II

—¡Quitadle la piel y asádmelo! ¡Excelente pieza! He recorrido buena distancia para clavarle la lanza y ahora lo que quiero es clavarle el diente…

—¡Ragnar!

Los hombres saludaban a aquel joven de salvaje aspecto, sucia barba castaña y pobladas cejas. Caminó a largos trancos por la sala hasta situarse frente a la mesa de los señores.

—¡Saludo a mi abuelo en el nombre de Odín…! —gritó de manera poco reverente. Pero había descubierto al extranjero y se volvió hacia él con sombrío semblante—. Un hijo de mala madre se sienta a la mesa de mi abuelo… no creo recordar su nombre antes de maldecirlo —dijo.

—Un perro bastardo se acerca a mendigar algún hueso a la mesa del rey, ¿qué tal si le damos una patada en el hocico, para que mantenga la boca cerrada? —repuso el hertug sajón.

—Widukind…, maldito matador de francos…, ¡Widukind! —gritó Ragnar, descargando su mano derecha en el hombro opuesto de su primo.

—Juraría que eres más bajo que la última vez que te vi… —aseguró el sajón, respondiendo al cordial saludo de su primo.

—¡Más bajo…! ¡Tú si que te has quedado enano! ¡Hacedme hueco en esta mesa! —exigió Ragnar casi a codazos.

Los hombres se estrecharon en el banco, frente a Goimo.

—Has de saber que si sigues aumentando de tamaño ya no podrás sentarte a mi mesa —dijo Goimo tranquilamente.

—¿Ah, no, abuelo?

—No, nieto. Ya ocupas el espacio de dos pero no creo que tengas la cabeza de dos… —sentenció el rey.

—A lo mejor no soy tan tonto como creéis, señor —respondió Ragnar. Alzó los brazos e hizo un gesto.

Las jóvenes trajeron dos copas colmadas de hidromiel. Ragnar las apresó y las contempló un momento, indeciso. Se llevó la copa derecha a los labios y bebió hasta agotar el contenido. Después alzó la segunda y echó un trago hasta quedar exhausto.

—Está bien…, ha sido un largo camino. No quería interrumpir la reunión, abuelo…

—Nada importante, se hablaba de viajar hacia el oeste, sobre las olas, en busca de la Tierra de Hielo —dijo Widukind sorpresivamente.

Ragnar miró a Widukind, extrañado.

—Ésa es tarea de hombres de mar…, seguro que un sajón cobarde se queda en tierra… Además, ¿de qué serviría entre remos? No aceptamos ratas en nuestros barcos, ¿verdad abuelo? Pueden corromper las vituallas.

Widukind tomó la palabra, desafiante:

—Los daneses viven muy cómodos en su reino. Ahora que Carlomagno es su vecino, tendrán que volver a comportarse como hombres…

Ragnar parecía momentáneamente enojado.

—¿Nos estás llamando mujerzuelas?

—Casi.

Una ráfaga de ira cruzó su rostro.

—¿Nos estás llamando soplacuernas?

—Eso mismo.

—¿Nos estás llamando nutrias de riachuelo…?

—Muy acertado.

—Está bien, ¡maldito hijo de perra bastarda sajona…!

—Te equivocas, Ragnar, ¡mi madre es danesa, y hermana de tu padre…! ¿Es él otro bastardo? —repuso el sajón rápidamente en un tono insultante.

Un coro de risas estalló alrededor ruidosamente. Hasta el viejo Goimo había tenido que reír ante el astuto comentario de Widukind. El rostro de Ragnar se había vuelto rojo como la grana.

—¡Te voy a…! —rugió.

—¿Aquí? ¿Ahora? —Widukind alzó las manos y adoptó una posición burlona ante las amenazas de Ragnar—. ¿Después de haber insultado a una mujer danesa frente a su propio padre, el rey de Dinamarca, romperás el sagrado pacto de la mesa…?

—Maldito perro sajón… ¡te partiré todos los huesos cuando salgamos, puedes estar seguro…! Tienes la lengua afilada como las serpientes, pero te la voy a cortar un día de estos… —y mientras Ragnar maldecía con los puños crispados clavados a la mesa, alrededor de su copa, los demás comensales reían a pierna suelta. Ésa era la clase de ocasiones en las que todo el mundo adoraba a Ragnar.

—Tu padre, Yngvar, me manda recuerdos para tu primo Widukind… —dijo Goimo, taimadamente conciliador—. No le rompas las piernas tan pronto…

—¡Eso es lo que él cree…! —tronó Ragnar.

Widukind sonreía con malicia y se burlaba de su primo, pretendiendo que no lo veía.

—Volvamos al desafío —siguió el sajón—. Pues tengo un desafío para el rey de los daneses. ¿Queréis oírlo? Prestad atención… —El hertug esperó a que se hiciese cierto silencio. Ahora varias docenas de invitados hacían corro alrededor de la mesa de los jarls, pendientes de lo que allí se hablaba—. Planeo un viaje por mar. Ya no me gusta la tierra. Estoy cansado de mulas y caballos…, harto de las cuatro patas… Voy a hacer un viaje con remos… Me marcho a la Tierra de Hielo.

Los daneses, provocados, se mofaron de Widukind y silbaron.

—¡Es cierto! Los malditos daneses podrán creerlo o no, pero me marcho en busca de la Tierra de Hielo, voy a conquistar el hierro sagrado de Asgard y a forjar un yelmo alado como el de Fingal…

De nuevo su auditorio lo interrumpió. Unos lo insultaban sin ambages, otros se reían, algunos empezaron a provocar a Widukind, ofendidos.

—Insisto, si alguien me deja acabar…

—¡Dejad que mi nieto acabe lo que tiene que decir! —gritó de pronto Goimo, con repentina ira.

—¡Me marcho a la Tierra de Hielo, sabedlo todos vosotros, cobardes daneses! Allí, ascenderé montañas y conquistaré el hierro sagrado con el que después forjaré un yelmo de acero en la patria de Fingal…

—¡En la patria de Fingal! —gritaban unos, airados.

—Maldito fanfarrón sajón… —bramó Ragnar, meneando la cabeza a uno y otro lado como un carnero a punto de embestir. Las jóvenes hijas de Barfuld sirvieron otra ronda de altas copas de bronce. Una de ellas, la que había servido el cuerno del bardo y la carne de Widukind, se quedó junto al sajón, sin apartar sus ojos del guerrero.

—No quiero repetirlo más veces… —insistió Widukind con sorna— ¡pero me marcho a la Tierra de Hielo! Aquellos que quieran seguirme están invitados al viaje, y los que sientan miedo, y sólo deseen dormir cerca de sus vacas y de sus ovejas… no necesitan insultarme…, ¡basta con que renieguen como hombres cobardes cuyo corazón no ha sido tocado por la lanza de Odín!

El abucheo creció como un oleaje alrededor del sajón y la sala entera pareció repetir su nombre con sorna y escarnio. Harald reía a pierna suelta y Thorvald se acariciaba aquel bigote amarillo y trenzado, quizá tentado. Ragnar miraba a su abuelo con desesperación, como si realmente reprimiese un intenso deseo de romperle las piernas a su primo, y a su vez como si quisiese decir algo que en realidad nadie se había atrevido a decir.

—¡Está bien! ¡Está bien! —gritó de pronto, poniéndose en pie y alzando su enorme copa, con los brazos abiertos como un árbol—. ¡Está bien! ¿Dónde está tu serpiente de agua, Widukind? ¡¡PORQUE YO IRÉ CONTIGO!!

Un nuevo estallido y un tumulto en el que difícilmente podrían separarse los gritos de los dichos, o los insultos de las burlas, reverberó en los paneles de madera.

—¿Que tú irás conmigo? No…, eres demasiado gordo…, arruinarías el viaje y hundirías el barco…

—¡Yo también iré contigo, Widu! —gritó Thorvald Costilla de Hierro—. ¡Ningún sajón se atreverá a hacer algo que debería hacer un danés! —añadió, indignado.

Harald, a su lado, se llevó las manos a la cabeza, riendo como loco.

—Mi nieto es medio danés, no lo olvidéis… —advirtió Goimo con orgullo.

—Pero tengo un problema… —añadió Widukind—. Quiero una promesa de Goimo, del rey de los daneses… —esperó de nuevo a que se hiciese cierto silencio, mostrando con sus gestos que estaba a punto de decir algo muy importante—. Quiero una promesa de Goimo: si la expedición regresa victoriosa de la Tierra de Hielo, si los daneses son los primeros en conquistar el secreto del acero… y si vuelven con gloria de la patria de Fingal…, ¡entonces los daneses me acompañarán con sus hachas a la guerra contra Carlomagno!

Apenas había acabado la frase, cuando Goimo se había puesto en pie, ligeramente inclinado sobre su hombro derecho. Alzó su cuerno enjoyado y señaló con aquel signo solemne a Widukind. Esperó un momento en medio del creciente silencio. Y rugió, de pronto, como si insultase al peor de sus enemigos a la cara y a punto estuviese de escupirle fuego:

—¡Empeño ahora la palabra de Dinamarca!

Un gran tumulto estalló en el bosque. La Sala del Roble pareció ser poseída por mil demonios.

—¡Las hachas de los daneses visitarán a Carlomagno!

La voz de Goimo amenazaba a su enemigo.

—¡Si Carlomagno quiere una marca en Sajonia, que vierta su sangre ante las hachas de los daneses! ¡Si los dioses bendicen tu viaje, Widukind, entonces… Dinamarca acudirá a esa guerra! Carlomagno no se acercará a mis fronteras sin pagar su tributo a Naguld añadió, poniendo su mano izquierda en la empuñadura de su larga espada.

Después fue difícil entender lo que se decía, si acaso se hablaba algo que guardase sentido. Widukind miró hacia el otro extremo de la mesa y descubrió una sonrisa de satisfacción en el rostro del bardo errante. Magnachar, Ingelbert, Leutfrid, sus compañeros sajones, lo miraban como si se hubiese vuelto loco. Welf elevó el cuerno y brindó a su salud, con un gesto que aseguraba que lo seguiría en la aventura. Pasó un tiempo hasta que los ánimos se serenaron, se escanció más cerveza y llegaron nuevas piezas de carne a la mesa.

—Necesitaré algunos barcos…, porque los míos se rompieron en la última tormenta.

—Maldito perro sajón mentiroso…, ¿desde cuándo tienes barcos? —vociferó Ragnar, entusiasmado.

—Tendrás los barcos que necesitas, los mejores —aseguró Goimo. Miró a los daneses—. El sajón ha puesto su corazón en el desafío y nos ha arrastrado… los daneses pondrán sus barcos, sus remos y sus brazos.

—¡Esta carne está demasiado hecha! —protestó Ragnar—. ¿Qué habéis hecho con mi amado corzo…?

—Déjame probarlo —Widukind robó el pedazo de carne de la escudilla de Ragnar—. Lo encuentro excelente…

—¡Pues cómetelo tú, perro sajón! —Ragnar descargó un puño en el hombro de su primo.

—¿Qué tal ese hidromiel? —inquirió Widukind.

Ragnar fue a beber del cuerno, y cuando lo tenía cerca de los labios su primo le dio un golpe en el codo, obligándolo a verter todo el contenido del cuerno sobre sus barbas.

—¡Cerdo hijo de cerdos…!

Acto seguido, Ragnar se había abalanzado contra Widukind, derribándolo en medio de la multitud. La mesa retumbó mientras ellos peleaban en el suelo y, antes de que pudiesen separarlos, muchos paganos vaciaron sus cuernos sobre los que luchaban. Al darse cuenta de ello, Widukind y Ragnar se lanzaron hacia quienes de ese modo habían pretendido bautizarlos, y la reyerta se extendió ruidosamente, pues ésa era la forma como los bárbaros paganos y los daneses celebraban sus fiestas, en medio de peleas, gritos y golpes.

No estaba seguro de haber caído dormido. En el horizonte, más allá de aquel bosque en el que habían ido al encuentro de su abuelo, por encima de un país verde y ondulante, se elevaba la silueta de un árbol detrás de un velo caliginoso. Su tronco agrisado se levantaba como el pie de una montaña que, en lugar de afilarse, crecía hasta confundirse con el cielo. Una vez allí, largos nervios de ramas se adentraban en la bóveda azulada, que parecían sostener más allá de las nubes. El árbol guardaba cierta similitud con un hombre cuyos brazos se dividiesen en mil dedos. Una faz terrible había sido tallada en su corteza, una faz a la que le faltaba un ojo y de la que descendía hacia las raíces una larga barba.

Apenas lograba distinguir algunos detalles en aquella portentosa visión, cuando la luz se desvanecía y en la niebla del mundo una columna era rodeada de antorchas, y el clamor de la guerra estallaba no muy lejos. Caballeros vestidos de acero, de invisibles ojos detrás de las ranuras de sus cascos, gritaban el nombre de su padre. Manchados de luz y de sangre, cargaron sus lanzas contra los sajones, que cayeron tendidos como hierba al paso de sus corceles, sobre cuyas frentes se posaban máscaras de hierro y relinchos con los que entonaban a coro la canción de sus jinetes. Uno de ellos siguió adelante, rompió el escudo y su lanza apuntó sin piedad hacia el corazón de su padre, que fue traspasado de un golpe.

El despertar de Widukind fue súbito. Se había llevado la mano al pecho, como si le hubiesen arrancado su propio corazón, o como si aquella lanza estuviese allí, traspasándolo de parte a parte. Volvió a tenderse, acomodando su cuello, y se quedó mirando las brasas: el fuego de Loki. Como a veces sucede con los grandes braseros, las chispas renacieron y de pronto una lengua de fuego brotó con el placer de la leña seca, que satisface de golpe el deseo de extinguirse. Widukind se reconfortó en aquel resplandor, y pronto sus ojos se sellaron.