La compañía de Goimo no se puso en marcha hasta bien entrada la tarde. Habían dormido y comido tanto que decidieron cantar canciones de guerra durante toda la noche, sin detenerse, de camino hacia Aarenhusen, conocida en el norte como Aarhus, la ciudadela del rey danés. Ragnar no dejaba de hablar del largo viaje que les esperaba. Goimo había enviado a varios de sus emisarios hacia la rada de Argalund, de donde zarparían sus barcos, y donde había ordenado que reuniesen las naves que formarían su contribución a la expedición. Los preparativos llevarían algunas semanas, y la discusión no tardó en estallar alrededor de Widukind. No entendía por qué era tan importante el momento del año, hasta que prestó atención a aquellos hombres acostumbrados al mar.
—¿Crees que el mar del norte está quieto todo el tiempo, para que tú pases tranquilamente? —le preguntó Ragnar con desdén—. ¿Y qué vas a hacer con el hielo, cuando descienda del norte?
—Por eso deberíamos esperar a la primavera… —propuso un danés.
—Eso es demasiado —se opuso Widukind.
—Pero ¡no sabes de lo que estás hablando…! —estalló Harald—. Será difícil reunir a los hombres —añadió bajando el tono de voz—. Nadie querrá hacerse a la mar en invierno, ésa es la verdad.
—Pero sólo nos interesan los más valientes de Dinamarca —insistió Widukind, hiriendo su orgullo.
—Aguarda un momento… —por primera vez Ragnar le pareció razonable—. Si queremos salir de viaje ahora, entonces hay que hacerlo ya…, en cuanto las serpientes estén reunidas y listas.
—Y bien…, ¿a qué estáis esperando? —inquirió la voz de Goimo—. ¿Creéis que voy a saquear mi oro para que os dediquéis a discutir como pescadores miedosos…? Los que no quieran ir que lo digan ahora.
—Yo iré —añadió Harald, de mala gana.
—Y yo también —afirmó Thorvald—. Mis hombres son lobos de mar, no temen las olas.
—Ni los míos —siguió Ragnar, excitado, y todos miraron a Widukind.
—Que preparen los barcos, no necesito más que despedirme de mi mujer, hace tiempo que no la veo —habló el sajón.
—Hay tiempo de sobra para eso —añadió Goimo—. ¿O crees que eres el único que quiere despedirse de las mujeres antes de hacerse a la mar?
Los hombres se rieron.
—Siempre puedes hacer algún hijo, de despedida, porque seguro que no vuelves —añadió Ragnar, burlón.
—En tal caso, en esta encrucijada nuestros caminos se separan —anunció Thorvald—. Si queremos estar preparados en diez días debo partir ahora con los míos, reunir las naves y cabotar hasta Argalund, donde me encontraré con las serpientes de Goimo.
—Lo mismo he de hacer yo —añadió Harald.
—¡Marchaos de una vez! —rugió Goimo, gris sobre su cabalgadura—. Os encontraréis en la rada de Argalund con Fáfnir, mi dragón. Enviad mensajeros a caballo si hay contratiempos. ¡Mis barcos no os esperarán demasiado!
—Así será, Manoslargas.
—¡Nos encontraremos en el oleaje! —Thorvald alzó la mano y llamó con su cuerno.
Los caballos se agitaron alrededor y varias partidas de cazadores se dividieron y se apartaron de la compañía principal. Después reanudaron la marcha y Ragnar se situó con su caballo junto a su primo.
—¿Quieres saber algo?
Widukind lo miró despiadadamente.
—Partir a las puertas del invierno es la mayor locura que se puede hacer en este caso.
Magnachar miró a Ingelbert de reojo.
—No creo que tus amigos vayan a seguirte mar adentro… ¿Verdad, jinetes del mar de hierba? —siguió Ragnar, mortificando a los sajones.
—Son libres de venir o no, yo fui el que prometió que iría, e iré. Ellos tienen otros deberes en Sajonia, Ragnar, no olvides que allí se hace la guerra.
