Cuando abrió los ojos, el duque sajón creyó vislumbrar el escenario en el que hubiera tenido lugar una batalla: los cuerpos yacían dispersos por la Sala del Roble. Habría jurado que estaban muertos, si no hubiese sido por sus ronquidos y resoplidos. Posiblemente eso mismo era lo que le había despertado. Apartó de una patada el brazo de un danés y se dio la vuelta, poniendo su cabeza entre las manos. Sus sienes palpitaban. Demasiada bebida, chanzas, escarnios, peleas, cuentos y dichos… Entreabrió los ojos y prestó atención. El viento ululaba en las rendijas del pabellón. Ya era entrado el otoño, y hacía frío. Aquel sonido era melancólico y oscuro. Algo golpeaba una de las paredes, posiblemente algún apero zarandeado por el aire. Pensó en asuntos lejanos, recordó las pesadillas que lo visitaban noche tras noche. La lanza en el pecho de su padre, atravesando su corazón de un golpe. Los caballeros de acero, sus enormes cabalgaduras. La larga sombra de Carlomagno. Y se incorporó, haciendo un gran esfuerzo, pues su cabeza pesaba como un yunque.
A su derecha descubrió la figura: vestía de un color pálido y su cabello parecía brillar como finas hebras de oro. Widukind se levantó y caminó hacia ella. Así, cruzada de brazos, ningún dolor de cabeza parecía haber hecho mella en su espíritu. Fortuna de las mujeres, que bebían menos o con mejores medidas, pensó el sajón.
—¿Así es como esperas hacerte a la mar, oh gran Widukind?
El sajón se detuvo ante ella, en las sombras. La joven, junto a la ventana, parecía brillar gracias a aquella franja de luz. El aire acariciaba sus cabellos de oro.
—¿Quién se burla del hijo de Warnakind…? —inquirió el sajón.
—Nadie se burla de él… —respondió ella tranquilamente. Widukind se fijó, como era inevitable, en su figura. Era de caderas hermosas, una mujer joven y fuerte. Su rostro poseía gran belleza, aunque no era tan refinado ni exquisito como la belleza de su mujer danesa, Geva, ni tampoco como la de su mujer sajona, de cabello oscuro y ojos verdes—. Yo también quiero ir contigo.
—Necesitarás el permiso de tu padre y el de Goimo… No estoy seguro de que los hechiceros dejen subir a las mujeres a los barcos…
—¿Te refieres… a eso?
Un gesto de la joven señaló un cuerpo que roncaba no muy lejos. Widukind reconoció a Vigi, tan profundamente dormido como podría estarlo cualquier borracho, la boca medio abierta; juntaba sus manos como si fuese a besarlas en sueños, y sueños no le faltaban, pues gesticulaba sin pausa, como si hablase con alguien en una lengua de gruñidos.
—Sí, me refiero a eso.
—Tengo su bendición —repuso ella con suficiencia.
—¿Y qué has hecho para conseguirla? —inquirió el sajón con cierta malicia.
—Darle lo que quería.
—Vigi no es fácil de contentar…
—Te sorprendería saber lo fácil que es contentar a un hombre borracho… —el tono de su voz delató una fuerza y seguridad poco comunes, pensó Widukind, en las mujeres de su edad. Pues le parecía joven.
—No creo que a tu padre le agrade lo que me dices —añadió el sajón.
—¿Estoy hablando con mi padre?
—No.
—Entonces dime si me aceptarás en tu serpiente de agua.
—Antes… —el sajón se recostó contra la pared de madera. Se deleitó en las suaves formas de aquel rostro tocado con preciosas pecas; sus ojos acuosos brillaban con la ilusión de la juventud—. Antes tendré que saber qué le has hecho a mi hechicero…
La joven se echó a reír y se cubrió la boca.
—Y además tendré que conocer tu nombre… —insistió el sajón.
—Yo soy Sif —repuso ella con orgullo.
—Te pusieron el nombre de una diosa, ¡eso es muy arrogante por parte de tu padre! ¿Sabías que los dioses se molestan cuando se usan sus nombres?
