgar por las ojeras del niño.

—Tu padre es tan bruto como cualquier animal… —murmuró Widukind para sus adentros—. Bien, Ivar, haz caso a tu tío y te prometo que te gustará, es muy divertido, ¡ven! —ordenó benévolamente.

Tentado por el entusiasmo que brotaba de los ojos de Widukind, Ivar se decidió a seguirlos, y salieron a cubierta.

Al asomarse y mirar sobre los remeros, Widukind se encontró con los ojos de Halfdan: el hijo mayor de Ragnar contemplaba extasiado la inmensidad del mar. Ésta se desplegaba alrededor, mientras el knarr rompía las olas. La costa se agachaba y se abría a lo lejos, una desordenada sucesión de acantilados troceados por el tiempo, largas alfombras verdes y colinas achaparradas. Widukind encontró algo que no tenía precio en la mirada del muchacho. Halfdan, encaramado al cuello de Fáfnir en la proa, sonreía de oreja a oreja a medida que el sol se levantaba sobre el mar, como si el vaivén le causase cosquillas. Widukind se apoyó a estribor cerca de la caña del timón, que Erik, el timonel, sostenía con orgullo, manteniendo el rumbo según las órdenes de Olaf.

—¡Halfdan! —gritó de pronto el sajón, participando de su juvenil gozo, alzando un brazo en el extremo opuesto de la nave, en señal de saludo, como si el joven ya fuese el dueño de aquel océano—. ¡Halfdan es el señor de los mares!

El niño levantó los brazos y el viento sacudió su capa, y su risa era como la risa de un semidiós liberado de las ataduras de la tierra, que ahora volaba por un cielo de agua.

Poco a poco, los remeros empezaron a cantar, incitados por la voz de Olaf, que dirigía el coro, paseándose por la columna vertebral de Fáfnir, sin apartar la atención de los timoneles, al fondo.

¡Halfdan, Halfdan, Halfdan,

Rey del Mar, Rey del Mar!

Así repetían los remeros al ritmo de sus brazos.

—¿Y quién es su padre? —gritó una voz de trueno. Y el coro le respondió:

¡Ragnar, Ragnar, Ragnar,

Rey del Mar, Rey del Mar!

—¿Y cómo se llama su segundo hijo?

¡Ubba, Ubba, Ubba,

Rey del Mar, Rey del Mar!

—¿Y cuál es el más valiente de todos?

¡Yvar, Yvar, Yvar,

Rey del Mar, Rey del Mar!

—¿Y quién es el abuelo?

¡Yngvar, Yngvar, Yngvar,

Rey del Mar, Rey del Mar!

—¿Y quién es ese perro sajón?

¡Wid’kind, Wid’kind, Wid’kind,

Rey del Mar, Rey del Mar!

—¿Y ADÓNDE VAMOS?

En ese momento, los knarr y langskip de Goimo, Harald y Thorvald ya estaban cerca de Fáfnir, que cortaba el mar ambiciosamente. Los remeros de todas las embarcaciones parecían competir en ímpetu y fuerza. Widukind sentía el viento en su rostro, y llenó sus pulmones al escuchar la respuesta, que esta vez llegaba desde varios barcos al unísono.

¡Eisland, Eisland, Eisland,

Lok’s Land, As “r” Land!

—No necesitamos a esos malditos escaldos, Vigi, ¡esto es hacer poesía! ¿No lo oyes? —rugió Ragnar, henchido de orgullo, cuando el coro repetía de nuevo el ¡Lok’s Land, As “r” Land!