I

—¡Acercaos! ¡Venid todos a escuchar mi relato! ¡Un cuento de los tiempos antiguos! —la voz del thul[1] resonó y aquella bulliciosa reunión de hombres y mujeres paganos se dispuso a guardar silencio. Retrocedieron quienes brindaban en copas y cuernos, volviendo su mirada hacia el poeta. El silencio se impuso lentamente. Un trueno galopaba sobre lejanas colinas. En la mesa central, Goimo Manoslargas, rey de los daneses, alzó la copa con su mano derecha. Insinuó un brindis y clavó sus ojos en la entrada del pabellón en el que celebraban su fiesta aquellos señores de Dinamarca.

Con muchos pies de holgura y casi otros tantos de altura, el pabellón de caza daba cobijo a más de un centenar de hombres y varias docenas de mujeres. Los granjeros del entorno se habían unido a la cacería de Goimo, aportando leche, manteca, pan y barriles de hidromiel y cerveza que eran escanciados por sus hijos e hijas. El pabellón, antiguo y venerado, utilizaba un gran roble como columna central de la que brotaba el ramo de leñosos brazos. El roble estaba vivo, y las vigas, que partían alrededor de su tronco descargando el peso de la techumbre, no habían sido clavadas en su piel, sino apoyadas con diestros contrafuertes de madera que se hundían en torno al soberbio pilar con cuidado de no dañar ninguna de sus preciadas raíces. La techumbre, recubierta con cientos de pieles de nutria, era impermeable a toda lluvia, y la anchurosa copa del árbol, señor de un ligero promontorio que coronaba la soledad de aquel bosque, parecía proteger el habitáculo que los hombres de la región habían erigido a sus pies en alabanza de la naturaleza. Dentro del palacete, el viejo tronco mostraba hendiduras y marcas, símbolos y runas de gran valor, sagradas escrituras de los dioses paganos que tatuaban su piel viviente. Al pie de las runas, varios sacerdotes de Odín escanciaban sus aceites sobre las piezas que iban a ser asadas, ya ensartadas cuidadosamente en los espetones. Éstas, a su vez, contaban con braseros y aberturas en el techado, para facilitar la salida de los humos.

El tumulto había crecido y el asado se había repartido. Los sacerdotes habían pronunciado sus oraciones. Las plegarias de los jarls[2] devotas y sinceras, habían calmado a sus súbditos, permitiéndoles creer que no serían arrogantes sus señores de la guerra ante los ojos de aquel dios supremo y tuerto que gobernaba el destino de los hombres. Odín los amaría si permanecían prestos al combate, creían los paganos; después la fiesta había crecido y muchos se olvidaron del verdadero propósito de aquella reunión.

Quizá por esa razón nadie se había dado cuenta de que tronaba en lontananza. Fue entonces cuando un bastón golpeó la puerta, como traído por la mano del trueno, que avanzaba a tientas sobre la Tierra. Y al ser abierta la puerta, un resplandor mortecino y blanco proyectó una sombra en el umbral, larga y angulosa como un negro diablo, para desaparecer rápidamente. Pocos fueron los que se dieron cuenta de lo que había sucedido, pero quienes lo vieron se apartaron de la entrada, supersticiosos, y contemplaron en silencio la llegada del bardo.

Era ciego. Se apoyaba en su largo cayado como los peregrinos del sur que viajan por los caminos al amparo de la limosna, visitando las maravillas de las ciudades. Sus cabellos eran lacios. Su rostro, arrugado, se inclinaba hacia delante, como si en realidad mirase lejos, muy lejos y muy por encima de quienes, ostentando dos ojos sanos en su cara, lo observasen con desdén.

—¡Venid a escuchar mi relato antes de que el fuego de Loki os abrase y las serpientes inmundas salgan del fondo del mar para comerse a vuestros hijos y sus podridos barcos! —pidió entonces el bardo.

El rugido de aquel mismo trueno se alejaba.

—¿Aún nos libraremos de esa tormenta? —preguntó Ingelbrandt, mirando con desconfianza entre las ramas de los robles.

—Por las piernas de Heimdall, ya estoy harto de dormir al raso… —protestó Magnachar.

Vigi, que iba al frente de la compañía, jamás prestaba atención a los comentarios de los sajones, a los que trataba con fraternal desprecio, pero esta vez obtuvieron respuesta y sus ojos se clavaron en la oscuridad que acechaba el hechicero danés.

—¡Allí, en ese alto! ¡El calvero!

Widukind tiró de sus riendas y se apartó de la línea hasta situarse junto a la cabeza calva de Vigi. Lo miró con aquella indiferencia con la que parecía contemplarlo todo desde hacía algún tiempo. Unas luces rojas parpadeaban en la masa oscura de los árboles.

—Sin lugar a dudas. El Roble nos espera —añadió Vigi con una extraña sonrisa.

—¿Seguro que no nos llevas a un antro de dragones? —lo interrogó la voz de Leutfrid.

—No quiero irrumpir en una fiesta de elfos negros y ser petrificado por sus amantes… —intervino Ingelbrandt de nuevo.

—Dragones llameantes y perversos elfos negros…, ¿quién de todos vosotros será el primero en romper su círculo de fuego?

El silencio fue toda la respuesta que la embajada de sajones dio al hechicero danés.

—Entonces, callad de una vez, mujerzuelas, y dejadme ir a mí primero —se burló Vigi, y su voz estalló en una carcajada como una maldición.

Widukind acicateó su cabalgadura y siguió hacia delante, sosteniendo en alto la antorcha con la que debían avanzar por la tierra de los daneses siempre que fuese de noche y siempre que se acercasen a una población. Era la única forma de no ser considerados enemigos. Sólo alguien que no desea la guerra, sostenían los daneses, se aproximaría con antorchas encendidas en medio de la noche. Y además estaba Vigi, su mejor salvaguarda cuando viajaban al norte. Vigi era conocido a lo largo y ancho de las inciertas fronteras del sur de Dinamarca, lo que les había abierto las puertas en las inmediaciones de aquel muro, el Kovirk, que separaba Dinamarca del resto del mundo.

La colina se aproximó. Los árboles parecían moverse al tiempo que ellos trataban de alcanzar las luces. Hojas secas acumuladas durante incontables otoños susurraron entre las patas de sus caballos. Parecían haber entrado en un vasto salón y la luz de la luna era incapaz de iluminar aquel santuario. La loma se elevó ante ellos y las llamas rojas de las teas ardieron con más intensidad clavadas en las paredes del pabellón de caza. Vigi arrebató la antorcha a Widukind y oteó el lugar. Un joven vino a su encuentro sin demasiada precaución. Intercambiaron algunas palabras y, a una señal del hechicero, todos ascendieron la loma de hierba hasta el calvero del Roble.

Widukind contempló sus ramas, y pensó que eran como enormes brazos abiertos bajo el cielo, largas extremidades que trataban de sostener la bóveda de más allá y los mundos de Odín. A sus pies, la gran cabaña circular tendía sus techumbres casi verticales. Las antorchas apenas dejaban alumbrar la magnífica construcción campestre, pero su escasa luz bastaba para mostrar unos latigazos de hierba que crecían aquí y allá a lo largo del techo.

Los sajones ataron sus cabalgaduras unas a otras, al otro lado.

—¡No dejes que se las coman los lobos o te convertiré en sapo antes de arrojarte a un nido de serpientes! —amenazó Vigi al joven que velaba en aquel lugar.

Caminaron colina arriba hacia la entrada del pabellón. Sintieron de nuevo el latido de un trueno bajo sus pies, como si, indecisa, aquella divinidad que golpeaba la tierra hubiese decidido volver sobre sus pasos.

—La tormenta está lejos, pero su martillo es pesado —murmuró Widukind.

El hertug[3] se aproximó a la puerta; le sorprendió la ausencia de gritos y peleas, habitual en esa clase de reuniones danesas. Un extraño silencio gobernaba el lugar, y al prestar atención se dio cuenta de que sólo una voz lo interrumpía, una voz que hablaba por encima de la oscuridad.

—¡Acercaos! ¡Venid a escuchar mi relato! ¡Un cuento de los tiempos antiguos!

El bardo abandonó el umbral y una mano cerró la puerta a sus espaldas. Avanzó tanteando el suelo a su alrededor con su bastón. El ciego recorrió el espacio hasta el centro y allí extendió la mano temblorosa. Las yemas de sus arrugados dedos se posaron respetuosamente sobre la corteza. La tantearon hasta que al fin descubrieron las runas. La sala observaba en silencio al peregrino, quien parecía sumido en un trance de místico arrobamiento. Éste se apartó entonces del tronco tras hacer una reverencia ante el árbol.

—Saludo a los señores de la tierra que es blanca en invierno y verde en verano… —recitó, mientras avanzaba hacia la hoguera central—. Saludo a los hijos e hijas de Dinamarca, y saludo a su konungr[4] Goimo Manoslargas… —El peregrino llegó a la proximidad de las llamas y se inclinó ante ellas—. Saludo a Loki, preso en su jaula roja… y le agradezco su calor… y le ordeno que no se escape del hogar hasta que yo me haya marchado… —Extendió la mano izquierda en busca del calor, mientras que la otra se apoyaba en la vara de caminante. Avanzó alrededor de la hoguera con pasos breves, como hacen los ancianos, trazando un círculo—. Saludo al grueso Harald Barbazul.… Saludo al ingrato señor de las Colinas Grises, a Thorvald Costilla de Hierro y a su codicioso hijo Thorgeir, y a todos sus malhadados nietos… Saludo al pulgoso Erik y a su primo, el glotón Ottar… Saludo a las mujeres presentes, donde estarán Sif, Skeguld y Thora, las que escancian el hidromiel sagrado, y así les pido un cuerno en el nombre de Odín, pues él guía los pasos de sus peregrinos… y soy un viajero sediento.

Sólo una entre las jóvenes se aproximó al ciego, y lo hizo sin miedo alguno. Le cogió una mano y puso en ella una copa de gran belleza, que había sido colmada con la mejor bebida. El anciano se la llevó a los labios sin codicia, y pareció disfrutar, sitibundo, de su frescor. Ella retrocedió hacia la mesa de los señores de Dinamarca. Su padre, un granjero de hirsuta barba roja, la miró de reojo, temeroso de las muchas leyendas que se conocían sobre aquel viandante.

—Generosos son los que aquí festejan… ¡escuchad ahora mi cuento! Si Grímnir es mi nombre entonces es la hora acertada…

Widukind entró detrás de Vigi, como hicieron todos sus hombres. Los daneses les abrieron paso al reconocer la figura y el gesto del gothi.[5] Los ojos del hechicero danés parecieron volverse amarillos al resplandor de las llamas y Widukind se preguntó una vez más si aquel mago no tendría alguna clase de pacto secreto con el dios del fuego. El hertug sajón miró hacia el centro de la sala y escuchó la palabra del anciano ciego que había impuesto silencio en aquella reunión con su sola presencia. La joven que había entregado el cuerno al bardo ciego lanzó una mirada a los extranjeros, que se acercaban a la mesa del rey de los daneses.

—¡Escuchad un relato de los tiempos de antaño…! Pues hoy no hablaré de los daneses ni de sus antepasados, tampoco de los señores que viven allende las islas y tierras que los daneses gobiernan… más allá de sus aguas, las montañas afiladas como colmillos que fueron en otros tiempos abatidos por gigantes y ases ansiosos de gloria, las montañas del oeste y sus valientes habitantes… ¡No! Nada de eso voy a referir hoy, pues recuerdo héroes cuyos talla y valor sobrepasan a quienes se consideran tan grandes en su existir…

Hombres y mujeres tomaron asiento en los bancos de madera, apoyaron sus codos en las mesas, y miraron al ciego escaldo, mientras su palabra los atrapaba y los arrastraba muy lejos de aquel tiempo y lugar.

—Es hora de que los oscuros secretos del oeste os sean revelados, daneses, pues el gusano de la desidia corroe la manzana de vuestros corazones y ha mucho que vuestras serpientes de agua engordan en las radas, temerosas de las olas gigantes. Hoy hablaré de Fingal y de su tesoro, y de cómo luchó contra los romanos, y de su hijo, Ossian, el encanecido bardo errante, y de su padre, atronador Trémnor.

»A1 norte de las Islas Verdes, en el mar del oeste, allí hay una montaña que se llama el alto Morven. En la cumbre, larga y estrecha, como una isla entre las nubes de un cielo tormentoso, esperaban los bardos tañendo las arpas, y allí, sedente en un palacio de piedra, Fingal era Rey de los Mares, Rey de los Caledonios. Las nubes venían a romperse contra la cumbre de los vientos, olas blancas que se deshacían traídas por el aire. El sonido de las arpas llenaba la sala de los héroes por encima del zumbar del viento. Manos de dedos hábiles caminaban entre las cuerdas que tensaban los maestros. Fingal esperaba junto a su escudo el tronar de la guerra, y a la sombra de sus espadas festejaban los héroes en tiempos de paz. Durante muchos días aguardaron arriba, por encima de Selma, la ciudad de aquel noble pueblo, esperando a que la tormenta pasase, pues de un gran augurio los hechiceros hablaron. Entonces llegó una noche y la tormenta se apartó hacia el este, como una mano negra, amenazante, y la luna rodó y arrojó su luz sobre los acantilados profundos, y un rielar infinito corrió con pies de plata hasta el horizonte de aquellos mares. Las nubes bajas se desvanecieron, el soplo de la luna las apartó como un telar de ululantes espectros. Entonces Fingal se coronó con el alto yelmo de alas de acero y su brillante armadura, atrapó la lanza de Trémnor y salió al encuentro de la noche. Caminó hasta el extremo de la cumbre de Morven y allí el viento soplaba con gran fuerza contra sus cabellos. Los abetos gigantes de Cromla se inclinaban en una plegaria ante el ímpetu de aquel aire tempestuoso, pero Fingal apuntó hacia el horizonte con su lanza y se aseguró el yelmo de acero. Algunas estrellas parecieron desprenderse y un fuego rojo cortó las nubes en la dirección de los aquilones. Alto era Fingal en los tiempos de su gloria, y fuerte, brillantes todas las piezas que protegían su pecho y sus piernas de las pérfidas armas enemigas, afiladas las alas de acero que coronaban su frente. Sus ojos eran como los ojos del águila, así el que gobernaba las naves de Selma se enfrentaba a todo peligro. Su rostro era como un ejército que vibraba. El mismo era como un ejército a punto de entrar en combate; detallados eran los relieves que aquellos herreros habían grabado en todas las piezas de su armadura, pues narraban las hazañas de su padre, el tonante Trémnor.

»Descendió la alta cumbre y su armadura brillaba al atravesar los bosques del valle amado. La llamada de su cuerno puso en pie a los hombres de Selma y el canto de guerra llenó la rada, rugiendo sobre las olas, casi amedrentándolas en su furioso embestir contra los acantilados. Allí, en la playa, Fingal dio la orden a sus hombres y las naves soltaron amarras y fueron empujadas contra la espuma blanca que resplandecía en una larga explanada bajo el esplendor de la luna. Fuertes eran sus naves, que impulsadas por los remeros rompieron la línea de las olas gigantes, y se sumergieron en las aguas profundas. Los bardos vieron desde la cumbre de Morven cómo las naves avanzaban por encima del mar de espuma blanca y atravesaban el escudo rugiente hasta el corazón de la bahía, y más allá, donde las olas del mar se levantaban altas como colinas.

»¡Fingal elevó el cuerno y lo hizo bramar, reuniendo a sus naves! Pronto la corriente los empujó hacia dentro. Fingal atrapaba los cabos y tiraba de ellos mientras la cabeza de su serpiente ascendía hacia el cielo antes de saltar al otro lado de una ola y descender un valle en medio de la lluvia de espuma, viendo cómo frente a ellos una nueva montaña de negras ondas los obligaban a ascender y a romper su cresta blanca. Diestros eran los hombres de Selma, y así avanzaron toda la noche hasta que las corrientes se serenaron y a lo lejos, en medio del mar, aparecieron los peñones asediados por la tempestad. Cientos de gaviotas alzaron el vuelo en la costa rota, y cuando las naves se alejaron brillaron sobre el océano las costas de Inistor. Allí, Cuthullin, el viejo guerrero, esperaba la llegada de su enemigo, y así habló a sus hombres al contemplar las oscuras naves de los caledonios entrando en la bahía espumante de Inistor:

»“¡Cuthullin debe ser grande, o morir! Vamos, hijo de Fithil, ¡coge mi lanza! Empuña el resonante escudo de Semo. Allí cuelga, de las puertas de Tura. ¡El sonido de la paz no es su voz! Mil héroes escucharán y lo seguirán”. Se marcha Cuthullin. Toma el broquel, y las colinas y las rocas responden a la llamada de su cuerno. Su eco recorre los bosques y los ciervos elevan las testas junto al lago neblinoso, y huyen. “¡Curach ya desciende de la ancha roca, y Connal, el de la lanza sangrienta! Es el cuerno de guerra el que suena. ¡Hijos de los mares, recoged las armas! ¡Culgmar, empuña el acero! ¡Puno, levántate! ¡Cairbar, arriba! ¡Mueve las rodillas, Eth!”

»¡Ahora creo ver de nuevo a los héroes, en el orgullo de sus viejas hazañas, cotas de malla acerina que envuelve el recuerdo sin tiempo! Sus almas están por siempre unidas a las batallas de antaño, a las acciones de otros tiempos que nunca volverán… Pero mis ojos están cerrados, ¡para poder contemplarlos! Así sus espíritus me hablan, y sus sombras, que caminan por la tierra, me persiguen… Sus ojos… ¡llamean como el fuego! Los veo moverse en busca del enemigo. Sus manos siguen empuñando las espadas. Descienden como los arroyos de las montañas hacia Inistor. Brillantes eran las armaduras de los señores del mar, las que antaño habían vestido a sus antepasados; oscura era la horda que los seguía, como las nubes de tormenta que se reúnen tras el paso de un meteoro. ¡El estallido de las armas asciende desde el pasado! ¡Los perros grises aúllan tras sus amos! ¡Desigual rompe al tumulto de la lucha! ¡El rocoso Inistor resuena! ¡Las playas desiertas son ahora un campo de batalla…!

Las últimas palabras del bardo errante resonaron en la sala. Widukind creyó volver de un viaje cuando se hizo el silencio, precedido por aquel augurio de lucha sin tregua y mortal conquista. Al mirar a su alrededor se encontró con los ojos de aquella mujer que esperaba algo apartada, junto a otras hijas de la región, en el extremo opuesto de la mesa de Goimo, pues ella lo miraba fijamente.

La épica de los héroes, tan alejada de la verdad de los combates, exaltaba el corazón de los guerreros paganos. El deseo insaciable de victoria latía en aquellas narraciones; sin embargo, el sajón habría jurado que nunca había escuchado algo tan grandioso. Había muchos jóvenes. Los rostros de los más mayores parecían meditar sobre lo escuchado, pero los jóvenes miraban al bardo de un modo bien distinto. Widukind sabía lo que eso significaba. Miraban con ambición ignorante; era un buen principio… Era el principio, en realidad, pero sólo eso. El conocía la verdad de la guerra, la guerra contra un enemigo que lo sobrepasaba en fuerza y número, el pulso contra un puño de hierro, la carrera de un hombre contra un caballo. No tenía nada que ver con aquella grandilocuente y poética narración. Después de un combate, la sangre coagulaba en heridas abiertas durante demasiado tiempo. Las mujeres sufrían atroces castigos, los hombres de acero de Carlomagno destruían sin piedad cuanto se oponía a su paso. La guerra que él conocía no tenía nada que ver con las aventuras con que soñaban los escaldos daneses, demasiado felices en su supremacía territorial, aislados por tres mares, protegidos por una estrecha frontera, lejos, muy lejos de un mundo que cambiaba. Y el Reino, como era conocido el imperio de Austrasia y de los francos, el Reino era como un océano hambriento y su oleaje amenazaba con destruir las orillas de una gran isla llamada Sajonia. Benditos fueran los daneses, pensaba el sajón, siendo, en realidad, nieto del mismísimo rey Goimo por parte de su madre Gunilda. Bendito fuera su mundo, todavía intacto entre el orgullo de sus dioses y la poesía de sus exaltados vates…, aunque no por mucho tiempo, creía él, si no ponían remedio ante el peligro carolingio.

Angus, su fiel instructor, había desaparecido, y si bien al principio no le había concedido más importancia, absorto por mayores preocupaciones, después este hecho se había convertido en un cambio indeseado. Tenía muchas preguntas para las que sólo aquel monje poseía respuesta.

Todo eso había pasado por su mente con la celeridad de un rayo, cuando, al levantar la mirada, se encontró con los ojos sagaces, el rostro torvo, las garras de su abuelo, Goimo Manoslargas.

Widukind dio unos pasos al frente de sus hombres, que lo siguieron tras depositar todas sus armas junto al portalón. Ante la multitud murmurante, Widukind mostró sus respetos al señor de aquellas comarcas.

—Widukind saluda a Goimo y a su gente, y le agradece su hospitalidad.

Goimo se levantó. La capa de oso caía de sus enjutos hombros con gran dignidad.

—Goimo saluda al kuninc de los sajones, ¡victorioso Widukind! —el rey avanzó unos pasos y puso la mano de largos dedos en el hombro izquierdo de su invitado; lo mismo hizo Widukind—. ¡Tratad como a un hijo al que es esposo de mi Geva y padre de su hermoso vástago! —Miró a los ojos de su nieto—. Bienvenido seas, Widukind, a mi sagrada mesa.

Tras el saludo, las conversaciones se reanudaron, y Widukind se sentó a la mesa de los jarls. Allí clavaba sus codos Sigifrid el Temerario, el hijo mayor de Goimo, a quien Widukind bien conocía, como sus hermanos menores. También estaba Thorvald Costilla de Hierro; bajo, fornido, de rubios cabellos trenzados y espesos bigotes, inspeccionaba a Widukind con desconfiados ojos, pues mucho se había hablado de las hazañas del sajón incluso en el norte. Harald Barbazul masticaba el asado; fornido, grueso, de brazos anchos como remos, aunque de cabellos oscuros, lo que era raro entre los daneses.

—¡Servid cuerno y carne a los viajeros! —ordenó Goimo.

Las manos solícitas de la misma joven que lo observaba depositaron la escudilla de bronce en la que un gran pedazo de carne recién sacado de los espetones humeaba y chorreaba grasa fundida. Se sirvió la mesa con bandejas de queso, cerveza, pan, miel y frutos del bosque, así como pasteles de sangre de oveja. Los dedos de Widukind apresaron la carne y se la llevaron a la boca con avidez. Un gran cuerno fue colmado con fresco hidromiel, y Widukind se sació sin decir palabra alguna. Harald, Thorvald y otros señores presentes, sentados a la mesa, lo observaban con atención. Widukind conocía a los daneses. Ésa era su forma de tratar a un extranjero, incluso si se presentaba como esposo de la nieta del rey, incluso si era su nieto…, era un nieto sajón, y no un nieto danés. No dejaba de ser un extranjero. Incluso si su nombre era glorioso debido a una guerra, no dejaba de ser un extranjero. Widukind, en cambio, comía con placer. Suponía que aquello que más impresionaba a los daneses era la ausencia de barba en su rostro. Pero los sajones no eran como los daneses. Muchos de ellos se afeitaban la barba en tiempos de guerra. Widukind había adoptado esa costumbre tras poner en práctica los rituales berserker que había aprendido de los hechiceros y sabios de su pueblo. Resultaba imposible embadurnarse el rostro con grasa de lobo y oso para adquirir aquel horrible y violento aspecto si uno se dejaba crecer una espesa barba.

Por fin, Goimo tomó la palabra en nombre de todos ellos.

—Háblanos de tu lucha, Widukind. El sajón se sintió agasajado.

—Mi lucha… —murmuró, pensativo. Bebió y tragó para aclarar su voz—. De nada sirve la lucha de un pueblo si sus señores son unos cobardes.

Se hizo un expectante silencio; Harald y Thorvald se miraron. Después se sonrieron unos a otros.

—¿Nos dices que los señores de Sajonia son unos cobardes? Son duras palabras si vienen de un sajón…

—Son duros hechos —respondió Widukind con la terquedad de un espartano—. No todos los nobles son así, pero una buena parte de ellos ha destruido todo mi esfuerzo… ¿No habéis oído hablar de Patherbrun?

Los rostros de los daneses se volvieron sombríos. Thorvald entornó los ojos maliciosamente. Widukind pronunció la palabra que había cruzado por la mente del danés:

—Carlomagno.

—Háblanos de esa reunión —pidió Goimo, suspicaz.

Widukind dio un bocado y masticó. Al cabo de un rato, miró a su auditorio, y empezó:

—Carlomagno se entrevistó allí con todos los señores sajones que quisieron un tratado de paz. Imagino que ya sabían a lo que iban… —Echó un largo trago de su cuerno para aclarar su voz, que brotó ahora como el bronce—. Carlomagno deseaba hacer público el pacto, deseaba dejar claro que la rebelión de Sajonia no sólo no era posible, sino que ya no era justa. Mediante la firma del tratado, los nobles se comprometían a ceder una serie de derechos a los francos: movimiento de tropas, establecimiento de puestos de vigilancia, traspaso de las fronteras, reconstrucción de puentes y libre uso de los caminos. Además, muchos aceptaban el cristianismo. A cambio, Carlomagno detendría la invasión violenta, el incendio y el saqueo, siempre y cuando se respetasen sus pretensiones. No maltrataría a la población y los dejaría volver a sus asentamientos… Pero Sajonia ya no existe, ahora es la Marca de Sajonia.

Un oscuro silencio rodeó las palabras de Widukind. Vigi vino a sentarse a la mesa, donde los jarls le hicieron hueco. Los ojos ávidos y amarillos del sacerdote calvo se clavaron en el hertug sajón, atentos como los de un halcón que vigila el vuelo de una bandada, a la caza de todos sus pensamientos, de los más pequeños detalles, en los que era capaz de leer las intenciones ocultas y los secretos deseos de los hombres.

—Buena parte del territorio sigue siendo lo que era —continuó Widukind—. Libre. No quieren a los francos bajo ningún pretexto, y muchos nobles callan y esperan, indecisos. Pero yo me he marchado.

—¿Por qué los has abandonado? —inquirió Harald.

Widukind golpeó la mesa con furia. Fue tan repentina su reacción y tan colmada de violenta cólera, que Thorvald movió su mano en busca de su cuchillo de caza y Harald lanzó una hostil mirada al sajón.

Widukind volvió en sí y miró su escudilla.

Goimo intercambió con Thorvald una sonrisa torva, y éste pareció apreciar el colérico carácter del joven, y la permisividad de su abuelo. No era con ellos con quien se ponía furioso, sino con su enemigo.

—Porque han destruido todo mi esfuerzo… y el de muchas vidas que fueron sacrificadas. Sajonia me ha traicionado.

El silencio que siguió a aquella declaración sólo fue interrumpido por el sonido de un gran cuerno de bronce que una muchacha depositó junto a Vigi. El hechicero no tardó en llevárselo a los labios y echar un largo trago. Al otro lado de la mesa, el bardo ciego tomaba asiento. Widukind se fijó en sus extraños rasgos. No sólo parecía viejo, además había sido maltratado por el destino, y algo sombrío caía sobre sus rasgos como un manto de misterio.