Llegaron a Aarhus aquella misma mañana. Las nubes parecían haber elegido aquel cielo para encontrarse unas con otras, con oscuros propósitos. La gran fortaleza cubierta de verde seguía intacta en la cima de la colina, aunque Widukind habría jurado que la ciudadela era algo más grande que la última vez que la había visitado. Los daneses eran un pueblo próspero. Goimo había ordenado erigir un gran muro de hierba, un anillo que rodeaba campos, establos, piedras sagradas y granjas. Dos puertas principales daban paso a los caminos, y un túnel ingeniosamente protegido con grandes rocas dejaba que el arroyo entrase por el oeste y abandonase la ciudad por el este. Por encima del anillo de tierra, ya cubierto por la hierba, los daneses trabajaban en una muralla no demasiado alta. La fortificación era innecesaria, pero Goimo quería mantener a los habitantes de la región unidos, y deseaba que sintiesen que Aarhus era un lugar especial en el mapa de Dinamarca.
Widukind iba a reencontrarse con su hijo después de un largo año. Mientras lo esperaba en la sala del rey las nubes se abrazaron y la luz, que penetraba desde lo alto, se volvió gris e incierta como su propio destino.
En ese momento Geva entró en la sala, y Widukind escuchó la voz de un niño. Wigbert parecía colgar del brazo de su madre, que vestía de blanco. Los largos cabellos de oro caían cuidadosamente peinados sobre los hombros de Geva. Sus ojos lo miraban con gran serenidad, aunque Widukind habría jurado que algo había cambiado en su rostro. El sajón miró a su hijo. Se acercó a ellos. El niño, sin embargo, lo miraba como si fuese un extraño.
—Saluda a tu padre, Wigbert —la voz de Geva resonó cantarina en la vasta sala.
El niño, intimidado, no se atrevió a mirar a su padre a los ojos y siguió con los ojos clavados en el suelo. Widukind se acercó a él, conmovido. Tendió su áspera mano ante el niño y éste, que sólo tenía cinco años, se inclinó hacia su madre, buscando su cuerpo para pegarse a él. La mano de Widukind se acercó lentamente al rostro del niño y pasó su dedo por los cabellos finísimos y rubios, apartando un mechón recién peinado.
—Tendrás que dejarme ver tus ojos…, porque de lo contrario ¡creeré que eres otro niño diferente a ése que llaman Wigbert!
El pequeño Wigbert se ocultó todavía más.
Widukind miró a Geva, que sonreía con los ojos puestos en su hijo. Entonces se dio cuenta una vez más de lo hermosa que era. Posiblemente lo que la hacía tan bella y de un modo que no le recordaba a ninguna otra mujer era el hecho de que se había convertido en la madre su hijo.
—¿Seguro que es Wigbert? —preguntó Widukind—. No me lo parece…
Miró a Geva y rodeó su cuello con su mano derecha, se aproximó y la besó en los labios.
Después la miró a los ojos sin decir nada más.
La soltó y se puso en cuclillas ante Wigbert.
—Tu madre me ha besado, ahora deberías hacerlo tú…
—Vamos… —sugirió amablemente la voz de Geva.
El niño se apartó ligeramente de ella y se encontró de frente con el rostro de su padre. Al principio miraba hacia el suelo, pero finalmente Widukind se inclinó y obligó al niño a encontrarse con él, a lo que éste respondió con una sonrisa fugitiva para volver a esconderse tras las piernas de su madre.
—Voy a empezar a pensar que eres un niño muy raro… ¿es eso cierto? Te he traído un montón de regalos, están todos en los fardos de mi caballo. Pero si no me dices nada no podré dártelos…
Wigbert se volvió poco a poco.
—Dame la mano.
El niño espió a su madre. Ella tiró de su mano y se la dio a Widukind. Éste tomó los dedos de su hijo y por fin consiguió que lo mirase.
—¡Eres un niño muy grande! Te pareces a Ragnar…, ¿conoces a Ragnar?
El niño asintió ligeramente.