—No fue él quien me dio el nombre, sino mi madre.
—Debí suponerlo… —repuso el sajón con sorna, pensando que el carácter de la madre debía de ser, como mínimo, parecido al de su obstinada hija.
—¿Y qué opina ella sobre tu viaje hacia el fin del mundo? La muchacha se rió de nuevo.
—No lo sé… no se lo he preguntado. Pero seguro que se alegra por mí.
—Está bien, ¿y mi hechicero?
—Vigi deseaba el mejor hidromiel de la región. No eso que bebéis, desde luego… y se lo traje. Lo robé de la bodega de mi padre. Ni siquiera Goimo lo ha probado. Mi padre recorre esos bosques en busca de llores y miel con los que endulza sus barriles, y te puedo asegurar que ningún hidromiel sabrá mejor que el suyo. Pero ahora Vigi dormirá por algún tiempo; esa bebida es demasiado fuerte incluso para él.
—Algún día morirá de una borrachera —comentó el sajón.
—Morirá haciendo lo que le gusta. Cuando vas a morir lamentas todas aquellas cosas que no has hecho —meditó ella.
Widukind se quedó mirándola.
—Está bien, Sif. Tu nombre es de buen augurio: tienes mi bendición y puedes venir. Pero no esperes ser tratada a bordo de esos barcos como una princesa. Todos trabajarán para llegar a las costas de la Tierra de Hielo.
—No creo que nadie sepa coser mejor que yo, y las velas se rompen… Además pondré orden en la bodega, secaré el pescado, repondré los anzuelos… —repuso ella, entusiasmada.
—Pero recuerda una cosa: habla con Goimo antes de que se marche, su palabra es la que decide en esos barcos. Dile que tienes mi permiso.
Widukind se apartó de ella y caminó hacia la entrada. Necesitaba respirar el aire fresco de la mañana. Su cabeza seguía pesando como un yunque sobre el que ahora golpeaba un martillo.
Sorteó los obstáculos durmientes y pasó junto al hogar, ya un brasero moribundo. Un espetón con pedazos de carne fría le ofreció algo que masticar. Tomó un trozo y se lo llevó a la boca. Miró con desprecio los barriles de cerveza y los charcos pringosos que se extendían alrededor de éstos, donde varios de los más fervorosos bebedores yacían dormidos como devotos siervos de Baco. Y se llevó una mano a la frente. El martillo golpeaba de nuevo aquel pesado yunque.
—¡Maldito medhu danés…!
Retrocedió en busca de la puerta.
—El hijo de Warnakind fue el último en acostarse y es el primero en levantarse —dijo una voz.
Widukind se volvió en busca del que hablaba, pero las sombras lo ocultaban. Una rendija de luz, no obstante, caía por detrás de la puerta. Era como una delgada línea de fuego que seccionaba el espacio, y algo se movió en ella. Cuando sus ojos se acostumbraron a esa penumbra, Widukind distinguió el rostro del bardo ciego. Le pareció más demacrado todavía que el día anterior. Se movió con agilidad y avanzó hacia él, tanteó varios cuerpos con su bastón, a los que golpeó sin demasiadas delicadezas; después llevó las manos a la puerta y levó el riel. El viento se encargó de hacer el resto del trabajo, y la puerta cedió con un largo chirrido.
El anciano salió y Widukind lo siguió, ávido de aire fresco.
Unos hombres se reunían en un corro no muy lejos, indolentes. Alguien afilaba la hoja de un hacha. Sif se quedó mirándolos, apoyada contra el umbral, mientras se alejaban.
—Necesito un arroyo —pidió el sajón.
Un gesto del anciano le indicó que lo siguiese. Descendieron la loma en dirección contraria y entraron en una fresca oscuridad. El sonido del viento en las copas de los árboles tenía un efecto reparador en la mente del sajón. Allí abajo, entre las piedras, fluía un arroyo.
—Si no me equivoco es un agua muy limpia. Puedes creer a un ciego. Cuando falta la vista, las manos, la lengua y la nariz se vuelven muy astutas.
Widukind se inclinó y llenó sus manos de agua. Se lavó el rostro. Después metió la cabeza en el arroyo y dejó que su gelidez la arropase.
—Sí… —murmuró el sajón. Sintió alivio.
—¿Mejor?
—Mucho mejor.
El ciego se había sentado en una piedra y volvía su rostro hacia lo alto.
—Ahora, Widukind, recuerdas lo que prometiste anoche, o estabas demasiado bebido…
—No estaba borracho cuando dije todo aquello, quizá mi abuelo sí, y Ragnar, y Thorvald… Quizás ellos no sabían lo que decían, a fin de cuentas la fiesta ya había empezado mucho antes de que yo llegase…
—Goimo es un rey con palabra.
—Widukind hablaba de veras.
—Entonces…, ¿navegarás hacia el oeste?
El duque agradeció a los dioses que el bardo fuese ciego, porque un cierto gesto de incredulidad cruzó su rostro:
—Sí…, si alguien lleva el timón, echa las velas y sabe guiarse por las estrellas. Yo no sé navegar, por todos es bien sabido.
—No es eso lo que me preocupa —añadió el bardo—. Es el valor de los hombres. Los daneses tienen barcos y saben navegar, sin embargo…
—¿Se dedican a ordeñar ovejas?
—Entre otros menesteres…, sí, les falta la decisión. Pero esa decisión sólo viene de la… necesidad.
Widukind prestó atención.
—Ellos no tienen la necesidad, y se vuelven lacios. Quiero pedirte un favor. —El bardo pareció buscar el horizonte con sus ojos ciegos—. Si realmente llegas a la Tierra de Hielo, quiero que me traigas un poco de ese hierro sagrado. Forja tus armas en la patria de Fingal, como prometiste, pero te pido que reserves algo para mí… Sé que es mucho pedir, y que no podría pagarlo ni con todo el oro de Dinamarca. Sé que no tiene precio…, pero aún así te lo pido…
Widukind puso su mano en el antebrazo del ciego. Parecía tan frágil y maltratado por la vida… Hasta ese momento no había hecho otra cosa que ser un joven violento, quizás un gran guerrero. Había luchado por su tierra, y los hombres que pertenecían a esa tierra lo habían seguido…, pero nunca se había fijado de ese modo en los hombres. Su sufrimiento, el doloroso camino de la vida, la ruina a la que muchos eran condenados. Quizá no era por la tierra por lo que debía luchar, sino por los hombres que habitaban en ella. Del mismo modo que las palabras sólo son recipientes de cosas, pero no las cosas en sí mismas, recordó las palabras de su amigo y maestro, Angus de Metz. Quizás era eso lo que le había llevado a fracasar frente a la nobleza. Había confiado demasiado en los señores de la tierra, en lugar de entregar totalmente su espada al pueblo que malvivía en ella.
—Tienes mi palabra, reservaré ese hierro para ti, y, si regreso, te lo entregaré en la corte de Goimo.
—Gracias, hijo de Warnakind. Sé que vas a ser un hombre… Ya te alejas del joven, puedo sentirlo. —El bardo se puso en pie y caminó hacia el bosque, mas antes de desaparecer en el sendero se volvió y le dijo—: Llegará un momento en el que tu sueño esté muy cerca, Widukind. No esperes entonces. Los sueños no se acercan todo lo que uno desea. Vendrá una hora en la que uno mismo debe dar el paso definitivo, y hacerlos realidad. Porque el momento pasa…, el tiempo no se detiene… La hora viene, pero un instante después se aleja, y cuando empieza a alejarse… ya es tarde. El auténtico hombre es aquel que atrapa el instante.
El bardo se alejó en las sombras, buen conocedor de aquellos caminos. Widukind se agachó, pensativo, y miró su propio rostro, que se reflejaba en el agua del arroyo. Sus ojos celestes estaban muy abiertos, las greñas, largas y mojadas como espesos telares de araña, le caían sobre los hombros; unas trenzas goteaban la coraza de cuero que cerraba su pecho. ¿Quién era él en realidad?