—Y dinos, hijo de Warnakind —siguió Sigifrid—, ¿abandonarás Sajonia a su suerte?

Widukind dejó de masticar y sus ojos vagaron.

—No lo sé… La traición ha convertido las victorias en derrotas. Han dejado a Carlomagno ganar a su manera, mediante el miedo. Sin embargo, ahora estoy aquí, en Dinamarca, donde viven mi esposa y mi hijo… Sé lo que haré hoy, pero no sé lo que haré mañana. Y los daneses, con Goimo, su rey, a la cabeza, ¿saben ellos lo que harán mañana? Pues si Sajonia es una marca del Reino, entonces… los vecinos de los daneses ya no son los sajones, sino sus nuevos amos, los francos. ¿Les gusta a los daneses tener a Carlomagno como vecino, después de saber qué es lo que hace con quienes no siguen sus preceptos…?

Los daneses se miraron unos a otros. Sólo Goimo parecía impertérrito ante aquel comentario. Vigi sonrió malévolamente.

—Quizá sea la hora de cortar el cuello a Carlomagno, y que los daneses acaben lo que los sajones sólo supieron empezar —dijo.

Widukind, que conocía la lengua de víbora de su amigo, respondió:

—Te mataría aquí y ahora…, pero si quieres matar francos entonces debo serenarme y unir mi brazo al tuyo. Además es cierto lo que dices, por más que me duela oírlo…, los sajones no han sabido acabar lo que mis antepasados empezaron y yo continué.

Goimo se desperezó ligeramente.

—Cobardes son los daneses y cobardes son los sajones —habló el bardo ciego, y todos prestaron atención—. No podrán acabar con su enemigo sin el preciado poder que volvía invencibles a los héroes de antaño.

—Y dinos, sabio escaldo —inquirió Goimo— ¿cuál es ese sagrado poder? ¿Dónde se esconden sus runas propicias?

—Los daneses han perdido su corazón en el camino y se han convertido en ordeñadores de vacas y matadores de ovejas —comentó con desprecio el ciego—. Prestan más atención a cocer empanadas de sangre de puerco que a afilar espadas y remos.

—¿Nos estás llamando ordeñadores de vacas? —preguntó Harald, paciente.

—Eso es lo que sois desde que no ansiáis la verdadera gloria —respondió el vate—. Sólo aquellos que la ansían pueden vencer a sus enemigos. Los sajones han dado la espalda a sus héroes, y sus héroes vienen al norte. Pero los daneses viven demasiado cómodos en su tierra rodeada de agua… La serpiente carolingia se arrastra por la tierra y entrará en Dinamarca para morder con veneno.

—¿Y qué deberían hacer los daneses? Es ahora su rey quien te escucha, bardo errante…

—Los daneses deberían hacerse a la mar con sus naves y conquistar el mundo, y convencerlo de que son los señores de la tierra… Torturar las tierras remotas, castigar a los cristianos, atormentar sus torres y quemar sus iglesias, saquear sus tesoros, fundir su oro y robar a todas sus vírgenes —la rotundidad de aquellas palabras tocó sus corazones—. ¡A la mar! Mas antes deben salir en busca de la Tierra de Hielo, navegar hacia el oeste, buscar el Hierro de Asgard y forjar allí, en el fuego sagrado que vomitan las entrañas de la tierra, en los hornos de Loki, las armas con las que volverían de nuevo al mundo de los hombres para vencer.

Harald daba muestras de cansancio al escucharlo; sin embargo, Thorvald parecía atraído por el sueño. No eran pocas las ocasiones en las que habían oído hablar de aquellos confusos relatos sobre una tierra desconocida en medio del mar, un mundo que pertenecía a los dioses. En ese momento cierto tumulto invadió la sala: la puerta se había abierto y un gran guerrero, acompañado de media docena de fornidos cazadores, entraba cargando a sus espaldas un joven corzo de lomo ensangrentado.