—Es un gordo muy feo, ¿verdad?
Wigbert sonrió por fin.
Al despertar, vio el cuerpo de Geva tendido a su lado. La piel de su espalda era de una blancura cérea. Sus cabellos, largos y desordenados como una madeja de hilo de oro, descendían hasta la cintura desnuda. Widukind se inclinó sobre ella, rodeándola, para poder ver su rostro. Así, dormida y agotada, le parecía la mujer más noble que hubiese visto jamás. Se tendió a su lado y la rodeó, mas sin poder dejar de pensar en el azaroso destino al que se había entregado sin vacilar, arrastrando a la realeza danesa después de tentar el orgullo de su abuelo. No podía ni quería echarse atrás, necesitaba ganarse el apoyo de sus parientes vikingos. Pero incluso en ese caso la forma cómo lograría atraerlos hacia una guerra contra Carlomagno parecía difundirse entre numerosas dudas. ¿Alcanzarían aquel destino incierto más allá de las aguas conocidas…? ¿Qué peligros escondía el mar profundo y sus olas…? Por otro lado, hacía años que no veía a su hijo, y era posible que no volviese a verlo nunca más.
Geva se había vuelto y lo buscaba como en sueños. Se abrazó a él cual serpiente que surgía de aquel imaginado y profundo mar. Silenció su boca, que hablaba para sus adentros, con los besos de la suya. Sintió el hombre la llama ígnea y la mujer aquel vigor ingénito, y ambos se buscaron el uno al otro como si supiesen que no se verían nunca más hasta el fin de los tiempos. Cuerpo contra cuerpo, embriagándose con el perfume de secretos ungüentos y absorbidos por la suavidad y bondad de aquel calor, cayó uno en los abrazos del otro como red cae entre redes. Se colmaron de goces sin que haya palabras que los definan. El rostro de ella fue como la aurora. Del mismo modo que una gota cae en el mar y se desvanece en su infinitud, como el aire, al ser atravesado por la luz solar, adquiere él mismo la cualidad esplendente de la luz, y como el hierro devorado por las brasas se vuelve él mismo fuego de fuegos en el corazón de las llamas, así se sintió el hombre al sucumbir hasta esas profundidades que no parecen conocer fondo. Sin embargo, en el fondo creyó ver esa llama cuya potencia crece para abrasar al hombre, haciendo posible el milagro de los cuerpos que han sido unidos por el poder del Creador.
Se abrazaron durante días y se juraron cosas de amantes como si acabasen de conocerse, o como si no fuesen a verse nunca más. Ella nunca trató de disuadirlo de su destino, pero se abrazaba a su cadera y a sus brazos como si fuera a perderlo. Tres días después, al día le siguió una noche estrellada y bajo su palio centelleante se celebró la despedida: Goimo anunció a todos que los mensajeros habían llegado del oeste y del norte. Y Widukind supo que las radas ya estaban listas, y que los barcos de los daneses esperaban para zarpar en busca de la Tierra de Hielo. Los ojos de Geva se detuvieron en los suyos, llenos de maternal convicción, y el sajón leyó en ellos el esfuerzo y la abnegación. Ella trocaba la frustración en desesperado amor, la inútil lucha en recuerdo inmarcesible. Prefería que él la recordase conmovido, a luchar en vano contra el destino. Widukind no se detendría, lo sabía.
Llegó la mañana de la partida, fría y ventosa. Tras la muralla que separaba las nobles casas de Aarhus, Widukind descubrió el estandarte del cuervo, testigo de Odín, así como los caballos del rey. Goimo se preparaba para acompañarlos hasta las radas del oeste. Cuando se inclinaba a decirle algo a su hijo, Wigbert, que, como siempre, iba cogido de la mano de su madre, oyó una estridente voz que se imponía al murmullo de la mayoría.
—¡No te llevarás a mis hijos…! —gritaba una mujer.
Estaba encendida por la cólera. Widukind se preguntaba quién sería el desafortunado marido. Pero no tardó mucho tiempo en descubrirlo: